Tema
El estallido de la guerra en Ucrania supone el enésimo recordatorio de que a la UE le corresponde actualizar sus herramientas de política exterior y desempeñar un papel más proactivo en su vecindario. Para dar con ideas que sirvan para estructurar su acción exterior en el futuro, urge entender cuáles no han funcionado en las últimas décadas.
Resumen
La guerra de Ucrania marca un antes y después en las relaciones entre Rusia, la UE y EEUU. También representa una ruptura sin precedentes del orden de seguridad euro-atlántico, que desde 2008 arrastraba un deterioro considerable. Pero muchos de los problemas a los que la UE hace frente llevan acumulándose años, cuando no décadas. Más que girar hacia un realismo crudo tras haber pecado de una visión idealista del mundo, a la UE le corresponde asumir que durante demasiado tiempo se ha aproximado a su vecindario y al sistema internacional mediante una política comercial determinista y poco coordinada con otros elementos de la acción exterior, según la cual se esperaba que los vínculos económicos trajesen cambios políticos y sociales favorables en sus socios comerciales. La crisis con Rusia evidencia que esta estrategia necesita una profunda revisión. También pone sobre la mesa la necesidad de diseñar nuevas formas de aproximarse al vecindario europeo y a la economía global.
Análisis
Introducción
La madrugada del 24 de febrero, momento en que comenzó la invasión rusa de Ucrania, parece haber puesto punto y final a una época que en retrospectiva parece envidiable. No porque estuviese exenta de amenazas, sino porque todavía permitía imaginar un mundo más acorde con las coordenadas y valores en los que la UE se encuentra más cómoda: la cooperación bajo reglas multilaterales y una visión liberal de las relaciones internacionales donde la interdependencia genera ganancias mutuas y reduce el potencial de conflicto. En un entorno global cada vez más determinado por la competición entre grandes potencias, Bruselas tendrá que hacer un esfuerzo considerable –económico y militar, pero también conceptual– para afrontar los riesgos que se avecinan.
Conviene mantener la crisis actual en perspectiva. Acontecimientos anteriores –como el desplome financiero de 2008, la anterior agresión rusa a Ucrania en 2014, el Brexit y la victoria de Donald Trump en 2016 o el COVID-19 en 2020– se presentaron como cataclismos que ineludiblemente marcarían un punto de inflexión en la historia contemporánea. Por lo general, estas crisis sirvieron para reforzar tendencias que ya existían en la política y economía internacionales, desde la desigualdad a la digitalización. Pero no imprimieron al mundo un cambio de rumbo tan radical como el que se vaticinaba durante su punto más álgido.
La situación actual no es diferente. Muchos de los problemas a los que la UE hace frente lleva acumulándose años, cuando no décadas. En el vecindario oriental, las tensiones entre Rusia y la OTAN son patentes desde por lo menos la cumbre de Bucarest de 2008, cuando se valoró la posibilidad de incluir en la Alianza Atlántica a Ucrania y Georgia. Moscú respondió ese mismo año con una intervención militar para apoyar a fuerzas secesionistas en las regiones georgianas de Abjasia y Osetia del Sur. El vínculo transatlántico, por su parte, genera fricción desde la invasión de Irak en 2003. Si la presidencia de Donald Trump –con sus aranceles a la UE– sirvió para volver a constatar este fenómeno, la victoria del Brexit, también en 2016, indicó que no nos encontrábamos exclusivamente ante un choque UE-EEUU, sino ante una crisis más extensa del mundo anglo-estadounidense. A juzgar por eventos clave de 2021 –como la firma del acuerdo de defensa AUKUS entre EEUU, el Reino Unido y Australia–, el retorno del Partido Demócrata a la Casa Blanca no rectificará este proceso gradual de distanciamiento. EEUU seguirá siendo un aliado y socio clave para la UE, pero en el futuro cada vez estará más absorto por su competición con China en el Indo-Pacífico.
En este contexto, la UE debe reevaluar sus capacidades y estrategias para estructurar sus relaciones con China y otras potencias. Pero también le corresponde desempeñar un papel más proactivo en su vecindario, justo en un momento en que se ve más regido por choques militares y dinámicas de competición dura. En el Magreb y el Mediterráneo oriental se suceden los enfrentamientos no sólo entre diferentes grupos armados –como en Libia–, sino también entre Estados –como Argelia y Marruecos– sin que los diferentes gobiernos europeos tengan claro cómo posicionarse al respecto. Por si no bastase con lo anterior, hacemos frente tanto a retos sistémicos –entre los que el cambio climático es, con mucho, el más grave– como a problemas de orden interno en nuestras democracias. La deriva autoritaria que ha sufrido Rusia bajo Vladímir Putin es tan solo una versión más desarrollada de lo que ya sucede en Estados miembros como Polonia y Hungría.
Es habitual escuchar que la UE necesita reaccionar ante semejante deriva. Ya existe una multitud de lemas desplegados para tal fin: del “despertar geopolítico” de Europa (Luuk van Middelaar) a la urgencia de tomar “el destino en nuestras manos” (Angela Merkel), pasando por los imperativos de “hablar el lenguaje del poder” (Josep Borrell), establecer una “soberanía europea” y/o desarrollar nuestra “autonomía estratégica”. No buscamos acuñar ningún concepto nuevo, sino analizar dos cuestiones que urge esclarecer para responder con eficacia. Se trata en primer lugar de los fines, entendidos como el balance entre valores e intereses que debería regir la relación de la UE con su vecindario (y más allá). Y, seguidamente, de los medios. Estamos descubriendo a marchas forzadas que la UE carece de instrumentos clave –principalmente fuerza militar– para hacer valer sus preferencias, pero también con herramientas –como la coerción económica– que pueden compensar esta aparente debilidad. Como en la política internacional las intenciones de cualquier actor se determinan en función de sus capacidades, definir los contornos del poder europeo resultará tan importante como entender qué ideas deben regirlo.
Los límites del determinismo comercial
Cavilar sobre teorías de relaciones internacionales tal vez parezca frívolo en un contexto tan dramático como el actual. Pero la teoría es imprescindible para entender no sólo los presupuestos desde los que se aproximan los diferentes actores a la crisis de Ucrania, sino las propias opciones de la UE en esta coyuntura.
Por parte de Rusia nos encontramos con un revisionismo histórico nacionalista y descarnado. En la UE existe la sensación de que estamos ante una disyuntiva entre idealismo naif y realpolitik cruda. O, por expresarlo en los términos de la teoría de relaciones internacionales, entre los preceptos de las escuelas liberal y realista, respectivamente. Hasta ahora los europeos, como proclamó el columnista neoconservador Robert Kagan, jugaban a ser de Venus. Pero los norteamericanos –y, cada vez más, el resto del mundo– son de Marte. Así, como advierte el catedrático de Harvard Stephen Walt, nos corresponde aparcar las ilusiones liberales –el énfasis en normas compartidas, valores universales, gobernanza multilateral e integración económica como fuentes de prosperidad– en favor de un realismo duro, donde lo que prime sea el interés nacional de los Estados (o, en el caso europeo, el conjunto de sus Estados miembros si son capaces de definir un “interés europeo”).
En realidad, la forma de aproximarse al mundo de Washington y Bruselas no difiere tanto como en ocasiones se asume. Además, combina elementos del paradigma liberal y el realista. Desde hace décadas, la UE y EEUU han gestionado relaciones internacionales especialmente sensibles basándose en una suerte de determinismo comercial. Este paradigma es “liberal” porque considera la integración económica, el libre mercado y la globalización como vectores de crecimiento y prosperidad. Además, espera que dichas fuerzas desencadenen una mejora de las relaciones políticas entre diferentes países, o incluso democraticen países con regímenes autoritarios una vez que estos desarrollen clases medias pujantes. Hasta que llegue ese instante de consolidación democrática, no obstante, el determinismo comercial es profundamente “realista”. Los abusos de derechos humanos que cometan los gobiernos autoritarios pueden ignorarse, entre otras cosas para no interrumpir un flujo de caja que, céteris páribus, permitirá que en el futuro se respeten los mismos derechos que hoy se violan.
El ejemplo más destacado de este modo de proceder lo encontramos en la relación EEUU-China. Durante décadas, Washington apostó por integrar a Pekín en las estructuras de la globalización económica –promoviendo su acceso a la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001, así como la entrada de multinacionales norteamericanas en el mercado chino–. En EEUU se llegó a considerar que esta estrategia contribuiría a democratizar el país y debilitar al Partido Comunista de China, y que eso asentaría en Pekín gobiernos mejor alineados con las prioridades de la acción exterior norteamericana.
En la UE, Alemania ha sido el gran valedor de esta estrategia –denominada Wandel durch Handel, “cambio a través del comercio”– y Rusia su principal laboratorio. Los resultados de intentar embridar al Kremlin mediante los lazos del doux commerce, por usar la expresión de Montesquieu, hablan por sí solos. Pero merece la pena detenerse en la parte realista de esta aproximación, de la que el ex canciller socialdemócrata Gerhard Schröder ha sido el máximo exponente. Mientras se mantuvo la esperanza en ella, no hubo problema en contemporizar con los abusos que cometía Vladímir Putin –por ejemplo, durante la tercera guerra chechena–. La estrategia alemana –y, por consiguiente, la europea– también puso sus esperanzas en un Acuerdo Global sobre Inversiones entre China y la UE (CAI por sus siglas en inglés) para apuntalar una relación constructiva con Pekín. Pero la negociación del acuerdo resultó tortuosa y su ratificación se ha estancado debido a la negativa de Pekín de aceptar críticas del Parlamento Europeo a los abusos de derechos humanos que el régimen chino comete en Xinjiang.
La guerra de Ucrania pone sobre la mesa que el determinismo comercial tiene claras limitaciones (en el mejor de los casos) o, sencillamente, no da más de sí (en el peor). La integración económica tiene un valor limitado en tanto que instrumento de democratización. Tanto los Estados como las sociedades que gobiernan pueden tener valores e intereses ajenos a los que prescriben las lógicas de oferta y demanda. Constatar este fracaso, no obstante, puede servir para extraer lecciones útiles.
Aprender de nuestros errores
La primera lección es que no tiene sentido compartimentar las relaciones políticas y económicas con terceros países, a la espera de que la integración en el segundo plano produzca distensión en el primero. Como plantea Jean Pisani-Ferry, “Desde el punto de vista geopolítico, la UE siempre ha intentado mantener la economía separada de las relaciones internacionales. Por lo tanto, se sentía como en casa en un sistema multilateral basado en reglas, en el que el ejercicio del poder estaba restringido… El reto para Europa es posicionarse ante un nuevo panorama en el que el poder importa más que las reglas”. O dicho de otra manera, “La Unión Europea necesita un cambio de mentalidad para lidiar con las amenazas… Tiene que aprender a pensar como una potencia geopolítica, definir sus objetivos y actuar estratégicamente”.
Aquí sí existe una diferencia nítida entre la UE y EEUU. Washington –y más aún Pekín– ha sido capaz de adoptar enfoques integrales para su acción exterior. Tanto Demócratas como Republicanos han llegado a la conclusión de que su pulso con China se libra principalmente en la arena tecnológica. En base a ese criterio, no han dudado en obstaculizar esa dimensión de la relación bilateral. Así lo demuestra la intervención de Janet Yellen en un evento del Atlantic Council a finales de abril de 2022. La secretaria del Tesoro norteamericana exigió una actualización del sistema de Bretton Woods que esté anclada en los “valores” de los socios que la integran, y por tanto otorgue a las relaciones comerciales de EEUU una dimensión expresamente política. Esto cuesta más hacerlo en Europa. Aunque se han empezado a producir algunos cambios, la impresión que transmiten muchos Estados miembros de la UE, y también la propia Unión que rige la política comercial y de inversiones de los 27, es que cuesta encajar la política comercial dentro de un esquema de pensamiento integral sobre la acción exterior europea.
En todo caso, la guerra en Ucrania está forzando un ajuste de prioridades. A la contundencia con que se han adoptado sanciones económicas contra Rusia se une la constatación de que la economía –y no sólo la fuerza militar– puede ser un instrumento coercitivo en la política internacional. La UE podría así hacer valer su peso en su vecindario y en el mundo sin convertirse en una superpotencia al uso. Esta es otra lección importante, especialmente de cara al desarrollo de la autonomía estratégica europea en el futuro. No obstante, es igual de importante constatar que la ronda inicial de sanciones a Rusia no ha sido lo suficientemente extensa como para forzar una caída definitiva en el valor del rublo o para frenar las capacidades rusas para continuar sus ataques sobre Ucrania. Este impasse guarda relación con la reticencia de muchos Estados miembros a la hora de alterar su relación energética con Rusia, lo que se ha vuelto inevitable si se pretende poner un precio a las acciones del régimen de Putin.
Por último, aceptar este fracaso es aleccionador, porque emplaza a abandonar los relatos más autocomplacientes sobre el lugar de Europa en el mundo. Visto desde Yemen, Honduras o Kazajistán, el orden liberal internacional nunca resultó muy ordenado, ni demasiado liberal, ni vigente más allá de unas pocas regiones y países privilegiados. Para un refugiado de Afganistán o un agricultor africano, la UE no es precisamente un parangón de generosidad o apertura económica. En lo que concierne a restringir o reprimir la llegada de refugiados y emigrantes a sus fronteras, de hecho, tanto la Unión como sus Estados miembros no han dudado en anteponer lo que perciben como sus prioridades nacionales sobre consideraciones humanitarias.
Es necesario asumir que el discurso de Europa como una potencia normativa capaz de seducir con su poder blando e incluso de exportar su modelo de gobernanza democrática multinivel ha chocado con la realidad. Esto no significa que la UE deba abdicar en la defensa del multilateralismo y la cooperación, pero sí subraya la necesidad de actualizar su arsenal de herramientas de política (económica) exterior, así como de estar dispuestas a utilizarlas de forma más explícita cuando sea necesario. Replantear el papel de Europa en el mundo conllevará asumir que sus “intereses”, que no son sólo comerciales, merecen una defensa pragmática.
Herramientas para el mundo que viene
La UE necesita aprender a enseñar los dientes cuando haga falta. Y combinar sus “palos” con “zanahorias”, es decir, con el compromiso de seguir estando dispuesta a tener un vínculo “liberal” comercial con quienes cumplan ciertos requisitos políticos, sociales o medioambientales, como se ha intentado empezar a hacer con el CAI. Pero, sobre todo, necesita estar preparada para adoptar medidas que no gusten a los demás (algo a lo que está poco acostumbrada), dotándose de instrumentos para no tener que plegarse a las demandas de otras potencias como paso previo a la proyección del propio poder hacia afuera. A nivel estratégico, esto pasa por vincular explícitamente la economía, el comercio, la energía, las finanzas y la tecnología con la geopolítica, así como aprender a afrontar amenazas relativas a la ciberseguridad y la desinformación.
La invasión rusa de Ucrania ha puesto de manifiesto la necesidad de generar capacidades propias en seguridad y defensa complementarias a la OTAN, así como una mayor independencia energética para reducir la vulnerabilidad de la UE y su financiación de regímenes hostiles. Esto tardará tiempo en conseguirse por falta de consensos internos, aunque la decisión de la Unión de enviar armamento a Ucrania y la voluntad de casi todos sus Estados miembros de elevar el gasto en defensa –que todavía no se sabe qué implicaciones tendrá a nivel comunitario– suponga un salto cualitativo.
El uso de las herramientas de “guerra económica”, que la Unión ha ido afinando en los últimos años y ha comenzado a usar contra Rusia, debe emplearse con menos timidez como parte del instrumental de la política exterior. De hecho, la interdependencia, usada como arma arrojadiza contra algunos países de la Unión en forma de aranceles, envío de refugiados a las fronteras o amenazas de cortes de suministro por parte de proveedores, también puede ser utilizada por la UE, sobre todo en los campos comercial, monetario, financiero, institucional y regulatorio, que es donde tiene mayor capacidad de actuación. Es lo que se ha llamado aprender a ser una potencia carnívora, algo cada vez más necesario ante la vuelta de la geopolítica. La estrategia de política comercial aprobada por la UE en 2021 ya comenzaba a incorporar algunos de estos elementos al abogar por una actuación más asertiva de defensa de los intereses económicos europeos.
Pero la UE debe ir más allá. Debe atreverse a utilizar de forma más explícita su sistema de protección ante inversiones extranjeras “peligrosas”, operativo desde 2020, su mecanismo para bloquear a empresas extranjeras que reciben subsidios de sus Estados y operan en el mercado interior (imposibilitando así la existencia de un campo de juego equilibrado), creado en 2021, y su recientemente planteado mecanismo anti-coacción, por el cual la Comisión Europea tomará represalias contra ataques de terceros países a intereses económicos europeos en el exterior. Todo ello se sumará a la introducción del “arancel verde” (CBAM, por sus siglas en inglés), aprobado por el Consejo en marzo de 2022, así como a los desarrollos de la nueva política industrial (con los focos en digitalización y sostenibilidad) financiadas por el programa Next Generation EU, que deberían, además, llevar a un mayor uso del euro como moneda internacional, dotando así a la Unión de otra herramienta para la política económica exterior.
Al mismo tiempo, la UE deberá mantener abierta la puerta de las oportunidades económicas para quienes quieran seguir cooperando. Debería poner a disposición de estos países más mercados, financiación, alimentos, transferencia tecnológica, vacunas y un sustento al multilateralismo que ya nadie más va a liderar si no lo hace Bruselas. Esto quiere decir que debe ser capaz de combinar el áspero discurso de las sanciones con otro sobre oportunidades económicas y cooperación, así como hacer un esfuerzo diplomático especialmente intenso en el Magreb, África subsahariana, y países clave del Indo-Pacífico y América Latina, donde sus opiniones todavía tienen predicamento pero la influencia de China va en aumento.
Conclusiones
Los enfoques que Bruselas ha adoptado hasta el momento para gestionar relaciones complicadas en su vecindario podrían no servir en el futuro. Aunque la UE no se convertirá en una superpotencia al uso, puede extraer lecciones del modo en que países como EEUU y China desarrollan su acción exterior. La primera es adoptar un enfoque más integral y asertivo en las relaciones comerciales, que imprima una agenda explícitamente normativa y política a los Estados que deseen acceder al mercado interior europeo. La alternativa es mantener un determinismo comercial que no sólo no contribuye a producir la estabilidad política deseada, sino que comporta externalidades económicas inasumibles, como evidencia la actual dependencia de gas ruso. Paradójicamente, una mayor asertividad en este ámbito puede reforzar, más que socavar, el papel de la UE como garante del multilateralismo y la cooperación internacional.
Para que esta actitud rinda sus frutos, deberá formar parte de un enfoque integral en la acción exterior de la UE. Las relaciones de Bruselas con terceros países, que hasta ahora venían gobernadas por una lógica sobre todo economicista combinada con una tímida retórica sobre valores, tendrán que atender a un conjunto de consideraciones comerciales, energéticas, industriales, medioambientales, normativas y de seguridad mejor articuladas. Eso forzará una coordinación más extensa entre los Estados miembros a la hora de desarrollar una política exterior común, lo que requiere seguir trabajando en el abandono de la unanimidad para la política exterior e ir aumentando el papel del alto representante para la Política Exterior y de Seguridad, que debería ser capaz de ir mucho más allá de limitarse a coordinar las posiciones de los 27. De hecho, en un mundo de creciente rivalidad geopolítica, la UE no debería consentir que los Estados miembros que simpatizan con regímenes autoritarios socaven posiciones comunes al conjunto de la Unión, algo que ya está obligando a la Unión a plantearse algunas preguntas incómodas sobre Hungría y Polonia.
Definir una acción exterior más comprensiva y coherente también implicará, por lo tanto, garantizar que la UE desarrolla más cohesión a nivel interno y construye un relato compartido de lo que constituye el “interés europeo”. En este apartado, la reforma de las reglas fiscales, la cuestión migratoria y el respeto al Estado de Derecho son los frentes que necesitan replantearse con mayor ambición. A nadie escapa que las fracturas internas de las democracias occidentales (incluidas las europeas), que incentivan el nacionalismo y socavan la integración comunitaria han aparecido en los últimos años por el aumento de la desigualdad y la sensación de que el progreso –omnipresente durante décadas– se ha detenido. En un momento en el que se está replanteando el equilibrio entre el Estado y el mercado y en el que la ciudadanía europea reclama, además, un papel más protector por parte del Estado, se abre la puerta a que desde los Estados miembros y desde la propia UE se revisen políticas que permitan aumentar la cohesión interna. Es una condición necesaria –aunque no suficiente– para que la UE pueda jugar con solvencia en un mundo en el que la geopolítica ha vuelto.
Imagen: Desde la derecha, Volodymyr Zelensky, Ursula von der Leyen y Josep Borrell Fontelles (visita a Ucrania). Foto: European Union, 2022/ Christophe Licoppe