Tema: Pese a la creciente retórica sobre las trabas externas que frenan el proceso de integración latinoamericano, los principales problemas vienen de dentro del continente.
Resumen: Se suele señalar que los principales obstáculos que frenan el proceso de integración latinoamericano vienen de fuera y que por lo general se relacionan con la postura de los gobiernos de los Estados Unidos, más interesados en la política del “divide y vencerás” que en la potenciación de la unificación. Se trata de la misma teoría que en el siglo XIX hablaba de la “balcanización” de América Latina. Sin embargo, y más allá de la retórica expresada en distintos foros, como se pudo ver por ejemplo en la última Cumbre de las Américas, celebrada a principios de noviembre en Mar del Plata, Argentina, las causas principales hay que buscarlas en la realidad interna de la región. En este sentido, el presente análisis se centra en dos excesos y un déficit. Los excesos se vinculan con el nacionalismo y la retórica, mientras que el déficit alude a la falta de liderazgo.
Análisis: Es frecuente escuchar que la integración regional en América Latina no avanza lo suficiente debido a la existencia de fuertes obstáculos, generalmente exógenos. Con otras palabras, y sin ningún tipo de eufemismos, estas interpretaciones se suelen centrar en el imperialismo norteamericano, nada interesado en que prospere la unidad del continente por aquello del “divide y vencerás”. La aplicación de la teoría conspirativa para analizar la división regional no es algo nuevo, ya que desde el siglo XIX, el imperialismo, en cualquiera de sus versiones (británico, francés o norteamericano), estaba interesado en la “balcanización” de América Latina. Este argumento estuvo presente en todo el proceso de formación nacional ocurrido en la primera mitad del siglo y las teorías conspirativas alcanzaron uno de sus puntos máximos en la explicación del surgimiento del Uruguay. En algunos círculos se interpreta que la integración regional es un elemento clave en la potenciación del desarrollo latinoamericano. Sin embargo, ni se explicitan claramente los porqués de semejante teoría ni se explica por qué otras zonas del planeta, como Asia, que no están integradas, crecen más aprisa que América Latina.
La celebración casi simultánea de la Cumbre Iberoamericana de Salamanca y de la Cumbre de las Américas de Mar del Plata es una buena ocasión para reflexionar acerca de estas cuestiones. Sin negar la importancia de los factores externos en la vida política interna de los países y regiones, o incluso el papel que jugaron en América Latina Gran Bretaña en el siglo XIX y Estados Unidos en el XX, prefiero poner el acento en algunas cuestiones internas, a las que se les suele prestar menos atención. En este sentido, y sin ánimo de ser exhaustivo, distinguiría la existencia de dos excesos y un déficit entre las principales causas que frenan el desarrollo de la integración en América Latina. Los primeros se concretarían en la desmesura de la retórica y el gran peso del nacionalismo instalado en la opinión pública latinoamericana; el déficit respondería básicamente a la falta de liderazgo regional.
La falta de liderazgo como freno a la integración regional
Comencemos por la falta de liderazgo. Se puede afirmar, sin lugar a dudas, que ninguno de los dos grandes gigantes de América Latina, Brasil y México, han desempeñado hasta el momento el papel que les habría correspondido en función de su tamaño, capacidad e, inclusive, riqueza en tanto impulsores del proceso de integración regional. Tampoco Argentina, cuando por sus propias circunstancias políticas y económicas estuvo en condiciones de impulsar la integración regional, se colocó a la cabeza de América Latina para impulsar la integración regional, al estar más inmersa en sus cuestiones internas que en una asociación estratégica con el resto de la región.
Esta falta de liderazgo se debe explicar básicamente en la inexistencia de una necesidad real para la integración, al estar los distintos países más preocupados por sus propios problemas que por lo que sucede a su alrededor. También, hay que señalar la importancia que tiene la falta de recursos para financiar operaciones de este tipo, si bien esta cuestión no debería encubrir la falta de determinación política de los distintos gobiernos a la hora de impulsar la integración. Sin embargo, y pese al carácter central que la falta de liderazgo tiene en los repetidos fracasos de la integración latinoamericana, la mayor parte de las explicaciones al uso suelen centrarse en la omnipresencia de los Estados Unidos, aunque es obvio que aquí también nos enfrentamos con un claro intento de descargar responsabilidades.
Los estudiosos de la integración latinoamericana suelen mirar frecuentemente a la Unión Europea (UE) en búsqueda de inspiración o de modelos adecuados para el impulso de sus propios procesos. Pues bien, en el transcurso de la unificación europea, donde el componente político fue más importante que el económico, Francia y Alemania, el famoso eje franco-alemán, hoy en crisis, tuvieron un papel relevante. Sin el liderazgo de Paris y Bonn la unificación europea no hubiera alcanzado las cotas a las que llegó. Y eso que los intereses de Estados Unidos en Europa, cualitativa y cuantitativamente hablando, eran, y son, muy superiores a los que tenían, y tienen, en América Latina. Es verdad que Europa era un frente decisivo de la Guerra Fría, como prueba la importancia que alcanzó la OTAN en su territorio de actuación, pero tras la Revolución Cubana y la crisis de los misiles el peso de las cuestiones hemisféricas se hizo sentir. Con todo, sería bueno recordar las experiencias totalmente contrarias que supusieron la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) y el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca), los dos surgidos en la misma época y en el mismo contexto de Guerra Fría, pero con resultados totalmente distintos. Pese a ello, habría que recordar el gran impulso que supuso la OTAN para el crecimiento europeo y el fiasco del TIAR, debido en gran medida al profundo recelo antinorteamericano existente en América Latina.
La falta de liderazgo también se debe explicar por los costes asociados al ejercicio de ese mismo liderazgo. Es curioso que en América Latina nadie haya querido asumir hasta la fecha dicho liderazgo regional, al pensarse de forma sistemática que los beneficios a obtener serían sustancialmente inferiores a los costes. Esta actitud, sin embargo, ha comenzado a cambiar en la medida que hay un país, Venezuela, con los recursos suficientes y una idea clara de lo que quiere hacer con ellos. Y como siempre ocurre cuando hay espacios vacíos, alguien tiende a llenarlos, lo que podría suceder ante la inacción de Brasil y México. Si bien la Venezuela de Hugo Chávez y la Cuba de Fidel Castro tienen el respaldo de parte de la opinión pública latinoamericana, y el rechazo de otra parte, la gran diferencia entre Chávez y Castro es que el primero tiene los recursos económicos que siempre le faltaron al segundo. De ese modo, el mandatario venezolano está en condiciones de asegurarse voluntades y respaldos políticos en organismos multilaterales, como la OEA, a través de empresas como Petrocaribe, que reparte benéficamente petróleo a precios subsidiados y financia su compra con préstamos a ínfimas tasas de interés. Por eso, la duda que surge es cuán permanentes pueden ser unos apoyos conseguidos por mecanismos que poco tienen que ver con las convicciones y la persuasión.
El nacionalismo y la cesión de soberanía a instancias supranacionales
Entre los excesos, el primero es el del nacionalismo. Más allá de las declaraciones permanentes (y luego hablaremos de la retórica) acerca, o a favor de, la unidad latinoamericana, lo cierto es que en América Latina se ha avanzado muy poco en la senda de la unificación. Sin embargo, no debe confundirse el exceso de nacionalismo con la autarquía imperante en las décadas de 1950 a 1970 y que impedía cualquier tipo de apertura comercial o de aventura integracionista a partir del cierre casi total de las fronteras nacionales.
Desde los primeros ensayos de la ALALC (Asociación Latinoamericana de Libre Comercio), y luego de la ALADI (Asociación Latinoamericana de Integración), de principios de la década de 1960, hasta los más recientes de la América Central o de la Comunidad Andina de Naciones (CAN), los resultados concretos han sido muy escasos, y el largo proceso de integración está signado por la existencia de una verdadera sopa de letras y por cortes regionales y subregionales que surcan el continente en todas direcciones. Incluso el Mercosur (Mercado Común del Sur), puesto en su día como el ejemplo más acabado de la integración subregional en América Latina y el modelo a seguir por unos y otros, o inclusive elegido como el interlocutor privilegiado por la UE para una negociación que se ha mostrado infinita, atraviesa actualmente graves problemas internos.
Si bien las turbulencias a que debe hacer frente el gobierno brasileño del presidente Lula no favorecen la consolidación del Mercosur, lo cierto es que las dificultades de un ensayo compartido por Argentina y Brasil, y otros socios menores, vienen de antaño. A todo esto se debería agregar la posible, o potencial, entrada de Venezuela en Mercosur, de acuerdo con el anuncio hecho por un miembro del gobierno uruguayo, aunque nadie es capaz de decir en estos momentos cómo acabará la historia de la incorporación venezolana al Mercosur, que probablemente implique para todos los países miembros más problemas que beneficios, y en este sentido sólo mencionaría su posible impacto sobre la negociación con la UE. Los problemas brasileños también repercuten en el proceso de creación de la Comunidad Sudamericana de Naciones (uno de los más recientes ensayos hacia la integración, en este caso, sudamericana) también impulsada por Itamarati –el ministerio brasileño de Asuntos Exteriores– y que fue recibido con desigual entusiasmo por los distintos países de la región.
En estos y otros casos de integración, poco se ha avanzado en la creación de estructuras supranacionales capaces de llevar adelante la integración regional. Y aquí es donde aparece el exceso de nacionalismo, ya que debido a él ningún país latinoamericano está en condiciones de ceder la cuota mínima de soberanía que permita construir las instituciones supranacionales. Y sin ellas, ningún proceso de integración, regional o subregional, puede avanzar y consolidarse.
El exceso de retórica integracionista
Por último, tenemos el exceso de retórica. Se trata de una cuestión omnipresente en América Latina, en la que frecuentemente aludimos al “realismo mágico”, que suele impedir realizar un buen diagnóstico de lo que sucede en la región. Según parece, y como debe estar escrito en algún lugar nos lo tomamos al pié de la letra, la unidad latinoamericana es el final necesario del desarrollo histórico de América Latina. También se dice que ésta es la mejor herramienta para sacudirse el pesado yugo de la dominación extranjera: frente al “divide y vencerás” se muestra como la contraimagen, o la antiimagen, el concepto de “la unión hace la fuerza”.
Desde este punto de vista, últimamente se nos presenta una y otra vez a Simón Bolívar como el nuevo y gran apóstol de la unidad latinoamericana. Incluso el proyecto estrella del comandante Hugo Chávez para oponer al ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas) es el ALBA (Área Bolivariana de las Américas). La puesta en escena de la delegación venezolana tanto en la Cumbre de las Américas como en la contracumbre programada por los movimientos antiglobalización, y que tuvo en Diego Armando Maradona un animador de primer orden, así lo atestigua.
No quisiera centrarme aquí en un pormenorizado análisis del ideario bolivariano (lo que merecería un ensayo algo más prolongado que éste), sino señalar únicamente que la idea unitaria del libertador se vincula directamente a la estructura del Imperio español en América, un imperio en disolución cuando Bolívar escribió su célebre carta de Jamaica, en 1815. Más allá de que la figura de Bolívar sea totalmente ajena a la historia mexicana, habría que preguntarse qué tienen que ver Brasil o el Caribe no español con su pensamiento… y, por tanto, qué puede significar para ellos una iniciativa que lleva el apellido de bolivariana.
Es en este momento cuando volvemos al punto de partida, donde el exceso de retórica se une a la falta de liderazgo. El gobierno venezolano, ante la falta de una clara dirigencia del proceso de integración latinoamericano, y gracias a los ingentes recursos que posee derivados del alza continuada de los precios del petróleo, ha decidido hacerse cargo de los enormes costes que supone dicho liderazgo, y que ni Brasil ni México están dispuestos a asumir. De este modo, la energía se ha situado en el centro del proceso integrador, y así se piensa que al igual que ocurrió con el carbón y el acero en el caso europeo, el petróleo y el gas pueden impulsar la integración latinoamericana. Se olvida, sin embargo, el componente político del proyecto europeo, que no termina de quedar claro en América Latina, más allá de la retórica.
Por eso debemos preguntarnos, pese a la incidencia de este caso concreto, cuán duradero y sostenible puede ser un proceso de integración territorial impulsado a golpe de talonario y no basado en convicciones y acuerdos políticos concretos. De todos modos, si no se solucionan los déficit y los excesos existentes, poco avanzará el proceso de integración regional, algo que se presenta como necesario para el futuro de la región, y también para Europa y el resto del mundo. El exceso de retórica también tiende a minusvalorar el peso de los numerosos conflictos bilaterales existentes en la región y la forma en que estos pueden condicionar resultados concretos en los procesos de integración (véase de Carlos Malamud, ARI nº 61/2005, “El aumento de la conflictividad bilateral en América Latina: sus consecuencias dentro y fuera de la región”).
Conclusión: La falta de resultados concretos en el proceso de integración regional y subregional en América Latina debe achacarse más a cuestiones internas que a consideraciones externas. En este sentido, el exceso de retórica integracionista y de nacionalismo, así como la falta de liderazgo dificultan considerablemente cualquier tipo de avances significativos en la materia. La retórica ha permitido confundir los objetivos y olvidar que sin metas políticas claras y compartidas por todos los actores cualquier proceso de integración está condenado al fracaso. El exceso de nacionalismo ha impedido, y sigue impidiendo, la cesión de la mínima porción de soberanía que permita la creación de organismos multinacionales, decisivos en cualquier proceso de integración. Y, por último, la falta de liderazgos claros impide dotar a cualquier proceso del impulso y la dirección necesarios para llegar a buen puerto. Si no se solucionan estas cuestiones, y la insistencia en los peligros del norte no aportarán nada en este sentido, poco se hará por la integración, en el supuesto caso de que realmente sea la llave para destrabar el proceso de desarrollo en América Latina.
Carlos Malamud,
Investigador principal de América Latina, Real Instituto Elcano