Promesa o peligro: la materialización de la Iniciativa de Defensa Estratégica

Promesa o peligro: la materialización de la Iniciativa de Defensa Estratégica

Tema: La Iniciativa de Defensa Estratégica de EEUU, surgida hace casi un cuarto de siglo, se ha materializado en el último año como escudo protector ante unas amenazas y en unas circunstancia muy diferentes a las de su lanzamiento.

Resumen: El proyecto de un sistema de defensa que limitara todo lo posible la capacidad destructiva de los arsenales nucleares soviéticos supuso una verdadera revolución del pensamiento estratégico en los años ochenta. Pero el fin de la Guerra Fría y la emergencia de un nuevo orden internacional en los noventa rebajaron muy considerablemente la necesidad de desarrollo de este costoso proyecto. La transformación de la política exterior y de defensa de EEUU tras el 11-S supuso su relanzamiento, que desde finales del año 2005 cuenta con sus primeros resultados prácticos. La tecnología desarrollada, de carácter defensivo pero sobre todo ofensivo, permite visualizar un nuevo escenario estratégico posnuclear.

Análisis: Hace ahora veinte años que Zbigniew Brzezinski editaba la que tal vez fuera la obra más completa sobre la Iniciativa de Defensa Estratégica, a cuyo título el de este trabajo rinde un modesto homenaje.[1] Quien fuera consejero de Seguridad Nacional de Carter y director de la por entonces influyente Comisión Trilateral participaba de un mercado editorial sobre el tema que llegaría a ser abrumador durante la década de los ochenta, incluso con la creación de revistas especializadas.[2] La caída del Muro de Berlín y la posterior desaparición de la URSS sepultaron muy rápidamente el interés por este proyecto, centrados los analistas en la búsqueda de explicaciones al cambio geoestratégico que suponía el fin de la Guerra Fría, ya fuera bajo el prisma del fin de la Historia y del choque de civilizaciones o el del aprovechamiento de los dividendos de la paz. Antes de cumplir los diez años de su lanzamiento y tras haber consumido una considerable porción presupuestaria, el proyecto parecía haber pasado a ocupar un puesto destacado entre las grandes promesas incumplidas. Y sin embargo no era así.

Los principios de la Iniciativa de Defensa Estratégica

La presentación por Ronald Reagan de la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI, Strategic Defense Initiative) a través de un discurso televisivo el 23 de marzo de 1983 levantó una expectación extraordinaria, una oleada de críticas de los calibres más variados y un desafío de proporciones inasumibles para la URSS. Los efectos perseguidos por la Administración estadounidense fueron plenamente conseguidos: recuperó la iniciativa en tecnología militar –tras un período de complejo de inferioridad respecto a los avances soviéticos-; pero aún más importante, superó definitivamente el complejo de culpa y alimentó el orgullo nacional, cruelmente dañados durante los años setenta por la derrota en Vietnam y las humillaciones a su embajada en Teherán.

Sin embargo, cuando se analizan los resultados políticos de la SDI, se remarca más a menudo –lo que ha acabado siendo un lugar común– su papel principal en la victoria sobre la URSS, pretendiendo que su mero enunciado supuso el ariete definitivo en la confrontación bipolar y la ruina del sistema económico soviético cuando intentó desarrollar su propio escudo antibalístico.[3] En realidad la respuesta soviética fue nula; Yuri Andropov, cuatro días después del discurso de Reagan, no alcanzó a vertebrar mejor contestación que exponer sus dudas sobre la realización del proyecto; y no fue hasta tres años después cuando el Kremlin tan solo alcanzó a presentar ante la prensa internacional la obra Armas del espacio: el dilema de la seguridad, donde se evaluaban distintos sistemas para neutralizar la eficacia del escudo estadounidense, con sentido común pero mínimos análisis técnicos. Con una economía nacional en quiebra y un Ejército Rojo empantanado en las montañas afganas, las capacidades soviéticas para diseñar una iniciativa equivalente a la SDI eran tan reducidas que ni siquiera fue considerada tal posibilidad.

La respuesta a la SDI se produjo en el campo teórico, especialmente entre los intelectuales europeos y sobre todo estadounidenses, cuyos argumentos alcanzaron desde la ética a la defensa de los acuerdos ABM y SALT, el respaldo a las conversaciones START y el mero repudio ideológico. Científicos reconocidos denunciaron los principios técnicos sobre los que se asentaba el proyecto y la imposibilidad de sacarlo adelante. Los economistas señalaron el enorme coste que suponía para la hacienda pública, lo que unido al ascenso de los presupuestos de Defensa de la Administración Reagan precipitaba a EEUU al mayor déficit fiscal de la historia.

Siendo comprensibles dichos argumentos –lo que no infiere la necesidad de su acierto–, ninguno de ellos podía debilitar la gran coherencia estratégica del proyecto. Esta fue sin duda la más importante virtualidad de la SDI, dado que de hecho suponía una verdadera revolución estratégica. Desde el anuncio soviético de posesión de armamento atómico, lo que de hecho señaló el inicio de la Guerra Fría, se había mantenido el principio de disuasión nuclear; una superpotencia persuadía a la otra de no iniciar un conflicto mediante la amenaza de una represalia masiva, cuyo extremo fue la doctrina de la Destrucción Mutua Asegurada;[4] este principio fue la razón del crecimiento exponencial de los arsenales atómicos, pues su mero número garantizaba el mantenimiento de recursos suficientes tras recibir un primer ataque y poder responder con gran efectividad y poder destructor. Toda la carrera de armamentos, la mejora cuantitativa y cualitativa de los arsenales, se basó en alcanzar un liderazgo que desaconsejara al enemigo a iniciar el ataque; paradójicamente, y a diferencia del armamento convencional, el crecimiento del armamento atómico era sostenido para no tener que utilizar ese arsenal.

La iniciativa de Defensa Estratégica transformaba definitivamente el principio de disuasión nuclear; por primera vez se pretendía diseñar un sistema que no atacaba al enemigo, sino que estaba especialmente dedicado a frenar e inutilizar su ataque. Los apologetas de la SDI decían acariciar el sueño de dejar “impotentes y obsoletos” los arsenales nucleares. De hecho, en el propio discurso de Reagan y en todos los posteriores estudios favorables a la SDI se reiteraba que era un sistema que no pretendía arrasar ciudades sino salvar vidas. Aunque el argumento era falaz –lo que realmente se buscaba era preservar la máxima capacidad de reacción para lanzar un ataque de respuesta–, el principio táctico en el que se basaba era real. Tan real como lo era el enemigo y el peligro que suponía su gigantesco, variado y efectivo arsenal nuclear.

La Iniciativa de Defensa Estratégica tras el fin de la Guerra Fría

El fin de la confrontación con la URSS y la misma desaparición del Estado que se había autoproclamado “patria de todos los trabajadores del Mundo”, podría haber supuesto el fin lógico de la Iniciativa de Defensa Estratégica. La razón fundamental esgrimida desde Washington fue que el enemigo había desaparecido, pero sus arsenales seguían intactos y que por tanto continuaba presente el peligro que se pretendía contrarrestar con el programa.

Sin embargo, los herederos de la URSS, especialmente Rusia –aunque también Bielorrusia y Ucrania, con armamento nuclear en su suelo–, no se encontraban en las condiciones ideales como para poder sostener un sistema mínimo que supusiera un peligro real para EEUU. De hecho, la Rusia de Yeltsin era un receptor de fondos para el desarrollo y de inversiones exteriores, todo ello con el respaldo de Washington, que de ese modo, mejor que de cualquier otro, frenaba las aspiraciones del Kremlin democrático de presentarse como continuador en la escena internacional de la superpotencia desaparecida.

Ese escenario internacional había variado tanto que en realidad era uno muy distinto. El presidente Bush señalaba en el discurso del Estado de la Nación, pocos días después de ser oficialmente enterrada la URSS, que había nacido un “nuevo orden internacional”. Aunque no definió las bases de ese nuevo orden, se evidenciaban en la operación internacional que en esos mismos días estaba teniendo lugar en Irak. Y aún se pondrían más en contraste, ya bajo la presidencia de Clinton, cuando EEUU se vio impelido a intervenir en el dramático proceso de descomposición de la ex Yugoslavia. La Guerra Fría había sido un colosal ejercicio de seguridad internacional y, una vez desaparecido el orden bipolar, las tensiones se desataron y los conflictos de todo tipo se multiplicaron. La respuesta de EEUU fue lógica y productiva: redujo en una cuarta parte los gastos de Defensa y los déficit económicos heredados de Reagan –y mantenidos bajo Bush– desaparecieron para dar paso a un importante superávit, el legado que recibió George W. Bush cuando asumió el cargo en enero de 2001.

Sin embargo, ni el fin de la Guerra Fría, con el hundimiento de la otra superpotencia, ni el recorte en los gastos militares bajo Clinton alcanzaron a hacer desaparecer la SDI. En especial en su segundo mandato, Clinton se vio empujado por las Cámaras legislativas, cuya mayoría se encontraba en manos de los republicanos, para aceptar el desarrollo de las capacidades balísticas defensivas. En 1995 la National Intelligence Estimate (NIE 95-19: Emerging Missile Threats to North America During the Next 15 Years) señalaba que ningún país, salvo las potencias nucleares ya conocidas, tenía capacidad para desarrollar o adquirir misiles balísticos que pudieran atacar territorio estadounidense durante la siguiente década y media. Esta conclusión abrió un encendido debate en el Congreso, que en 1996 creó la Commission to Assess the Ballistic Missile Threat to the United States, al frente de la cual se situó Donald Rumsfeld (y de la cual también formaban parte Paul Wolfolwitz y Stephen Cambone, que después sería el principal asesor de aquél en los temas de defensa de misiles). Las conclusiones a las que llegó la Comisión Rumsfeld se encontraban directamente enfrentadas con la NIE, señalando el incremento de la proliferación de misiles y la transferencia de tecnología estratégica entre algunos países desarrollados y otros del Tercer Mundo, al tiempo que determinaba un plazo de cinco años para tomar y ejecutar decisiones que garantizaran la seguridad del territorio estadounidense ante posibles ataques de antiguas y nuevas potencias nucleares enemigas.[5] La ratificación de que la iniciativa en este campo estaba en manos de los republicanos se puso de manifiesto con el estudio y posterior aprobación de la National Missile Defense Act de 1999 (Public Law 106-380), que ordenaba la ejecución “tan pronto como tecnológicamente fuera posible” de un sistema balístico de defensa nacional que protegiera todo el territorio estadounidense de cualquier ataque con misiles, fuera este “accidental, no autorizado o deliberado”.[6] Aunque las conclusiones de la Comisión Rumsfeld y la National Missile Defense Act tuvieron poca influencia real durante el resto de la Administración Clinton, fueron tomadas como la base operativa en la de su sucesor.

El relanzamiento de la SDI

En la campaña electoral presidencial que enfrentó al vicepresidente Al Gore y el gobernador George W. Bush, la SDI fue recuperada por los candidatos a suceder a Clinton. A Gore le interesaba fundamentalmente la colosal potencialidad científica que debía acompañar el desarrollo del sistema de defensa; para Bush, sin embargo, la SDI se insertaba en un planteamiento de política exterior neoaislacionista, que contemplaba la drástica reducción de efectivos en el exterior, la implementación de la revolución en asuntos militares y la puesta en práctica de un sistema de defensa balístico que protegiera el territorio estadounidense de todo ataque exterior.[7]

Tras su apretada victoria, la ejecución de esta política apenas pudo ser apuntada; su reflejo más notorio es la Quadrennial Defense Review (aprobada el 30 de septiembre de 2001),[8] que transfería el principal protagonismo a las capacidades en lugar de las amenazas, y a las fuerzas desplegables en lugar del acuartelamiento en bases externas. Los dramáticos acontecimientos del 11 de septiembre no solo derribaron el World Trade Center sino también los planes apuntados. La anunciada y prevista línea “realista” de actuación en las relaciones internacionales (Condoleezza Rice) fue rápidamente sustituida por “unipolaristas” (Richard Cheney y Donald Rumsfeld) y “neoconservadores” (Paul Wolfowitz y Elliott Abrams), aumentando el intervensionismo militar en la política exterior estadounidense, cuya manifestación más cruenta fueron las guerras de Afganistán e Irak.

Una de las pocas cosas que mantuvo todo la potencialidad inicial fue la SDI, a partir de entonces presentada como una garantía de seguridad ante los “Estados gamberros” patrocinadores del terrorismo o, aun más concretamente, contra los países integrados en el “Eje del Mal” (Irak, Irán y Corea del Norte), cuyos programas de desarrollo del armamento atómico se aseguraba que estaban muy avanzados. El colosal crecimiento del presupuesto de Defensa permitía, por otra parte, dar el definitivo empuje al National Missile Defense Act, cuyos artífices legislativos habían sido los que dos años después ocupaban los puestos más destacados del Departamento de Defensa.

El primer gran paso de la actualización efectiva de la antigua SDI fue la retirada del Tratado ABM (Anti-Ballistic Missile) en diciembre de 2001, argumentando que era un obstáculo para el desarrollo del programa de misiles balísticos defensivos. A pesar de las tímidas presiones de Putin y de las voces contrarias en Washington, el presidente Bush no tuvo ningún inconveniente en aprovechar la gran ola de solidaridad internacional a consecuencia del 11-S para derribar uno de los tratados que más útiles habían sido para frenar la carrera de armamentos. Como no se cansaron de enfatizar los medios afines a la Administración Bush, EEUU había recobrado la libertad para investigar, probar y construir una nueva generación de misiles defensivos sin ninguna limitación.

El segundo paso se produjo inmediatamente a continuación a través de la Nuclear Posture Review (NPR, enero de 2002); extrayendo experiencias de la post Guerra Fría y evaluando los nuevos escenarios, la NPR integraba el empleo de armamento atómico dentro del conjunto de las capacidades militares que podían emplearse en determinadas contingencias. Esto se materializaba en la transformación de los tres grandes sistemas de orientación ofensiva que habían sido mantenidos durante la Guerra Fría: misiles balísticos intercontinentales (ICBM), submarinos con armamento nuclear (SLBM) y bombarderos de largo alcance con armas nucleares. La “Nueva Tríada” (New Triad) que proponía la NPR se componía de sistemas de ataque (nucleares y no nucleares), defensivos (activos y pasivos) y una nueva infraestructura que procuraba nuevas capacidades de forma rápida y adecuada ante las nuevas amenazas.[9]

Tomando como base ambas revisiones, el tercer y más importante paso en la modernización de la antigua SDI se produjo a través de la Directiva Presidencial de Defensa Nacional de mayo de 2003 (NSPD-23), que estructuraba la National Policy on Ballistic Missile Defense, cuya administración operativa quedaba integrada en la Missile Defense Agency (MDA). Básicamente, la MDA estaba encargada de coordinar todos los esfuerzos de investigación y desarrollo tecnológicos sobre misiles defensivos, evaluar los sistemas y ejecutar los programas aprobados. Estos incluían una gran variedad de rangos y tecnologías, mucho más ambiciosos, sofisticados y extensos que la SDI de los años ochenta: misiles interceptores terrestres y marinos, unidades evolucionadas de Patriot (PAC-3), sensores en tierra, mar y aire, además de toda una serie de satélites para la coordinación, el posicionamiento y el seguimiento. Para futuras actualizaciones quedaban los programas más innovadores: Airborne Laser (ABL), Theater High Altitude Area Defense System y una segunda fase de misiles interceptores.[10] Las dos grandes limitaciones anteriores –presupuestaria y tecnológica– parecían haber desaparecido; a pesar de las voces críticas dentro de las Cámaras, la MDA ha visto incrementar su presupuesto año tras año y en 2005 alcanzó ya los 10.000 millones de dólares. Al calor de este fuego, no han faltado empresas que han creado una robusta infraestructura industrial para investigación y desarrollo. Las palabras de Bush en la presentación de la NSPD-23, solicitando el mayor esfuerzo para una de las más altas prioridades de la defensa nacional, resultaron de una efectividad completa.

Desde su puesta en marcha, el despliegue de estos sistemas ha seguido una pauta de “desarrollo en espiral”: adelantar el despliegue de capacidades limitadas mientras continua la investigación para la mejora de las mismas. Al mismo tiempo, la ejecución de la nueva política de defensa estructurada en la NSPD-23 se vio completada con la directiva departamental que replanteaba la misión del sistema de defensa balístico. Rumsfeld eliminó la distinción mantenida desde los años setenta –introducida por el Tratado ABM– entre defensa de misiles “nacional” y “regional” (theater), superada por un sistema balístico que pretende interceptar misiles de todo rango en cualquier fase de vuelo. De igual modo, debían definirse claramente las competencias y responsabilidades decisionales y operativas para el empleo de este armamento; las directivas determinaron el papel del presidente y del secretario de Defensa, así como del estado mayor que debía preparar y ejecutar las respuesta, la US Strategic Command.[11]

El presente de la “Ballistic Missile Defense”

El comienzo definitivo del despliegue de los misiles defensivos ya ha comenzado. Después de dos décadas de ensayos, en diciembre de 2005 fueron instalados los primeros misiles interceptores. Hasta la fecha han sido emplazados en silos subterráneos de dos bases de la costa estadounidense del Pacífico; en Fort Greely (Alaska) se encuentran emplazados ocho misiles y en la base aérea de Vanderberg (California) otros dos.[12] Aunque su capacidad está plenamente operativa, solo pueden ser activados previo paso a un estado de alerta, dado que aun no se encuentran activados las veinticuatro horas del día.[13]

Las diez primeras unidades instaladas utilizan un sencillo y contundente método de destrucción del misil enemigo, explosionando directamente contra él (hit-to-kill technology); han sido probadas en ocho ocasiones desde 2002, consiguiendo el objetivo en siete de ellas. La parte más sofisticada del programa de defensa antimisiles se encuentra en los sistemas de detección (a través de una red de sensores instalados sobre tierra, en buques y satélites) y guía de los interceptores (red de rádares terrestres y marinos); todo se completa con un sistema avanzado de comunicaciones para mando y control. Estos misiles antibalísticos son tan solo una primera fase; su número se ampliará (doce unidades serán instaladas sobre navíos) pero, lo más importante, su tecnología quedará pronto obsoleta.

El siguiente paso es el Láser Aerotransportado (Airborne Laser o ABL), que supone un avance trascendental en la capacidad defensiva, pero también y sobre todo ofensiva. Cuando a mediados de los años ochenta se trataba de representar visualmente la SDI (tal vez por la influencia de la película que popularmente le dio el seudónimo de Star Wars), los grafistas identificaban el sistema defensivo con un efectivo y cómodo ejercicio de rayos láser que derribaban misiles en vuelo. Entonces ese método se encontraba dentro de la esfera de la ciencia-ficción; hoy está a punto de ser una realidad y de hecho ya lo ha sido a pequeña escala. Tras dos años de pruebas de los sistemas de fijación de objetivo y control de fuego con láseres de baja intensidad, este verano comenzarán los ejercicios de fuego del Advanced Tactical Laser (ATL), una serie de láseres químicos montados sobre el avión de carga C-130H. El próximo año se espera que ya esté definitivamente desarrollado el gran láser de oxígeno y yodo que será la base de la primera generación de ABL, capaz de alcanzar y destruir blancos a 200 millas; será montado sobre la plataforma de un Boeing 747, mucho más rápido y con capacidad de volar a más altura que el C-130.[14] La MDA espera que esté plenamente operativo a finales de 2008; para entonces, un par de 747 pueden estar equipados y dispuestos para alcanzar, en pocas horas, cualquier escenario conflictivo susceptible de lanzar o ser el objetivo de misiles balísticos. El ABL dispondrá del mismo sistema de monitoreo que los misiles antibalísticos, con la diferencia de que su letalidad será mucho más alta y garantizada, gracias a su velocidad –muy cercana a la de la de la luz– y la mínima incidencia que la gravedad terrestre y las condiciones atmosféricas tienen sobre el disparo una vez fijada la trayectoria del objetivo. Sin embargo, el salto cualitativo que supondrán las armas láser no se circunscribe a la defensa antibalística.

El ABL no es simplemente la siguiente generación de interceptores, sino que supone realmente una nueva escala de armamento estratégico ofensivo. Esta diferencia se encuentra desde las mismas pruebas de disparo real que se realizarán este año; los láseres montados sobre el C-130H tendrán objetivos sobre tierra, fijos (torres de comunicación) y móviles a baja velocidad (carros de combate); el próximo año los objetivos serán aéreos, tanto de baja –helicópteros– como de alta velocidad –aviones de carga y cazas–; la propia MDA señala en su página web que el ABL podría ser utilizado en Afganistán e Irak.[15] Si el programa se desarrolla según lo esperado, la Fuerza Aérea de EEUU tiene programada la compra de una flota de hasta siete ABL; dado que según las mismas fuentes dos unidades permitirían tener una cobertura contra misiles balísticos las 24 horas del día, se evidencia que ya existen planes de utilización de los ABL distintos a la mera labor defensiva. El énfasis que ha otorgado la Administración Bush al principio de “ataque preventivo” tendría de este modo, dada la capacidad de gradación de las nuevas armas láser, un instrumento ejecutor de dimensión única.

Necesidad, capacidades, futuro

La Iniciativa de Defensa Estratégica fue lanzada por EEUU como respuesta al tour de force frente a la URSS, con un escenario internacional bien conocido y unos planteamientos estratégicos estancados durante las tres décadas anteriores. Existía un enemigo conocido, se sabían los medios con que éste contaba para ejecutar un posible ataque y se era consciente de las circunstancias en las que podría darse tal agresión. La profunda transformación que conllevó el fin de la Guerra Fría ha modificado completamente estas certidumbres: no existe un enemigo definido (el “terrorismo” no es un enemigo, sino un medio de actuación del enemigo), sino una pléyade de adversarios de muy distinto rango; la multiplicación de medios de ataque resta trascendencia a los arsenales convencionales y estratégicos, produciéndose la más alta letalidad a través de “armas que no son armas” (sino aviones, coches o las simples personas); y las circunstancias son tan disímiles como la variedad de causas, motivaciones y agentes que pueden desencadenar esos ataques.

Para EEUU las armas de destrucción masiva (Weapons of Mass Destruction o WMD) suponen el mayor riesgo para la comunidad internacional, tal como se indica de forma reiterada en los dos últimos grandes documentos sobre seguridad, Quadrennial Defense Review Report y The National Security Strategy, aparecidos en febrero y marzo de este año. Invocando el recuerdo del 11-S, los responsables de la Defensa estadounidense han levantado en los últimos años una densa y bien entramada –pero también interesada y falsa– estructura intelectual para multiplicar el presupuesto y dotar a su país de un sistema militar que impida la aparición de cualquier contrapoder. Aunque se abraza el idealismo wilsoniano y se dice pretender la “promoción de la libertad, la justicia y la dignidad humana” (el primer pilar de la estrategia de seguridad nacional en palabras de George W. Bush en la carta-prefacio del documento), los objetivos prefijados se encontraban ya definidos en el manifiesto del “Proyecto para un Nuevo Siglo Americano”: la Guerra Fría había salido demasiado cara y había mantenido demasiadas incertidumbres para permitir que volviera a reproducirse; en consecuencia, debía impedirse la aparición de cualquier contrapoder a EEUU, único país autolegitimado para liderar la comunidad internacional. Este liderazgo debía ejercerse a través de las organizaciones internacionales –como sucedió comandando la gran coalición en la primera guerra contra Irak, bajo mandato de ONU– cuando así pudiese conseguirse, pero no había que dejarse chantajear por la necesidad de consenso y tener el coraje de afrontar los esfuerzos en solitario –o con coaliciones ad doc, como la segunda intervención sobre Irak–. Aquí radica la gran diferencia entre las presidencias de Bush padre, buen hacedor de consensos, y de Bush hijo, provocador de disensos. La primera frase de la carta de Bush que encabeza el documento The Nacional Security Strategy es tan trascendental como significativa: “América está en guerra”. Sin embargo, en ningún momento se indica contra quién está en guerra; esa “agresiva ideología de odio y muerte”, como es identificado el terrorismo, ni conceptual ni tácticamente puede ser considerada un enemigo al que se le declara la guerra.

Si a esta confusión se le suma el énfasis en la proliferación de armas de destrucción masiva se llega al error estratégico más dramático de EEUU desde la guerra de Vietnam, hace cuarenta años. La tenencia y desarrollo de armas de destrucción masiva fue el argumento esgrimido, junto al apoyo al terrorismo yihadista de al-Qaeda, para legitimar la guerra contra Irak. El doloroso recuerdo del 11-S es utilizado para condenar la proliferación de armamento atómico y ratificar la necesidad de EEUU de dotarse de un efectivo sistema de defensa antibalística. Ni Sadam Husein disponía de armas de destrucción masiva ni las Torres Gemelas fueron abatidas por misiles intercontinentales. La confusión es demasiado gruesa como para pensar que los responsables pecan de maldad, ni mucho menos de ingenuidad.

La opinión pública de EEUU ha dado la espalda a la política exterior agresiva, unilateralista y muy costosa que la Administración Bush ha llevado a cabo; política con un muy alto grado de militarismo, que si consigue ganar guerras no es capaz de conseguir la paz, ni tan siquiera capturar al principal responsable de los terribles atentados que dieron respaldo a la misma; política que se autoexcluye de los grandes consensos universales (Corte Penal Internacional, Protocolo de Kyoto) y, por el contrario, sumerge con frío cinismo los derechos de las personas con prácticas tan solo dignas de las más negras dictaduras (Guantánamo, detenciones y deportaciones clandestinas). Ya han pasado los días en los que los medios de comunicación estadounidense se sintieron obligados, como si pertenecieran a una máquina de propaganda bélica, a respaldar a su Comandante en Jefe. Todo ello tiene como resultado el más bajo índice de aceptación de un presidente de EEUU, año y medio después de haber ganado unas elecciones por amplia mayoría. La Casa Blanca lo sabe, de ahí los cambios emprendidos, desde el portavoz oficial de Presidencia al jefe del Gabinete; pero lo más destacado es el dulce destierro de Wolfolwitz, el creciente cuestionamiento de Rumsfeld, el ensombrecimiento de la figura de Cheney (el vicepresidente que mayor poder personal ha tenido y mayor influencia ha ejercido en la política exterior de su país, fundamentalmente a través de la Agencia Nacional de Seguridad) y el visible giro realista emprendido por la nueva responsable de la Secretaría de Estado, Condoleezza Rice. Que la política exterior y de defensa va a cambiar nadie lo duda, pero Bush es demasiado orgulloso –y leal con sus colaboradores– como para sancionarlo oficialmente; menos a año y medio de las elecciones que nombrarán a su sucesor.

Estos cambios, sin embargo, en poco van a afectar al programa de defensa antibalístico. No es tan solo porque se hayan comprometido demasiados intereses o, como ha demostrado en las dos últimas décadas, el lobby de la industria militar estadounidense esté especialmente interesado por la SDI y sus herederas. También hay que considerar que la proliferación de países con tecnología atómica, y muy especialmente los discursos de algunos líderes totalitarios o fundamentalistas, hacen creíble la amenaza de un ataque balístico. A los “Estados gamberros” hay que sumar la acción de las múltiples facciones del terrorismo yihadista, si bien éstas han desarrollado instrumentos de ataque mucho más sencillos y considerablemente más complejos de atajar que un misil intercontinental. Siendo argumentos de peso los anteriores, la razón fundamental para continuar con el desarrollo de las tecnologías asociadas a la defensa antibalística es que las capacidades militares son un haber demasiado valioso para que ningún país se desprenda desinteresadamente de ellas. EEUU ha alcanzado un punto crítico que le hace encontrarse en un escenario post-atómico; la propia proliferación de países con armas nucleares rebaja la trascendencia estratégica de estos arsenales, transfiriéndola a sistemas que neutralizan ese armamento atómico o, en palabras de los que lanzaron la SDI, lo hacen “impotente y obsoleto”.

Conclusiones: La Iniciativa de Defensa Estratégica tuvo unos efectos políticos, incluso de psicología social, más que estrictamente militares. La URSS evidenció la imposibilidad de mantener el ritmo en la carrera de armamentos pero, sobre todo, EEUU reforzó un orgullo nacional herido en los años setenta y recuperó la iniciativa en el campo de la tecnología militar.

El final de la Guerra Fría, con la desaparición del sistema bipolar de superpotencias, y la aparición de un nuevo escenario internacional supusieron una ralentización de la SDI, pero no su desaparición, durante los años noventa. La mayoría republicana en el Congreso obligó a Clinton, durante su segundo mandato, a recuperar el programa de Defensa antibalístico. Pero fueron las actuaciones reactivas de la Administración de George W. Bush tras los atentados del 11-S las que definitivamente relanzaron el programa; en unas circunstancias y con un escenario internacional muy diferente para los que originalmente fue creado.

A finales de 2005 han comenzado a ser emplazados la primera generación de misiles antibalísticos en bases de Alaska y California, que utilizan una amplia red de sensores y radares terrestres, marítimos y aéreos. El salto cualitativo más importante, sin embargo, lo supondrá el desarrollo del Láser Aerotransportado, un tipo de arma completamente nueva –con posibilidades tanto defensivas como, sobre todo, ofensivas– que establece un nivel estratégico posnuclear.

Isidro Sepúlveda, Director del Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado de Investigación sobre Paz, Seguridad y Defensa


[1] Zbigniew Brzezinski (ed.), Promise or Peril. The Strategic Defense Initiative, Ethics and Public Policy Center, Washington, 1986.

[2] Sólo la editorial Pasha Publications, radicada en Washington, lanzó Military Space, Space Business y SDI Monitor.

[3] Uno de los principios neoconservadores, para defender el incremento del presupuesto en investigación militar. Véase la entrevista a Paul Wolfowitz, rememorando la figura de Ronald Reagan –al que llega a denominar “padre de la Perestroika”– (CNN, 7/VI/2004, disponible en http://www.defenselinks.mil/transcripts/2004/tr20040607-depsecdef0842.html).

[4] Sobre las raíces intelectuales, desarrollo e incluso vigencia de la MAD, véase Henry D. Sokolski (ed.), Getting MAD: Nuclear Mutual Assured Destruction. Its Origins and Practice, Strategic Studies Institute, 2004, disponible en http://www.strategicstudiesinstitute.army.mil/pubs/display.cfm?pubID=585 .

[5] Executive Summary of the Report to the Commission to Assess the Ballistic Missile Threat to the United Status, Presented to the 104th Congress, 15 July 1998, U.S. Government Printing Office, Washington DC, 1988.

[6] Missile Defense Act of 1999, H.R. 4 United States Code, en http://missiletheart.com/law/federal/nmdact99.html .

[7] Véase el artículo de la entonces asesora principal en política exterior del candidato Bush, Condoleezza Rice en Foreign Affaire, enero de 2000.

[8] http:/www.defenselink.mil/pubs/qdr2001.pdf.

[9] Kart Guthe, The Nuclear Posture Review: How is the ‘New Triad’ New?, Center for Stategic and Budgetary Assessments, 2002, http://www.csbaonline.org . “La integración de la Nueva Tríada en el pensamiento estratégico”, en Christopher J. Lamb, Transforming Defense, National Defense University Press, Washington DC, 2005.

[10]Curtis A. Mathis, United States Missile Defense Policy in the Contemporany Strategic Environment, Carlisle Barracks, US Army War College, 2005, pp. 3-7.

[11]M. Elaine Bunn, “Deploying Missile Defense: Major Operational Challenger”, Strategic Forum, 209, agosto de 2004.

[12]El pasado 10 de abril se dedicó oficialmente la base de misiles de Vanderberg a Ronald Reagan, con el nombre de “Ronald W. Reagan Missile Defense Site” (http://www.mda.mil/mdalink/pdf/06fyi0076.pdf ).

[13] Steven D. Smith, “Missile Defense Program Moves Forward”, American Forces Information Service, 11/I/2006, http://www.defenselink.mil/news/Jan2006/20060111_3903.html .

[14] James T. Hackett, “Needed: Laser in the sky”; The Washington Times, 6/4/2006.

[15] http://www.mda.mil/mdalink/html/mdalink.html .