Tema: Las reformas económicas emprendidas por el gobierno de Raúl Castro en Cuba están conmoviendo estructuras básicas de la política, lo que obligará a la elite a hacer cambios tanto en sus acuerdos internos como en la manera de relacionarse con la sociedad.
Resumen: La elite política post-revolucionaria cubana ha mostrado una sorprendente capacidad para retener su ejercicio cuasimonopólico del poder político. Esa capacidad se pone hoy en jaque debido a los cambios que tienen lugar en la sociedad cubana y que implican nuevas modalidades de cooptación así como de relacionamientos con una sociedad que comienza a cobrar autonomía a partir de la retracción funcional e institucional del Estado en medio de una modesta reforma pro-mercado. Este ARI discute algunas de estas cuestiones tomando como punto de partida el ajuste intra-elite de 2009 y su correlato: el establecimiento de una alianza entre la facción militar predominante y la burocracia rentista.
Análisis. Si algún mérito puede adjudicarse a Raúl Castro al frente del Estado cubano ha sido haber evitado traumas mayores tras la desaparición política de su hermano Fidel Castro, quien hasta 2006 fue el centro articulador de todo el sistema político. Pero la gobernabilidad post-Fidel no se ha garantizado a partir de un proyecto de largo plazo, para el que hubiera hecho falta una cuota significativa de audacia, sino de tanteos cuidadosos, donde no han faltado exhibiciones alarmantes de pusilanimidad.
Raúl Castro ha demostrado habilidad para comprar tiempo político, pero no para cambiar una situación nacional que agobia el presente y amenaza la viabilidad de toda la sociedad cubana. La economía sigue sin crecer, la apatía social aumenta, la isla se despuebla y el diferendo con EEUU –cuya solución es vital para cualquier paso futuro– sigue en pie. En tales condiciones, su consigna gradualista –“sin prisa pero sin pausa”– es, cuando menos, desconsiderada. Con los subsidios venezolanos soplando a sus espaldas, el general/presidente ha logrado capear las rigurosidades del presente posponiendo decisiones fundamentales que habrá que tomar en algún otro momento, probablemente en peores condiciones que las que existían cuando subió al poder (Dilla, 2006).
Fue, por ejemplo, lo que hizo el 2 de marzo de 2009, cuando destituyó de sus cargos al grupo de políticos jóvenes encabezados por Carlos Lage. De un golpe se quitó de encima a un sector de la elite con la que no compartía historia ni oficio, y dio otro paso para disipar la sombra de su hermano, quien se vio obligado a renegar públicamente de los que en algún momento fueron sus más fieles delfines. El coste fue una alianza intra-elite entre los militares y la facción burocrática rentista atrincherada en el aparato del partido único y encabezada por José Ramón Machado, un laborioso y poco carismático aparatchik que gracias a su gran sentido de adaptación había logrado sobrevivir a todos los embates de la política cubana desde los lejanos años 60.
Militares y burócratas partidistas sí compartían una historia y una experiencia de conservación apoyada en la unidad de la elite y el mantenimiento de un régimen político monocéntrico y autoritario, y por eso sacaron a la democracia de cualquiera de sus cálculos. También compartían la idea de que era necesario reactivar la economía mediante reformas promercado capaces de captar ahorro externo a través de las inversiones extranjeras. Y coincidían en que para avanzar en este objetivo deberían relajar una serie de controles económicos al interior de la propia sociedad cubana –apertura de espacios para el consumo y para la actividad privada, descentralización de las grandes empresas estatales, etc– e incluso mover, al menos lo imprescindible, la esfera política en materia de derechos individuales para que la economía avance, un ejemplo de lo cual fue la reforma migratoria. Pero también sustentan visiones muy diferentes acerca del mundo y de ellos mismos en él. Y en consecuencia, están animados por racionalidades diferentes.
Los burócratas rentistas controlan el aparato del Partido Comunista –un formidable aparato de control social– y es un sector político muy conservador. Fueron los sustentadores del proyecto fidelista de “economía dual” que echó atrás las tímidas reformas económicas de los 90. Admiradores de la planificación centralizada y directiva, solo conciben al mercado actuando en guetos rentables y separados de la sociedad y del resto de la economía, a la que se conectan insuflando excedentes vía la balanza de pagos. Quieren un sector privado nacional controlado por la policía y esquilmado por los inspectores fiscales, donde los cubanos se empleen pero no acumulen. Y una emigración proveedora de remesas que alimenten las tiendas oficiales y le quiten responsabilidad social al Estado. Ven a la sociedad como una masa amorfa –el pueblo– a la que se le exige fe y entrega.
El otro sector compuesto por los militares y sus tecnócratas subsidiarios han sido los principales reformadores económicos desde los 90. Apuestan por una reforma económica moderada pero mucho más sustancial y sistémica que sus camaradas partidistas. Y si no son más intrépidos en temas como las privatizaciones y la liberalización mercantil es porque se imaginan a sí mismos como una futura clase dominante que necesita en estos, sus primeros retozos capitalistas, la protección del Estado. Asumen la expansión controlada del sector privado nacional como una virtud, abogan por la descentralización estatal y ven a la emigración como un caudal económico que pudiera ponerse al servicio de la recuperación económica y de su propia conversión burguesa, principalmente mediante inversiones. En sus relaciones con la sociedad, aspiran simplemente a la obediencia de los súbditos.
No se trata de un consenso estratégico, porque estrategia realmente no parece haber. El propio nombre dado a la reforma económica –“actualización del modelo”– incita todas las dudas acerca de qué significa actualizar y de qué modelo se habla. El documento que resume todas estas incoherencias es una suerte de shopping list aprobado por el VI congreso del Partido Comunista y donde se estipulan casi tres centenares de propósitos y medidas a tomar, sin que se expliquen cronogramas y concatenaciones.
En consecuencia, el consenso sobre metas difusas no implica que exista acuerdo respecto a esos detalles tras los cuales, dicen los franceses, se esconde el diablo. Por ejemplo, hasta donde se debe llegar en la desestatización económica o cual es el mínimo que se debe mover la política para que los arreglos económicos funcionen. O lo que es aún más complicado: el tipo de relaciones que es conveniente mantener con la emigración. El resultado ha sido una marcha penosa, llena de zigzagueos y demoras, en que cada implementación, por modesta que sea, se somete a múltiples experimentaciones y luego es severamente escrutada y derogada si acaso sus resultados sobrepasaran las expectativas. Como si todos en la isla tuvieran, la elite octogenaria incluida, todo el tiempo del mundo.
La difícil recirculación
Basta mirar una foto de los componentes de la cúpula de los tres órganos clave de asiento de la elite –Buró Político del Partido Comunista, Consejo de Estado y Consejo de Ministros– para entender que las decisiones sobre la isla dependen de personas de muy avanzada edad. Casi todos muestran historiales impecables de lealtad, que en muchos casos comenzaron a forjarse en las laderas de la Sierra Maestra en los muy lejanos años 50. Pero muy pocos pueden mostrar un pedigrí de eficiencia y maestría en la cosa pública.
La defenestración de los delfines de Fidel Castro agravó aún más la situación, que comenzó a ser paliada con la incorporación de figuras en sus sextas décadas de vida, y en particular de Miguel Díaz-Canel, nombrado a principios de 2013 como primer vicepresidente de los Consejos de Estado y de Ministros, cargos que se agregaron a su previa condición de miembro del Buró Político. Si efectivamente Raúl Castro concluyera su mandato en 2018 –cuando ha prometido no reelegirse– ello daría a Díaz-Canel un plazo apreciable para consolidar su liderazgo y control sobre una elite que ha sabido hacer de la unidad una condición de reproducción de su proyecto de poder. Si, en cambio, esto no sucediera y el nuevo delfín siguiera la suerte de sus predecesores, entonces el sistema se encontraría en pocos años en una situación de acefalia de imprevisibles consecuencias.
El rejuvenecimiento gradual, sin embargo, no ha resuelto otro problema de la elite que se incrementará en los próximos años: la precariedad de sus mecanismos de circulación.
Durante toda la época de Fidel Castro muy pocos dirigentes políticos pudieron transitar incólumes por el escenario, y los que lo lograron, fue a cambio de la despersonalización. Si la historia, como afirmaba Pareto, es un cementerio de aristocracias, la historia revolucionaria lo fue de aspirantes. La elite se nutría de cooptaciones de figuras jóvenes afines a las políticas en curso. Pero como las políticas cambiaban de manera caprichosa y ningún político tenia bases sociales propias, los pretendientes terminaban sacrificados públicamente, con cartas autocríticas incluidas. Humberto Pérez, Carlos Aldana, Roberto Robaina, Marcos Portal, Carlos Lage, Carlos Valenzuela, Felipe Perez y Otto Rivero son todos nombres que parecían seleccionados por la fortuna para dirigir un proceso ante el que finalmente sucumbieron.
Pero el reto es hoy mayor por otra razón. Desde los 70 el itinerario de las cooptaciones estaba perfectamente demarcado: desde el Estado o desde el partido, que en las cumbres eran la misma cosa, pero en la base divergían. Y se nutrían de momentos constitutivos dados por los congresos partidistas o las elecciones unipartidistas quinquenales. Si ese itinerario no se cumplía era porque Fidel Castro era un permanente escamoteador de institucionalidades, de lo que fue un ejemplo la no celebración de algún congreso partidista entre 1997 y 2011, y que convirtió al Buró Político en una suerte de museo de cera donde se amontonaban cadáveres, biológicos y políticos.
Raúl Castro ha restaurado itinerarios y cronogramas (es parte de su intención de gobernar con las instituciones) pero no tiene a su favor una dinámica social controlada y, para decirlo de alguna manera, monodireccional, tal y como monocéntrica ha sido la propia elite postrevolucionaria. En lugar de ese orden “soviético” que tanto admiró el general/presidente en los lejanos 70, tiene que asumir nuevas dinámicas emergidas desde los pactos imprescindibles para mantener la gobernabilidad, desde la economía de mercado o desde la propia diversificación interna de la elite. Todo lo cual obliga a formas diferentes de negociación y cooptación.
El primer ejemplo que asoma –y en el que me detengo sólo para ejemplificar– es el pacto no escrito de gobernabilidad que el Estado y la Iglesia Católica suscribieron en 2010, y que ha puesto de manifiesto el mayor pragmatismo de la clase política cuando intuye la necesidad de apoyos externos para conservar su poder. Es cierto que la clase política cubana desea ansiosamente gobernar sin competencias permitidas, pero al mismo tiempo ya no puede hacerlo. Y por ello es un mal menor hacerlo con el apoyo de una institución nacionalista e implantada a lo largo de toda la geografía insular, que nunca le va a pedir el poder político –por ejemplo como hacen las diezmadas falanges oposicionistas– y que calcula sus tiempos en plazos mucho mayores a los que pueden aspirar los inquilinos octogenarios del Palacio de la Revolución.
Para la Iglesia, con su impresionante capacidad para adecuarse a las empirias epocales desde una visión milenaria, se trata de un pacto que le obliga a asumir responsabilidades costosas, pero que le da un espacio único de protagonismo político. No es casual que uno de sus más agudos portavoces (Márquez, 2012) haya definido esta oportunidad como “un puente de acercamiento” entre las diferentes fracturas de la sociedad cubana. En un primer plano, para salvar los distanciamientos políticos que ocurren al interior de la isla, entre Estado y sociedad, y dentro de la misma sociedad. Pero también entre la isla y su diáspora, lo que le coloca en la interesante posición de ser la primera institución relevante que se plantea la dimensión transnacional de la sociedad cubana.
En la actualidad el pacto Iglesia Católica/Estado se mantiene en un buen momento, pero el inminente retiro de uno de sus arquitectos, el cardenal Jaime Ortega, pudiera replantear los tomas y dacas convenidos. O elevar el diapasón crítico de la Iglesia frente a temas referidos a los derechos cívicos y políticos, lo cual parece insinuarse en el último documento emitido por la Conferencia de Obispos. Sea ésta o no una conjetura válida, es un hecho que la relación con la jerarquía católica es, más que un pacto, un proceso. Y que va a exigir en el futuro nuevas formas de relacionamiento y de cooptación elitista.
Por otra parte, según se expanda la actividad económica fuera de los estrictos espacios de la planificación estatal, aparecerán otros actores decisivos (tecnócratas, empresarios) que será necesario asumir, incluso previendo que una parte de ellos serán esos seres transnacionales con un pie en la isla y otro en una de las diásporas más exitosas que se conocen en el continente. Y en este sentido la transnacionalidad de la sociedad cubana por abajo –a través de los múltiples vínculos familiares, de remesas y microinversiones– se verá compensada por arriba por una relación orgánica entre la elite postrevolucionaria en metamorfosis burguesa y la elite emigrada retornando con sus invaluables cuotas de capitales, experiencias y contactos.
Algo similar –aunque más íntimo– sucederá con el probable surgimiento de clanes políticos herederos del castrismo en desbandada, y que irán conformando “grupos de poder” fácticos, con bases sociales/políticas propias, con los que habrá que negociar y entenderse. Es probable que uno de estos grupos, y por mucho tiempo el más prominente, sea el propio Clan Castro dadas las posiciones públicas y de poder que sustentan algunos de sus más conocidos integrantes (Dilla, 2012).
De las respuestas que se vayan produciendo a estos dilemas dependerá el carácter que tomará el sistema político cubano del futuro. Aunque desde la derecha y desde la izquierda existen posicionamientos críticos a favor de un orden democrático, no hay una presión social efectiva que impida a la elite política tomar sus decisiones sin más acotaciones que sus miedos y sus propias limitaciones ideológicas. Si de preferencias se trata, es innegable que los dirigentes cubanos han apostado por el modelo chino, pero con seguridad faltan condiciones culturales y económicas para conseguirlo.
En consecuencia, es probable que el sistema derive hacia desarrollos similares a otras experiencias postrevolucionarias, y en particular hacia su manifestación más formidable en América Latina: el priismo mexicano. Esto pudiera empujar al sistema hacia un tipo de régimen corporativo autoritario –pero más liberal que el actual– con algunos breves espacios de oposición consentida sin posibilidades reales de retar la detentación del poder por la facción militar de la elite y sus tecnócratas allegados.
¿Anomia o resistencia?
Lo anteriormente explicado apunta a un problema que se esboza al interior de la elite, pero que se manifiesta con toda su fuerza en la regulación social: la existencia de una suerte de desfase entre la manera como se organiza la institucionalidad y normatividad del sistema político –lo que llamaré régimen político– y la evolución del sistema en general.
En Cuba no existe un proceso de democratización, siquiera de liberalización política. No hay indicios que sugieran un proceso de construcción de ciudadanías mediante la creación de derechos, pues incluso allí donde se han eliminado regulaciones terriblemente restrictivas –como sucedió en el ámbito migratorio– no se ha consagrado un derecho ciudadano al libre tránsito, sino sólo un relajamiento de controles y un alargamiento de la permisividad.
Lo que ocurre es una lenta y vergonzante reforma promercado que está trocando los contenidos igualitaristas y estatalistas del discurso postrevolucionario, por otros que apelan a la igualdad de oportunidades, la individualización del riesgo y el área privada como gestora del bienestar. Y en su retraimiento –funcional, institucional e ideológico– el Estado va dejando agujeros que son rápidamente ocupados por una sociedad ávida de escapar de la mediocridad de un régimen que daba por prohibido todo lo que no estaba expresamente autorizado. Es, visto desde cierto ángulo, el paso de un régimen totalitario que reclamaba el alma de cada uno de sus militantes, a otro autoritario que se conforma con la obediencia de los súbditos (Linz, 2000).
Visto desde una perspectiva relacional, se trata de una transformación del sistema político –cultura política, discursos, relaciones de poder– sin que cambie el régimen, lo que ocasiona numerosas disfunciones que caracterizan la actualidad cubana.
Hay un cambio muy sustancial del paisaje público nacional. La elegante Avenida de los Presidentes –uno de los mejores regalos urbanísticos de Jean Claude Forestier a La Habana– es ocupada noche tras noches por mikis, emos, frikis, rastas, repas, punks, vampiros y hombres-lobos, que se reúnen, conversan, eventualmente inhalan y beben, y siguen sus propios rituales totalmente ajenos a las vallas con consignas tremendistas que llaman a la muerte en nombre de la vida. No lejos de ellos, sobre el malecón, se reúnen todas las denominaciones posibles de LGTB bajo la mirada atenta, pero distante, de la policía. Y hacia el oeste –donde se construye la otra Habana de mansiones, edificios inteligentes y empresarios– se despliega todo el glamour de los nuevos ricos y sus herederos.
En la atestada y ruinosa Centro Habana un grupo de izquierdistas agrupados en un llamado Observatorio Crítico, cantan cada año la Internacional (cosa que ya nadie hace en Cuba) frente a un busto solitario de Carlos Marx, y se reúnen en un parque dedicado a un anarquista republicano para criticar las reformas procapitalistas del Código de Trabajo. En la misma zona, grupos de activistas afrodescendientes rinden homenaje público a un grupo de mártires negros, al tiempo que condenan a un sistema que consideran racista y elitista. Y la oposición, agrupada en un puñado de organizaciones crecientemente radicales, puede sorprender cualquier esquina de la ciudad con un desfile de mujeres vestidas de blanco o con un mitin relámpago clamando por libertad y respeto a los derechos humanos.
Son síntomas inequívocos de una sociedad que cambia. Pero cualquiera de estas manifestaciones públicas es tolerable y asimilable por el sistema. La sociedad cubana –atomizada, sometida a severo controles verticalistas, desconectada de las tecnologías de la comunicación y en extenuante lucha por la sobrevivencia– ha adoptado mayoritariamente una posición expectante, sin grandes riesgos, como acostumbran a decir los cubanos: “resolviendo y escapando”.
Más que en los gritos de libertad de los opositores o en el reclamo de más socialismo de los críticos izquierdistas, la población parece reflejarse en lo que recientemente hizo un cantante local que aprovechó un mitin político televisado para exponer un listado de demandas tan empírico como controvertido: clamó por el derecho a comprarse un auto, por la liberalización de la marihuana, por una mejor relación con los emigrados y por elecciones directas para elegir al presidente. Todo en un mismo texto, sin más explicaciones, con una pegajosa guaracha de fondo como siempre resulta el quehacer caribeño. Y evidentemente será así por un tiempo considerable que los cuerpos represivos y sus turbas auxiliares se encargan de resguardar trazando una clara delimitación entre ejercer la disidencia en privado y aspirar al espacio público: las calles, dicen, “son de Fidel”.
También aquí la elite post-fidelista juega al corto plazo. Y posponiendo una reforma política inevitable no hace otra cosa que prolongar una situación morbosa, por aquello que Gramsci nos recordaba que ocurre cuando lo viejo no muere y lo nuevo no nace.
Y la sociedad se reproduce haciendo lo que puede: casi susurrando y multiplicando un quehacer de resistencia cotidiana disruptivode las normas. En un reciente discurso, y haciendo uso de una jerga victoriana, el general/presidente Raúl Castro lamentó el desorden público y la indisciplina social, que según él estaba implicando un deterioro “de la rectitud y los buenos modales del cubano”. En su diagnóstico se equivocó en tres cuestiones vitales. En primer lugar confundió con anomia lo que en realidad es resistencia individualizada, la única a la que la gente común tiene acceso. En segundo lugar propuso combatir con una campaña moralizante lo que es un resultado social. Y en tercer lugar, omitió que ese resultado se deriva del estropicio que la elite que él representa ha ido creando en el país.
En otras palabras, que la filípica moralizante de Raúl Castro lo puso al mismo nivel de los hombres necios que increpaba Sor Juana Inés de la Cruz: condenó el vicio por el que ha estado pagando a lo largo de decenios.
Conclusiones: La elite política postrevolucionaria afronta muchos dilemas y poco tiempo. Aunque tiene a su favor la inexistencia de una oposición suficiente para retar su poder, la actual elite es el resultado de un pacto entre dos facciones –militares y burócratas rentistas– que coinciden en la fórmula autoritaria y en la necesidad de cierta apertura pro-mercado, pero disienten en la cuestión clave de cómo organizar la economía y atraer los recursos imprescindibles para el despegue económico. Ello explica el lento y tortuoso curso de la reforma económica, desconsideradamente lento para una sociedad que se empobrece, una isla que pierde población en términos absolutos y una elite la mayor parte de cuyos miembros más influyentes transitan sus novenas décadas de vida.
Si la elite política aspira a ser parte de la solución de ese inmenso embrollo nacional por el que atraviesa Cuba, está obligada a actuar audazmente en dos sentidos. En primer lugar, tiene que resolver los problemas que le afectan en cuanto elite: intensificar su proceso de rejuvenecimiento, regularizar los mecanismos de circulación y diversificar sus cooptaciones en la misma medida en que se diversifica la sociedad cubana. En segundo lugar, tiene que redefinir sus relaciones con la sociedad, cada vez más compleja y autónoma.
Esto último nos conduce inevitablemente al tema de la liberalización, de la construcción de un clima de derechos civiles y políticos inalienables y de la democracia política. Si la elite persistiera en su actual régimen político monista y autoritario, estaría profundizando lo que hoy constituye uno de los peligros mayores que afronta la sociedad cubana: el desfase entre la dinámica social y la calidad de sus instituciones públicas, la extensión de las prácticas anómicas de resistencia y sobrevivencia y la opción de la emigración como única vía para luchar por un futuro mejor. La persistente crisis que la nación cubana afronta desde fines de los 80 no es simplemente una crisis económica, sino política. Y su solución pasa inevitablemente por la manera cómo la elite postrevolucionaria decida su reconversión en un presente complejo. Un presente en que la sociedad cubana no es la que en enero de 1959 saludaba alborozada la llegada a La Habana de los guerrilleros triunfantes. Tampoco en que la elite se veía a sí misma como vanguardia incontestada y hacía creer a casi todos que había un solo camino que sólo ella conocía.
Haroldo Dilla Alfonso
Doctor en Ciencias, historiador y sociólogo cubano residente en la República Dominicana, donde ejerce de consultor independiente.
Referencias
Castro, Raúl (2013), Discurso ante la VII legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular, 7/VII/2013.
Dilla, Haroldo (2006), “Hugo Chávez y Cuba: subsidiando posposiciones fatales”, Nueva Sociedad, nº 205, septiembre/diciembre
Dilla, Haroldo (2012), “Construyendo el Clan Castro”, Cubaencuentro, 25/X/2012.
Linz, Juan (2000), Totalitarian and Authoritarian Regimes, Lynne Rienner Publishers.
Márquez, Orlando (2012), “La iglesia como puente de acercamiento”.