Tema: Pakistán vive una convulsa situación interna y con difíciles esperanzas de cambio.
Resumen: En este ARI se examinan los últimos desarrollos en Pakistán, teniendo en cuenta que las promesas de regeneración democrática hechas por el Partido Popular de Pakistán cuando asumió el poder en 2008 no se han materializado. Es más, se observan tendencias que advierten de una progresiva erosión del espacio público de tolerancia y disensión en el plano interno, que se debe fundamentalmente a la inoperancia y el mutismo de los poderes del Estado, con cierta excepción del poder judicial. El caso del fracaso de la reforma de las leyes sobre la blasfemia es sintomático. Además, la reciente crisis de los espías con EEUU evidencia la capacidad del Ejército para hacer y deshacer a su antojo, anteponiendo sus intereses de grupo y monopolizando la idea del nacionalismo paquistaní y el apelo a la unidad, frente una clase política mayoritariamente sumisa que aguanta y calla. El escenario conflictivo interno –en Beluchistán y Karachi– y las crecientes demandas para la creación de nuevas provincias –de la población hablante de seraiki (en el sur del Punyab) y de la comunidad de Hazara en Khyber Pakhtunkhwa– exigen una solución de descentralización política que podría conducir en último término a una refundación del país. De acometerse la reforma, ésta tendría el potencial de socavar el monopolio de lo nacional que ostenta la institución militar. Ahora bien, la tarea se presenta sumamente compleja y delicada.
Análisis: La política de reconciliación que propuso en su día Benazir Bhutto, de la que luego se apropiaron Asif Alí Zardari y el Partido Popular de Pakistán en su agenda política cuando tomaron las riendas del gobierno, no ha obtenido los frutos deseados, al menos por el momento. La reconciliación se basaba en un diálogo con los principales grupos implicados en algunos conflictos que minan la estabilidad del país y en la necesidad de consenso entre las fuerzas políticas para facilitar una transición democrática real. Sin embargo, Pakistán sigue estando hoy en día afectado por unos altos niveles de violencia, con varios conflictos abiertos que han empeorado a lo largo de este año, y con una situación económica y social preocupante de la que no se observan signos de mejoría. Ante semejante escenario, prima la inacción por parte del gobierno y el recurso a un nacionalismo populista fácil, que procede sobre todo de las filas militares, encaminado a advertir a la población de que el problema viene de fuera y de que la integridad territorial del país está bajo amenaza.
La única reconciliación habida, si se compara con el tenso período de 2007 y 2008, es la de la clase política, incluyendo los dos mayores partidos, con el poder militar, que básicamente se traduce en una relación de sumisión y de mirar a otro lado cuando hay problemas. Sólo así puede entenderse que el gobierno de Islamabad se preocupara por la violación de la integridad territorial del país que supuso la operación que acabó con la vida de Osama Bin Laden en mayo, en vez de proponer ceses en la cúpula del ejército y en los servicios de inteligencia. Y la reconciliación del poder político y militar, léase el primero sometido al segundo, es la que ha hipotecado las esperanzas de cambio en Pakistán.
La continúa erosión de la esfera pública
Uno de los hechos más palpables en la última década, en la que se reforzó el militarismo, es el continuo menguar de un espacio político civil y de las pequeñas conquistas sociales ganadas durante la década democrática de los años 90 del siglo pasado. Aunque la sociedad paquistaní esté más globalizada (tanto afectada como partícipe de las cuestiones mundiales), en el plano interno del país se están gestando procesos que indican un creciente aislamiento o desconexión de esa realidad mundial. En los últimos años se han desarrollado notablemente los medios de comunicación y hay una población urbana ciertamente dinámica y activa en ciudades como Lahore o Karachi pero, en general, lo que se percibe es que la sociedad en su conjunto está más encerrada en sí misma, y esto en parte hay que achacarlo a cuestiones internas y regionales, sin excluir el contexto global.
Por un lado, los paquistaníes son conocedores de la alta conflictividad de la región en la que viven y la continua interferencia extranjera (sobre todo estadounidense) en los asuntos internos del país. Éstas les plantean problemas no sólo en su identidad nacional sino también en su identidad cultural y religiosa. Si bien el antiamericanismo se explota sobre todo por los grupos religiosos extremistas, también se extiende a otros sectores de la sociedad, aunque su interpretación del problema sea distinta. Por otro lado, el discurso populista y nacionalista interno, que se basa a menudo en problemas definidos como cuestiones de seguridad (la existencia de una amenaza externa, la integridad y unidad nacional frente a los que cuestionan la actual distribución de poder, entre otras) y la necesidad de hacer sacrificios frente a la adversidad (como los desastres naturales), desincentiva la participación y la petición de responsabilidades a los gobernantes. Es en este contexto desesperanzado donde se observa un repliegue hacia lo individual, a modo del conocido “sálvese quien pueda”.
Por eso, no extraña que en ese clima las fuerzas más intolerantes y regresivas del país encuentren cada vez más capacidad para campar a sus anchas y sean capaces de secuestrar el discurso político. Un caso evidente ha sido la posible reforma de las leyes de la blasfemia. El anterior presidente de la provincia del Punyab, Salman Taseer, y el ministro federal para las minorías, Shahbaz Bhatti, fueron asesinados en enero y marzo, respectivamente, por criticar abiertamente la legislación actual y pedir un cambio. La diputada del PPP Sherry Rehman tuvo finalmente que retirar la propuesta de reforma en febrero por la claudicación de su partido en torno al tema, teniendo en cuenta que su compromiso le ha costado reiteradas amenazas de muerte. Las leyes de la blasfemia remiten, en el caso del islam, al delito de proferir insultos sobre el Profeta, contra el Corán o atacar lugares de culto. Aunque el caso conocido más reciente es el de una cristiana, Asia Bibi, la mayoría de los acusados son musulmanes y los motivos reales suelen ser rencillas personales.
La reacción a las muertes de los destacados políticos reformistas (en el caso de Shahbaz Bhatti viajaba sin escolta cuando se produjo el atentado) fue relativamente comedida, pese a las condenas oficiales. Por otra parte, la posterior renuncia, por parte del primer ministro Gilani, a llevar a cabo la reforma ha enviado señales inequívocas a la población de la incapacidad del gobierno para hacer frente a la situación. En el país reina un clima de impunidad general, donde no se toman medidas contra las organizaciones extremistas que instigan el odio y la intolerancia. Y éstas influyen notoriamente en la agenda política.
Aun así, se debe señalar la inoperancia del poder político, por su dejadez, más que el crecimiento de las fuerzas extremistas que se dicen religiosas –algunas de las cuales tienen una connivencia con los servicios de inteligencia–, como principal responsable del menguar de las libertades civiles y religiosas en Pakistán. El actual Ejecutivo, aunque en una posición relativamente débil, ejerce sus funciones dominado por el miedo y es ese miedo que transmite a la sociedad, especialmente a una mayoría que no sintoniza con las tesis del extremismo religioso, pero que ve aumentar su influencia y eso le genera confusión.
El militarismo y la guerra de espías
Algunos observadores y analistas políticos se han preguntado, tras las revueltas populares de los países árabes, si el mayor Estado musulmán de Asia meridional encauzaría su propio descontento en las calles frente a un escenario político y social complejo. La cuestión clave es cómo se articularía éste, si iría contra el gobierno o el papel del Ejército (formalmente fuera del poder) o, por el contrario, tomaría un cariz religioso de orientación muy variable. Por el momento, no ha sucedido ni lo uno ni lo otro, pero el desenlace del affair Bin Laden pudo haber dado motivos para la protesta. En realidad, hubo manifestaciones, pero éstas fueron para clamar consignas a favor del presunto muerto (manteniendo que no ha habido cadáver, sólo fotografías) y, en general, contra EEUU.
Tras el caso de Bin Laden el gobierno paquistaní tuvo una excelente oportunidad para salvar su imagen y distanciarse del poder militar exigiendo dimisiones y depurando responsabilidades por su incompetencia; pero no lo hizo. Tampoco los grupos de derechos civiles fueron especialmente visibles en canalizar un descontento y pedir explicaciones sobre el hallazgo del hombre más buscado del mundo en la relativamente segura ciudad de Abbottabad. Éstos optaron por cuestionar la capacidad de los militares en impedir la violación de la integridad territorial que supuso la operación de las fuerzas norteamericanas. En general, ha prevalecido un mutismo cómplice y por ello no cabe esperar sorpresas sobre los resultados de la comisión creada para indagar en el caso; entiéndase conocer cómo EEUU pudo llevar a cabo tal operación y con qué apoyos contaba dentro del país.
Tal como se ha señalado con anterioridad, la retórica nacionalista de unidad frente a un enemigo externo aparece como un recurso fácil ante una crisis, en vez de afrontar el problema. La operación para acabar con la vida de Bin Laden, si se realizó sin el consentimiento de Islamabad, supone una clara violación de la soberanía nacional de Pakistán. No obstante, las dudas se ciernen sobre cómo un helicóptero estadounidense pudo sobrevolar cielo paquistaní y llegar a las cercanías de la capital sin ser interceptado por los radares de las instalaciones militares cercanas. En otras palabras, parece probable que haya habido acuerdo. Lo singular del desenlace es que ha expuesto de manera evidente algo que ya se sospechaba: el doble juego de la cúpula militar paquistaní y su lógica de interés de grupo que no se corresponde con la institución de un Estado que se define como democrático. Ahora bien, el gobierno y las principales fuerzas políticas parlamentarias también poseen cierta responsabilidad en la situación, al amparar la versión del aparato militar.
Al mutismo general de Alí Zardari y Yusuf Gilani se le sumó una resolución del Parlamento de 14 mayo condenando la acción estadounidense en Abbottabad, así como los frecuentes ataques en suelo paquistaní con aviones teledirigidos. Bajo las consignas de defensa de la soberanía nacional, se pretende confundir a la población sobre lo que no es más que una batalla abierta de regateo: por dinero y protección a cambio del mantenimiento de una cierta estabilidad en la región. La dependencia de la ayuda de EEUU –Washington anunció en julio la cancelación una partida militar de 800 millones de dólares (580 millones de euros)– y la relativamente cercana retirada de las tropas en el vecino Afganistán preocupan al ejército, por su delicada posición en el escenario geopolítico regional. Por ello se ha desencadenado el presente conflicto de espionaje entre los dos países, cuyos antecedentes se remontan a enero a raíz del asesinato de dos ciudadanos paquistaníes por un agente estadounidense vinculado a la CIA, Raymond Davies, y la posterior liberación de éste a regañadientes tras haber compensado económicamente a las familias de los fallecidos.
Pese a los tintes ciertamente esperpénticos de la situación, y sin cuestionar que EEUU ha favorecido el autoritarismo militar en el país, nadie parece levantar el dedo acusador hacia el Ejército, a excepción de miembros de la prensa y de grupos de derechos civiles. En particular, algunos periodistas han protestado por el continuo gotear de muertes de corresponsales en circunstancias poco claras. Este ha sido el caso de Ejaz Haider, editor del Daily Times, que publicó una carta abierta al director de los servicios de inteligencia inquiriendo sobre el papel de su organización en el asesinato del corresponsal del Asia Times, Saleem Shahzad, en mayo. No obstante, el miedo prevalece a la hora de criticar públicamente a los generales.
Esperanzas de cambio
En el contexto presente, la posibilidad de que en Pakistán se produzca un cambio que altere las reglas del juego y limite el poder del ejército parece difícil. Como también resulta poco probable que se inviertan las actuales tendencias regresivas e intolerantes que se observan en el plano social, que cuentan con un apoyo tácito de algunas fuerzas políticas y que se benefician de la inacción e inoperatividad del gobierno para promover cambios en la legislación y la provisión de servicios públicos. En este sentido, se echa en falta el cumplimiento de las promesas que en su día hizo el PPP al ganar las elecciones cuando propuso un cambio de rumbo para el país.
Asumiendo que el gobierno posee un escaso margen de maniobra, el diálogo y el consenso con las principales fuerzas de la oposición, en particular la Liga Musulmana (LMP) de Nawaz Sharif, se hace más que necesario en algunos temas. En particular, la posible reforma territorial para crear nuevas provincias. El año pasado hubo un precedente de tal colaboración, dado el apoyo mayoritario a la décimo-octava enmienda constitucional que revocaba reformas previas realizadas durante la presidencia de Pervez Musharraf a la vez que limitaba los poderes de la figura del presidente, entre otras medidas. Recientemente, tanto Asif Zardari como Yusuf Gilani se han referido favorablemente a la creación de nuevas provincias, algo que la LMP parece respaldar, en principio.
En este sentido, la creación de nuevas provincias y la descentralización política pueden ayudar a resolver algunos conflictos, como el de Beluchistán, que se ha recrudecido durante el último año con la voladura de gasoductos por parte de grupos armados, atentados y operaciones militares contra los nacionalistas. La pésima gestión del PPP de esta tragedia (en la que se estima que hay miles de desaparecidos a manos de las fuerzas de seguridad) se ha limitado a proponer distintos planes de reconciliación y devolución de poder de difícil implementación, dado que es el Ejército quien decide sobre el conflicto nacionalista en el sur de la provincia. La creación de nuevas provincias también es un imperativo para la gobernabilidad y la distribución de recursos, como en el caso de la posible partición del Punyab, la provincia donde vive más de la mitad de la población del país. Por ahora, las demandas sobre la mesa son las de una provincia Seraiki (en el sur del Punyab) y de una en Hazara (Khyber Pakhtunkhwa, la anterior Provincia Fronteriza Noroccidental).
Claro está que la reordenación territorial conlleva varios riesgos; en particular el rebrote de la conflictividad étnica y religiosa, si bien ésta ya existe a niveles más que preocupantes, tal como se observa en estos días en el espejo que es la ciudad de Karachi. Sin embargo, la descentralización daría pie a que emergiera una pluralidad de entidades con cierto margen de decisión (sobre todo teniendo en cuenta importantes diferencias étnicas y lingüísticas) en las cuales el Ejército tendría mayores problemas para imponer sus intereses y su particular visión unitaria de lo que es Pakistán. En las circunstancias actuales, el abrir la cuestión territorial se muestra una tarea extremadamente complicada, pero se abre como un gran reto.
Conclusiones:Los últimos acontecimientos corroboran la impresión de Pakistán como un país en que el devenir se hace a base de sobresaltos, de los que suele salir más o menos airoso; aun así, la situación actual interna es desconcertante, tanto por la conflictividad existente como por la sensación de apatía general y miedo, además de la falta de valentía de la clase en política en particular. El caso de Bin Laden proporcionó una oportunidad al gobierno civil y a la clase política que se sienta en la cámara baja de la Asamblea Nacional (un significativo número de ellos terratenientes y de las clases más pudientes), para pedir responsabilidades al Ejército y ejercer un mayor control sobre sus actividades. Por el contrario, cerraron filas en torno a la institución que monopoliza y simboliza la unidad del país.
La persistencia de un pesimismo ante el presente escenario no debe excluir la posibilidad de una pequeña ventana abierta al cambio. Si bien se observan tendencias regresivas e intolerantes en la sociedad paquistaní que influyen en la agenda política, esto no debe ocultar el carácter dinámico y plural del país. En especial, las demandas de creación de nuevas provincias aparecen como una posibilidad para acometer la tan necesitada reforma territorial que otorgue mayor poder de decisión y representatividad a los gobiernos regionales, pero su alcance puede ser mucho mayor. No obstante, queda por ver si el actual gobierno es capaz de comprometerse con ello.
Antía Mato Bouzas
Investigadora del Zentrum Moderner Orient (ZMO), Berlín