Tema
Durante todo 2020, América Latina ha visto como en el centro de las medidas contra el COVID-19 los gobiernos recurrieron a las fuerzas armadas para resolver el problema. Este análisis advierte sobre el autoritarismo y la militarización que supone su inclusión en la vida pública.
Resumen
En un contexto de debilitamiento de las democracias en el mundo, en América Latina, que no alcanzó el grado de construcción republicana genuina, se produce un empoderamiento de las fuerzas armadas. Los militares han sido destinados a combatir la inseguridad, a convertirse en un pseudo partido político y, en este último año, en ocuparse de sostener la salud pública. Ante la evidencia de que el COVID-19 ha traído numerosos cambios, la oficialidad viene legitimando su presencia en los espacios públicos ciudadanos. ¿Es esta una remilitarización de la política? ¿Es este proceso un avance del autoritarismo en la región? En este marco, el empoderamiento de las fuerzas armadas se vuelve peligroso y complejo. Una retórica guerrera, represiva y punitiva se expande en varios países de la región, donde el virus se identifica como un enemigo político y militar. Ante todo ello, la sociedad atemorizada acepta, atemperada, la cesión de sus derechos.
Análisis
Democracia y ficciones
La democracia tiene pocos años en América Latina. El proceso de transición comenzó en 1979 en Ecuador, pero sólo en 1990 fue mayoritario el número de democracias.1 Treinta años en términos de historia política es un breve período. La remoción de los legados autoritarios fue extremadamente compleja y, en la mayoría de los casos, insuficiente. Por ello, la herencia de una tradición política autoritaria permea las imperfectas democracias de América Latina. Aún más, se podría sostener que en América Latina no se alcanzó una genuina democracia, salvo en muy contados casos.
La región cuenta con numerosas ficciones democráticas. Parlamentos que funcionan como anexos del Ejecutivo, abriendo las puertas y cubriendo la apropiación de recursos económicos para fines políticos, constituciones a medida de los gobernantes de turno, procesos revolucionarios que esparcieron planes económicos y sociales pero no crearon trabajos legítimos, estigmatización de grupos vulnerables y diferentes, y manipulación de los partidos políticos. La democracia supuestamente no se afirma, debido a las graves desigualdades socioeconómicas, una cultura política acostumbrada al ejercicio de la violencia y la impunidad, y una brecha entre ciudadanos que no se sienten parte de una misma comunidad.
Mientras que en tiempos de las transiciones a la democracia el control civil y el castigo ante la impunidad eran dos requisitos insoslayables de la construcción republicana, en las últimas décadas se observó un decaimiento de los principios de la democracia liberal. Varios presidentes una vez en el gobierno, olvidaron el mandato institucional y, para permanecer en el poder, recurrieron a los militares.
No alcanza con que las elecciones sean una rutina. Enseñó Guillermo O’Donnell que la democracia en la región se vio caracterizada por la delegación o concentración de poder versus una representación asentada en las legislaturas y la aceptación de la diversidad política. La tesis de la irreversibilidad del progreso democrático queda cuestionada, ya no por los tradicionales golpes militares, sino por la utilización de las fuerzas armadas como recurso político. En consecuencia, se produjo una ampliación de funciones de los uniformados. Los militares acataron el mandato del poder ejecutivo, pero no lo hicieron en función de cumplir con las instituciones y normas del Estado, sino obedeciendo los deseos de un jefe de Estado o de un partido político.
Se utilizaron militares para combatir la inseguridad, decisión poco racional desde la perspectiva del gasto público, pues desvía la finalidad de la fuerza, cuyos objetivos son anular la capacidad de acción de una fuerza similar contra el Estado. Ello es muy diferente de la finalidad de las policías, cuyo requerimiento es imponer la ley. Asimismo, pasaron a convertirse en un pseudo partido político, sosteniendo presidentes cuestionados por su legalidad y arbitrariedad. En ambos casos, se produjo un daño colateral en varias naciones de la región: los abusos contra los derechos humanos. Además, sus resultados no son eficaces, pues los militares no están preparados para prevenir el crimen y en las dictaduras evidenciaron su incompetencia para manejar la política.
Otro ejemplo de esta ampliación de funciones es ubicar a las fuerzas armadas en el sostén de la salud pública. Se recurre nuevamente a la noción de salvadores de la patria que en el pasado en varios países llevó a sangrientas dictaduras. Se recupera un ethos militarista: la eficiencia, la disciplina, la jerarquización, la organización y las restricciones. En este panorama desolador y caótico, las fuerzas armadas otra vez son el resguardo moral.
Sabemos que el concepto de seguridad ha evolucionado desde una lógica de disuasión nuclear a una visión más amplia y, por eso, menos determinada. Las amenazas globales identificadas por la mayoría de las naciones comprenden actualmente al terrorismo y los grupos armados no estatales, la ciberseguridad que elude las lógicas geográficas, el impacto de migraciones masivas, los efectos del cambio climático, las pandemias y los tráficos ilegales que incluyen el narcotráfico. Todas estas amenazas ponen en cuestión el papel tradicional de los militares que ha sido enfrentar a una o varias fuerzas armadas nacionales, para aniquilar la capacidad de destrucción de un enemigo sobre el propio territorio, o para neutralizar las agresiones de una fuerza a los valores y forma de vida de una sociedad. En un mundo cada vez más violentado por conflictos no militares se pone en cuestión la oportuna división entre la seguridad externa e interna. Esta ampliación afecta directamente a los valores e instituciones democráticas. Todas estas amenazas, además, tienen la particularidad de que sólo pueden ser neutralizadas en conjunto con otros países. O sea, son transnacionales. Todas ellas, también, tienen la cualidad de debilitar las nociones de control civil democrático de las armas. Finalmente, estas acciones ponen en cuestión el papel y la preparación militar.
Militares y pandemia
Es innegable que el COVID-19 trajo numerosos cambios. Los equipos de salud pública y privada se vieron desbordados en un trabajo continuo e incierto, sin retribuciones estatales suplementarias. La economía se paralizó o se redujo, mientras el confinamiento inmovilizaba a numerosos trabajadores. Pese a la existencia de instituciones multilaterales globales, como la Organización Mundial de la Salud (OMS), los países eligieron estrategias individuales y aisladas de la comunidad internacional. Muchos gobiernos impusieron restricciones a la libertad individual en favor de evitar contagios masivos. En la mayoría de los países se recurrió a las fuerzas armadas, que patrullaban ciudades y fronteras, se encargaban del transporte, organizaban ollas populares, vacunaban, fabricaban mascarillas o ejercían vigilancia en las casas y las calles.
Es un regreso casi triunfal de la oficialidad a los espacios públicos ciudadanos. ¿Es esta una remilitarización de la política? En ese marco, precario, el empoderamiento de las fuerzas armadas se vuelve peligroso y complejo. La vulneración de la legalidad, la no discriminación y la falta de respeto a los derechos humanos tienen consecuencias en la consolidación de un modelo democrático. Por cierto, las fuerzas armadas tienen una innegable capacidad de organizar una operación logística en tiempo récord. Pero son más eficientes los estudiantes de medicina para vacunar que un soldado. Los organismos de la sociedad civil, que día a día suplen las carencias del Estado, conocen mejor como satisfacer las necesidades de la población con carencias, más que un grupo de sargentos.
Se parte de la idea de que no se trata de un regreso de los militares a desempeñar tareas que no son específicamente militares, pues nunca se retiraron efectivamente de la escena política. Resignaron espacios, es cierto. Pero en la medida que pudieron recuperar cierto protagonismo lo hicieron sin dudar: ¡primero la patria! Traducido a su formación cuartelar, esto significa primero la institución de las fuerzas armadas, columna vertebral de la nación. Su mentalidad está forjada por la idea de aprender a obedecer, así como a mandar. En definitiva, los presidentes generalmente elegidos por un período, o dos, mientras que las fuerzas armadas siguen estando, son más permanentes y están al resguardo de –sostienen– los valores patrióticos.
¿Que obtienen a cambio las fuerzas armadas? Reconocimiento, cuotas de poder, restitución de legitimidad y recursos, todo ello en un juego peligroso que vuelve a desinstitucionalizar a las entidades armadas. Lo realizan acompañadas por un discurso de disciplina, valores y respeto que identifica el esfuerzo estatal de proveer salud pública en términos de guerra.
Esto no es una originalidad latinoamericana. El presidente de Francia, Emmanuel Macron, se expresó en la misma dirección el 16 de marzo de 2020: “Estamos en guerra, sí en una guerra sanitaria. No luchamos ni contra un ejército ni contra otra nación, pero el enemigo está aquí, invisible, esquivo y avanzando. Y eso requiere nuestra movilización general. Estamos en guerra”.
Pedro Sánchez, presidente del Gobierno español, no se quedó atrás: “Esos números reflejan también la magnitud del desafío ante el que nos estamos enfrentando. La fuerza del enemigo que nos ha invadido, su enorme peligro. Desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, nunca la Humanidad se había enfrentado a un enemigo tan letal para la salud y tan pernicioso para nuestra vida económica y la social… La potencia destructiva del virus no distingue territorios ni colores políticos. No elige las ciudades, tampoco elige los países por el color político de su gobierno. Estamos inmersos en una guerra total que nos incumbe a todos”.
El primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, estableció un “plan de batalla” para contener el avance del virus. EEUU, Polonia y Hungría también recurrieron a la simbología de la guerra para legitimar las acciones de control sobre la población ante el COVID-19. Joseph Borrell, alto representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, citado en un interesante artículo del diario Le Monde del 23 de junio de 2020, lo dijo en otro lenguaje: “La salud es una cuestión de seguridad”. Las referencias simbólicas y el tratamiento discursivo de la pandemia refuerzan las metáforas guerreras, de violencia y de sumisión.
De todas formas, hay una amplia diferencia de los efectos que esta retórica tiene en Europa con nuestra región. La intervención socio-política de los militares en Europa no pone en riesgo los principios democráticos. El respeto a las instituciones y la división de poderes está internalizado y además están resguardados por los principios de la UE.
En cambio, nuestros países funcionan como ficciones democráticas más que plenas repúblicas. La división de poderes es doblegada continuamente y las operaciones políticas socavan tanto a los otros poderes estatales como a los mecanismos de control institucional. Se naturaliza la violencia estatal y se consiente que los militares sean un enclave autoritario permanente en las sociedades latinoamericanas. Esa naturalización de la violencia estatal tapa las deficiencias de las políticas públicas.
Está claro que Chile, Uruguay y Costa Rica se destacan del resto de los países de la región por su alto desarrollo democrático. Sin embargo, en países que tienen una institucionalidad asentada y respetada, los militares tuvieron un papel preponderante. El presidente chileno, Sebastián Piñera, alertó en octubre de 2019, ante las manifestaciones ciudadanas, que el país estaba en guerra. El jefe de la Defensa Nacional de Chile, el general Javier Iturriaga, declaró al día siguiente que él no está en guerra con nadie. Hay dos interpretaciones sobre este hecho. Una que lo considera un freno a la militarización aclamada por el presidente; otro razonamiento, que resulta más preocupante, es que un jefe militar desautoriza a su comandante supremo, el presidente Piñera.
Una región desarticulada
En el gobierno de Jair Bolsonaro los militares han sido favorecidos, contando actualmente con 10 ministros militares de un total de 20 y, además, más de 100 militares ocupan puestos de segundo y tercer nivel jerárquico. Los intereses militares están blindados. Ante la virulencia del virus que afecta al país, Bolsonaro ha minimizado los riesgos de la pandemia: “¿Que si algunos morirán por el virus? Sí, morirán. Algunos porque ya tenían alguna deficiencia preexistente; otros, porque les pillará desprevenidos. Lo lamento. Mi madre, que tiene 92 años, si coge algo creo que nos deja. Pero no podemos crear todo ese clima que hay por ahí. Perjudica a la economía”.
En marzo de 2019 el gobierno de Bolivia dispuso el “Estado de alarma en todo el territorio nacional debido a la pandemia del Covid-19”. Por medio del mismo se suspendieron actividades laborales y actos públicos. Las fuerzas armadas quedaron como las responsables de controlar el acatamiento de las medidas. Ante la reacción ciudadana por estos controles, el jefe de las Fuerzas Armadas, el general Sergio Orellana, dijo que han detectado la presencia de “grupos de personas con armamento” y que eso es terrorismo, justificando la violencia aplicada.
Lilian Bobea, en una publicación de FESCOL, argumenta que en República Dominicana, en medio de la reafirmación de una relación Estado-sociedad de carácter clientelar y patrimonial, en la cual los militares han sido juez y parte, se intensificaron las funciones militares en los ámbitos de la gestión militar de riesgos y desastres naturales, la gestión de la cooperación internacional, la seguridad pública, la protección ambiental, el control fronterizo y la securitización sanitaria.
Las fuerzas armadas de Honduras, en un video oficial publicado en junio de 2020, muestran a un conjunto de soldados, y uno de ellos dice: “Por tu seguridad y la de tu familia: ¡quédate en casa!”, armado con un fusil de asalto.
Ante el virus, el presidente colombiano Iván Duque aumentó el despliegue de 87.000 militares y extendió el servicio militar obligatorio durante tres meses más. Ejército y policía patrullan las calles, los mercados y las fronteras.
El presidente salvadoreño Nayib Bukele ha avanzado sobre la separación de poderes, que produce una intensificación de la militarización de la esfera pública. El 8 de abril de 2020 la Corte Suprema del país dictaminó que las violaciones del toque de queda no justifican detenciones arbitrarias por parte de la policía y el ejército, pero el presidente Bukele afirmó que no cumplirá con la decisión del máximo tribunal.
Venezuela es un caso peculiar, en el cual las fuerzas armadas mantienen una relación ambigua con el gobierno, con una abierta partidización de la elite militar a favor del régimen. El gobierno de Venezuela etiqueta a quienes puedan haber estado en contacto con el coronavirus como “bioterroristas”. El presidente Maduro no afronta una emergencia sanitaria, sino que el virus se identifica como un enemigo político y militar.
En México numerosas facultades del gobierno civil, incluyendo la seguridad pública, se han trasladado a las fuerzas armadas. Resulta contradictorio que los fracasos de los militares para controlar el narcotráfico no sean tenidos en cuenta al desplegarlos ahora para la lucha contra el COVID-19.
Ante todos estos movimientos de carácter represivo o de vigilancia, ¿realmente genera tranquilidad ver uniformados en los barrios marginales? No parece que puedan dar soluciones mejores que los equipos de medicina. Tampoco parecen ser más eficientes en elaborar y repartir comida que los numerosos comedores populares que suelen abastecer con o sin pandemia a las poblaciones con carencias. No tienen mayor legitimidad los militares para hacer cumplir las restricciones de circulación y transporte. En todo caso, pueden provocar más miedo.
La ausencia ciudadana
Es sugestivo que, mayormente, los ciudadanos ignoren las consecuencias de estas nuevas funciones militares. Antes, en tiempos de dictadura, una ciudadanía reclamaba a sus gobiernos rendición de cuentas para evitar el uso arbitrario del poder. Frente a abusos sistemáticos cometidos por los militares se crearon numerosas asociaciones de la sociedad civil que defendían los derechos sociales, políticos y humanos. Actualmente, varias de estas organizaciones han modificado sus intereses y no demandan ni interpelan al poder. Se han visto numerosas manifestaciones por el carácter represivo y el aumento de la presencia de militares en los asuntos públicos, pero son mayormente ciudadanos auto-convocados.
Así es que ante la pandemia se ha pasado de una ciudadanía temerosa de los uniformados a una que aplaude emocionada a los militares como salvadores de la patria. Esta ampliación de funciones es una realidad que se viene dando desde hace ya dos décadas. El acatamiento ciudadano es contrario a las demandas de control sobre el gobierno. Ya no se incita al escrutinio de agencias, ni se investigan funcionarios. El miedo supera a las auditorías.
Un ciudadano es apresado por no usar mascarilla en la calle. Otro habitante es detenido por traspasar límites provinciales (¿aduanas internas?). Es incierto poner un límite entre el cuidado de la salud de la población y los excesos arbitrarios sobre las leyes. Aún más, gran parte de la aplicación de las normas impuestas por el Poder Ejecutivo quedan en manos de la institución castrense. Los militares se entrenan para combatir enemigos, no para rivalizar contra sus propios ciudadanos. El uso de la fuerza no es gradual, ni ordenado por ley. Lo más probable es que cuando un militar confronta a un ciudadano despliegue las estrategias que aprendió para salir victorioso en una guerra.
Por otra parte, esta militarización conlleva visiones más punitivas que permean a una comunidad. En extremo, el nombrado caso de Maduro en Venezuela que tilda a los enfermos de bioterroristas. Otro ejemplo nefasto es la represión y confinamiento que el gobernador de la provincia de Formosa lleva adelante en Argentina.
La militarización de las calles, los toques de queda, la intromisión en datos personales, la delación entre vecinos, los paliativos ofrecidos por soldados y la regulación de la vida privada en función de proteger la salud de la población, admite ante una ciudadanía atemorizada la cesión de sus derechos y la aceptación de una imposición punitiva.
Mientras tanto, nos acostumbramos a que se tipifique el delito de “atentado contra la salud pública”, que se hacinen a decenas de ciudadanos en centros de detención, por no haber respetado la cuarentena, o que arbitrariamente se establezca un toque de queda. Entonces, se naturaliza la intimidación y la sociedad se acostumbra a un umbral de violencia más alto. El uso de la fuerza sobrepasa límites tras el argumento de primar la salud de la población. Los ciudadanos no temen esa cesión de espacios de poder y control. La ampliación del poder militar reduce la capacidad civil para supervisarlo. En democracias débiles, pendulares, anómicas, todo conduce a un impulso autoritario.
Conclusiones
Coincido con Adam Isacson quien advierte, en una publicación de WOLA del 20 de julio de 2020: “Cuando termine la pandemia, los líderes civiles no solo tendrán que lidiar con las secuelas de las bajas masivas y las economías en desintegración, sino también con el envío de un ejército empoderado de regreso al cuartel”.
Los militares han sumado protagonismo sin ruido. Ya no retumban las botas en las casas presidenciales. Ya no desfilan los tanques por las avenidas de la ciudad. Ya no imponen una sociabilidad marcial. Pero detrás de muchos presidentes, como puede constatarse en fotos publicadas en los medios de prensa en octubre de 2019, los uniformes otorgan legitimidad ante los cuestionamientos de los habitantes. Ahora, con la prevención del virus, es como si la gente considerase el nuevo statu quo una consecuencia natural e inevitable de la pandemia.
La fragilidad democrática suele ser una estrategia política. Se moviliza a la población con una retórica en la cual las normas están ausentes. Carencias en la gestión democrática dependen en mayor medida del sistema de partidos políticos, de la capacidad de influencia de la sociedad civil y de las características del liderazgo político. Un defectuoso control civil democrático de las fuerzas armadas contribuye, en tiempos de pandemia, a incrementar las carencias democráticas. El dilema que se presenta es difícil de resolver: ¿aceptamos una creciente militarización o aceptamos que un Estado deficiente no aporte los recursos para prevenir el virus? Posiblemente no haya solución. No obstante, es primordial que la ciudadanía sea consciente de los riesgos que acarrea, en democracias ficcionales, el empoderamiento de los militares.
Rut Diamint
Investigadora principal de CONICET y profesora en la Universidad Torcuato Di Tella, en Buenos Aires
1 Entre 1989 y 1990 hubo elecciones en Brasil, Chile, Colombia, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua, Panamá, Perú, República Dominicana y Uruguay.