Tema: Para derrotar a al-Qaeda hay que imponerse a los talibán y evitar que éstos continúen reproduciendo una subcultura de terrorismo en las zonas bajo su control.
Resumen: Al-Qaeda ha sobrevivido durante los últimos casi 15 años gracias sobre todo a la protección que le han proporcionado los talibán en el sur de Asia. Entre 1996 y finales de 2001 fueron los talibán afganos quienes se convirtieron en protectores de dicha estructura terrorista. Desde el inicio de 2002 hasta nuestros días, son los talibán paquistaníes quienes protegen a Osama bin Laden y los suyos. El auge de los talibán, tanto en Afganistán como en Pakistán, ha sido beneficioso para al-Qaeda, favoreciendo además la persistencia del terrorismo global. Negociar con los talibán, como han hecho en varias ocasiones las autoridades paquistaníes, ha resultado hasta ahora contraproducente si de contener el avance de los extremistas y aislar a al-Qaeda se trataba. Esta experiencia invita a repensar cuidadosamente cualquier nueva propuesta de negociación con los talibán en Afganistán. Para derrotar a al-Qaeda habrá que imponerse a los talibán y evitar que éstos continúen reproduciendo una subcultura de terrorismo en las zonas bajo su control. Se trata de imponerse militarmente a ellos sin olvidar las dimensiones civiles de una campaña contrainsurgente, pues es imperativo favorecer la oposición a los extremistas en el seno de la población pastún.
Análisis: Al-Qaeda es una estructura terrorista que desde mediada la década de los 90 ha dependido de los talibán para persistir y desarrollar sus actividades en numerosos países del mundo. Entre 1996 y 2001, Osama bin Laden y los suyos, quienes mediado el primero de esos años se vieron obligados a abandonar la base que habían establecido en Sudán, encontraron un nuevo santuario en Afganistán, al amparo de los talibán. Estos se hicieron con el poder en dicho país tras una prolongada guerra contra las tropas soviéticas durante los años 80 y el posterior enfrentamiento entre quienes con anterioridad habían combatido en un mismo bando a los invasores con el respaldo económico de, sobre todo, Arabia Saudí y EEUU. Enfrentamiento este último para el cual aquellos fundamentalistas religiosos se beneficiaron del apoyo que les proporcionó la inteligencia paquistaní, en detrimento de otros contendientes de distinta orientación ideológica y en principio mejor disposición hacia el mundo occidental, como la heterogénea Alianza del Norte. Esta, por otra parte, fue abandonada a su suerte también por las autoridades norteamericanas, decididamente implicadas en los avatares afganos hasta que con la retirada del Ejército Rojo optaron por desentenderse de su suerte y de la de su población.
Sin embargo, tras los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington, ideados y planificados por al-Qaeda desde su asentamiento en Afganistán, EEUU intervino militarmente en dicho país, con gran respaldo de la comunidad internacional, en el otoño de 2001. Ya lo había hecho tres años antes, poco después de los atentados que esa misma estructura terrorista perpetró junto a las embajadas norteamericanas de Nairobi y Dar es Salaam, pero entonces fue una represalia limitada. Ahora se trataba de derrocar a los talibán en el poder y destruir la extensa infraestructura de al-Qaeda en el territorio sobre el cual gobernaban, al igual que la de otros grupos y organizaciones afines a la misma, objetivo que inicialmente consiguieron. Pero, pese a perder las facilidades de que hasta entonces venía disponiendo, incluyendo sus campos de adoctrinamiento y entrenamiento, al igual que a buena parte de sus miembros y a algunos de sus dirigentes, al-Qaeda consiguió reubicarse al otro lado de la frontera oriental de la jurisdicción afgana, en las denominadas zonas tribales de Pakistán. Desde el año 2002, ya notablemente reconstituida y muy activa tanto en iniciativas de propaganda como operativas, pervive, en el Norte de Waziristán y algunas demarcaciones aledañas, debido esta vez a la protección otorgada por los talibán paquistaníes. Estos y los talibán afganos se encuentran estrechamente vinculados entre sí no sólo por una misma ideología sino también por su común adscripción a la etnia pastún. Unos y otros consideran al mulá Omar como su emir –a quien, por cierto, el propio Osama bin Laden juró fidelidad a finales de los 90–, mientras que Ayman al Zawahiri, verdadero estratega del actual terrorismo global, se ha referido como guía espiritual para todos los implicados en el mismo.
Ante el avance de los talibán
En los últimos cinco o seis años, tanto el retorno de los talibán en Afganistán como su paulatino avance en Pakistán no han hecho sino favorecer a al-Qaeda y a una serie de entidades afines localizadas en el mismo entorno, al ampliarse su propio espacio mientras lo hacía el correspondiente al domino ejercido por sus anfitriones. En Afganistán, tres al menos serían las principales razones que explican ese resurgimiento de los talibán. En primer lugar, el hecho de que éstos nunca fueron derrotados por completo, sino que huyeron hacia lugares remotos del país donde se recompusieron lo suficiente para finalmente adoptar nuevas tácticas insurgentes en general y terroristas en particular, como las que han desarrollado en los últimos años, aprovechándose de que los escasos medios humanos y materiales de que dispusieron el Gobierno de Karzai y la coalición que lo respaldaba no eran suficientes para perseguirlos y garantizar la seguridad de un país por reconstruir material e institucionalmente. En segundo lugar, que las autoridades de EEUU desplazaran su atención de Afganistán a Irak hizo que las condiciones de seguridad en el primero de estos dos países se deterioraran aún más y que la asistencia proporcionada para su reconstrucción socioeconómica resultase muy insuficiente.
Como consecuencia de ello, las expectativas de mejora en sus condiciones de vida que albergaba gran parte de población se vieron frustradas sobremanera, lo que a su vez propició el cultivo de opio, del cual dependen económicamente millones de afganos ahora también resentidos por la política internacional hacia lo que constituye para ellos una fuente de ingresos sin alternativa viable, situación ésta de la cual acabarán sacando también partido los talibán. En tercer lugar, el retorno de los talibán afganos se ha visto favorecido por el refugio y la ayuda que han recibido de sus homólogos paquistaníes. El caso es que en 2002 se registraron poco más de 20 atentados en Afganistán, de los cuales ninguno fue suicida. Cinco años después, en 2007, fueron casi 2.700 y de ellos aproximadamente 160 suicidas. Y la actividad terrorista se incrementó aún más a lo largo del pasado año. Aunque los principales bastiones de los talibán se encuentran al sur y al este del país, lo cierto es que su presencia se ha hecho permanente en unas dos terceras partes del territorio y desarrollan una intensa actividad insurgente en más de la mitad del mismo. Sin embargo, la mayoría de las víctimas de los actos de terrorismo que ejecutan son civiles desarmados que pertenecen a la población autóctona.
Los talibán paquistaníes, por su parte, han crecido mucho en número durante ese mismo período de tiempo y han extendido su influencia dentro de las llamadas Áreas Tribales Administradas Federalmente y otras demarcaciones de la denominada Provincia Fronteriza del Noroeste, desafiando a una autoridad estatal ya de limitada presencia efectiva en buena parte de esos territorios, en los que existe un régimen jurídico especial. En diciembre de 2007, alrededor de una treintena de grupos armados de aquella condición extremista constituyeron Therik-e-Taliban Pakistan (TTP o Movimiento Talibán de Pakistán), una coalición con presencia en la mayor parte de los distritos, agencias y regiones de la aludida provincia, aunque su implantación no sea uniforme en ellos. A dicha nueva organización se atribuye, entre otros atentados perpetrados por su propia cuenta o en colaboración con al-Qaeda u otras organizaciones terroristas próximas, el que en diciembre de 2007 puso fin a la vida de Benazir Butto, el que ocasionó la muerte de 69 personas en la localidad de Wah en el verano de 2008 y el igualmente episodio suicida contra el Hotel Marriott de Islamabad en septiembre de ese mismo año con el resultado de 53 muertos. TTP ha pasado de desarrollar una notoria campaña de atentados suicidas a enfrentarse, con un considerable número de militantes armados, al Ejército paquistaní. No en vano se estima que dispone de unos 30.000 activistas propios. El TTP ambiciona imponer en todo el país, mediante el uso de la fuerza, un orden sociopolítico basado en su concepción rigorista del credo islámico y contribuir a que sus correligionarios de Afganistán logren tanto a la expulsión de las tropas extranjeras desplegadas en este país como al restablecimiento de un régimen talibán en el mismo.
Pues bien, desde hace ya algún tiempo vienen escuchándose voces y leyéndose escritos, de responsables políticos o comentaristas de la prensa, cuando no incluso de mandos militares occidentales, con mayor o menor relevancia en relación con estos asuntos, quienes sugieren si no insisten en que para reconducir la situación en Afganistán, contener su agravamiento en Pakistán y aislar a al-Qaeda es preciso negociar con los talibán. Cuando se habla de negociar con talibán afganos no cabe sino pensar en hacerlo con líderes, miembros prominentes o agregados significativos del denominado Movimiento Islámico de los Talibán; del mismo modo que hablar de negociar con talibán paquistaníes supondría hacerlo con dirigentes, integrantes destacados o colectivos adscritos a alguno de los grupos que componen Therik-e-Taliban Pakistan, o de quienes forman el consejo que rige esta misma coalición de islamistas radicales. Señalar otro tipo de interlocutores, como pastunes afganos o paquistaníes no alineados con los talibán e incluso pertenecientes a tribus que rivalizan con la dominante entre ellos, resulta equívoco, es irrelevante si lo que se busca es promover el disentimiento entre los extremistas y alude a otras importantes facetas de un programa contrainsurgente pensadas no para dividir a los insurgentes sino para ganar aquiescencia entre la población local o favorecer que abandonen las armas aquellos insurgentes que hubieran sido movilizados bajo coacción o a cambio de dinero, lo que no requiere tanto un proceso de negociación como la provisión de incentivos selectivos de carácter no político para abandonar las armas. Eso sí, quienes insisten en negociar con los talibán no suelen dejar suficientemente claro qué es exactamente lo que hay que negociar y dan por descontada una más que cuestionable distinción entre talibán buenos y malos, acomodadizos e irreconciliables.
¿Lecciones de las que aprender?
Ocurre, sin embargo, que en los últimos cinco años se han dado ya varios procesos de negociación con talibán de los que cabe extraer algunas lecciones. Destacan, en concreto, tres importantes negociaciones mantenidas entre el Gobierno de Pakistán y talibán de ese mismo país, que se tradujeron en acuerdos de alcance territorial que debían hacerse efectivos en determinados ámbitos de sus zonas tribales. Al primero de ellos, el conocido como acuerdo verbal de Shakai, se llegó en abril de 2004. Los interlocutores de las autoridades de Islamabad fueron entonces el líder talibán Nek Mohammed y los notables o ancianos de la tribu de los Ahmadzai Wazir, que habita en Waziristán del Sur. En febrero de 2005 se alcanzaron los acuerdos de Sararogha, con la intención de ser aplicados en otro espacio distinto pero dentro de aquella misma agencia, negociados en esa ocasión con el dirigente talibán Baitulá Mehsud y los notables o ancianos de su misma tribu, es decir la de los Mehsud. Año y medio más tarde, en septiembre de 2006, fue suscrito un nuevo acuerdo, pero esta vez en Waziristán del Norte, con otro destacado jefe talibán, en concreto Hafiz Gul Bahadur y los notables o ancianos de la tribu de los Uthmazni Wazir.
Con esos tres acuerdos las autoridades paquistaníes pretendían ante todo acorralar a los seguidores de Osama bin Laden. Estuvieron precedidos por operaciones militares en las respectivas zonas a que luego afectaron, ordenadas por el entonces presidente del país, Pervez Musharraf, para combatir tanto a al-Qaeda como a sus grupos afiliados integrados por miembros de origen igualmente foráneo, que entre finales de 2001 e inicios de 2002, huyendo de Afganistán, se establecieron en las mismas. Acogidos por algunas de las principales tribus que habitan esos territorios, desde ellos pasaron a desarrollar sus actividades terroristas dentro y fuera de Pakistán. En dichos acuerdos se incluían estipulaciones que habilitaban a los talibán para establecer de hecho su propia administración en las demarcaciones de que se tratara, impedían que el uso de armas según las tradiciones locales quedase prohibido y fijaban los términos para un repliegue del Ejército paquistaní. A cambio, se disponía que los extranjeros presentes en esas agencias salieran de las mismas y que ni las fuerzas de seguridad ni las instalaciones o los funcionarios gubernamentales serían objeto de ataques por parte de los talibán, como tampoco se producirían infiltraciones de estos militantes paquistaníes para desarrollar actividades armadas al otro lado de la frontera, en Afganistán.
Pero, ¿cuál fue el resultado de esos acuerdos? La realidad de las cosas es que los talibán paquistaníes ni cesaron en sus actividades violentas en las zonas tribales ni dejaron de extender su dominio, haciendo caso omiso de lo acordado, en las agencias de Waziristán del Norte y Waziristán del Sur, aprovechando las circunstancias derivadas de las negociaciones como oportunidad para ampliar su influencia a otros ámbitos de la Provincia Fronteriza del Noroeste e imponer así su dominio sobre nuevos sectores de la población. Numerosos notables o ancianos tribales de orientación progubernamental fueron impunemente asesinados por los talibán para facilitar su programa coactivo de control social sobre determinadas zonas tribales. Se estima que más de 200 de esos notables o ancianos tribales, figuras de autoridad en sus respectivas colectividades, perecieron a manos de los extremistas sólo entre 2004 y 2007. Además, continuaron e incluso se incrementaron las infiltraciones en Afganistán para combatir a las tropas de EEUU y de otras naciones de la coalición internacional destacadas en dicho país. Por mencionar sólo algunas de las consecuencias que tuvieron los mencionados acuerdos negociados entre las autoridades paquistaníes y talibán autóctonos. En conjunto, pues, bien puede afirmarse que no sirvieron sino para que los talibán paquistaníes se fortaleciesen y consiguieran ampliar el escenario de sus actividades insurgentes en Pakistán.
Militares contra los talibán
No era previsible que ulteriores procesos de negociación con los talibán llevaran por derroteros diferentes, ni con el nuevo gobierno de coalición que se formó en Pakistán en marzo de 2008, ni una vez que Asif Ali Zardari se hizo con la presidencia del país. En la primavera de 2008 fracasaron igualmente las negociaciones mantenidas con algunos líderes talibán, incluyendo a Baitulá Meshud, quienes insistían en que se les permitiera aplicar su versión rigorista de la ley islámica en las zonas donde se asientan sus respectivas tribus, sin que eso fuese a modificar la cobertura que otorgaban a organizaciones terroristas foráneas ni su participación en actividades de violencia en Afganistán. Pese a todo lo cual, en febrero de 2009, las autoridades de la Provincia Fronteriza del Noroeste firmaron un acuerdo con Sufi Mohamed, líder del ilegal Tehrik-e-Nifaz-a-Shariat-e-Mohammadi (TNSM), grupo integrado a su vez en Therik-e-Taliban Pakistan, para regular la introducción de la ley islámica y el funcionamiento de los tribunales religiosos encargados de aplicarla en toda una porción de dicha provincia conocida como División Malakand, entre cuyos siete distritos se encuentran los del valle de Swat y de Buner, así como en el distrito de Kohistan, perteneciente a la División Hazara. El acuerdo, que contó con la aprobación del primer ministro paquistaní e incluso de la Asamblea Nacional, fue posteriormente rubricado por el presidente Asaf Ali Zardari. Las autoridades parecían confiar en que sirviera para restaurar el mandato gubernativo y el orden público en ámbitos particularmente conflictivos de una provincia donde, como indicador de la violencia que en ella se registra, en 2008 ocurrieron 32 de los 59 atentados suicidas contabilizados en el conjunto de Pakistán. Y, según datos proporcionados por el Ministerio del Interior de dicho país, hasta 692 incidentes terroristas entre enero de ese año y marzo de 2009.
Pero los talibán, en lugar de ello, se apresuraron una vez más a extraer aún mayores rendimientos de la situación. Empezando por desafiar a las autoridades, a cuyo comportamiento cabe atribuir que las expectativas de aquellos fuesen elevadas y crecientes, haciéndose fuertes en Swat, donde los islamistas radicales venían desde hace más de una década tratando de reemplazar la jurisprudencia secular, en vigor desde 1969. En la práctica, dicho valle se encontraba desde 2007 bajo el control del TNSM y estos talibán, incorporados luego al TTP, habían conseguido hacer que imperase un código religioso de cariz rigorista en el distrito e incluso dificultar sobremanera la educación de las niñas, tras atacar con bombas cerca de 200 colegios. Inocularon el miedo entre la población local, por ejemplo mediante brutales prácticas punitivas apelando a la ley islámica, para que acatara las directrices impuestas por los extremistas, inhibiendo tanto una respuesta policial en ese distrito como la acción política de los partidos activos en el conjunto de la provincia, muchos de cuyos miembros fueron también asesinados. Poco antes de que se firmara el acuerdo de febrero de 2009, Sufi Mohammed, el líder del TNSM, había declarado que el islam “no permite democracia ni elecciones”. El 15 de abril, es decir dos días después de que el presidente Zardari ratificara dicha acuerdo, Muslim Khan, portavoz de los talibán en Swat, declaró a la prensa lo siguiente: “Cuando conseguimos nuestros objetivos en un lugar, hay otros lugares en que necesitamos luchar por lo mismo”. Los talibán paquistaníes habían empezado a penetrar desde dicho valle en el distrito de Buner.
La respuesta militar al último y más grave desafío talibán no se produjo hasta finales de abril, cuando los extremistas armados llegaron a sólo un centenar de kilómetros de Islamabad. Incluso parece que fue decidida en última instancia ante la enorme presión ejercida por EEUU. Los mismos mandatarios y las mismas instituciones que respaldaron el acuerdo suscrito en febrero entre el Gobierno de la Provincia Fronteriza del Noroeste y los talibán del TNSM iban a respaldar, en mayo, una intervención militar a gran escala contra los talibán dentro de esa demarcación territorial. Aun suponiendo que las autoridades civiles y militares de Pakistán hayan decidido a llevar las operaciones hasta el final y siendo las capacidades del Ejército muy superiores a las de los talibán, no es menos cierto que se trata de unas fuerzas armadas mejor adaptadas para una conflagración regular con tropas indias que para afrontar una insurgencia interna y que está por ver si todos sus componentes se mantienen leales, dado que aproximadamente una quinta parte de los soldados son de origen pastún. El influjo de la opinión pública sobre las élites políticas y otros estamentos de la vida pública paquistaní es ahora un factor determinante y parece que por fin los paquistaníes son conscientes del peligro que suponen los talibán, incluso para la subsistencia misma de Pakistán como el Estado nacional que es actualmente, una parte más que significativa de cuyo territorio permanece bajo control de esos fundamentalistas armados.
En cualquier caso, la relativamente tardía decisión de intervenir militarmente contra los talibán no ha impedido que acarree muy graves consecuencias para los habitantes de las zonas afectadas, con entre 2.000.000 y 2.500.000 desplazados necesitados de ayuda urgente. Es fundamental que sean las autoridades paquistaníes quienes hagan posible que regresen pronto a sus hogares, les proporcionen asistencia y canalicen los recursos internacionales con ese propósito, en lugar de que lo hagan organizaciones fundamentalistas e incluso extremistas que puedan aprovecharse de las circunstancias para favorecer procesos de radicalización y reclutamiento entre los pastunes damnificados. Si se mantiene la opción de combatir a los talibán más allá de la recuperación del valle de Swat, hasta imponerse a ellos en toda la provincia y en el conjunto de las zonas tribales mismas, ello requerirá además una campaña contrainsurgente prolongada y multifacética. Mientras tanto, es muy probable que los talibán traten de reducir la presión sobre ellos en esas áreas recurriendo a atentados terroristas en zonas urbanas de Pakistán, como puso de manifiesto el letal atentado perpetrado en Lahore el 27 de mayo, en el que perdieron la vida cerca de 30 personas y cuya autoría fue asumida por TTP.
Conclusiones: La experiencia paquistaní pone de manifiesto que negociar con los talibán ha sido contraproducente. Tras sucesivos acuerdos con esos extremistas, la situación no ha hecho sino empeorar progresivamente durante los últimos cinco años. En ese período, los talibán paquistaníes se han fortalecido y organizado mejor, ejerciendo su dominio sobre agregados de población cada vez mayores dentro de las zonas tribales y una creciente influencia fuera de las mismas. Los procesos de negociación no los han apaciguado, más bien al contrario. Una y otra vez, los talibán se han servido de ellos como oportunidades para avanzar en pos de sus objetivos. Con la formación de Therik-e-Taliban Pakistan se han convertido en un grave desafío para la estabilidad política y la cohesión social de un país dotado de armas nucleares, donde en la actualidad se encuentra al-Qaeda y que es epicentro del terrorismo global. Así, los riesgos y amenazas asociados con este terrorismo global se solapan, en el caso paquistaní, con los riesgos y amenazas del terrorismo nuclear. Aunque sea preciso matizar que un eventual control por parte de los talibán del arsenal paquistaní resulta poco verosímil, al estar separados, precisamente para obstaculizar el acceso de intrusos, los silos donde se almacenan las armas nucleares y los mecanismos de activación. Ahora bien, el acceso de esos extremistas a elementos radioactivos que incorporar a potentes artefactos explosivos es una posibilidad mucho menos improbable.
Pero el fenómeno talibán tiene una dimensión transnacional y el caso paquistaní invita a valorar muy cuidadosamente cualquier propuesta de negociación con talibán en Afganistán. Tampoco en este último país se perciben a sí mismos como perdedores, lo que desaconsejaría por razones de índole técnica plantearse negociar con ellos dadas las actuales condiciones, ni han acreditado al día de hoy voluntad de acuerdo alguno, otro de los requisitos esenciales para algún tipo de tratativa. En Afganistán, negociar con los islamistas radicales es algo que debería estar claramente incluido en la lista de las cosas que no hay que hacer por ser, además de inapropiadas desde una perspectiva normativa, objetivamente impracticables a la luz de la experiencia acumulada. Recuérdese, como ilustración de lo dicho, algo sucedido en una provincia afgana noroccidental que terminó por agravar la cada vez más deteriorada situación de seguridad en la misma, donde se encuentra destacado un contingente de soldados españoles correspondiente a ISAF (International Security Assistance Force o Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad). Una suerte de plan ideado por el Gobierno de Kabul para pactar con supuestos líderes talibán moderados condujo a la excarcelación, a inicios de octubre de 2008, menos de siete meses después de su captura, del líder insurgente Gholam Dasteguir, originario de Baghdis. A cambio, éste se comprometió por escrito a favorecer los trabajos de reconstrucción financiados por España en esa provincia afgana. Pero, en lugar de ello, lo que hizo fue dedicarse a reorganizar bajo un mando unificado a los diferentes grupos armados talibán que actuaban en la zona y a relanzar sus actividades violentas, afectando con ello tanto a las tropas foráneas como a la propia población autóctona.
A todo lo cual hay que añadir que lo que ocurre en Pakistán y en Afganistán tiene además implicaciones de alcance no sólo regional sino también global, dados los sólidos ligámenes que tanto dirigentes de los talibán afganos como de los paquistaníes mantienen con otros de al-Qaeda o de sus entidades afiliadas asimismo establecidas en las zonas tribales. Mientras los talibán sigan concediéndoles protección, será mucho más fácil que estos actores del terrorismo internacional persistan y sean fuente de peligros no sólo para el sur de Asia sino también para otras regiones del mundo como Europa occidental. Está por ver la medida en que el desarrollo de la agenda interna de los talibán paquistaníes y sus consecuencias incide en las relaciones que mantienen con sus homólogos afganos, muy interesados en mantener las distintas posiciones de que disfrutan desde Balochistán hasta la Provincia Fronteriza del Noroeste.
Si el actual estado de cosas no se modifica de un modo más que sensible, la experiencia acumulada hasta el momento permite concluir que para derrotar a al-Qaeda y minimizar el potencial de violencia directa o indirectamente relacionada con la misma habrá que imponerse a los talibán y evitar que continúen reproduciendo una subcultura de terrorismo en las zonas bajo su control o donde ejercen influencia. Así pues, es preciso redefinir cuantitativa y cualitativamente la respuesta militar a los talibán en Afganistán y Pakistán, al igual que las dimensiones civiles de esa respuesta, en el cuadro de una estrategia contraterrorista integrada que atraiga el favor de la población autóctona en lugar de alienarla, pues favorecer la oposición a los talibán entre los propios pastunes es hoy por hoy imperativo. En uno y otro país por separado, lo que incumbe tanto a sus respectivos gobiernos como a otros que colaboren con ellos, así como –en los términos de una acción colectiva más amplia– dentro del escenario conjunto de conflicto armado generalizado e intensa actividad terrorista que conforman ambas jurisdicciones estatales juntas.
Fernando Reinares
Investigador principal de terrorismo internacional y director del Programa de Terrorismo Global en el Real Instituto Elcano, y catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos