En realidad, Líbano lleva ardiendo desde hace décadas. Unas veces ha sido por efecto de su prolongada civil (1975-1990) y del desafío que la milicia chií de Hizbulah plantea desde su creación (1982) a su delicado statu quo confesional. En otras ha sido por la reiterada injerencia de actores externos, que pugnan por dirimir sus diferencias en ese castigado territorio y por el afán de sucesivos gobiernos israelíes por someter a sus vecinos del norte (invasiones de 1978 y 1982, ocupación de la llamada “zona de seguridad del sur del Líbano” (1982-2000), guerra contra Hizbulah, 2006). Podría pensarse, por tanto, que lo que ahora está sucediendo no es más que un nuevo capítulo de una larga y trágica historia que está condenada a repetirse irremediablemente en el futuro, sin que sea posible alcanzar una solución definitiva.
Todo parece dirigirse hacia la prolongación y agravamiento del conflicto, sin que ni Estados Unidos, ni mucho menos la ONU, sean capaces de evitarlo, anclados en su monótono lamento y en la petición de contención […].
En todo caso, hay dos factores que le otorgan una particularidad muy inquietante a la escalada violenta que está en marcha. Una escalada en la que son muchos los actores directamente implicados, desde a Hizbulah hasta el gobierno de Benjamín Netanyahu, sin olvidar evidentemente a Irán y a las diferentes milicias que puede activar tanto en Yemen como en Siria e Irak. Si se analiza lo ocurrido en estos últimos meses es inmediato concluir que todos ellos están en una senda belicista; pero el matiz diferencial es que mientras que Hizbulah e Irán, conscientes de su debilidad ante la maquinaria militar israelí, procuran golpear al mínimo nivel posible para no provocar el paso a una guerra total de la que saldrían muy malparados, Netanyahu y los suyos parecen decididos a subir la apuesta sin límite.
El primer factor que hace aumentar la inquietud sobre lo que pueda ocurrir ahora es que, para compañeros de viaje tan problemáticos como Bezalel Smotrich e Itamar Ben Gvir, lo prioritario es aprovechar las circunstancias actuales (incluido el hecho de que Estados Unidos está enfrascado en su proceso electoral) para rematar la tarea que en su iluminada visión ideológica se concreta en el dominio territorial de toda la Palestina histórica para los judíos. Y el segundo, contrario incluso a los intereses de Israel, es que para Netanyahu la prolongación y la ampliación de la guerra es la vía preferente para mantenerse en el poder, condición fundamental para seguir blindado ante la acción de la justicia que ha abierto tres causas judiciales contra él.
La confluencia de esos dos factores deja en un segundo plano no solamente el respeto al derecho internacional o el incumplimiento de sus obligaciones como potencia ocupante, sino también la liberación de las personas que Hamás todavía tiene en sus manos. En otras palabras, eso significa que las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI) no están repitiendo lo ya visto en el enfrentamiento que tuvieron con Hizbulah en el verano de 2006; un choque que debilitó a la milicia, pero sin incapacitarla para seguir adelante con su resistencia armada a Israel, y que incluso le permitió ganar la batalla del relato, al poder proclamar que había resistido el castigo de un enemigo tan superior.
Todo parece indicar que, en esta ocasión, el más extremista gobierno de la historia de Israel busca llegar hasta el final. Y, en lo que al Líbano respecta, eso significa como mínimo “limpiar” la zona libanesa que hay entre la frontera común y el río Litani (unos 800 km2). El propio gobierno israelí ha declarado que su objetivo es devolver a sus hogares a los 80.000 ciudadanos que desde hace meses residen más al sur del país, poniéndose a salvo de los cohetes y misiles que Hizbulah lanza diariamente desde diferentes posiciones, y ha añadido que la verdadera frontera entre ambos países es, precisamente, el río Litani.
En consecuencia, a lo que estamos asistiendo es a los prolegómenos de un nuevo choque frontal. De momento, mientras Hizbulah se limita a lanzar un bajo número de artefactos (incapaces de saturar las defensas israelíes), las FDI se están dedicando a reducir la capacidad de combate de Hizbulah, asesinando a todos los mandos y combatientes que pueda (incluso con ciberasesinatos como los de la pasada semana) y eliminando todos los lanzadores que haya localizado. Busca así “ablandar” el terreno con unos ataques que supone que le sirven doblemente. Por un lado, puede calcular que el castigo –mediante asesinatos selectivos, ataques aéreos y fuego artillero– llegue a ser tan insoportable para Hizbulah que, finalmente desista en su resistencia armada y acepte retirarse definitivamente al norte del Litani (lo que supondría cumplir parte de lo que establecía en 2006 la resolución 1701 del Consejo de Seguridad de la ONU). En palabras de Israel sería “escalar para desescalar”. Pero, si Hizbulah no pone la rodilla en tierra (y nada indica que vaya a hacerlo), lo que están haciendo las FDI serviría como preparativo para una acción terrestre con unidades en línea profundizando en territorio libanés, al menos hasta el citado río.
Para llevar a cabo una operación de esa escala el gobierno de Netanyahu necesita contar con muchos más medios de los que actualmente ha desplegado ya cerca de la frontera. Los aproximadamente 15.000 efectivos en presencia tan sólo pueden servir para evitar posibles incursiones de la milicia libanesa en suelo israelí; pero están muy lejos de los necesarios para contar con ciertas probabilidades de “éxito” en una ofensiva general –habitualmente se calcula que la relación de fuerzas debe ser, como mínimo, de tres a uno a favor del atacante–.
En definitiva, todo parece dirigirse hacia la prolongación y agravamiento del conflicto, sin que ni Estados Unidos, ni mucho menos la ONU, sean capaces de evitarlo, anclados en su monótono lamento y en la petición de contención (más bien dirigida a Hizbulah y a Irán que a un Israel que sigue sintiendo que el semáforo está en verde).