Tema: Este análisis examina las repercusiones de la victoria socialista en las elecciones generales del 14 de marzo sobre la política exterior de España y los principales problemas que tendrá que enfrentar la nueva Administración a la hora de llevar a la práctica su programa electoral en materia de política exterior.
Resumen: El nuevo Gobierno socialista ha anunciado su intención de llevar a cabo y consolidar cambios fundamentales en prácticamente todos los temas y ámbitos de actuación de la política exterior española. En cuanto a las relaciones con EEUU, se adivina un cambio radical en cuanto al apoyo prestado a la nueva agenda de seguridad promovida por la Administración Bush y, más concretamente, en cuanto a la cuestión iraquí. En lo que respecta al ámbito europeo, el PSOE ya ha enviado a sus socios europeos señales muy visibles de que desea desbloquear las negociaciones en torno a la Constitución Europea. Finalmente, además de situar bajo un nuevo prisma las relaciones con Iberoamérica y el Mediterráneo, los socialistas se proponen también imprimir un notable giro multilateral a las posiciones que España ha venido defendiendo hasta la fecha en el ámbito de la gobernanza global. Combinados, estos cambios supondrán un giro de prácticamente 180 grados respecto a la política exterior seguida por los Gobiernos del Partido Popular. En ninguno de estos ámbitos será fácil recorrer el camino que lleva desde la herencia recibida del Partido Popular al futuro prometido por el Partido Socialista. Sin embargo, es en la cuestión iraquí y en lo que concierne al desbloqueo de la Constitución europea donde, a pesar de ser los principios bastante claros, las opciones son más problemáticas y, a la vez, las decisiones más urgentes. De cómo gestione el próximo Gobierno estos dos temas en los próximos meses dependerá sin duda el crédito internacional del nuevo Gobierno en los próximos años.
Análisis
Gestionar un legado y cumplir una promesa
Los trágicos acontecimientos del 11 de marzo, combinados con la victoria contra pronóstico del PSOE en las elecciones del 14 de marzo y la subsiguiente confirmación de la promesa electoral de retirada de las tropas de Irak formulada por José Luis Rodríguez Zapatero han situado a nuestro país en el centro de la atención mundial. Se ha afirmado estos días que salvo la Guerra Civil, ningún acontecimiento de la historia reciente de España ha concitado tanto interés en la opinión pública y los medios de comunicación mundiales. Lo cierto es que, además de la extensa e intensa cobertura informativa recibida por los atentados, es difícil encontrar un precedente en cuanto al número de editoriales dedicados por la prensa mundial a discutir lo acertado o erróneo de las primeras declaraciones del ganador de las elecciones en relación con la retirada de las tropas españolas de Irak y, por descontado, a los epítetos y comparaciones utilizados por editorialistas y columnistas para referirse a un anuncio de política exterior formulado desde España. En particular, la referencia política y emocional a los años treinta (véanse las críticas al “nuevo espíritu de Munich”, las acusaciones a Zapatero de ser el nuevo Chamberlain o la descripción de la posición española como “apaciguamiento”) ha sido evidente en medios conservadores como el británico The Times, el norteamericano Wall Street Journal e incluso los alemanes Süddeutsche Zeitung o Die Welt; epítetos que a su vez han sido contestados con notable vehemencia por el New York Times, el Washington Post, el Financial Times, The Economist o Le Monde. Así, en el año que ha ido de la reunión de las Azores a la matanza del 11-M, España ha recorrido un camino internacional de una visibilidad inédita en nuestra historia contemporánea.
Ciertamente, con los ojos del mundo puestos en España por los atentados del 11-M, el anuncio del PSOE de que retiraría las tropas de Irak el 30 de junio de no mediar un cambio amparado por las Naciones Unidas en el estatuto de las fuerzas ocupantes, ha provocado un seísmo internacional cuyas consecuencias políticas afectan no sólo a la brecha transatlántica, que vuelve a ser puesta de manifiesto con toda su crudeza a pesar de los intentos vistos en los últimos meses de maquillar las diferencias del pasado y, eufemísticamente, “mirar al futuro” (véase la reciente escenificación de dicha reconciliación entre unos sonrientes Bush y Schröder), sino también a la política interna estadounidense y británica, al situar las primeras declaraciones de Zapatero acerca de las “mentiras de la guerra” a Bush y a Blair en una posición notablemente incómoda cara a sus opiniones públicas. La portada del The Economist, con un Aznar tachado de la baraja y con el titular, “One down, three to go?” no puede ser más reveladora de la lectura internacional que se ha hecho de la victoria de Zapatero y, si cabe, del dramatismo de la derrota de Aznar, cuyos éxitos merecían a su vez la portada del semanario Newsweek una semana antes de las elecciones.
En consecuencia, no es difícil prever que la primera y más importante tarea del nuevo Gobierno socialista será explicar, primero, y gestionar, después, la promesa llevada a cabo antes de los atentados y reiterada después con particular énfasis por Rodríguez Zapatero. Sin duda, lo primero será explicar por activa y por pasiva que la promesa de retirada de Irak es anterior a los atentados del 11 de marzo y que, en consecuencia, los atentados nada tienen que ver con ella sino que se deben a la oposición a una guerra desencadenada bajo supuestos notoriamente falsos (la existencia de armas de destrucción masiva y la relación entre Irak y el terrorismo internacional). Obviamente, el problema es que los destinatarios de estas explicaciones, especialmente en EEUU y el Reino Unido, pero también en otros países europeos, aún cuando acepten que los atentados y la promesa de retirada no guardan relación de causa-efecto, presionarán de forma muy intensa al Gobierno para que establezca de hecho una relación causa-efecto entre los atentados y la retirada de dicha promesa.
Por tanto, la segunda tarea del Gobierno será rebatir los argumentos de quienes, como el propio candidato demócrata, John Kerry, o incluso el Ministro de Defensa alemán, Peter Struck, sostengan que los atentados impiden el cumplimiento de dicha promesa y aboguen activa y públicamente por el mantenimiento de las tropas, independientemente del papel que juegue Naciones Unidas. Sin embargo, parece razonable suponer que dentro del PSOE se tendrá una clara conciencia de que obviar o contradecir abiertamente dicha promesa situaría toda la legislatura bajo el síndrome del referéndum de la OTAN de 1986, además de forzar a Rodríguez Zapatero a hacer exactamente aquello que más ha criticado: gobernar la política exterior con la opinión pública en contra.
En consecuencia, la promesa realizada por Zapatero sólo tiene dos caminos: cumplir a rajatabla y sin más la primera parte y retirarse el 30 de junio o, por el contrario, poner todos los medios para que se cumpla la segunda parte (la referente el mandato de Naciones Unidas) y permanecer en Irak más allá de dicha fecha. Como se argumenta a continuación, las dos opciones presentan problemas dignos de mención.
Respecto a la primera opción, el punto de partida obvio lo constituye el reconocimiento de que aunque el electorado ya haya sancionado negativamente al Partido Popular por las decisiones tomadas respeto a Irak, la responsabilidad de dichas decisiones subsiste y alcanza a todos los españoles, por muy activamente que se opusieran a la guerra y, en particular al Gobierno socialista, obligado a responsabilizarse de la gestión de un incómodo legado del cual no es responsable. Por tanto, aunque militarmente nuestra retirada no tenga un impacto significativo, nuestra corresponsabilidad en la posguerra iraquí es tan obvia como nuestra corresponsabilidad en la guerra. En este sentido, una lección más amplia de esta guerra quizá sea la de que una democracia moderna no puede limitar el control del Gobierno en materias de política exterior a la mera sanción retrospectiva por parte de los electores de los errores de la acción de gobierno. Dado que la responsabilidad en materias de política exterior no se agota con el cambio de ciclo electoral, cabría emprender el estudio de los modos y maneras por las cuales decisiones colectivas tan importantes y con consecuencias tan amplias como la participación en conflictos bélicos estuvieran sujetas a un mayor control político y de legalidad por parte del Parlamento, tanto desde el punto de vista de nuestro ordenamiento constitucional como de la legalidad internacional.
En cualquier caso, a causa de los atentados del 11-M, parece evidente que una eventual retirada de Irak no puede dar imagen de irresponsabilidad o aislacionismo, sino de madurez y compromiso con un orden internacional distinto al ejemplificado por la coalición que llevó la guerra a Irak. En consecuencia, una eventual retirada de España debe ser diseñada como un paso más en una estrategia de pacificación, soberanía y democracia para Irak, no como un eslabón más hacia el caos, el protectorado perpetuo y la guerra civil. A su vez, la retirada de Irak debería plantearse como parte de una estrategia que busque, como consecuencia de los atentados del 11-M, volver a situar la lucha contra el terrorismo internacional en el centro de la agenda internacional ya que parece indudable que la guerra de Irak ha debilitado, y no reforzado, la lucha contra la verdadera amenaza: el terrorismo internacional. Por tanto, aunque quizá esta fuera la opción más fácil, la vuelta de las tropas no debería ser planteada como un asunto interno español, ni su impacto internacional minimizado, sino realzado. Inevitablemente, haciendo virtud de la necesidad, la retirada deberá ser planteada como una medida consecuente con una determinada política para Irak, a la que, además, el Gobierno socialista debería invitar a sumarse, cuando menos, a los otros países europeos con tropas en Irak. Obviamente, asumir este papel de liderazgo no es fácil ni cómodo y desatará tensiones notables con Gobiernos como el italiano y el polaco; sin embargo, parece ineludible.
La segunda opción consiste en apostar decididamente por la presencia de nuestras tropas y poner todos los medios para que la segunda parte de la promesa (que la posguerra iraquí sea gestionada conjuntamente entre la ONU y los propios iraquíes) se haga realidad. Esta opción tampoco es fácil: primero, porque es probable que aunque el nuevo Gobierno activara todos los resortes de su diplomacia para lograr dicho objetivo, el resultado no fuera visible el 30 de junio, entrándose entonces en un complicado discurso de justificación de plazos, dilaciones y condiciones cara a la opinión pública española que muchos verían como un incumplimiento de la promesa realizada por José Luis Rodríguez Zapatero. Por otra parte, el Gobierno podría ser la primera interesada en que esta condición no se cumpliera, ya que entonces las tropas no sólo tendrían que permanecer indefinidamente, sino probablemente elevar nuestra presencia y compromisos en todas las esferas, con los riesgos de seguridad subsiguientes para nuestras tropas.
En realidad, para que la opinión pública española considerara realmente satisfecha esta condición eximente de la promesa del regreso de las tropas sería necesario que los gobiernos europeos que, como los socialistas españoles, más se opusieron a la guerra, consideraran el nuevo mandato de la ONU lo suficientemente adecuado como para comprometer en la posguerra iraquí las tropas y los recursos que hasta ahora habían venido negando. Quedarse en Irak, pero reclamar el mérito de haber llevado la ONU a Irak, es decir a Francia y Alemania, podría ser desde luego un escenario muy satisfactorio para el Gobierno socialista, ya que, además, permitiría a España liderar la recomposición de las relaciones transatlánticas. Sin embargo, es posible que franceses y alemanes desaconsejen vivamente a los españoles que les lleven al Irak al que nunca quisieron ir para arreglar los platos rotos de una intervención militar que nunca apoyaron. Por tanto, este segundo escenario está plagado de riesgos y dificultades.
Como se observa, los dos caminos son difíciles y requieren, indistintamente, notables dotes de liderazgo. En ambos casos, además, para no ser interpretada como un abandono de España de la esfera internacional, la política exterior del Gobierno socialista debería ser acompañada de medidas muy vigorosas de refuerzo de la cooperación internacional, especialmente en el ámbito europeo, en la lucha contra el terrorismo y, también, de una mano tendida a EEUU para sentarse a examinar juntos en qué consiste realmente tanto la amenaza terrorista mundial como la proliferación de armas de destrucción masiva y cómo contrarrestarlas coordinadamente.
Cortar el nudo de la Constitución
Después de la cuestión iraquí, es sin duda en el ámbito europeo en el que más expectativas de cambio de posición ha despertado la victoria electoral de los socialistas españoles, permitiendo a muchos contemplar con esperanza un rápido desbloqueo de las negociaciones en torno a la Constitución Europea, en suspenso desde el fracaso del Consejo de Bruselas de diciembre pasado. Aunque es evidente que el efecto de la victoria electoral socialista sólo podrá ser valorado en el medio plazo, hay una cuestión inmediata sobre la cual el próximo Gobierno tendrá que pronunciarse de manera inmediata: el reparto de poder en la Unión ampliada y, más particularmente, el poder de España en el Consejo de Ministros.
Como se sabe, la disputa entre los que, como España y Polonia, han venido abogando por el mantenimiento del sistema de asignación de votos pactado en Niza en diciembre del 2000 y los que, fundamentalmente Francia y Alemania, con el apoyo tácito del Reino Unido e Italia, han abogado por el principio de la doble mayoría (según el cual, las decisiones en el Consejo de Ministros se adoptarán siempre teniendo en cuenta una doble mayoría de Estados y población), ha quedado convertida en el verdadero nudo gordiano de la Constitución.
Ciertamente, el problema de la UE no es inédito desde el punto de vista de la representación territorial. Sin embargo, los alemanes, que defienden la proporcionalidad pura para el Consejo de Ministros, no la practican en casa: en el Bundesrat, Bremen, con sólo 662.000 habitantes, tiene sólo la mitad de votos (tres) que Renania-Westfalia, que con 18 millones de habitantes sólo dispone de seis votos. En realidad, ni siquiera el Parlamento Europeo, que sólo representa a la población, aplica la proporcionalidad pura: Alemania, con el 17% de la población, sólo tiene el 13.5% de los eurodiputados, mientras que España, con el 8% de la población, tiene un 6% de los escaños (lo que hace que el margen de reajuste disponible para los 50 escaños españoles sea realmente estrecho).
Aunque los argumentos detallados a favor y en contra de la doble mayoría no puede ser reproducidos aquí en todo detalle (véase ARI 121/2003 y 292/2003), el problema esencial de dicho sistema es que, aunque en abstracto, la doble mayoría es más transparente, eficaz y equitativa que cualquiera de los sistemas alternativos barajados (y especialmente, el sistema alcanzado en Niza), cuando se aplica a la Unión Europea, puede producir una transferencia de poder sustantiva hacia los países más grandes en detrimento de todos los demás y, especialmente, de los medianos.
El origen de este problema reside en la heterogeneidad fundamental de la población de los Estados miembros, hecho que debe constituir el punto de partida de cualquier análisis. En una Unión Europea con veintisiete miembros, los seis Estados más grandes (Alemania, Reino Unido, Francia, Italia, España y Polonia) suman el 75% de la población, mientras que los veintiuno restantes suman sólo el 25% de la población. En este contexto, la doble mayoría implica que los Estados grandes, aunque no pueden imponer sus decisiones a los demás, ya que se necesitan catorce Estados para aprobar una medida, sí que tienen el poder de bloquear cualquier medida que consideren contraria a sus intereses. En principio, esto significa un directorio de los grandes, pero en un modo benigno y sujeto a reglas del juego transparentes, equitativas, democráticas y legítimas. No obstante, la cuota de poder exacta de los grandes depende de dónde se sitúen los umbrales de las dos mayorías (en la mayoría simple, en los dos quintos, en los dos tercios, en los tres cuartos, etc.). De forma resumida: cuanto más alto sea el umbral población (60% o 70%), más poder de bloqueo tendrán los Estados más grandes y viceversa; igualmente, cuanto más alto sea el umbral referido a los Estados (60% o 70%), más elevado será el poder de los Estados más pequeños. Por tanto, la aplicación del principio de doble mayoría a una realidad de heterogeneidad en cuanto a la población, combinada con una fijación de umbrales de población por encima del 50% puede tener efectos paradójicos desde el punto de vista de la eficacia, la legitimidad y equidad que la doble mayoría supuestamente garantizaría (por ejemplo: una combinación de umbrales de 50-83 convertiría el principio de la doble mayoría en un derecho de veto automático y perpetuo para Alemania).
En consecuencia, el problema fundamental que plantea el sistema de la doble mayoría es que un mismo principio permite resultados muy dispares. Por esta razón, aceptar el principio de la doble mayoría sólo supone un primer paso en la negociación ya que, a continuación, cada Estado intentará buscar la combinación de umbrales que más beneficie su posición. En este sentido, no cabe llamarse a engaño: la justificación de la propuesta que Giscard d’Estaing puso encima de la mesa y que hoy es objeto de debate (mayoría de Estados y tres quintos de la población, coloquialmente conocida como “50-60”) no es normativa sino fundamentalmente práctica, ya que dichos umbrales son el resultado de un exhaustivo análisis del Ministerio de Finanzas francés que concluyó que eran los más que favorecían la posición concreta de Francia.
En el caso de España, la posición sostenida hasta la fecha por el Gobierno del Partido Popular ha sido la de rechazar el principio de la doble mayoría en sí mismo, por juzgarlo contrario a los acuerdos alcanzados en Niza, que beneficiaban sustancialmente a España, y ajeno a la historia y razón de ser del Consejo de Ministros, que tradicionalmente ha asignado los votos de forma ponderada, no proporcionalmente a la población. En esta materia, el debate en España ha sido bastante pobre y los argumentos notablemente ad hoc, cuando no abiertamente incorrectos. Por ejemplo, el Gobierno saliente ha criticado ferozmente el principio de representación proporcional en el que se basa el principio de la doble mayoría y, a su vez, la oposición ha criticado el hecho de que Niza otorgara un poder desproporcionado a España. En realidad, el problema debe partir de otro diagnóstico: en Niza, España fue el único país grande que obtuvo una asignación de los votos en el Consejo proporcional a su población, mientras que los demás grandes quedaron muy lejos de dicha proporcionalidad, planteándose ahora recuperarla con el sistema de la doble mayoría.
¿Qué hará el nuevo Gobierno? En la oposición, aunque el PSOE criticara la obsesión del Gobierno de Aznar con las minorías de bloqueo, la pérdida de influencia real en Europa y las cesiones en el número de eurodiputados que España aceptó en Niza, la posición de José Luis Rodríguez Zapatero consistió en apoyar al Gobierno para que consiguiera una fórmula que mantuviera el poder relativo de España. Días después de haber ganado las elecciones, el futuro Presidente del Gobierno, a pesar de mostrar su convencimiento de que la Constitución se desbloqueará inmediatamente después de su llegada al poder, ha mantenido la ambigüedad en torno a qué sistema o fórmula concreta se defenderá. Obviamente, aunque la prudencia y la ambigüedad deban mantenerse hasta que las negociaciones reales den comienzo, las declaraciones del señalado como futuro Ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, en el sentido de que España no necesita el poder de Niza, apuntan a la aceptación por España del principio de la doble mayoría. La pregunta es entonces en qué umbral se defienden mejor los intereses de España, cuestión que merece algo de reflexión ya que, hasta la fecha, la negación del principio de la doble mayoría y la defensa de Niza han impedido tratar adecuadamente esta cuestión.
Parece evidente que, a la hora de discutir sobre porcentajes, España debe plantearse muy seriamente qué umbrales quiere para sí y, a la vez, qué umbrales desea para la Unión Europea en su conjunto. Y aquí es donde se detecta la contradicción fundamental: las propuestas lanzadas en noviembre pasado en el sentido de elevar el umbral de población de los tres quintos (60%) a los dos tercios (66.6%) ciertamente tenían como objetivo elevar el poder de bloqueo de España, pero también tenían como efecto colateral el aumentar subsidiariamente el poder de bloqueo de Francia y Alemania. En realidad, dado que Francia y Alemania suman casi el 30% de la población en la UE a 27, resulta fácil entender que el sistema de la doble mayoría, combinado con un umbral de población alto, abre un riesgo real de que el directorio benigno de los grandes de paso a un directorio franco-alemán de facto en la Unión ampliada (entiéndase que, incluso con un umbral del 60% de población, Francia y Alemania habrían conseguido el 75% del poder de bloqueo necesario antes incluso de que comenzaran las negociaciones).
Por tanto, admitir el principio de la doble mayoría es sólo el comienzo de un problema, no el final. Si España va a aceptar la proporcionalidad estricta, por lo menos debería plantearse, al menos como hipótesis, rescatar la propuesta original de doble mayoría simple (51-51) que la Comisión Europea llevó a Niza en el 2000 y que el Partido de los Socialistas Europeos (PSE) ha venido apoyando. En efecto, todos los estudios demuestran la doble mayoría simple es la más equitativa (ya que no premia a los grandes con poder adicional al de su población), la más eficaz (por cuanto iguala los requisitos para formar coaliciones ganadoras y minorías de bloqueo) y, finalmente, la que mejores resultados podría tener desde el punto de vista de la integración europea (ya que refuerza al Parlamento y a la Comisión Europea). Alternativamente, el vértigo mayoritario que provoca la doble mayoría simple en los gobiernos de los países grandes podría ser compensado con una fórmula de doble mayoría en tres quintos (el “60-60 “), cuya virtud es que mantiene el poder del Consejo frente a las otras instituciones, pero sin reforzar tanto a los grandes y, a la vez, concediendo algo más de poder a los pequeños a la hora de formar coaliciones.
Alternativa o complementariamente, dados los problemas que plantea la determinación de la población de cada país miembro que debería ser contabilizada (¿deberíamos utilizar los censos de población, los padrones municipales, los censos electorales?, ¿contaríamos a inmigrantes sin derecho a voto, a residentes de otros países?, ¿menores de edad?), España podría argumentar en pro de la necesidad de buscar una fórmula de asignación de votos en el Consejo que, al estilo de lo que se hace en el Parlamento Europeo, respetara el criterio de la doble mayoría, pero introdujera cierta corrección a la proporcionalidad pura a la hora de asignar los votos efectivos de cada Estado en referencia a la población.
Obviamente, cualquier opción supone decidir primero qué tipo de Unión Europea se quiere promover y qué papel debe jugar en España dentro de ella. Quizás es el momento ahora para un debate público ausente hasta la fecha: aunque el tiempo disponible es sin duda escaso, las Cortes Generales podrían debatir con cierta profundidad por primera vez dicha cuestión. En cualquier caso, el reto para el nuevo Gobierno, pero también para sus socios en la Unión, es hacer compatible los intereses de la Unión Europea en su conjunto con los de España en particular; este es el sentido último del proceso de integración europeo y lo que permitirá a España mantener una posición negociadora justa en pro del interés común y a la vez firme en la defensa de los intereses particulares de España.
Conclusiones: El legado de la guerra de Irak y el desbloqueo de las negociaciones sobre la Constitución europea son los principales problemas que tendrá que afrontar la nueva Administración socialista a la hora de llevar a la práctica su programa electoral en materia de política exterior.
Sea cual sea la decisión última del nuevo gobierno en relación con la continuidad de la presencia española en Irak, se deberían tomar medidas muy vigorosas de refuerzo de la cooperación internacional, especialmente en el ámbito europeo, en la lucha contra el terrorismo. Asimismo, sería necesario tender una mano a EEUU para examinar en qué consiste realmente tanto la amenaza terrorista mundial como la proliferación de armas de destrucción masiva y cómo contrarrestarlas coordinadamente.
El próximo Gobierno también tendrá que definirse en cuanto al reparto de poder en la Unión ampliada y, más particularmente, en cuanto al poder de España en el Consejo de Ministros. El reto para el nuevo Gobierno es hacer compatible los intereses de la Unión Europea en su conjunto con los de España en particular; este es el sentido último del proceso de integración europeo y lo que permitirá a España mantener una posición negociadora justa en pro del interés común y a la vez firme en la defensa de los intereses particulares de España.
José Ignacio Torreblanca
Departamento de Ciencia Política y Administración, UNED