Ver también versión en inglés: The Brazilian elections
Tema
Las próximas elecciones brasileñas se dan en el contexto de una fuerte crisis política y económica y cuestionan por primera vez que la segunda vuelta se sustancie en el clásico enfrentamiento entre el Partido de los Trabajadores (PT) y el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB).
Resumen
Con la ex presidente Dilma Rousseff fuera del gobierno por un impeachment polémico y Luiz Inácio “Lula” da Silva en la cárcel después de ser un objetivo prioritario de la Operação Lava Jato, el futuro electoral del Partido de los Trabajadores (PT), al igual que el del conjunto de la política brasileña, es incierto, especialmente de cara a las elecciones presidenciales del próximo octubre. Antes de ser inhabilitado, Lula lideraba las encuestas electorales, a lo que se le sumaba el hecho de que el actual presidente Michel Temer era rechazado por más del 80% de los ciudadanos brasileños y que las cifras de paro alcanzan el 13% de la población. Todo esto indica que el próximo paso por las urnas en Brasil no será trivial. Algunos, incluso, llegan a denominar estas elecciones como las de la “civilización contra la barbarie”, o sea, los partidos y candidatos tradicionales democráticos por un lado y la extrema derecha autoritaria por otro, representada por el candidato Jair Bolsonaro –un auténtico antidemócrata–.
Análisis
Un contexto turbulento
Si en algo coinciden los análisis políticos en Brasil es que estas elecciones serán históricas. Los brasileños van a las urnas dos años después de un impeachment muy polémico contra la ex presidente Dilma Rousseff. Calificado por muchos como “golpe jurídico-parlamentario”, supuso una ruptura política dramática y un grave trauma social, fragilizando el orden democrático previo y acelerando los procesos de descomposición política y de pérdida de confianza en las estructuras representativas.
El ex presidente Luiz Inácio “Lula” da Silva, el más conocido de la historia de Brasil, el mismo que llegó a gobernar con una popularidad récord del 87% en 2010, está en la cárcel de la Policía Federal en Curitiba desde abril de 2018. Preso, pero, paradójicamente, comandando la estrategia electoral petista desde la prisión. Si bien está preso e incapacitado para presentarse como candidato, mantiene un 39% de intención del voto. En contraste, Michel Temer, con una popularidad de menos del 4%, es el presidente que provoca más rechazo en la historia de la redemocratización brasileña.
Temer perdió el apoyo del mercado ante el fracaso de su gestión. Su grupo político más próximo, el Movimiento Democrático Brasileño (MDB), también está enfangado en graves escándalos de corrupción. Sus líderes se comportan más como caciques dueños de Brasilia que como representantes de la ciudadanía. Tampoco debe olvidarse que el Brasil post Lava Jato hereda un fuerte sentimiento antipolítico y una sociedad escindida y polarizada. Por un lado, están los que piensan que la operación anticorrupción es una persecución política hacia el Partido de los Trabajadores (PT), que atropella el Estado de derecho y las garantías de los acusados. Por otro, están los que loan a la Operação Lava Jato porque argumentan que el poder político es corrupto y la cárcel es la única forma de acabar con esta plaga.
Lo cierto es que esta reciente lucha contra la corrupción, en su versión “Lavajatista”, se está dando por un poder judicial políticamente militante, que no respeta el equilibrio de poderes y cae en la táctica de la justicia populista del espectáculo. Es una rutina judicial teatralizada que parece mucho más preocupada por la opinión pública, por ganar primeras páginas de prensa, por la lógica de la audiencia y del marketing, que por la cautela e imparcialidad que deberían guiarla. Consecuencia de esta “hiperespectacularización” judicial, que ya venía gestándose durante el escándalo del Mensalão en 2005, y del papel de la prensa como tribunal, es el aumento de la certeza entre la población de que todos los políticos son corruptos. La asociación directa entre política y corrupción favorece posturas políticas autoritarias y antidemocráticas, presentadas como antisistémicas o controladas por outsiders.
Los grandes temas de estas elecciones son las crisis económica, política y de seguridad pública. Con un 13% de paro, una gran retracción de la inversión y un crecimiento del PIB de sólo un 0,4% en el primer semestre de 2018, los temas económicos centran los debates políticos. Junto a la economía continua omnipresente la inquietud social provocada por la inseguridad pública. El PT no afrontó esta cuestión, guiado por la perspectiva equivocada de que aumentando la renta y el trabajo formal la consecuencia directa sería que la criminalidad y la violencia disminuirían. El gobierno Temer también fue incapaz de resolver el tema y sólo ofreció la respuesta de militarizar la seguridad pública, como ocurrió con la intervención federal en Rio de Janeiro. Estas intervenciones son simple pirotecnia electoral y no producen resultados concretos. La violencia en Brasil no se resuelve colocando más militares fuertemente armados en las calles, sino ofreciendo una mejor alternativa de vida y un futuro posible a los jóvenes urbanos que mueren y matan. En Brasil hay más de 60.000 muertes violentas al año y en sus cárceles hay más de 700.000 presos. Nadie sabe cómo solucionar el problema.
Sea quien sea el candidato elegido, se enfrentará a un buen número de desafíos. Los primeros, los económicos. El mercado espera que se apruebe la reforma de las pensiones, pero la aprobación de esta ley polémica y de gran calado sólo será posible con sólidas alianzas parlamentarias que apoyen la votación, lo cual será difícil de lograr. Hay otras reformas urgentes, como la fiscal –la fiscalidad actual favorece a los más ricos y sobrecarga impositivamente a los más pobres– y la política –que, entre otras medidas, deberá intentar reducir el número de partidos políticos presentes en el Parlamento (actualmente 37), reducir el coste de las campañas electores e impedir ciertas coaliciones partidarias que terminan bloqueando la vida parlamentaria–.
Si el PT gana las elecciones habrá ganado la retórica del golpe, de la persecución política del Lava Jato y de la prisión política de Lula, pero se enfrentará al desafío de regenerar su imagen y gobernar con un congreso muy conservador que le impedirá aprobar muchas de las iniciativas progresistas incorporadas a su programa. De las elecciones de 2014 salió uno de los congresos más conservadores de la historia brasileña desde la redemocratización, con un gran número de representantes de grupos evangélicos y empresariales y líderes latifundistas, todos a favor de la mano dura en la agenda de seguridad pública. Este escenario parece que se repetirá en 2018.
El centro izquierda y… la extrema derecha
Sin duda, Lula es emblemático en estas elecciones. En una sesión histórica, el Tribunal Supremo Electoral (TSE) decidió el 31 de agosto que Lula de Silva había perdido su derecho político de ser candidato. Hasta entonces la cúpula petista había registrado su candidatura y había decidido mantenerla oficialmente, aunque en términos prácticos Lula estuviese inhabilitado para ser candidato. Esta estrategia tiene dos explicaciones: por un lado, Lula es el mayor activo político de la historia petista y, por otro, el PT continúa reforzando el discurso de que el ex presidente es un preso político, víctima de un golpe y de una persecución judicial organizada para impedir su candidatura y, por consiguiente, su muy posible victoria. Se trata, simplemente, de la lucha por los votos y las narrativas.
Lula lidera todas las encuestas de intención voto con cifras que podrían considerarse asombrosas, del 38%-39%. Datos de abril pasado muestran que para el 50% de los brasileños la prisión de Lula fue justa, frente al 40% de ellos que la considera injusta. Un 50% opina que la justicia debería prohibir su participación electoral y un 48% cree lo contrario. Se da la paradoja de un candidato preso que, si pudiera presentarse, estaría cercano a ganar las elecciones en la primera vuelta.
Las elecciones serán el 7 de octubre. Ante la imposibilidad de que Lula sea candidato, el PT está estirando al máximo los plazos legales, con recursos y maniobras judiciales, para mantener el nombre de Lula en el registro electoral y cambiarlo en el límite temporal posible. Tras la decisión del TSE, cabe un último recurso ante el Tribunal Supremo Federal que, con casi total seguridad, también rechazará la candidatura de Lula. El plazo dado por los magistrados acaba el día 11, por lo que es previsible que ese día los abogados petistas renuncien definitivamente a la candidatura del ex presidente. Todo indica que su sustituto será Fernando Haddad, registrado como candidato a la vicepresidencia. Ministro de Educación de 2005 a 2012 y alcalde de São Paulo de 2013 a 2017, tiene un extenso currículum pero es poco conocido en muchas regiones del país. Aunque en la propaganda electoral ya no pueda aparecer Lula como candidato, siempre aparece claramente mencionada su encarcelamiento y su legado, explotando su capital político al máximo, para apostar por la transferencia de votos hacia el candidato definitivo.
La gran jugada del PT es que, al ir avanzando la campaña, Haddad herede el voto lulista gracias a la asociación de la imagen de ambos: Lula se convierte así en Haddad. La capacidad de transferencia de votos de Lula a Haddad es el factor que definirá en buena medida las elecciones. Según la última encuesta de Datafolha (20 y 21 de agosto), Lula tiene el 39% de intención de voto, Bolsonaro (Partido Social Liberal, PSL) el 19%, Marina Silva (Rede Sustentabilidade) el 8% y Geraldo Alckmin (Partido de la Social Democracia Brasileña, PSDB) el 6%. Con Lula fuera y Haddad de sustituto, Bolsonaro sube al 22% y Silva al 16%, con Haddad en un mero 4%. También se duplicarían los votos blancos y nulos hasta el 22%. Sin embargo, según los datos de la encuesta de XP inversiones (27 y 29 de agosto), cuando se le informa directamente a la gente de que Haddad tiene el apoyo de Lula, como hará la propaganda electoral durante todo el mes de septiembre, el ex alcalde sube al 13%, garantizando así su paso a la segunda vuelta.
De momento, otra gran beneficiada por la transferencia de votos es Marina Silva, ministra de Medio Ambiente con Lula. Mientras Haddad es un político todavía desconocido por buena parte de la población, sobre todo la del nordeste, Silva es conocida por el 93%. Según Datafolha, un 27% de los electores no conoce a Fernando Haddad. Sin embargo, todos los analistas indican que según avance la campaña, se intensifiquen los viajes de Haddad por el nordeste y la propaganda petista asocie su imagen a la de Lula, el ex alcalde de São Paulo irá ganando visibilidad y restará votos a Silva.
Los problemas de Marina Silva que le hicieron perder fuerza como candidata en 2014 continúan. Entonces era la preferida del electorado, tras el accidente de avión que causó la muerte del candidato Eduardo Campos, a quien acompañaba como vicepresidenta. No se ha posicionado claramente miento en ciertos momentos cruciales del país y su identidad es confusa; es evangélica pero no representa a muchos evangélicos, es progresista pero muchos la identifican como evangélica, se le consideraba muy próxima a Lula pero defendió Lava Jato y se define como candidata de la sostenibilidad pero su campaña de 2014 la financió el banco Itaú y la empresa Natura. Sin embargo, Silva representa una tercera vía moderada que huye de la polarización entre el petismo y el antipetismo, y es una figura identificada como responsable, ética y no corrupta. Son factores atractivos para muchos electores.
Otro candidato que en las últimas encuestas tiene un nivel del 12% de intención de voto es Ciro Gomes (Partido Democrático Laborista, PDT). Se trata de un candidato inteligente y muy preparado, ex ministro de Integración Nacional y ex ministro de Hacienda. Pero te enfrenta a un obstáculo, que es que su feudo electoral es el nordeste brasileño (fue gobernador de Ceará de 1991 a 1994), donde también el PT tiene una extraordinaria capacidad de tejer alianzas políticas que podrían acabar dejándolo sin apoyo.
Si el centroizquierda está fundamentalmente dividido por la candidatura petista y la de la ex petista Marina Silva, lo mismo sucede en el centroderecha, cuyo espacio está también en disputa. La opinión pública cree que el PT es el partido que más ha sufrido con Lava Jato, pero el PSDB también ha salido golpeado. Su principal líder, Aécio Neves, segundo en las presidenciales de 2014, tiene un proceso abierto en el Tribunal Supremo por corrupción pasiva y obstrucción a la justicia. El actual gobernador de São Paulo, Geraldo Alckmin, el candidato tucano, no consigue despegar en los sondeos y continúa con un tímido 6%. Hombre discreto y nada carismático, también perseguido por la sombra de la corrupción, afronta grandes dificultades en estas elecciones. Su punto fuerte es que tiene la bendición de la gran prensa y representa la tradicional y potente maquinaria electoral de Brasilia. Su alianza con los partidos del denominado centrão político le posibilita un amplio tiempo de propaganda electoral en la televisión. Ésta es su gran apuesta, pero su pésima posición a un mes de las elecciones comienza a preocupar a quienes lo apoyan. Alckmin tiene bloques publicitarios de 5 minutos y 32 segundos de duración, el PT de 2 minutos y 23 segundos, Marina Silva de 21 segundos y Bolsonaro de sólo 8 segundos. En su propaganda, Alckmin mantiene su estilo serio de gestión y critica la demagogia autoritaria de Bolsonaro, su principal competidor.
Por otro lado, es la primera vez que el Movimiento Democrático Brasileño (MDB) presenta un candidato propio: Henrique Meirelles, reciente ministro de Hacienda, ex presidente del Bank of Boston y presidente del Banco Central de 2003 a 2010, durante la presidencia de Lula. Es el representante del gobierno Temer, que registra más de un 80% de rechazo. Su respaldo en las encuestas sólo alcanza cifras de entre el 1% y el 2%. Todo indica que tras 2018 el MDB volverá donde siempre estuvo, en los bastidores y a la sombra del poder, un lugar que ocupa confortablemente y desde donde garantiza la gobernabilidad de otros partidos, hasta ahora el PT o el PSDB dependiendo de quién sea el ganador. Los tres mayores grupos en el Congreso son el PT (70 diputados), el MDB (66) y el PSDB (54). Como se suele decir, “nadie gobierna sin el apoyo del MDB”.
Así que, al quedar vació el espacio de centroderecha, lo ha ocupado la extrema derecha. Jair Bolsonaro, ex capitán del ejército, diputado federal por Rio de Janeiro desde 1991, ocupa el segundo lugar en intención de voto, con un 19%, detrás de Lula. Es el típico candidato de ultraderecha, fanfarrón, demagogo, homófobo y con soluciones fáciles y populistas para todo, fundamentalmente en seguridad pública: reforma del código penal para endurecer las penas, ampliación del encarcelamiento, reducción de la mayoría de edad penal de los 18 a los 16 años, militarización de las escuelas y mano dura. Según explica a sus votantes, con sólo esto se resolvería el caos de la seguridad en Brasil. También es el candidato que mejor ha capturado el sentimiento antipolítico del “que se vayan todos” imperante en Brasil tras Lava Jato. Se presenta como el único candidato honrado que no ha caído en ninguno de los últimos escándalos de corrupción. Finalmente, retoma los valores tradicionales, el discurso del orden, la autoridad, la familia y el mérito del trabajo y el esfuerzo.
Paradojas de la vida política brasileña, Bolsonaro fue víctima de su propio discurso de odio, al sufrir una cuchillada el 6 de septiembre durante una concentración electoral, asestada por un individuo claramente perturbado. Los analistas coinciden en que este hecho será positivo para su imagen porque el atentado político legitima la retórica de la victimización y además refuerza su ya popular discurso de la desprotección ciudadana y la necesidad de ser más duro en cuestiones de seguridad pública. Sin embargo, también coinciden en que, aunque esto favorezca su pase a la segunda vuelta, probablemente la perderá. En la última encuesta del Instituto Brasileño de Opinión Pública y Estadística (IBOPE), del 1 a 3 de septiembre, Bolsonaro perdería en todos los escenarios del balotage excepto contra Haddad, con quien tendría un empate técnico. Esto se explica porque su rechazo es el más alto de todos los candidatos, un 44%, seguido por Marina Silva, con un 26%.
Según un sondeo de XP, realizado con 204 inversores en junio de 2018, el mercado ve más atrayente la candidatura de Alckmin, pero sólo el 31% piensa que tiene posibilidades reales, frente al 48% que prevé una victoria de Bolsonaro. Un 45% opina que la segunda vuelta será entre Ciro Gomes y Bolsonaro. La victoria del candidato de extrema derecha no causa pánico en el mercado: el 49% opina que el índice de la bolsa de São Paulo avanzará.
Siguiendo las indicaciones de la ciencia política tradicional, se podría decir que Bolsonaro no tiene posibilidades reales de ganar las elecciones: el partido al que está afiliado (PSL) es muy pequeño y tiene actualmente ocho diputados, lo que le otorga los mínimos ocho segundos de televisión y fondos públicos para financiar la campaña mucho menores que los otros grandes partidos. Pero estas no son unas elecciones clásicas. Con 5,3 millones de seguidores en Facebook, es el candidato que representa el voto de la negación, el rechazo al sistema, la politización de la antipolítica y el voto de la frustración y rabia de un electorado que no confía más en los partidos y en las figuras tradicionales. Es el candidato que también sale más favorecido del discurso antipetista y antilulista.
Conclusiones
Todo es atípico en estas elecciones y, por lo tanto, las predicciones son complicadas. Dentro de este escenario de incertidumbres, sin embargo, algunas cosas ya comienzan a estar algo más claras. Si dos años atrás se pensaba que el PT sería la gran víctima de la Operação Lava Jato, la percepción ha cambiado totalmente. Nadie esperaba un 39% de intención de voto con Lula en la cárcel, lo que demuestra que el PT está ganando en el campo de la narrativa con su relato sobre el golpe y la prisión política. Un dato muy esclarecedor es que el PT es el partido preferido por el 24% de los brasileños, muy por delante del MDB y del PSDB, con un 4% cada uno. Como se dice en Brasil: “si el juez Sergio Moro no acabó con el PT, puede acabar llevándolo al Planalto” (sede de la presidencia de la República).
Muchos análisis creen que la presencia del PT en la segunda vuelta está garantizada gracias al potencial de votos que Lula terminaría transfiriendo a Haddad. La mayor incógnita, sin duda, es la lucha entre el centroderecha tradicional, representado por Alckmin y su maquinaria electoral y política pero con una popularidad bajísima, y la nueva extrema derecha representada por Bolsonaro, sin maquinaria partidaria ni electoral pero con una gran popularidad y heredero de la desesperanza y la frustración política. Si la máquina electoral triunfa, tendremos, una vez más, el clásico PT contra PSDB.
Más allá de toda esta pugna por la victoria electoral, Brasil necesita urgentemente un gobierno de estabilidad que ataque de raíz la crisis económica que el país afronta y que cuente con los apoyos suficientes para impulsar la reforma política que haga el sistema representativo brasileño más justo y democrático. Esta estabilidad no será fácil por la polarización social y el desequilibro de las fuerzas políticas, especialmente por el papel del MDB y los partidos del centrão en el impeachment. Para la clase media brasileña estas circunstancias no tienen un impacto desmesurado, pero para la población más pobre del país las consecuencias son devastadoras. Por ejemplo, la tasa de mortandad infantil ha vuelto a subir por primera vez desde 1990. Mientras unos politizan la antipolítica, juegan a discursos demagógicos o tejen complicadas alianzas entre bastidores, los más vulnerables sufren.
Esther Solano Gallego
Profesora de la Universidad Federal de São Paulo