Los futuros de Egipto: el bueno, el malo y el feo

Los futuros de Egipto: el bueno, el malo y el feo

Tema[1]: Egipto ha vivido una sucesión frenética de cambios desde enero de 2011. Hoy día, se pueden vislumbrar tres “futuros” para Egipto, aquí descritos como el bueno, el malo y el feo.

Resumen: Egipto se encuentra en una posición central en el conjunto del mundo árabe. De lo que allí ocurra dependerá en buena medida el porvenir de su vecindario amplio. Tres factores interconectados determinarán su transición: la economía, la seguridad y la capacidad de integración política y social. Los principales actores deben alcanzar consensos básicos en asuntos esenciales para la estabilización del país, el rescate de la economía y el avance del proceso democrático. El primer semestre de 2014 dará pistas sobre cuál de los tres “futuros” aquí planteados será el más probable.

Análisis: Tres años después de la caída de Hosni Mubarak, Egipto vive en un estado de profunda incertidumbre. La euforia de dimensiones mundiales que emanó de la plaza Tahrir en enero y febrero de 2011 ha dado paso a otros estados de ánimo que van desde la impaciencia y el desencanto a la estupefacción y la decepción. Dentro de Egipto, no son muchos los que ven lo ocurrido durante los últimos 36 meses con optimismo. Menos optimistas aún son numerosos observadores externos que han seguido la evolución de la transición egipcia, con sus continuos sobresaltos, giros sorprendentes y no pocos errores colectivos de gravedad.

Desde el 25 de enero de 2011, Egipto ha vivido una sucesión frenética de cambios políticos y sociales, entre ellos: la pérdida del miedo a pedir la caída de un presidente (en 2011 y de nuevo en 2013); la primera elección democrática de un jefe de Estado en la historia del país (junio de 2012); la llegada de un islamista, Mohamed Morsi, a la presidencia del país a través de las urnas; el golpe militar con considerable apoyo social que depuso a Morsi al año de ser investido presidente; la redacción de dos constituciones carentes de consenso en dos años; la represión sangrienta, incluida la mayor masacre en un día entre egipcios en la historia moderna; una polarización social sin precedentes; y una vuelta acelerada a métodos propios del Estado policial que mantuvo a Mubarak en el poder durante tres décadas.

Entre los rasgos que han caracterizado la convulsa transición egipcia hasta el momento se pueden destacar, entre otros: los repetidos cambios de las reglas del juego, en una mezcla de improvisación y de interferencia política de los tribunales, en ocasiones con dudosa base jurídica; la incapacidad de alcanzar consensos básicos en asuntos esenciales para la estabilización del país, el rescate de la economía y el avance del proceso democrático; así como el enfoque de “juego de suma cero” entre los principales actores de esta etapa (fuerzas armadas, Hermanos Musulmanes, burocracia estatal), según el cual los avances en las posiciones de unos sólo pueden lograrse en perjuicio de los demás.

A esas dificultades –presentes en otros procesos de transición tras décadas de autoritarismo– hay que sumar otros condicionantes como la imposibilidad hasta el momento de crear alianzas estables con objetivos claros y compartidos por segmentos amplios de la sociedad, la insistencia en batallas sobre la identidad (papel de la sharia, etcétera) en detrimento de los debates sobre las instituciones y los mecanismos que garanticen el buen gobierno y produzcan resultados tangibles y, por último, la repetición de errores cometidos por otros en el pasado reciente. Entre esos errores destaca la redacción de constituciones que se alejan de ofrecer un marco de convivencia inclusivo y ampliamente aceptado.

Egipto ha dedicado muchas energías y un tiempo precioso durante 2013 a las luchas intestinas por apoderarse de la “legitimidad” para imponer las condiciones a los adversarios. A pesar de su gestión incompetente y sectaria, Morsi y los Hermanos Musulmanes consideraron que una victoria en las urnas –aunque fuera con el 51,7% de los votos– les daba derecho a legislar a su antojo, a situarse sobre la ley y a imponer una Constitución hecha a medida. El problema al que se enfrenta Egipto es que quienes han asumido el mando del país tras el derrocamiento de Morsi también alegan poseer la “legitimidad de las masas” para aprobar leyes restrictivas de derechos, redactar una Constitución no inclusiva e imponer una narrativa de “lucha contra el terrorismo”, del cual se culpa a los Hermanos Musulmanes en su conjunto, aun corriendo el riesgo de que esa acusación genérica se pueda convertir en una profecía autocumplida en el caso de algunos de sus integrantes.

Egipto se encuentra en una posición central en el conjunto del mundo árabe. De lo que allí ocurra dependerá en buena medida el porvenir de sus países vecinos y las implicaciones de su evolución sociopolítica se dejarán notar en todo el espacio euromediterráneo. Hoy día, se pueden vislumbrar tres “futuros” para Egipto, aquí descritos como el bueno, el malo y el feo.

El futuro bueno
Uno de los escenarios más optimistas es el de asumir que Egipto podría alcanzar un considerable grado de democratización en un plazo de entre tres y cinco años. Eso implicaría el avance hacia un sistema político democrático y competitivo en el que se celebren elecciones legítimas, transparentes y periódicas, y en el que se garantice la rendición de cuentas en la gestión de los asuntos públicos. Para avanzar en esa dirección se requiere la aparición de partidos políticos bien organizados, de forma que un determinado partido o coalición de partidos sean elegidos por la población con el compromiso de llevar a cabo un programa de reformas a gran escala.

En cuanto a los principales actores en la escena política, sería imprescindible de cara a lograr una mayor democratización que se redujera la influencia de la institución militar en la gestión de los asuntos cotidianos. Sin embargo, esa influencia no ha hecho más que crecer desde el 30 de junio de 2013, cuando la campaña tamarod (rebelión) llamó a una amplia movilización social que desembocó en el golpe militar-civil que derrocó a Morsi. Para que se revierta esa tendencia, tendrían que darse las condiciones para cumplir la hoja de ruta anunciada en julio de 2013, en la que se prevé la vuelta a una cierta normalidad institucional y constitucional. Asimismo, las fuerzas armadas deberían abstenerse de presentar a un candidato militar a las próximas elecciones presidenciales, previstas para el primer semestre de 2014, y deberían centrarse en sus tareas de defensa y protección del territorio nacional.

Por su parte, los actores civiles como el Frente de Salvación Nacional –que atraviesa horas bajas– y la campaña tamarod, entre otros, necesitan desarrollar sus estructuras organizativas y su capacidad y estrategias de movilización. Su objetivo debería ser el de llenar parte del vacío que dejarían tanto una retirada gradual de las fuerzas armadas como el debilitamiento de los Hermanos Musulmanes. Esto requiere una planificación a largo plazo para poder convencer a los votantes egipcios de su eficacia y su capacidad de presentar a la sociedad mejores perspectivas de futuro.

Un paso clave en el camino hacia la democratización sería la inclusión y la integración de los Hermanos Musulmanes en el proceso de cambio, puesto que son una parte de la sociedad que no puede ser excluida sin que eso cree problemas graves. Esto requeriría el compromiso de las dos partes: quienes están ahora en el poder apoyados por los militares y los Hermanos Musulmanes, para sentarse y alcanzar pactos. Por un lado, las actuales autoridades deben asegurarse de que los Hermanos Musulmanes sean parte de cada paso acordado en la hoja de ruta, y por otro lado la Hermandad tiene que reformar su organización interna, dejando que nuevos dirigentes procedentes de sus juventudes asuman puestos de liderazgo. Este representa uno de los mayores retos a los que se enfrenta Egipto, debido a los altos niveles de desconfianza y polarización existentes entre grupos sociales importantes, promovidos desde instancias oficiales y medios de comunicación afines.

Otros factores clave para llegar a ese escenario –el futuro bueno– son la seguridad y la economía. Estos dos factores están altamente interconectados, puesto que las condiciones de seguridad afectan a los principales sectores generadores de ingresos en la economía egipcia, como son el turismo y el flujo de inversiones extranjeras directas. De ahí que restablecer y mantener unas condiciones de seguridad estables sean cuestiones de máxima importancia. Eso requeriría la colaboración de la policía y las fuerzas armadas en diferentes zonas del país, especialmente en el Sinaí, donde se sabe que actúan elementos yihadistas, los cuales plantean graves problemas de seguridad. Esa colaboración policial-militar por sí sola no contribuiría a la democratización del país si no va acompañada de un proceso serio de reforma del sector de la seguridad, algo que hoy se antoja complicado.

Si se pudieran mantener unos niveles aceptables de seguridad en Egipto, eso sin duda ayudaría a impulsar la economía, pero no es sólo la seguridad lo que puede mejorar la situación económica. Cuando el nuevo gobierno sea elegido, este debería situar la reforma de la economía en la cima de sus prioridades, incluyendo la revisión de muchas de las leyes y los procedimientos relacionados con las inversiones extranjeras y el clima para hacer negocios en Egipto. Además de estas reformas, el gobierno haría bien diseñando un plan para hacer un buen uso de los paquetes de ayuda que le llegan del Golfo con el fin de reducir los déficits presupuestarios, estabilizar el valor de la libra egipcia frente a otras monedas y controlar las crecientes tasas de inflación.

Las ayudas extranjeras serán útiles en el corto plazo, pero tienen que ir acompañadas de planes de reforma a largo plazo con el objetivo de garantizar la recuperación económica. Los futuros gobiernos egipcios podrían promocionar el país como un centro para los inversores, ya que Egipto cuenta con numerosas ventajas en comparación con otros mercados de la región y del mundo, como son los bajos costes laborales. Además, cuenta con una población joven y en rápido crecimiento, lo que podría traducirse en un gran número de consumidores para los inversores regionales e internacionales.

 En cuanto a los actores regionales e internacionales, Egipto podría aplacar las críticas que recibe ahora desde Occidente si la hoja de ruta fuera puesta en práctica en su totalidad. Eso requeriría la elección de un nuevo gobierno con un amplio apoyo popular que sea capaz, por un lado, de mantener la seguridad y, por otro, de llegar a un acuerdo de inclusión –mediante la negociación de términos y condiciones políticas– con los Hermanos Musulmanes. Mientras esto no ocurra, los gobernantes egipcios seguirán siendo objeto de críticas desde dentro y fuera del país, y, a su vez, los Hermanos Musulmanes seguirán en la posición de víctima de un poder feroz y corrupto, que es lo que más simpatías le granjeó en el pasado.

El futuro malo
Un escenario menos alentador que el antes descrito sería el que combinara una democratización deficiente con una inestabilidad endémica. De producirse esa combinación, Egipto vería condicionado su frágil proceso de democratización por un entorno mucho más complejo, donde no faltarían focos de inestabilidad. Esta podría proceder de las continuas protestas de los partidarios de los Hermanos Musulmanes, en ausencia de una negociación que los incorpore al sistema, así como de otros sectores sociales descontentos con el rendimiento de los nuevos gobernantes. El plazo temporal para que el país pudiera avanzar en la senda de la democratización se alargaría considerablemente.

El estamento militar tendría una influencia considerable, política y económicamente, a pesar de que no gobierne el país de forma directa. Esto dificultaría enormemente la transición hacia la democracia, sobre todo si movimientos civiles como el Frente de Salvación Nacional y la campaña tamarod no logran ser eficaces en el campo político debido a sus debilidades internas y su limitada capacidad de organización y de financiarse, además de su poco desarrollada estrategia de comunicación hacia la sociedad. Mientras no corrijan esas deficiencias estructurales, no cabe prever que obtengan muy buenos resultados electorales. De ser así, eso daría más poder a las fuerzas armadas, que gozarían de popularidad entre importantes sectores sociales, en especial entre los opositores a los Hermanos Musulmanes. La duda es si esa popularidad sería incondicional o dependería de otros factores como la situación de la economía o la percepción de que aumentan la brutalidad policial y la corrupción.

En este escenario, la lucha entre el Estado por un lado y los Hermanos Musulmanes por el otro seguiría produciéndose, con el consiguiente desgaste de los recursos y energías de ambos bandos. Es de prever que los seguidores de la Hermandad, quienes consideran que se ha cometido una gran injusticia contra ellos, recurran a continuas protestas y se produzcan episodios puntuales de violencia recíproca. Para los Hermanos Musulmanes, mantener un grado de tensión sería visto como una moneda de cambio de cara a obtener algunas ganancias políticas en una negociación con el Estado. El uso de la violencia por parte de unos y de otros mantendría la crispación social, ahondaría la polarización y transmitiría una imagen de inseguridad al resto del mundo.

Si la inestabilidad se extiende, eso afectaría directamente a la economía y a la capacidad de gestión del gobierno. El sector turístico, que aporta una parte importante del PIB de Egipto, se vería seriamente perjudicado, lo que se reflejaría en bajas tasas de crecimiento. Por su parte, algunos Estados del Golfo como Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí y Kuwait, que ahora dan generosas ayudas al gobierno egipcio, podrían cuestionarse si siguen ofreciendo más paquetes de estímulo económico en ausencia de condiciones más estables en el plano sociopolítico. De ser así, la economía egipcia estaría en una situación complicada, lo que empujaría al gobierno a reducir las cuantiosas subvenciones ahora existentes como medio de recuperación económica, una medida que no sería del agrado de la población.

Un deterioro notable de las condiciones económicas sería lo opuesto a las esperanzas que albergan los egipcios de un futuro mejor y, por tanto, provocaría mayor descontento popular, un aumento de los niveles de violencia y, previsiblemente, nuevas revueltas y desobediencia civil. Eso sería desastroso para el gobierno, que se vería obligado a realizar cambios constantes en respuesta a las demandas populares y para evitar su caída debido a la frustración de la población con su rendimiento, lo que, a su vez, enviaría señales negativas a los potenciales inversores y causaría un mayor deterioro a una economía ya de por sí frágil.

En el plano internacional, Egipto seguiría recibiendo críticas desde el exterior y, posiblemente, mayores presiones desde algunos gobiernos occidentales alarmados por las consecuencias de un proceso político no inclusivo y económicamente ruinoso. El deterioro de la seguridad y la disfunción de la economía elevarían más la preocupación internacional sobre las políticas de las autoridades egipcias para garantizar una transición democrática. Ante las posibles presiones occidentales, el gobierno egipcio podría tratar de buscar nuevas alianzas con potencias como Rusia y China, aunque difícilmente podría dejar de lado sus actuales obligaciones y alianzas internacionales con EEUU y la UE.

A pesar del panorama sombrío aquí descrito, Egipto podría lograr la democratización en el largo plazo, ya que se acabaría llegando a un acuerdo entre el Estado, los Hermanos Musulmanes y otros actores sociales tras un periodo de luchas y desgaste que provocaría un profundo hartazgo social. Posiblemente, habría que esperar a que se celebren varias rondas electorales hasta que aparezcan candidatos civiles capaces de traducir en políticas las demandas de “pan, libertad y justicia social”, con las que se iniciaron las revueltas de 2011.

El futuro feo
El escenario más feo en el que podría encontrarse Egipto implicaría que el país se viera atrapado en un ciclo prolongado de violencia entre los dos actores principales en la escena social y política: el Estado (representado por la policía, los servicios de inteligencia y el ejército) y los Hermanos Musulmanes, en una posible coalición con corrientes islamistas extremas. En este tipo de violencia sostenida y a gran escala cada parte trataría de ganarse a la opinión pública recurriendo a todo tipo de tácticas, sin miramientos ni consideraciones legales ni morales. Semejante escenario podría terminar con un bando monopolizando el poder y aplastando a su oponente, aunque otra posibilidad es que el país caiga en un estado de desgobierno y descomposición institucional.

Ante esta situación, la celebración de cualquier proceso electoral mostraría el grado de enfrentamiento social y supondría una nueva vuelta de tuerca en el convulso escenario egipcio. Tanto si las fuerzas armadas se involucran más abiertamente en el poder con el fin de debilitar o erradicar a los Hermanos Musulmanes y a otros sectores opositores al régimen, como si las corrientes islamistas retoman el poder, posiblemente en una versión más radicalizada, la transición egipcia sufriría un serio revés. Sin embargo, hay quienes ven inevitable un empeoramiento de la situación tan profundo que produciría un nuevo levantamiento popular masivo. Según esa visión –mezcla de pesimismo y optimismo–, eso sería lo único capaz de corregir el rumbo del país a largo plazo.

De imponerse un gobierno militar, las condiciones de seguridad se enfrentarían a no pocas dificultades y se reproducirían tanto la lógica como las prácticas propias del “Estado policial” que fue el causante, entre otros factores, de la caída de Mubarak. Las diferentes corrientes opositoras, islamistas o no, lucharían por distintos medios para desgastar los aparatos de seguridad y resaltar la falta de legitimidad de las élites gobernantes. En ausencia de válvulas de escape, y en un contexto de penuria económica, todos tienen mucho que perder, incluidos quienes estén al mando del país. Aunque cueste imaginarlo ahora, no se pueden descartar por completo ni el colapso de la ley y el orden, ni una larga etapa de desgobierno, ni tampoco un escenario que recuerde, en cierto modo, a la Argelia de los años noventa.

Un empeoramiento grave de las condiciones de seguridad tendría un efecto devastador sobre la economía. Un Egipto gobernado por militares o por islamistas radicalizados socavaría sus opciones como destino para las inversiones regionales e internacionales, así como para el turismo. También afectaría negativamente a los fondos de ayuda para el desarrollo que recibe y, previsiblemente, a las generosas donaciones y préstamos ventajosos que actualmente le llegan de algunos países del Golfo. La combinación de esos factores podría complicar sobremanera cualquier intento del gobierno de turno de hacer frente a problemas como el déficit presupuestario, la deuda y el aumento de los niveles de pobreza y desempleo, lo que agravaría el resentimiento social hacia el poder gobernante. De llegarse a ese punto, un nuevo levantamiento popular sería sólo cuestión de tiempo, y sus implicaciones internas y regionales serían imprevisibles.

Ante este escenario indeseable, cabría esperar una mezcla de apoyo exterior a los intentos de imponer una “estabilidad autoritaria”, como en los tiempos de Mubarak, y de crecientes presiones de distintos sectores de la opinión pública internacional sobre las elites gobernantes egipcias. Se podrían acentuar las críticas por lo que sería percibido como un descarrilamiento de la transición democrática y un intento de retorno al autoritarismo. También se repetirían los llamamientos para atajar la polarización social e incluir a las diferentes corrientes en el proceso de transición, además de poner fin a la ley de emergencia y a otras provisiones legales abusivas que atentan contra los derechos civiles y políticos. Estas demandas podrían llevar a los nerviosos gobernantes de Egipto a adoptar una política exterior de mayor confrontación tanto hacia países occidentales como hacia algunos países vecinos cuyas posiciones se consideren poco amistosas.

Conclusión: un profundo impulso democratizador

El primer semestre de 2014 (en el cual se deberían celebrar el referéndum de la nueva Constitución y unas nuevas rondas de elecciones presidenciales y legislativas) dará pistas sobre cuál de los tres “futuros” aquí planteados sería el más probable. Teniendo en cuenta el historial reciente de sobresaltos y giros inesperados en la azarosa transición egipcia, no se puede descartar que uno o más aspectos de estos escenarios se combinen entre sí formando algún híbrido difícil de prever en la actualidad. Dicho lo anterior, cualquier análisis que se haga ha de tener en cuenta que un importante número de egipcios siente un impulso profundo para la democratización de su país con el fin de dignificar unas condiciones de vida claramente mejorables. Tampoco hay que olvidar que muchos de ellos han perdido el miedo a expresarse y a actuar para alcanzar ese objetivo, aunque eso no signifique necesariamente que la transición a la democracia no llevará un largo tiempo.


[1] Este análisis fue publicado originalmente en la revista Política Exterior, nº 157, enero-febrero 2014, pp. 140-9, www.politicaexterior.com.