Tema: Este ARI repasa los recientes sucesos del Tíbet, los Juegos Olímpicos de Pekín, el nacionalismo tibetano y el nacionalismo chino.
Resumen: La comunidad internacional y el propio Dalai Lama reconocen que el Tíbet es parte de China. Pero el encaje de una cultura teocrática en la República Popular es complicado y por ahora las partes no han logrado un entendimiento. Descartada la independencia del Tíbet, sólo cabe un régimen de autonomía. Para ello es indispensable la buena voluntad del gobierno chino. El boicot de los Juegos la arruinaría y sería, por tanto, contraproducente. Los Juegos deben ser un paso importante en la “emergencia pacífica” de China, uno de los principales retos geopolíticos del siglo que comienza.
Análisis: Se constatan, para situar el tema, dos hechos: el primero es que China tiene un problema con el nacionalismo tibetano, una civilización teocrática basada en una religión, una cultura, una lengua y una etnia propias y muy diferenciadas, que confluyen en un fuerte sentimiento de identidad personificado por el Dalai Lama, al que la gran mayoría de tibetanos consideran su líder espiritual (y también, dado el contexto teocrático, político). El Dalai Lama y muchos tibetanos se sienten agraviados por la política del gobierno chino. Fracasadas seis rondas negociadoras, Pekín y los tibetanos no han conseguido, hasta ahora, alcanzar un modus vivendi satisfactorio para ambos.
El segundo es que, sobre este telón de fondo, fueron los tibetanos los que primero recurrieron a la violencia contra los han y los hui en Lhasa el 14 de marzo. Fue una actuación deliberada, con el timing perfectamente medido para perjudicar la imagen internacional de China.
Cierto es que tanto el COI como China fueron muy ingenuos, al conceder los JJOO a Pekín, si no anticiparon que lo ocurrido era inevitable. Las diversas oposiciones al régimen chino no podían dejar pasar una ocasión de repercusión mediática única para recordar al mundo entero sus agravios, al igual que China quiere utilizarla para exhibir sus enormes logros de las últimas décadas. Los dirigentes chinos se habrán acordado más de una vez del consejo de Deng Xiaoping: mantener una política exterior “de bajo perfil”.
Las lecturas históricas
Cualquier conflicto nacionalista implica lecturas contrapuestas de la historia. El mongol Kubilai Kan conquistó tanto China como Tíbet en el siglo XIII y fundó lo que China considera una de sus dinastías, la Yuan. Pekín entiende que Tíbet es parte integrante de China desde la conquista mongola, cosa que los tibetanos rechazan. Desde entonces Tíbet ha estado en la órbita de China, con vínculos más o menos sólidos según la fuerza de Pekín en cada momento. La última dinastía imperial, la Qing, mantenía un representante (el amban) en el Tíbet. Tras la caída del imperio, en 1911, el poder central se vio debilitado durante décadas: “señores de la guerra”, ocupación japonesa, guerra civil, amén de las “concesiones” a las potencias occidentales. En este periodo los lazos entre Pekín y el Tíbet prácticamente desaparecieron, aunque tanto Sun Yat-sen como Chang Kai-chek siguieron considerando al Tíbet parte de China. Tras la revolución comunista, Mao Tse-tung restableció el poder del centro sobre toda China, ocupando el Tíbet en 1951. El Dalai Lama alcanzó un acuerdo con Mao, sin oponerse a la soberanía china, pero pronto empezaron los desencuentros, que concluyeron con la huída del Dalai Lama a la India, en 1959.
La comunidad internacional admite, unánimemente, que Tíbet es parte de China, cosa que sigue aceptando el propio Dalai Lama, quien sólo pide una autonomía real dentro de China.
Las simpatías occidentales
El nacionalismo tibetano tiene una característica que lo distingue de cualquier otro nacionalismo irredento (uigur, kurdo, checheno, etc.): la enorme simpatía de la que goza en Occidente, en especial en EEUU. El vacío y la desorientación espiritual de las opulentas y materialistas sociedades de Europa y Norteamérica han conducido a ciertos grupos a encontrar en el budismo lamaista “la iluminación”, el remedio a sus males. Personalidades influyentes se han convertido en activistas de la causa tibetana, entre ellas estrellas prominentes de Hollywood, uno de los epicentros del poder mediático mundial. El Dalai Lama recibió el premio Nobel de la Paz en 1989 (en parte como sanción a China tras los sucesos de Tiananmen) y es recibido a menudo por altas personalidades políticas, incluido el presidente de EEUU. Esos gestos son delicados, ya que pueden hacer concebir a sectores tibetanos esperanzas que les conduzcan a desafiar de forma abierta a Pekín. Nadie enviará tropas en apoyo de los tibetanos. Tíbet no es Kosovo, ni China es Serbia. Sin la buena voluntad de Pekín el problema es irresoluble. Los tibetanos tienen un memorial de agravios, pero su situación fue mucho peor que ahora en las décadas de los sesenta y los setenta. Y otras nacionalidades, en otras latitudes, reciben un trato mucho más duro, piénsese en Chechenia, sin que los países occidentales vayan más allá de condenas retóricas.
El contenido de la autonomía
La independencia del Tíbet es imposible, ya que ni China la consentiría en modo alguno, ni los tibetanos tienen fuerza para imponerla, ni otros países acudirían en su ayuda. El propio Dalai Lama ni la pide ni es partidario del empleo de la fuerza, aunque no es el caso de otros sectores tibetanos. La autonomía real es lo que solicita el Dalai Lama, y Pekín se dice dispuesto a concederla siempre que aquél acepte de forma inequívoca que tanto el Tíbet como Taiwán forman parte de China.
De lo que ha trascendido de las rondas negociadoras habidas entre representantes de Pekín y del Dalai Lama algunos de los problemas son los siguientes: (1) la extensión del Tíbet (Pekín sólo acepta la actual Región Autónoma, mientras que los tibetanos desean incluir territorios en Qinhai, Sichuan, Gansu y Yunan, lo que supondría en total cerca de una cuarta parte de la extensión total de la República Popular); (2) el contenido de la autonomía (Pekín no aceptación la cesión de competencias en política exterior ni que las fuerzas armadas chinas se retiren del Tíbet); y (3) la clara separación de Iglesia y Estado; el Dalai Lama ha promulgado, en el exilio, una constitución democrática, obviamente no aceptable para china.
Al negociar con el Dalai Lama, China no pierde de vista a Xinjiang, cuyo nacionalismo puede resultar más peligroso que el tibetano, por sus conexiones con el yihadismo y su propensión al uso de la violencia. Pekín ha denunciado la preparación de atentados suicidas y en marzo dijo haber frustrado una operación contra un avión en la línea Urumqi-Pekín.
Pekín, en un gesto de realismo y atendiendo a las peticiones de los países occidentales, se ha declarado dispuesto a reanudar el diálogo con el Dalai Lama, siempre que éste cree las condiciones para ello (cese de la violencia, fin de la oposición a los Juegos Olímpicos). Aunque negociar no asegura que se vaya a alcanzar un resultado positivo, es un paso indudable en la buena dirección.
La paciencia necesaria
Durante los últimos 30 años China ha multiplicado su PIB por 10. Como bien ha dicho el Banco Mundial, “China ha hecho en una generación lo que a la mayoría de países les ha costado siglos”. Un cambio económico de esas dimensiones, una verdadera revolución, comporta efectos sociales, mentales y, antes o después, políticos de gran calado. Han aparecido nuevas clases sociales, más fuertes cada día, hay cientos de miles de estudiantes en el extranjero (más de la mitad de los cuales están regresando a casa); pasan de 600 millones los teléfonos móviles y se acercan a 200 millones los internautas; docenas de millones de turistas van y vienen. El resultado de todo ello es que las cotas de libertad de los ciudadanos son hoy muchos mayores que en 1978, aunque dejen aún mucho que desear en comparación con los países occidentales. Por más que siga siendo un país autoritario, que ya no totalitario, y rechace por ahora la democracia liberal, China ha puesto en marcha reformas políticas de gran importancia, no siempre debidamente conocidas o valoradas en Occidente: (1) introducción de los conceptos de Estado de derecho y derechos humanos en la Constitución y avances, lentos pero indudables, en ambos campos; (2) legalización de la propiedad privada; aceptación de los empresarios privados, verdaderos capitalistas, en el que todavía se llama Partido Comunista de China; (3) elecciones, aunque imperfectas, de los alcaldes en los municipios hasta 10.000 habitantes, etc. Todo ello hace hoy de China un país mucho más rico, culto, informado, libre, abierto y plural que 30 años atrás. Pensando que los países occidentales tardamos siglos en construir Estados democráticos, hay que ser pacientes y dar tiempo al tiempo. China avanza, de forma lenta pero cierta, en la buena dirección. Este proceso, de no torcerse, es de esperar que vaya alumbrando, en algunas décadas más, nuevos horizontes políticos que facilitarán el encaje del Tíbet y otras minorías en el marco del Estado chino. Piénsese que en España fue en el marco de la democratización del país que se pudo encauzar, con el Estado de las autonomías, la solución de los problemas identitarios.
El nacionalismo chino
Con la primera Guerra del Opio, en 1840, China nació de forma traumática a la modernidad. La imagen de los barcos de madera chinos hundidos por los navíos de acero británicos expresa de forma bien elocuente que China había perdido el tren de la Revolución Industrial. Las consecuencias fueron funestas: el país que durante largos siglos se había considerado, y había sido en realidad, “el centro” de la civilización, más rico, avanzado y sofisticado que los demás, se vio sometido, durante un siglo largo, a explotación colonial bajo el régimen de las “concesiones”, que suponía la pérdida de la soberanía sobre partes de su propio territorio en favor de las potencias occidentales. Como botón de muestra, el infame cartel de Shanghai: “ni chinos, ni perros”. Después sobrevino la horrenda ocupación japonesa, que se saldó con muchos millones de muertos (algunas estimaciones hablan de 20 millones, otras de 35 millones). Los chinos de más de 70 años guardan memorias personales de aquella época. El trauma que dio origen al moderno nacionalismo chino, teñido a veces de xenofobia, sigue a flor de piel. Sin tenerlo en cuenta no se pude entender la conducta de los dirigentes y de los ciudadanos chinos. Cuando acabamos de celebrar el 200 aniversario del 2 de mayo de 1808, los españoles podemos comprender con facilidad ese tipo de emociones.
Toda la historia de China desde 1840 es un intento de recuperar el tiempo perdido, logrando un país rico y fuerte, para que nunca más pueda volver a ser humillado y para que vuelva a ocupar un lugar preeminente en el orden internacional. Fracasaron los dos primeros intentos: el de la última dinastía imperial (que contempló las rebeliones xenófobas de los Taiping, a mediados del XIX, y de los Boxers, a fin de siglo) y el de la república burguesa de Sun Yat-sen. Durante ésta última, el 4 de mayo de 1919, tuvo lugar en Pekín una explosión nacionalista al conceder la Conferencia de Versalles al Japón las hasta entonces “concesiones” alemanas en China. Los estudiantes pedían la modernización del país, con el apoyo de “Mister Democracy” y “Mister Science”. Participaron en él algunos de los que sólo dos años después, en 1921, habían de fundar el Partido Comunista Chino (PCC), que reivindica el Movimiento del 4 de mayo de 1919 como un precedente inmediato. Desde su mismo origen, el nacionalismo fue tan importante como el socialismo para el PCC. Al proclamar la República Popular, desde la torre de Tiananmen, el 1 de octubre de 1949, Mao lanzó un grito nacionalista, “China se ha puesto en pie”, y no una consigna de clase, como “el proletariado se ha puesto en pie”. Los chinos recuperaron el orgullo de serlo, pero sólo Deng Xiaoping, con el lanzamiento en 1978 de la “política de reforma económica y apertura al exterior”, dio por fin con la fórmula para la modernización de China, que la está convirtiendo de nuevo en un país rico y fuerte.
El autor, como embajador en Pekín, vivió dos acontecimientos que galvanizaron el nacionalismo chino en la última década, poniendo de relieve cuan viva sigue la memoria histórica y cuan sensible es la ciudadanía en todo lo que afecta a su soberanía. El primero fue el bombardeo de la Embajada china en Belgrado, en mayo de 1999, por un avión estadounidense de la OTAN. Se produjo una explosión de indignación popular: la Embajada norteamericana en Pekín fue sitiada y apedreada. Jiang Zemin, que regía entonces los destinos de China y que había hecho un gran esfuerzo para recomponer las relaciones con Washington tras Tiananmen, fue criticado por débil y tuvo que ponerse al frente de la manifestación. El segundo incidente fue el derribo por un avión “espía” norteamericano de un caza chino, cuyo piloto murió, junto a la isla de Hainan, en abril de 2001. La reacción popular fue similar. Todos los fantasmas del siglo de sumisión colonial regresaron, el poder se vio desbordado de nuevo y empujado a adoptar una posición de firmeza.
Lo anterior no significa que el régimen chino no utilice el nacionalismo, pero no lo inventa ni lo manipula a su antojo, es más bien al revés. Al chino medio le ha indignado que la prensa occidental se haya hecho escaso eco del pogromdesencadenado por elementos tibetanos contra ciudadanos hany hui en Lhasa, de la agresión contra la inválida portadora de la antorcha olímpica en París o, de modo más general, que a causa de Darfur algunos hayan calificado los Juegos de Pekín de “Juegos del genocidio”. China no ha creado la situación en Darfur, no hay gobierno que no cierre los ojos a situaciones injustas cuando le interesa (sin ir más lejos, EEUU no criticaba la situación de los derechos humanos en China en la década de los setenta, mucho peor que hoy día, cuando la necesitaban frente a la URSS) y, sobre todo, si hoy hay una fuerza de la ONU en Sudán es gracias a los buenos oficios de China (como reconoció expresamente Sarkozy en su intervención televisada del 24 de abril). Las autoridades chinas se han esforzado en desdramatizar en sus medios de comunicación las reacciones contra la antorcha olímpica, en un claro intento de calmar los ánimos de la población. Pensar que la indignación del chino medio, que bulle en los blogs y chatrooms, o en la campaña contra ciertas firmas francesas, está instigada desde arriba, sería no entender nada. El malestar y la indignación de la ciudadanía son genuinos. El hombre de la calle no entendería el boicoteo de los Juegos. Detrás de todo está la vehemente sospecha de que se quiere evitar la reemergencia de China como gran potencia.
Huir del boicoteo
China ha facilitado las cosas mostrándose dispuesta reanudar el diálogo con el Dalai Lama, que no es partidario del boicoteo de los Juegos. Los países de la UE están en la misma línea (mal se puede ser más papista que el Papa) y han pedido “que se llegue, mediante el diálogo, a una solución duradera y aceptable que preserve la cultura y la región tibetana en el seno de la República Popular China”. Algunos han insinuado la posibilidad de ausentarse de la ceremonia inaugural, una especie de solución salomónica, que fácilmente puede dejar descontentos a unos y a otros. Un portavoz de la Casa Blanca, que ha reaccionado con gran cautela ante los sucesos de Tíbet, ha calificado esta actitud de “infantil”. Huir del boicoteo es una política sensata por muchas razones: Primera, en bien de los propios tibetanos, a los que Pekín tiene muchas maneras de hacer pagar la factura cuando se acabe la fiesta. Segunda, porque una solución definitiva del contencioso tibetano exige la buena voluntad de Pekín, que no se vería estimulada por la monumental “pérdida de cara” que supondría el boicoteo. Tercera, por el impacto negativo que tendría sobre la política interna china, favoreciendo a los elementos más nacionalistas e involucionistas. Cuarta, por su impacto sobre la política exterior china. La integración pacífica y no traumática de la emergente gran potencia en el orden internacional es uno de los grandes retos geoestratégicos del siglo XXI. Esa integración ha tenido como hitos principales el inicio de la reforma económica, en 1978, y el ingreso de China en la OMC, en 2001. Los Juegos de Pekín y la Expo de Shanghai, en 2010, han de ser los dos próximos pasos en este proceso. Que de los Juegos Olímpicos saliera una China humillada, agraviada, resentida y con su nacionalismo radicalizado sería desastroso para la “emergencia pacífica” que la propia China preconiza.
Más allá del fragor mediático y de la indignación de las ONG, los gobiernos no tienen más remedio que tomar en cuenta todas las consideraciones que preceden, amén de intereses diversos, económicos en primer lugar. Los contratos con China, ya una gran potencia económica con un crecimiento próximo al 10% durante los últimos 30 años, y más de billón y medio de dólares en reservas, suponen en muchos países miles de puesto de trabajo y beneficios substanciales para parte de sus empresas, cuestiones especialmente sensibles ante la crisis económica que azota al mundo desarrollado. Los gobiernos, que tienen que encontrar delicados equilibrios entre ideales o principios e intereses, se ven obligados a medir muy bien los efectos que sobre el Tíbet, China y sus propios ciudadanos tendrán sus palabras y sus acciones. En una ocasión la entonces secretaria norteamericana Margaret Albright dijo: “no podemos ser, en nuestras relaciones con China, rehenes de los derechos humanos”. A algunos esto les puede parecer poco valiente, o incluso cínico, pero lo cierto es que en la vida real, y de manera especial en la internacional, abundan las medias tintas, las tonalidades de gris, los compromisos, las renuncias al ideal en aras del mal menor y el bien posible.
Conclusiones: De lo anterior pueden extraerse las conclusiones siguientes.
En primer lugar, China tiene un problema nacionalista por resolver en el Tíbet. Pero fueron tibetanos quienes primero utilizaron la fuerza contra los han y los hui en Lhasa, en marzo, para poner el impacto mediático de los Juegos al servicio de su causa.
En segundo término, la independencia del Tíbet es imposible, No cabe más que una autonomía dentro de China. El fracaso de seis rondas negociadoras demuestra que el entendimiento no es fácil. China se ha mostrado dispuesta a reiniciar el diálogo.
En tercer lugar, los efectos sociales, mentales y políticos del inmenso cambio económico están alumbrando una nueva China. Se trata de un proceso a largo plazo, en el que las libertades individuales, los derechos humanos y el encaje de las minorías dentro del Estado chino encontrarán, con toda probabilidad, nuevos horizontes.
Por último, partiendo de la memoria histórica, los Juegos Olímpicos han de ser una contribución importante para integrar a China en la comunidad internacional, para lograr que se olvide de sus fantasmas y se sienta aceptada por un mundo que, hace no tanto, la sometió a graves humillaciones y vejaciones.
Eugenio Bregolat
Ex embajador en China (1987-1991 y 1999-2003)