Tema
Perú celebró elecciones legislativas el domingo 26 de enero e inauguró el período electoral latinoamericano en 2020. Se trata de unos comicios extraordinarios producto de la disolución del Congreso el pasado mes de septiembre por parte del presidente Martín Vizcarra, en lo que fue una nueva muestra de las dificultades del sistema político peruano para cerrar definitivamente la crisis institucional y política en la que se halla sumido el país desde 2016.
Resumen
Perú acumula más de tres años de crisis política e institucional permanente que evidencia los problemas que aquejan tanto al país andino como a otras muchas naciones de la región. Estos males incluyen una alta polarización política concretada, en el caso peruano, en la pugna entre fujimorismo y antifujimorismo y que desembocó en un choque de trenes institucional, materializado en el enfrentamiento entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo. Estamos frente a un sistema político y partidista crecientemente fraccionado, incapaz de canalizar las expectativas de la población y en el que no existen grandes consensos de Estado y ni siquiera una idea común de país compartida por las principales fuerzas políticas. Todo esto ocurre en medio de un crecimiento económico que, además de estar ralentizándose, ya no puede sostener el incremento de expectativas de las clases medias ni encauzar sus demandas no sólo por un contexto internacional menos favorable sino también por la inexistencia de reformas estructurales que le permitan afrontar los retos de la 4ª Revolución Industrial.
Análisis
Perú vivió el 30 de septiembre de 2019 un nuevo capítulo (y no el último) de su ya larga crisis político-institucional. La pugna entre el Congreso (de mayoría fujimorista desde 2016) y la jefatura del Estado, que arrancara hace tres años con Pedro Pablo Kuczynski (PPK) y continuara con Martín Vizcarra desde 2018, desembocó en la decisión del actual mandatario de disolver el Congreso y convocar elecciones legislativas anticipadas. Si en 2018 esa pugna se saldó a favor del Legislativo y del fujimorismo, lo que llevó a la renuncia de Kuczynski, en 2019 se resolvió a favor del presidente Vizcarra.
El período de Kuczynski (2016-2018) fue un ejemplo de ingobernabilidad. El fujimorismo, cuya candidata Keiko Fujimori fue derrotada en la segunda vuelta de las presidenciales de 2016 por una escasa diferencia de 40.000 votos tras ser el partido más votado en primera vuelta, bloqueó la gestión presidencial gracias a su mayoría absoluta en el Legislativo y acabó maniatando al gobierno hasta provocar la renuncia de Kuczynski, acosado también por la sombra de la corrupción del caso Odebrecht.
Martín Vizcarra, vicepresidente de Kuczynski, asumió el poder tras su renuncia, con la intención de impulsar una agenda reformista y anticorrupción, así como para superar el obstruccionismo del legislativo controlado por un fujimorismo que también sufría graves problemas internos. Estos se agravaron por la detención por corrupción de su lideresa y las rupturas y divisiones dentro del movimiento opositor. Ante el poco eco y lentitud con que eran acogidas sus iniciativas, mediante un referéndum Vizcarra apeló a la población para intentar aprobar sus propuestas de reformas constitucionales (conformación de la Junta Nacional de Justicia, prohibición de la financiación privada a los partidos políticos, no reelección parlamentaria y retorno a un legislativo bicameral). El objetivo era ganar legitimidad y forzar al Congreso a abandonar su resistencia a los cambios.
Los retrasos y dilaciones del legislativo al resultado de la consulta llevaron a Vizcarra a redoblar su apuesta. El 28 de julio, coincidiendo con los festejos de la independencia peruana, el presidente propuso romper la parálisis adelantando las elecciones generales (tanto presidenciales como legislativas) como una forma de terminar con la crisis política. Sin embargo, el Congreso entre julio y septiembre evitó tratar la propuesta presidencial y, finalmente, Vizcarra cortó el nudo gordiano que lo aprisionaba, disolviendo el Congreso gracias a las facultades que, según su interpretación, le otorga la Constitución.
Esta polémica decisión de Vizcarra se explica por el estrés al que se ha visto sometido el sistema político de forma permanente durante un trienio y la inexistencia de otras salidas debido al empantanamiento y polarización peruanos. No parece, de todas formas, que el resultado de las elecciones vaya a solucionar la parálisis política. A medio plazo, estos comicios no contribuyen a calmar el panorama político porque en sí mismos no son sino el primer capítulo de una etapa de elevada y prolongada incertidumbre política.
Primero porque, tras su celebración, el país se apresta a vivir una larga precampaña y campaña políticas con vistas a las presidenciales de abril de 2021. Y, segundo, porque con este resultado no va a variar significativamente el contexto de bloqueo político-institucional: se ha pasado del “empate catastrófico” existente entre 2016 y 2019 entre gobierno y oposición parlamentaria a una cámara altamente dividida y fraccionada que hará muy complejo el llegar a acuerdos para impulsar las reformas. Una cámara que, además, sólo tiene por delante un año de existencia y cuya actuación estará condicionada por el clima electoral. Como señalara Fernando Tuesta Soldevila cuando Vizcarra buscaba que el Congreso aprobara su adelanto electoral, “la mala noticia es que las elecciones adelantadas no garantizan necesariamente mejor representación en la medida en que la reforma política se frustró. En la política peruana no hay fondo, siempre puede haber algo peor”.
Estas elecciones han ratificado algunas de las características que vienen mostrando últimamente los procesos electorales latinoamericanos: elevada fragmentación del sistema de partidos y emergencia de nuevas fuerzas, algunas con posiciones ultranacionalistas y próximas a la extrema derecha, y otras fundamentalistas y mesiánicas en temas religiosos. Como consecuencia de esas características, persiste la dificultad para alcanzar la gobernabilidad y llegar a amplios acuerdos y consensos transversales e interpartidarios para impulsar una agenda de reformas. Y ello por tres razones:
- En primer lugar, de las legislativas del 26 de enero ha surgido una cámara altamente fragmentada. Frente a un Congreso que en 2016 tenía mayoría absoluta fujimorista, el de 2020-2021 está muy dividido. Ningún partido ha superado el 11% de los votos, se ha formado un Congreso con 10 bancadas (frente a las seis que existieron entre 2016 y 2019) y del desplome del fujimorismo han emergido partidos situados en el extremo del espectro partidario e ideológico. En especial, el evangélico, aunque de raíces adventistas, Frente Popular Agrícola del Perú (Frepap) que ha tenido la segunda mejor votación y el ultranacionalista y derechista Unión por el Perú, que lidera desde prisión Antauro Humala, que ha sido el tercero con más escaños. Podemos Perú de Daniel Urresti, adalid de la “mano dura”, se ha transformado en otra de las sorpresas de estas elecciones.
- En segundo lugar, estos comicios se han convertido en una herramienta de voto de castigo a los oficialismos (en este caso a quienes detentaban la mayoría en el anterior legislativo, la alianza entre el fujimorismo y el aprismo). Y lo han sido por una doble causa: por no haber sido capaces de alcanzar la gobernabilidad conduciendo al país a una larga, improductiva y desgastante pugna institucional y por los vínculos de esas dos fuerzas con los casos de corrupción. El fujimorismo y sus aliados –el APRA– fueron los grandes perdedores de la cita: el aprismo se quedó fuera del legislativo por primera vez en seis décadas y el fujimorismo perdió en torno a un 70% de sus escaños. Además, Keiko Fujimori, investigada por el lavado de activos procedentes de Odebrecht en las campañas de 2011 y 2016, ha vuelto a prisión preventiva, esta vez por 15 meses, dos días después de los comicios. Otro partido histórico, el Partido Popular Cristiano, también quedó fuera del legislativo al no alcanzar el umbral mínimo requerido del 5% de los votos.
- En tercer lugar, estos resultados siguen haciendo compleja la gobernabilidad en Perú porque los teóricos aliados del presidente Vizcarra para impulsar la agenda de cambios y reformas han logrado bancadas poco numerosas y se hallan muy divididos. Estos resultados han sido una decepción para el Partido Morado, liderado por Julio Guzmán y con aspiraciones presidenciales, que apuntaba a convertirse en la fuerza en la que se apoyara el presidente Martín Vizcarra. En esa lucha por el voto de centro mejor le ha ido al centroderechista Acción Popular (el histórico partido de Fernando Belaunde Terry, presidente en los años 60 y 80), una fuerza muy dividida internamente pero que se ha convertido en la primera minoría en el Legislativo, y a la Alianza para el Progreso del también presidenciable César Acuña. Incluso en ese espacio ha renacido Somos Perú, un partido nacido en los 90 pero que llevaba dos largos decenios de travesía del desierto.
Estas elecciones legislativas eran clave también para el presidente Martín Vizcarra, que en sus últimos 18 meses esperaba encontrar los apoyos de los que ha carecido hasta ahora para impulsar su agenda reformista. El mandatario se ha ratificado en que mantendrá su proyecto de cambios estructurales, para lo cual necesita un legislativo más proactivo. Las dos grandes reformas pendientes son la judicial y la política. Para que prosperen, Vizcarra deberá ahora negociar –a contrarreloj– con una gran cantidad de grupos que poseen sus propias agendas políticas vinculadas a cómo evolucionen los tiempos electorales (las elecciones presidenciales de abril de 2021), lo cual obstaculiza el alcanzar acuerdos.
La historia reciente demuestra que, progresivamente, el sistema político y de partidos peruano ha sido incapaz de encauzar las demandas sociales, dar certidumbre de gobernabilidad y continuidad e impulsar políticas públicas eficaces y eficientes. Un sistema partidista marcado por la volatilidad, por la falta de transparencia y la desconfianza ciudadana, más aún si cabe después de que todos los ex presidentes desde 2001 se encuentren inmersos en casos de corrupción, en especial vinculados al de Odebrecht: Alejandro Toledo (2001-2006) está detenido en EEUU a la espera de ser extraditado; Alan García (2006-2011), líder de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), se suicidó en abril pasado después de que la policía llegara a su casa con una orden de prisión preliminar; Ollanta Humala (2011-2016) se enfrenta 20 años de cárcel tras la petición del equipo especial Lava Jato a la fiscalía; y Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018) permanece en prisión domiciliaria. Por su parte, la líder del Partido Fuerza Popular, Keiko Fujimori, ha cumplido hasta hace pocas semanas arresto preventivo. El Congreso, por su parte, estaba lastrado, de manera reiterada, por su falta de legitimidad de ejercicio y descrédito entre la ciudadanía.
¿Hacia el final del milagro peruano?
Perú fue un referente y modelo a seguir para las naciones latinoamericanas por su alta y continuada expansión del PIB, por su diversificación y apertura comercial, capacidad para reducir la pobreza y consolidación de las clases medias. El círculo virtuoso que ha sostenido al país durante un cuarto de siglo empieza a dar señales de agotamiento. La debilidad de gobiernos como el de Humala y la inestabilidad desde 2016 han impedido impulsar las reformas estructurales necesarias para vincular al país a la cuarta revolución industrial y diseñar una nueva matriz económica y productiva, más moderna y capaz de reducir los déficits sociales y materiales.
Dos son los pilares que han sostenido el modelo peruano desde mediados de los años 90 y que explican su éxito: (1) la continuidad de las políticas macroeconómicas; y (2) la apertura al exterior.
La continuidad de las políticas macroeconómicas
Una de las claves que explican el crecimiento ininterrumpido es la continuidad: los diferentes presidentes que gobernaron desde 1990 (Fujimori, Toledo, García, Humala, Kuczynski y Vizcarra) han mantenido las políticas macroeconómicas pese a las diferencias ideológicas que los separaban. Perú ha apostado por la ortodoxia desde hace más de 20 años. Las reformas liberalizadoras de Fujimori en los años 90 no sólo fueron respetadas sino también completadas y mejoradas por los gobiernos posteriores, lo que propició un ambiente de seguridad jurídica que atrajo a las inversiones.
El resultado fue que entre 2002 y 2013 la economía peruana registró una fase de rápida expansión. Durante este período la tasa promedio de crecimiento fue del 6,1% anual con picos de más del 8% en 2007 y 2010 y del 9,1% en 2008. Ese círculo virtuoso tuvo consecuencias sociales. Dio como resultado que, en un período relativamente corto, la capacidad adquisitiva per cápita de los peruanos casi se duplicara y que la pobreza cayera aproximadamente 30 puntos porcentuales. En una década (2008-2018), Perú redujo en más del 50% el índice de pobreza, que pasó del 55% al 22% de la población. La pobreza extrema cayó del 16% en 2004 al 4% en 2014.
También se expandió una nueva clase media (heterogénea y una parte –el 40%– vulnerable, según un reciente estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, OCDE) que explica el boom inmobiliario, el incremento del consumo de bienes duraderos (coches, sobre todo), la demanda de servicios como educación y salud, y el desarrollo de un sector comercial moderno que opera en centros comerciales. Además, al consolidarse una amplia y heterogénea clase media, sus demandas y peticiones se unen a las tradicionales de los sectores indígenas y clases populares. Entre 2011 y 2017, la clase media tuvo un crecimiento acumulado del 36,1% en menos de 10 años.
La apertura al exterior
Junto a la continuidad de las políticas macro, otro de los pilares que ha sostenido el modelo peruano es la liberalización del comercio exterior. Ha sido una de las apuestas del país, convertida en política de Estado: comenzó en los años 90, continuó en el cambio de siglo y hoy mantiene su vigencia. La apertura comercial se vio favorecida por los altos precios de las materias primas, la expansión de la agroindustria exportadora y la reducción de los aranceles. Las exportaciones aumentaron de 3.000 millones de dólares en 1990 a 36.000 millones en 2010 y se acercan a los 52.000 millones.
En este tiempo ha reforzado sus vínculos con sus principales socios comerciales. Perú es una de las naciones que mejor ha entendido la globalización y sus oportunidades. En este contexto hay que destacar iniciativas como la firma, entre 2008 y 2011, de acuerdos de libre comercio con EEUU, China y la UE o la entrada en la Alianza del Pacífico.
Sin embargo, este círculo virtuoso peruano, sin haber tocado a su fin, está dando señales de agotamiento. Varios son los problemas y todos, de una forma u otra, se encuentran interconectados: (1) el primero es político; y (2) la gran asignatura pendiente son las reformas estructurales.
El problema político
En Perú existe un problema eminentemente político: polarización, fragmentación e incapacidad para pactar una agenda país común entre las diferentes fuerzas. Los diferentes gobiernos que se han sucedido desde la crisis mundial de 2009-2010 no han impulsado las reformas estructurales necesarias para acomodar al país al nuevo marco económico internacional. La revolución tecnológica es la gran asignatura pendiente, al menos de la última década, lo cual provoca que Perú se encuentre anclado en un período de transición: si bien perdura el viento a favor, este no tiene la suficiente fuerza y calado para alcanzar nuevas metas.
La pasada polarización y la actual fragmentación políticas se retroalimentan e impiden que exista una agenda compartida y consensuada de país. La fragmentación provoca ejecutivos débiles que, debido a la polarización, encuentran dificultades para conformar y reunir una mayoría parlamentaria sólida que respalde sus políticas públicas y planes de reforma.
El ejemplo más claro de cómo esa polarización impide alcanzar la gobernabilidad y culminar las reformas se produjo durante la gestión de Kuczynski. Toda la voluntad reformista de este tecnócrata liberal convertido en presidente en 2016 se hundió porque no fue capaz de evitar un choque de trenes institucional con su principal rival político (el fujimorismo) y su mayoría absoluta en el Congreso.
Esa dificultad para alcanzar la gobernabilidad ha venido causada bien por la fragmentación en unas ocasiones, bien por la fuerte polarización. La dicotomía fujimorismo-antifujimorismo fue subiendo de temperatura con el paso de los años y ha paralizado a Perú. Si los gobiernos de García y de Humala afrontaban el problema de un Congreso sin mayorías sólidas, los de Kuczynski y Vizcarra han convivido con un legislativo de mayoría opositora con la que ha sido complejo acordar. Las elecciones de 2016 dieron como resultado un “gobierno dividido”: un ejecutivo “antifujimorista” (Kuczynski primero y Vizcarra ahora) con un legislativo enfrentado de mayoría fujimorista. Ahora, el problema para Vizcarra será el de la fragmentación: un Congreso en el que habrá entre nueve y 10 bancadas y donde las cuatro primeras fuerzas apenas llegan a la mayoría absoluta.
Acción Popular tendría la mayoría (24 escaños), seguido de Alianza para el Progreso (APP) con 18. Le siguen Unión por el Perú (UPP) con 17 escaños, el Frente Popular Agrícola FIA del Perú (Frepap) con 16 congresistas y Fuerza Popular con 12. El Frente Amplio tendría 12 representantes, mientras que Podemos Perú 10, el Partido Morado nueve, Somos Perú siete y Juntos por el Perú cinco, completando los 130 escaños.
La parálisis política y reformista alimenta el desprestigio social y desafección que padecen los partidos y la clase política en general, la cual se ha visto golpeada por la sombra de la corrupción. Sobre la base de un sistema de partidos desestructurado, con casi total ausencia de fuerzas de alcance nacional, los escándalos de corrupción han profundizado la desafección ciudadana sobre los partidos y sitúan al Perú como el país con menor confianza hacia sus organizaciones políticas (sólo un 7,5% los respalda, según el último Barómetro de las Américas de LAPOP).
La gran asignatura pendiente son las reformas estructurales
Esta parálisis política ha frenado la puesta en marcha de reformas estructurales para la modernización económica del país. El país andino, como el resto de naciones de América Latina, tras las reformas estructurales de los años 90 (que llevaron aparejado el control de la inflación, el equilibrio del gasto público, la liberalización y la apertura comercial) se acomodó a los tiempos de crecimiento y bonanza que, en el caso peruano, ha encadenado más de tres lustros de subidas ininterrumpidas.
La bonanza desincentivó las reformas. La coyuntura favorable unida a los sucesivos gobiernos sin mayoría legislativa y escaso margen de acción (Ollanta Humala, de 2011 a 2015, Pedro Pablo Kuczynski, de 2016 a 2018, y ahora Martín Vizcarra) ha conducido a que ningún presidente haya impulsado, por falta de fortaleza política, las reformas estructurales necesarias. Unas reformas que buscan convertir al Perú en una economía productiva y competitiva y con menor nivel de informalidad (que ronda el 70%), diversificada, vinculada a las cadenas globales de valor, con una decidida apuesta por introducir valor añadido e innovación a sus exportaciones y con un Estado más eficaz y eficiente cuyas políticas públicas estén centradas en apoyar la inversión en capital humano (Perú ocupó el puesto 64 de 77 países en el Informe Pisa de 2018) y físico (se necesitan 160.000 millones de dólares para cerrar el déficit en infraestructuras, según estimaciones de la Asociación de Fomento de Infraestructura Nacional) y respaldar la innovación y a los emprendedores.
De hecho, Perú, en las últimas décadas, ha perdido terreno en esos parámetros por no haber llevado a cabo las reformas citadas. Estudios del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) señalan que la productividad total de factores del Perú en los 45 últimos años ha sufrido una variación negativa. Durante el período 1970-2015, cayó un 0,3%. De hecho, un trabajador estadounidense promedio es tan productivo como cinco trabajadores peruanos. Hace 70 años, tres peruanos sumaban la productividad de un estadounidense.
Prueba de que se trata de un problema estructural y no coyuntural es que Perú retrocedió nuevamente en el ranking de Competitividad Mundial de 2019. Esta vez pasó del puesto 60 en 2017 al 65 de 141 economías evaluadas.
Tanto la competitividad como la productividad están lastradas por una elevada informalidad laboral que obstaculiza la mejora en ambos aspectos. A mediados de la década pasada la informalidad laboral bordeaba el 80%. Si bien consiguió reducirse al 70% en 2012, en 2018 creció un 5,1% y alcanzó al 73% de la fuerza laboral (el 72% en 2019).
Esa falta de competitividad y productividad se explica por la existencia de otros dos déficits: en infraestructuras y en inversión en capital humano. El país andino ha crecido en cantidad (ha desterrado prácticamente el analfabetismo) pero no en calidad de la educación. Según el BID, Perú, con 20.114 dólares por alumno, se ubicó en 2015 entre los países que invirtieron menos de 50.000 dólares en sus alumnos de 6 a 15 años.
Estos déficits acumulados explican las fallas del modelo. Perú crece y lo hace a mayor velocidad que el resto de la región. Pero comparado con la década dorada (2003-2013) los signos de ralentización son evidentes. Ha pasado de expandirse al 6,4% en 2011 al 2,47% en 2017 y escasamente por encima del 2% en 2019. Por un lado, aun creciendo a mayor velocidad que el resto de la región, se vive una clara ralentización. Y, en segundo lugar, se ha paralizado la reducción de las desigualdades sociales y regionales. En una década, Perú redujo en más del 50% el índice de pobreza, caída que desde 2016 se ha ralentizado e incluso, en algunos años (2017), se ha dado un aumento. El auge económico no ha logrado cerrar las brechas sociales –la desigualdad étnica, entre regiones y entre ciudadanos–, lo que ha traído un aumento de las demandas, frustración y descontento. Este ambiente explicaría los estallidos de violencia y protestas que periódicamente se suceden en el país.
En 2020 Perú continuará liderando el crecimiento entre los países de la Alianza del Pacífico, con una expansión del 3,1%. Pero incluso el repunte de 2018 y 2019 sigue lejos de las cifras alcanzadas hasta 2013 (siempre –salvo en 2010– por encima del 5%).
Una parte de la explicación de esta ralentización se encuentra en la reversión de las favorables condiciones externas (caída de los precios de las materias primas que Perú exporta, menores entradas de capitales y, en general, condiciones financieras más ajustadas). Pero lo más preocupante es que también existen factores estructurales detrás de esta tendencia: menor acumulación de capital físico, ausencia de reformas estructurales y una notable moderación de los incrementos de la productividad y la competitividad.
Conclusiones
Perú se encuentra atrapado en una crisis institucional y política de carácter sistémico. A corto plazo la disolución del Congreso y la convocatoria de elecciones legislativas en 2020 y presidenciales en 2021 puede dar la sensación de que el país está tratando de retomar el rumbo. Sin embargo, los retos son integrales al encontrarse vinculados a un sistema político-constitucional y partidista que se ha convertido en disfuncional.
El sistema político no ha sido capaz de dar herramientas a la clase política para eludir la crisis institucional prologada que se ha vivido desde 2016 y que llevó a la renuncia de Kuczynski y en 2019 al cierre del Congreso y el adelanto electoral. Por su parte, el sistema de partidos se ha convertido en un “no sistema”, ya que no articula adecuadamente las demandas sociales y se ha ganado la desconfianza de la ciudadanía por los casos de corrupción en los que se han visto vinculadas las fuerzas políticas con alcance nacional. Los partidos con visión de Estado, propios de los años 80 (Partido Popular Cristiano, APRA e Izquierda Unida), han sido sustituidos (con excepción de Acción Popular) por fuerzas extremistas o que son una mera plataforma para sostener aspiraciones y ambiciones particulares de determinados líderes políticos.
Un sistema político ineficiente y un sistema partidista altamente fraccionado y desarticulado, afectados por un ambiente político caracterizado por la fragmentación y la elevada polarización política (fujimorismo frente a antifujimorismo), han afectado al normal funcionamiento institucional e impedido la puesta en marcha de reformas estructurales, dificultando que la dinámica economía peruana pueda convertirse en más productiva y competitiva para no perder así el tren del cambio económico mundial.
Carlos Malamud
Investigador principal, Real instituto Elcano | @CarlosMalamud
Rogelio Núñez
Investigador senior asociado del Real Instituto Elcano y profesor colaborador del IELAT, Universidad de Alcalá de Henares | @RNCASTELLANO
Sede del Congreso de Perú. Foto: Congreso de la República del Perú (CC BY 2.0)