Lecciones del Pacto de Estabilidad

Lecciones del Pacto de Estabilidad

Tema: El reciente episodio de la crisis del Pacto de Estabilidad a causa de los incumplimientos de Francia y Alemania y la consiguiente ausencia de sanción por parte del Consejo ha abierto un interesante debate que debe ser profundamente analizado en todas sus posibles implicaciones.

Resumen: La crisis del Pacto de Estabilidad ha generado un debate en dos direcciones. Por una parte, los contenidos sustantivos del propio Pacto y, concretamente, la conveniencia de mantener el límite del 3% del PIB para el déficit público en períodos de recesión ha sido intensamente discutido. Por otra parte, la actuación de Francia y Alemania ha planteado dudas sobre el sentido de su liderazgo y hegemonía, particularmente, por la coincidencia de este episodio con la negociación final de la Constitución. Sin negar el interés de estos dos temas, existe una tercera aproximación a la cuestión que merece atención por su trascendencia: la gestión política de las reglas constitucionales, resumida en la crítica del comisario de Asuntos Monetarios Pedro Solbes: “hemos pasado de un sistema basado en las reglas a un sistema basado en las decisiones políticas”. La discusión que sigue se realiza sobre el telón de fondo (implícito) de las posturas que el Gobierno español ha adoptado sobre el tema así como la proyección de estos argumentos sobre la negociación de la cuestión de votos y mayorías en el seno del Consejo.

Análisis:

Razones y contenido del Pacto
El Pacto de Estabilidad se empezó a configurar en el Consejo Europeo de Dublín en 1996 y se aprobó en Ámsterdam en 1997, a la vez que se aprobó el tratado homónimo. Su sentido hay que buscarlo en la preocupación de algunos Gobiernos, como el alemán o el holandés de que ciertos países (Portugal, Italia, España y Grecia, llamados despectivamente los PIGS), consiguieran acceder a la tercera fase de la UEM utilizando instrumentos ad hoc de política fiscal, como la venta de activos públicos, mecanismos de contabilidad creativa o, incluso, la creación de impuestos especiales que, una vez dentro de la UEM, desaparecerían y llevarían a una falta de compromiso con la disciplina fiscal. Así pues, el Pacto tiene su razón de ser en la búsqueda de un compromiso acrecentado y fortalecido de disciplina fiscal.

El Pacto de Estabilidad está compuesto, estrictamente hablando, por dos reglamentos del Consejo (1466/97 y 1467/97) y una Resolución del Consejo Europeo que desarrollan algunas reglas de política fiscal contenidas en el artículo 104C del Tratado de Maastricht. El primer reglamento refuerza la supervisión de la disciplina presupuestaria: los estados miembros de la UEM se obligan a presentar Programas de Estabilidad cuyo punto central es el compromiso de conseguir a medio plazo situaciones de equilibrio presupuestario o, incluso, de superávit, frente a la más laxa obligación de situar el déficit por debajo del 3% del PIB contenida en el Tratado. El segundo reglamento sirve para acelerar y clarificar el denominado “procedimiento de déficit excesivo” (por el cuál se somete a control y eventual sanción el incumplimiento de un Estado). La Resolución, por su parte, desarrolla los compromisos de los (gobiernos de) los Estados miembros y de las dos instituciones participantes, Comisión y Consejo, de aplicación estricta y en plazo del Pacto.

El diseño del Pacto se inscribe dentro del denominado “Método Abierto de Coordinación” (del cuál, hasta cierto punto, se puede considerar paradigma), que ha sido presentado como una alternativa posible al derecho comunitario. Los aspectos centrales de este procedimiento son la coordinación de políticas nacionales a través de la supervisión por “iguales” o “pares” (esto es, gobiernos) del cumplimiento de los compromisos asumidos (peer review) y la revisión periódica de los mismos (benchmarking). El Pacto incorpora ambos y, acentuando su carácter para-comunitario, su diseño no ha sido “constitucionalizado”, esto es, incorporado a los Tratados en las revisiones sucesivas de estos (ni en Ámsterdam ni en la posterior de Niza). De hecho, el Grupo de Trabajo sobre la gobernanza económica en el seno de la Convención sobre el Futuro de Europa consideró que se trataba de un instrumento político que debía permanecer fuera de la Constitución. Naturalmente, es discutible si reglas de este tipo deben de dotarse o no de la rigidez de la legislación primaria y esto, en todo caso, es una opción política; pero lo que resulta indudable es que, por el momento, el Pacto tiene una mayor flexibilidad tanto para su aplicación como para su eventual modificación. Esta mayor flexibilidad de las reglas europeas de política presupuestaria aplicadas a los Estados contrasta con la rigidez de los compromisos en política monetaria, aislados de la interferencia política mediante la autonomía del BCE.

Adicionalmente, los mecanismos institucionales para la ejecución del Pacto acentúan su flexibilidad. Es cierto que la Comisión se compromete a preparar automáticamente un informe sobre la situación presupuestaria de un Estado, procedimiento, vale la pena recalcar, activado de forma mecánica. Ello podría interpretarse como un poderoso mecanismo de control sobre los gobiernos en el cumplimiento ya que, a priori, interpretaciones circunstanciales por parte de la Comisión sobre sí este cumple o no parecen excluidas, pero, a partir de aquí, se abren los mecanismos de gestión política. Porque la iniciativa (el derecho de iniciativa) de la Comisión se canaliza a través de recomendaciones, informes y opiniones, cuya reforma por parte del Consejo, no está sometida al requisito de unanimidad que blinda las propuestas legislativas ordinarias. La posición del Consejo es más laxa, ya que sólo es “invitado” a tomar las decisiones pertinentes (recomendará la corrección de los déficit excesivos tan pronto como sea posible y no más tarde de un año después de haberlos identificado). Esta redacción mantiene un gran margen de discrecionalidad: la verificación del cumplimiento o incumplimiento se hace mediante una votación por mayoría. Indudablemente, esto inscribe razones políticas (por ejemplo, de oportunidad) en la toma de decisiones pero abre también la vía a una gestión de reglas constitucionales en sentido “contraminoritario” (es decir, puede dejar más desprotegidas, en el sentido de imponer mayores exigencias, a determinadas minorías), como ha sido el caso con la aplicación del Pacto.

La aplicación del Pacto: Portugal, Alemania y Francia
El incumplimiento de los criterios de estabilidad defendidos por el Pacto se ha producido en tres casos, siendo Portugal el primer infractor. En 2001, su déficit público se situó en el 4,1% del PIB. La Comisión se limitó, en la recomendación presentada al Consejo, a identificar a Portugal como “economía en déficit” sin sugerir medidas específicas de supervisión comunitaria. La razón para ello hay que buscarla en el compromiso del nuevo gobierno Social Demócrata de Durão Barroso, elegido en Febrero de 2002, que optó por medidas para reequilibrar el presupuesto (las cuales causaron protestas de sectores sociales afectados por ellas) y reducir el déficit al 2,8% en 2002. El Consejo adoptó unánimemente la recomendación de la Comisión.

El caso de Portugal demuestra la capacidad de lograr un cumplimiento de los infractores sin siquiera una amenaza por parte de las instituciones. El cumplimiento resulta, probablemente, de una combinación de dos factores: la verosimilitud de la posibilidad de aplicar sanciones a Portugal además de la creencia de los propios gobernantes portugueses en las bondades del paradigma presupuestario explícito en el Pacto.

Los otros dos casos, más recientes, son los de Alemania y Francia, cuyos déficit en 2002 superaron la barrera del 3% y en 2003 y 2004 se situaron en el 4,2%. A finales de 2003, la Comisión presentó sendas recomendaciones en las que solicitaba una reducción del déficit en un punto porcentual para Francia y en un 0,8% para Alemania, mientras que las previsiones de reducción de ambos eran del 0,6% en 2005. Además, la Comisión proponía que los respectivos gobiernos presentaran en los dos próximos años informes semestrales sobre la ejecución de los respectivos presupuestos, es decir, la supervisión por parte de la Comisión de los presupuestos de los Estados incumplidores.

Al contrario de lo que había ocurrido con el caso portugués, el Consejo fue incapaz de actuar por unanimidad, aunque finalmente rechazó las recomendaciones de la Comisión y aprobó otras alternativas por mayoría cualificada de dos tercios. Únicamente Holanda, Austria, Finlandia y España votaron en contra, quedándose a falta de un voto para conseguir formar una minoría de bloqueo. Las nuevas recomendaciones contienen tres aspectos centrales: limitan la reducción del déficit a un 0,8% para Francia y a un 0,6% para Alemania; eliminan la supervisión de la Comisión y sólo obligan a Francia y Alemania a informar al Consejo (como los restantes Estados cumplidores) y, finalmente, dejan en suspenso el procedimiento por déficit excesivo. La razón principal invocada ha sido, básicamente, la necesidad de no impedir el crecimiento de las dos mayores economías de la zona euro a través de restricciones presupuestarias adicionales. Los Gobiernos de Francia y Alemania han considerado “disponibles” sus compromisos presupuestarios y de estabilidad y otros gobiernos han apoyado su postura bien como resultado de presiones o bien en la creencia que la reactivación de ambas economías resulta esencial para cualquier otra de la zona euro.

La reacción de la Comisión ha sido drástica, recurriendo al TJCE con el argumento de que no se objeta a las razones de fondo alegadas, pero sí a la forma de la decisión. A través de este conflicto interinstitucional, la Comisión intenta reforzar su propia posición así como añadir un posible control jurisdiccional sobre los incumplimientos (es decir, un refuerzo de la intensidad de los compromisos). La decisión puede ir en cualquier dirección, pero debe hacerse notar que si se anula el acto del Consejo,se trataría de un control sobre el comportamiento del Consejo (no del gobierno incumplidor). Como ha argumentado A. Estella (El País, 3 de febrero de 2004), una eventual sentencia del TJCE ayudaría a clarificar el procedimiento del Pacto, pero podría inducir, de nuevo, una “constitucionalización jurisprudencial” de opciones ciertamente políticas. En sentido contrario, una inhibición o una sentencia meramente “tibia” del TJCE deja a la Comisión en una situación más frágil para futuras aplicaciones del procedimiento.

Lecciones sobre diseño constitucional
Las conclusiones que se pueden extraer de la anterior exposición son dos y se refieren al diseño constitucional. La primera es que un negociador no debería desconocer que los efectos futuros (distributivos, re-distributivos o de otro tipo) de las reglas constitucionales sólo pueden calcularse de manera imperfecta. Así, el Pacto de Estabilidad ilustra los efectos no intencionales de reglas constitucionales “calculadas” (esto es, diseñadas con destinatarios implícitos). Algunas otras disposiciones de rango “constitucional” de la UE comparten este carácter “teledirigido” a destinatarios implícitos (aunque indeterminados). Así, la denominada “cláusula democrática” (art. 7 del Tratado de Niza) fue diseñada como freno a la posible involución antidemocrática o contraria a los derechos humanos de las democracias del Este una vez dentro de la UE. De igual manera, el principio de cohesión económica y social fue una construcción argumentativa muy sólida de aquellos gobiernos que intuían que serían los máximos beneficiarios del mismo (de ahí el interés por el límite del 90% de la media del PIB per capita de la UE y el enfoque estatal como instrumento para excluir a las regiones de ciertos países, como Italia). Naturalmente, se trata de tres modelos de compromisos o reglas constitucionales muy diferentes. Pero los dos mencionados comparten una trayectoria común con el Pacto de Estabilidad: las reglas constitucionales pueden independizarse de sus “destinatarios” específicos y actuar, incluso, en contra de aquellos que las han diseñado. Recapitulando, la cláusula democrática se invocó (aunque no se puede hablar, estrictamente, de aplicación) en relación con la presencia del ultraderechista Jörg Haider en el Gobierno austriaco a finales del siglo pasado. El principio de cohesión económico y social proporciona a los nuevos miembros de la Europa del Este un elemento constitucional consolidado que, en justicia, puede ser utilizado para reclamar la re-orientación de ciertas políticas estructurales en una nueva dirección, en perjuicio de sus propios forjadores. Finalmente, el Pacto de Estabilidad fue concebido principalmente como un corsé para aquellos Estados miembros con una disciplina presupuestaria tradicionalmente más laxa (España entre ellos) pero, paradójicamente, ha terminado siendo aplicado al Estado que, históricamente, ha representado la ortodoxia fiscal en la UE: Alemania. A la luz de las razones de fondo esgrimidas para suspender la aplicación del Pacto en el caso alemán, cabría interpretar que Alemania había inducido en el pasado un instrumento flexible (frente a la rigidez constitucional) teniendo presente una expectativa calculada: ningún país querría apretar presupuestariamente al motor económico europeo en una época de crisis (debo estar observación a José Fernández Albertos). Pero esta expectativa resulta difícilmente creíble porque supone a los negociadores la capacidad de predecir situaciones futuras y actuar previsoramente. Más aún, supone que esta predicción se basa en la ruptura del dogma económico de la estabilidad presupuestaria por parte de sus máximos defensores; las críticas de los gobernantes alemanes que diseñaron el Pacto, Waigel y Kohl, al comportamiento del gobierno actual no permiten confirmar esta hipótesis y apuntan, más bien, en sentido contrario.

La segunda conclusión hace referencia al tipo de reglas que deben buscarse en estos supuestos de incertidumbre: conociendo el cálculo imperfecto de las posibles consecuencias futuras, los negociadores constitucionales deben percibir como perfectamente instrumental o racional aspirar a crear reglas justas en la expectativa de que un día éstas puedan ser aplicadas a ellos mismos. O, lo que es lo mismo, el comportamiento “constituyente” bajo una especie de “velo de ignorancia” rawlsiano es perfectamente racional. Y en asuntos constitucionales, la defensa de las minorías debe encomendarse a reglas constitucionales firmes y robustas, más que en la identificación de minorías de bloqueo que puedan interpretarse como una garantía de estas.

Conclusiones: El Pacto de Estabilidad y, más concretamente, su discusión en el actual proceso “constitucional” europeo, ilustra de nuevo como los actores han eludido este tipo de regulación y prefieren, en cambio, la gestión política de las reglas. El Grupo sobre Gobernanza Económica había propuesto (y el borrador de Constitución del 18 de julio lo recoge), que los avisos o alertas por déficit excesivos fuesen transmitidos automáticamente por la Comisión al gobierno implicado sin pasar por el ECOFIN, lo que reforzaría la capacidad de vigilancia independiente de las reglas. Igualmente, la Comisión podría presentar propuestas (que, frente a las más laxas recomendaciones, insinúan la unanimidad para su enmienda). Y, finalmente, la participación del PE en el diseño de las reglas de supervisión se canalizaba por co-decisión. Cualquier observador ingenuo esperaría que los gobiernos que han votado por una aplicación estricta del Pacto de Estabilidad apoyarían estas propuestas que refuerzan su no-disponibilidad por parte de mayorías (de votos de representantes de gobiernos) circunstanciales. O quizá hubiese esperado que los Estados no cumplidores (Portugal, Francia o Alemania) se hubiesen opuesto. La propuesta que la Presidencia italiana presentó antes de la reunión de Nápoles con los puntos de consenso (CONV 37/03) sugiere modificaciones sobre esos tres puntos en un sentido menos rígido: pasar de co-decisión a consulta, de propuesta a recomendación y de transmisión directa a los gobiernos a presentación al Consejo de Ministros. Lo sorprendente para este ingenuo observador es que según la presidencia italiana, el gobierno español (ferviente defensor del cumplimiento de los pactos) es uno de los demandantes de tales rebajas (junto al Reino Unido, Dinamarca y la República Checa, además de Portugal y Finlandia en algún punto) que hacen del Pacto un instrumento más “disponible” políticamente. Indudablemente, los negociadores que se han opuesto al refuerzo constitucional del mismo deben de manejar algún tipo de cálculo sobre su aplicación futura, pero este comportamiento no casa fácilmente con su preconizada defensa del cumplimiento de los pactos independientemente de las circunstancias ni tampoco encaja fácilmente con la comprensión de la ortodoxia presupuestaria como un compromiso que debe estar sellado frente a intervenciones políticas (como se ha defendido, por ejemplo, en el ámbito nacional apelando a una ley que obligue a mantener el equilibrio presupuestario).

Naturalmente, la apuesta por la constitucionalización del Pacto (cuyos argumentos se han presentado aquí de forma sucinta) depende de la respuesta que se dé a una cuestión enunciada al principio de este escrito: la conveniencia y bondad del Pacto tal y como está diseñado. Al contrario de los argumentos expuestos anteriormente, el autor de estas líneas no considera conveniente sellar constitucionalmente el Pacto. Pero las razones no tienen que ver con la perversidad de ciertos gobiernos (y es presumible que cualquier gobierno que tenga la oportunidad legal y política, es decir, los votos en el Consejo, optará por lo mismo) sino con una concepción más amplia de la democracia en la que las reglas constitucionales se interpretan de acuerdo a procesos democráticos de agregación y articulación de intereses más amplios que la suma de votos en el Consejo.

Carlos Closa Montero
Universidad de Zaragoza