Tema: Los atentados del 11 de marzo y la llegada del PSOE al Gobierno afectarán necesariamente a las relaciones hispano-marroquíes tras la larga crisis bilateral de 2001-2003.
Resumen: Las relaciones hispano-marroquíes han pasado una prolongada crisis que llegó a su punto álgido con la ocupación marroquí del Islote Perejil en julio de 2002. El proceso de normalización bilateral desde entonces no ha sido fácil y se vio impulsado por la solidaridad generada tras los atentados terroristas de Casablanca en mayo de 2003 y la celebración de la Reunión de Alto Nivel en diciembre de ese mismo año. La implicación de ciudadanos marroquíes en los atentados del 11 de marzo introduce en la agenda bilateral el reforzamiento de la cooperación en materia de seguridad y confirma la necesidad de restablecer la prioridad en las relaciones con Marruecos, punto recogido en el programa electoral con el que PSOE ganó las últimas elecciones legislativas.
Análisis: La participación en los atentados del 11 de marzo en Madrid de un importante número de ciudadanos marroquíes, presumiblemente conectados con el Grupo Islámico Combatiente Marroquí, sitúa las cuestiones de seguridad en el centro de las relaciones hispano-marroquíes, cuando la prolongada crisis bilateral iniciada en 2001 parecía encauzada tras la celebración de la Reunión de Alto Nivel en diciembre de 2003 en la que los Gobiernos de ambos países acordaron reforzar su cooperación en la lucha contra la inmigración ilegal a través de la creación de patrullas policiales conjuntas. Los resultados iniciales de la investigación sobre los atentados confirman que los autores de la masacre de Atocha no perseguían objetivos nacionales vinculados a su nacionalidad de origen, sino que se trataba de una célula local que funcionaba con individuos desterritorializados que aprovechaban las oportunidades ofrecidas por la globalización para ejecutar acciones inspiradas en las directrices formuladas por los máximos dirigentes de al-Qaeda a través de sus mensajes grabados y difundidos por los medios de comunicación. Este hecho no impide que la preocupación por posibles reacciones xenófobas contra el colectivo marroquí –el más numeroso en nuestro país, con 333.770 residentes legales a 31 de diciembre de 2003, un 20,28% del total de extranjeros– surja con rapidez tanto entre las autoridades marroquíes como españolas al cumplirse cuatro años del brote xenófobo de El Ejido. Hasta el momento no se han producido más que incidentes racistas aislados y esporádicos aunque no puede descartase que, en el futuro, se produzcan nuevos brotes xenófobos, que habría que prevenir con el impulso a las políticas públicas de integración y sensibilización de la opinión pública. La implicación en los atentados de inmigrantes marroquíes, con permiso de trabajo y residencia y que han tenido un cierto éxito en su experiencia migratoria, exige una reflexión en profundidad sobre estos colectivos, el modo en que se produce la socialización en el seno de la comunidad y en la sociedad de acogida, el lugar que los espacios de culto –mezquitas y oratorios– tienen en ello, cuáles son sus referencias culturales, su visión del Occidente en el que habitan, y otras cuestiones a las que el Gobierno español, obsesionado por el control policial de los flujos migratorios, ha prestado menor atención.
Tras los atentados del 11-M, las autoridades marroquíes han reaccionado con celeridad ofreciendo la colaboración de sus servicios de seguridad en unas investigaciones que apuntan a una posible conexión con los atentados de Casablanca de mayo de 2003. El reforzamiento de la cooperación en materia de seguridad ha ido acompañado de una serie de gestos hacia las víctimas del 11-M. La participación de dirigentes de los principales partidos políticos –incluido el islamista PJD– en la manifestación convocada ante la Embajada de España; la celebración de una ceremonia ecuménica –similar a la organizada tras los atentados del 11 de septiembre– en la catedral católica de Rabat; la presencia de Mulay Rachid, hermano de Mohamed VI, en los funerales de Estado; o la organización del viaje del “tren de la vida” que trasportará a familiares de las víctimas de los atentados de Casablanca hasta la estación de Atocha, son el reflejo de esa solidaridad por parte de un país que ha visto como su imagen internacional sufría un duro golpe durante el último año, y que observa con preocupación las consecuencias que el mismo pueda tener sobre sus inmigrantes en España.
Fin del mito marroquí
Los atentados del 11-M acaban, de forma definitiva, con el mito de Marruecos como barrera frente al terrorismo islamista. El final del la Guerra Fría y el desencadenamiento de la guerra civil argelina en 1992 permitieron a la Monarquía alauí presentar a Marruecos como un “contramodelo de estabilidad” en el que la deriva de la religión hacia el extremismo violento era contrarrestada por la existencia de una monarquía con legitimidad religiosa que hundía sus raíces genealógicas en el profeta Muhammad. Los atentados de Casablanca del 16 de mayo de 2003, en los que quince kamikazes asesinaron a 46 personas –cuatro de ellos españolas–, mostraron la debilidad de una argumentación ideologizada en un contexto en el que el islamismo radical comenzaba a perfilarse como nueva amenaza. La idea de que Marruecos era inmune al islamismo radical había sido hasta entonces bien acogida en muchas cancillerías occidentales, pese a la existencia de precedentes como el ataque contra el hotel Atlas Asni de Marrakech en 1994, en el que murieron dos turistas españoles y del que se acabó responsabilizando al régimen argelino, lo que provocó el cierre de las fronteras entre ambos países. Los atentados de Casablanca siguieron el patrón de los del 11 de septiembre –atentados simultáneos contra objetivos civiles con gran carga simbólica (cementerio judío, Casa de España…)– ejecutados por terroristas suicidas que buscaban infligir el mayor daño posible. La traumática toma de conciencia de la amenaza del terrorismo islamista fue vivida por la Monarquía marroquí como un ataque directo a su legitimidad religiosa y provocó una dura respuesta hacia el islamismo marroquí no violento –Justicia y Caridad, y también contra el legalizado Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD), que había mostrado disponer de un amplio respaldo social en las elecciones legislativas de septiembre de 2002–. La rápida aprobación por unanimidad de una ley antiterrorista que hasta entonces suscitaba amplias reservas fue acompañada por la intensificación de la represión no sólo contra militantes islamistas –forzando una participación autolimitada del PJD en las elecciones municipales de septiembre de 2003–, sino también contra periodistas y activistas de los derechos humanos. Todo ello contribuyó a deteriorar la imagen de apertura que había intentado proyectar Mohamed VI desde su ascenso al trono en 1999. La reforma del Código de Estatuto Personal mejorando la situación de la mujer, así como la supresión del tribunal de excepción y la creación de la instancia “Equidad y Reconciliación”, encargada de indemnizar a los afectados por los “años de plomo” del reinado de Hassan II, son las últimas medidas con las que el régimen marroquí intenta contrarrestar una imagen deteriorada por el retroceso de las libertades, tal y como entre otros señalaba el último informe del Departamento de Estado norteamericano sobre la situación de los derechos humanos en Marruecos.
El análisis del Gobierno español sobre los atentados de Casablanca tendió a minimizar el hecho de que uno de los objetivos fuera la Casa de España, descartando cualquier relación con la presencia de tropas españolas en Irak y priorizando la hipótesis de que se trataba de un ataque contra un lugar frecuentado por la clase media marroquí en el que se servía alcohol. Los recientes atentados de Madrid confirman que el mensaje no fue bien descodificado y que las medidas adoptadas en materia de seguridad no fueron suficientes ante la transformación de España en objetivo de al-Qaeda tal y como subrayaban informes como el elaborado por la Guardia Civil en junio de 2003. La cooperación entre los servicios de seguridad no funcionó adecuadamente y las alertas sobre la peligrosidad de Jamal Zougham, al que las investigaciones señalan como uno de los presuntos autores materiales de la matanza, no fueron tomadas en consideración por las autoridades españolas. La existencia de una rama marroquí dentro de al-Qaeda, con capacidad de reclutamiento en diferentes capas sociales –tanto en los bidonvilles pauperizados de las grandes ciudades, como el de Sidi Mumen en Casablanca, o el de Beni Makada en Tánger, o entre los colectivos inmigrantes asentados en Europa– obliga no sólo a reforzar la cooperación en materia de seguridad, cuya fluidez seguramente se vio afectada por el clima de desconfianza mutuo existente entre los servicios de ambos países tras la crisis del islote Perejil, sino también a realizar una reflexión en profundidad sobre la política española hacia Marruecos reconstruyendo unas relaciones hipotecadas por la espiral de interdependencias negativas que desencadenó en la primavera de 2001 el rechazo de Marruecos a renovar el acuerdo pesquero con la Unión Europea.
Nuevas bases para las relaciones con Marruecos
La victoria electoral del PSOE el 14 de marzo puede contribuir a establecer sobre nuevas bases las relaciones con Marruecos en la medida en que los cambios en política exterior del nuevo Gobierno afectarán no sólo a la política hacia Irak o al proceso de construcción europeo, sino también a las relaciones con el Magreb, en donde el Gobierno de José María Aznar ha mantenido la prioridad mediterránea en el ámbito multilateral pero ha dejado de privilegiar en el plano bilateral a Marruecos en beneficio de Argelia. La reconstrucción de unas “relaciones saneadas con Marruecos” aparecía recogida como uno de los puntos del programa electoral del PSOE con el que contrarrestar lo que era calificado como “una notable falta de sensibilidad y capacidad de entendimiento” del Gobierno del PP en sus relaciones con Marruecos. La victoria del PSOE puede ayudar a restablecer la confianza perdida en los últimos años, abandonando la tesis sostenida por José María Aznar en el Foro Formentor de que las relaciones con Marruecos eran más importantes para Rabat que para Madrid. En Rabat se recuerda el viaje de José Luis Rodríguez Zapatero en diciembre de 2001 para intentar desbloquear la crisis causada por la inesperada retirada del embajador marroquí en España dos meses antes, en un momento en el que el Gobierno español se resistía a aceptar la existencia oficial de una crisis alimentada durante el verano con el cruce de reproches mutuos sobre el control de la inmigración ilegal. La utilización de este viaje –o el que realizó a Tánger Felipe González algunas semanas después– como arma arrojadiza para deslegitimar al adversario político con argumentos de corte patriótico contribuyó a debilitar el necesario consenso que debe prevalecer en una política de Estado hacia Marruecos, alejada de disputas partidistas, y vital para los intereses de España. No es por ello extraño que la victoria electoral del PSOE haya sido bien acogida en Marruecos y que, como prueba de ello, la agencia oficial de noticias marroquí (MAP) haya publicado el texto íntegro del telegrama de felicitación remitido por Mohamed VI a José Luis Rodríguez Zapatero, quien ha reiterado su voluntad de respetar la tradición de sus predecesores realizando su primer viaje al exterior como presidente del Gobierno a Marruecos. El previsible nombramiento como ministro de Asuntos Exteriores de Miguel Ángel Moratinos, un diplomático de reconocido prestigio y con una participación activa en el diseño y conceptualización de la política global de España hacia el Magreb, puesta en marcha durante los años ochenta, puede contribuir de manera eficaz al establecimiento de un nuevo clima en las relaciones bilaterales desde el que afrontar una agenda bilateral compleja en la que, junto a cuestiones recurrentes como la del Sáhara Occidental, Ceuta y Melilla o la indefinición de los espacios marítimos, han emergido dosieres como la inmigración, o más recientemente el terrorismo, vinculados a la globalización y alimentados, sin duda, por el espectacular diferencial de prosperidad existente entre las dos orillas del Estrecho de Gibraltar.
La prolongada crisis bilateral de los últimos años, que alcanzó su punto álgido con la ocupación marroquí del islote Perejil, debería ir acompañada de una meditada reflexión sobre lo ocurrido que permita extraer lecciones para el futuro. El “colchón de intereses” tejido a partir de los años noventa como instrumento preventivo ante la conflictividad cíclica que caracterizaba las relaciones bilaterales no fue lo suficientemente fuerte como para amortiguar y encapsular una crisis, inicialmente vinculada a la pesca, pero que acabó contaminando el conjunto de las relaciones (inmigración, Sáhara Occidental, delimitación de aguas territoriales, etc.) y que culminó con el recurso, por parte de Marruecos, a la política del hecho consumado y con la utilización de la fuerza, por parte española, en la disputa sobre la soberanía del islote Perejil. Únicamente los intercambios comerciales se mantuvieron al margen de una crisis global que mostró la fragilidad de las relaciones entre las sociedades civiles de ambos países y el fracaso de los mecanismos de diálogo político previstos en el Tratado de Amistad y Buena Vecindad de 1991, cuando la desconfianza recíproca se apodera de los máximos responsables de la acción exterior. La presencia de temas tabúes en la agenda bilateral –como las reivindicaciones territoriales marroquíes– favorece su uso por parte de Marruecos como elemento de presión al que recurrir en contextos de crisis, como demostró la ocupación marroquí del islote Perejil, introduciendo un elemento de inestabilidad potencial en las relaciones. La crisis de Perejil alimentó además la desconfianza hacia Francia como socio en la región e impulsó el estrechamiento de relaciones con Argelia como penalización a Marruecos. Algunos quisieron ver en la génesis de la crisis hispano-marroquí la “mano negra” de París, idea que se vio reforzada cuando Francia bloqueó un comunicado de apoyo a España en el seno de la Unión Europea durante dicha crisis. Aquella actuación fue uno de los argumentos invocados por los defensores del viraje atlantista del Gobierno de José María Aznar, al considerar que la mediación de Colin Powell en la solución a la crisis demostraba cómo la defensa de los intereses españoles en el Norte de África, ante un hipotético conflicto con Marruecos, pasaba por el estrechamiento de los lazos con Estados Unidos, en un momento en el que Washington retornaba al Magreb donde aspiraba a crear una zona de libre comercio en el marco de lo que tras la guerra de Irak ha sido presentado como el proyecto del Gran Oriente Medio con el que la diplomacia norteamericana aspira a reformar la región.
El nuevo Gobierno socialista deberá afrontar cuestiones como el conflicto del Sáhara Occidental que no sólo interfieren en la política magrebí de España desde hace tres décadas, sino también en cualquier avance en los proyectos de integración horizontal en la región magrebí. El enquistamiento del problema, pese a los reiterados esfuerzos de James Baker, alimenta un foco de inestabilidad en la región de imprevisibles consecuencias, que exige una implicación más activa de la diplomacia española en la búsqueda de una solución a un conflicto en cuya génesis participó.
El acercamiento del nuevo Gobierno socialista al eje franco-alemán en el seno de la Unión Europea irá acompañado, previsiblemente, de una mayor coordinación diplomática con Francia en las relaciones hacia el Mediterráneo, equilibrando la orientación atlantista de la política exterior española. Este reequilibrio, sin embargo, no podrá obviar la creciente presencia de Estados Unidos en el Magreb y exigirá una mayor concertación con Washington en temas como la lucha contra el terrorismo, la solución al conflicto del Sáhara Occidental o los procesos de integración regional.
El retorno del nuevo Gobierno a posiciones más europeístas debería ir acompañado no sólo del impulso crítico al renqueante Proceso de Barcelona aprovechando imaginativamente las oportunidades que proporciona la Nueva Política de Vecindad de la Unión Europea con la que Bruselas quiere afrontar los nuevos retos exteriores de una Europa a 25, sino también de la potenciación de otros foros de diálogo existentes en la región (5+5, Forum Mediterráneo, etc.), así como del apoyo decidido a las iniciativas de integración subregional como la Unión del Magreb Árabe o el proceso de Agadir. En este marco, la prioridad no puede quedar reducida a la creación de una zona de libre comercio con consecuencias sociales inciertas, sino que necesariamente debe ir acompañado del apoyo decidido a los procesos de apertura y cambio político evitando que el argumento de la lucha contra el terrorismo se transforme en una coartada susceptible de ser invocada por algunos regímenes para aplazar las reformas democratizadoras sobre las que debe asentarse el proyecto de Partenariado Estratégico entre la Unión Europea, el Mediterráneo y Oriente Medio al que la diplomacia española debería contribuir de forma activa.
Conclusión: Los atentados del 11 de marzo confirman la necesidad de que el nuevo Gobierno socialista consolide el proceso de normalización en las relaciones con Marruecos iniciado en los últimos meses, restableciendo el consenso sobre el carácter prioritario que, para España, deben tener las relaciones con Marruecos por encima de crisis coyunturales de mayor o menor duración, en el marco de una política global hacia el Magreb que no implique desandar el camino recorrido en los últimos años con Argelia.
El creciente peso de las cuestiones migratorias y de seguridad en una agenda bilateral compleja, sobre la que continúan interfiriendo cuestiones con una dimensión magrebí como la del Sáhara Occidental, no puede ir desligado de una reflexión en profundidad sobre el Marruecos por el que España quiere apostar. A España le interesa un Marruecos democrático, próspero y estable en el marco de un Magreb integrado horizontalmente, objetivo hacia el que la diplomacia española debe orientar sus esfuerzos activos tanto en el plano bilateral –revisando críticamente lo realizado hasta ahora– como en el multilateral, vinculando los intereses españoles con los retos globales del sur de Europa y el resto de la región mediterránea.
El asentamiento en España de una importante comunidad inmigrante marroquí ha dotado a las relaciones bilaterales de una dimensión humana de la que hasta hace poco carecía. La presunta implicación de ciudadanos marroquíes en los atentados del 11 de marzo muestra cómo hasta ahora el énfasis ha sido puesto en el control de los flujos, descuidándose las políticas de integración, así como las vías e instrumentos con los que fomentar un mayor conocimiento de Marruecos y de los marroquíes en España, necesarios para prevenir tanto eventuales brotes xenófobos como la utilización de España como plataforma para acciones de grupos terroristas transnacionales en los que un sector marginal de la inmigración marroquí pudiera desempeñar un puesto clave.
Miguel Hernando de Larramendi
Profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha e investigador del Taller de Estudios Internacionales Mediterráneos (TEIM)