Tema: Palabras del Defensor del Pueblo español en el Seminario “Civil Society Facing the Consequences of Terrorism: Victims of Terrorism, Civil Liberties and Human Rights” celebrado en Madrid los días 15 y 16 de junio de 2009, organizado por el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, la Embajada de Suiza en España y el Real Instituto Elcano.
Estimadas autoridades,
Queridos amigos,
Señoras y señores,
Después de las autorizadas intervenciones que se han podido escuchar esta tarde, a cargo de los ponentes especialistas que han participado tanto en la sesión de apertura como en los dos paneles, el dedicado a las víctimas y el que se ha centrado en los costes sociales y económicos del terrorismo, puedo asegurarles que no tengo la más mínima intención de cansarles con un largo discurso sobre cuestiones que, por lo demás, se van a poder seguir tratando en la jornada de mañana con detalle. Tan sólo unas palabras que me sirven para un doble objetivo: manifestar en primer lugar mi satisfacción por tener la oportunidad de acompañarles esta noche y de compartir con ustedes esta interesante y agradable velada propiciada por los gobiernos español y suizo, a cuyos representantes, y muy singularmente al Embajador Juan Manuel Barandica, agradezco la invitación, y asimismo para participarles unas breves consideraciones que me han suscitado los asuntos que configuran el encuentro.
Si existe un fenómeno incompatible categóricamente, incluso desde una perspectiva puramente conceptual, con el Estado de derecho y con el respeto más elemental hacia los derechos y libertades fundamentales, ese es el fenómeno del terrorismo, en cualquiera de sus variadas formas y expresiones. Las sociedades democráticas, cuya naturaleza se identifica con el deseo de convivencia en libertad y cuya finalidad consiste en alcanzar las más altas cotas posibles de progreso social y de realización individual, encuentran en el terrorismo y en las acciones terroristas su más cruel y caracterizado enemigo. La acción de los terroristas va siempre dirigida contra la esencia misma de la democracia y atenta contra sus objetivos últimos por medio del fanatismo, el odio y la sinrazón. Por ello, aunque me hubiera gustado participar en todos los paneles, me atrae muy especialmente el planteamiento del panel que mañana van a dedicar al análisis de los derechos humanos y las libertades civiles en un tiempo de desasosiego producido por la lucha contra el terrorismo.
Por fortuna, la inmensa mayoría de las sociedades democráticas han alcanzado ya el convencimiento de que la mayor amenaza para la paz mundial es esa obcecación criminal que ponen de manifiesto de manera continuada los grupos terroristas. A pesar de la fortaleza de los principios democráticos, ampliados y desarrollados gracias a la generalización y a la regulación de los derechos humanos, a su implantación en los diversos ordenamientos jurídicos, y a su aplicación doctrinal y jurisprudencial, ninguna sociedad se encuentra a salvo de la acción de los violentos y por ello los Gobiernos deben mantenerse alerta para evitar por todos los medios el peligro de la barbarie y de la terrorista.
En este sentido, aparte de las medidas de carácter político y gubernativo que pudieran alejar o impedir la comisión de actos generadores de dolor y de terror, las instituciones de los Estados democráticos están también obligadas a hacer frente a determinados peligros que, precisamente por no parecerlo, son en potencia mucho más perjudiciales. Me estoy refiriendo a dos armas concretas, entre otras muchas, que los instigadores de actos terroristas utilizan con astucia y evidente malevolencia. En las dos, de acuerdo con mi propia experiencia personal, utilizan como parapeto ideal una versión aprovechada de los derechos humanos y de las libertades fundamentales de las personas.
En el primer caso, no dudan en atacar, con todos los instrumentos a su alcance, las medidas de carácter administrativo o judicial que estorban o dificultan la acción terrorista; así ocurrió, por ejemplo, cuando en España tuvimos ocasión de poner en vigor, a finales de los años ochenta, la llamada política de dispersión de presos de ETA con el fin de estimular su rehabilitación.
Otro instrumento muy utilizado, y que ustedes conocen muy bien, se refiere a la orientación más sospechosa que infunden los medios cercanos a las organizaciones terroristas en los documentos elaborados por las instituciones supranacionales, incluso los que pueden llevar a cabo expertos contratados, por ejemplo, en Naciones Unidas. Se trata de otra experiencia personal, esta vez actuando como Defensor del Pueblo cuando, hasta en dos ocasiones, los Informes finales de sendos relatores especializados aparecidos hace unos años, no reflejaban determinados aspectos documentados y facilitados por la institución constitucional de la que soy responsable. Esa ausencia tenía, como es natural, sus efectos en las conclusiones de los Informes que recogían, casi en exclusiva, las declaraciones formuladas por entidades o personas afines a los componentes de grupos terroristas.
Como es lógico, este tipo de actuaciones refuerza de manera evidente los argumentos inadmisibles de quienes se proponen y hacen posible el terror. Y, de otro lado, contribuye al descrédito de las medidas más eficaces en la lucha contra esta lacra tan extendida en nuestro tiempo.
Pero si hay un motivo especial para sentirnos reconfortados, es el haber conseguido que las sociedades hayan comprendido al fin que son las personas, en primer lugar, y no sólo el sistema democrático en su configuración abstracta o conceptual, las que sufren el embate del terrorismo de manera más cruel. Puede parecer que esto ya se comprendía desde siempre, cuando lo cierto es que las víctimas directas de los ataques terroristas han sido objeto en demasiadas ocasiones y contextos, y en todo el mundo, de un cierto olvido y hasta de un silencio culpable.
En el pasado, la lucha general por la estabilidad democrática y la búsqueda legítima de las mejores fórmulas para consolidar la convivencia en paz llevaron a los responsables de los diferentes Estados a descuidar el merecido homenaje y la atención debida a todos aquellos que han sufrido inocentemente el zarpazo de la violencia terrorista, así como a sus familiares. En muchos casos, las organizaciones terroristas, tras ejecutar sus actos sangrientos y despiadados, se cobraban una segunda víctima en la propia dignidad de la sociedad democrática, zaherida por el miedo o la vergüenza.
Ese tiempo ya quedó atrás. Ahora las sociedades que quieren compartir sus proyectos de convivencia en democracia y libertad son más conscientes de que el recuerdo y la memoria de aquellos que perdieron su vida o sus derechos a manos de los asesinos y los liberticidas es, como dijo el poeta español, “un arma cargada de futuro”.
Ese recuerdo que puede ofrecer la sociedad democrática se manifiesta de muy diversas maneras. Puede ser en forma de ayudas a los supervivientes o a los familiares de los fallecidos; o en forma de periódicos homenajes cargados de sinceridad y agradecimiento; o reivindicando su sufrimiento como muestra de lealtad a los objetivos de la libertad y de la convivencia entre los seres humanos. En todo caso, combatiendo firmemente y sin descanso todas las manifestaciones de la violencia terrorista y previniendo el surgimiento de nuevas amenazas. Sea de cualquiera de estas maneras, podemos decir que progresivamente las víctimas siempre inocentes del terrorismo van encontrando su merecido lugar mediante el reconocimiento de su testimonio vital por parte de los gobiernos democráticos.
Sin ir más lejos, y dado el conocimiento que de ello tengo por el cargo institucional que ahora ocupo, en los informes que cada año dirige al Parlamento el Defensor del Pueblo se da cuenta de las actuaciones llevadas a cabo por las administraciones españolas con objeto de compensar en cierto modo las pérdidas irreparables producidas por la acción terrorista. Y también de las muchas nuevas soluciones que aún es posible poner en marcha para paliar, acaso en forma de respaldo moral, el sufrimiento de quienes han sufrido y siguen sufriendo los crímenes del terrorismo.
En los trabajos de los distintos paneles programados para estas Jornadas, las intervenciones de los especialistas, procedentes de distintos países, nos pueden dar a conocer la situación y las propuestas más actuales que nos sitúan de nuevo ante los problemas –muy distintos pero al mismo tiempo muy cercanos entre sí– que se nos plantean en esta hora. Mañana continuará el enriquecimiento del debate con nuevas presentaciones y exposiciones sobre el vínculo necesario entre los derechos humanos y la lucha contra el terrorismo. Un debate que no puede olvidar a aquellos que han sido objeto de la mayor violación de los derechos fundamentales, en su vida o en su integridad física.
El mejor antídoto contra el terrorismo desalmado y bien pertrechado lo representan las víctimas o, dicho con más propiedad, la conducta testimonial y abierta de las víctimas. De unas víctimas que no se encierran a hurgar en sus heridas sino que plantan cara, sin temor ni tibieza, a las exigencias inadmisibles de los asesinos y desvelan las trampas de quienes aprovechan sus desmanes para turbios fines. Unas víctimas que no se interesan por migajas de poder o de honores fútiles sino que toman conciencia unitaria de su diversidad y de sus circunstancias para proponer una doctrina y una serie de acciones comunes y razonables. Unas víctimas que se sienten ciudadanos que aspiran a todo pero que no enarbolan superficialmente la bandera del privilegio y del favor específico. Unas víctimas, en fin, que por el hecho de serlo piensan con más clarividencia en los valores que deben orientar a la sociedad en su conjunto.
Prescindiendo de las características propias de cada país y de cada contexto regional, cabe afirmar que esos valores nos igualan a todos quienes vivimos bajo ordenamientos democráticos. Y ese es también el rasgo que mejor nos define frente a las fuerzas del terror y de la muerte. Las sociedades civilizadas y democráticas se caracterizan en último término por el respeto a los valores que configuran el llamado imperio de la ley. La ley nos une a todos y representa el contrato social primario y decisivo que nos protege de la brutalidad y el desafuero. Al rechazar el imperio de la ley, sólo nos quedaría el despotismo. En ese enfrentamiento entre el imperio de la ley y la ley de la selva ocupan un lugar de avanzadilla las víctimas del terror. Porque son las víctimas quienes en definitiva han soportado la carga más pesada y dolorosa a cuenta y en defensa del imperio de la ley. Precisamente la memoria de quienes cayeron o sufrieron las consecuencias del terror nos han hecho superar tentaciones de todo tipo, incluso de violencia desatada, para retornar siempre al vigor del contrato inicial que otorga el monopolio de la violencia al Estado legítimamente constituido, el Estado de derecho.
Eso lo saben bien los hacedores de mitos étnicos, sociológicos, religiosos o culturales que provocan después asesinatos, secuestros o extorsiones. Y también quienes les excusan, les justifican o les atribuyen coartadas redentoras de la opresión o del colonialismo, volviendo la cara ante la verdad representada en el directo testimonio de las víctimas o en las consecuencias tremendas del maltrato y del crimen.
Debemos tener muy en cuenta, y ya termino, las palabras de Goethe cuando afirmaba que “sólo es digno de libertad quien sabe conquistarla cada día”. Conquistemos día a día, minuto a minuto, esa libertad soñada. Nuestra presencia permanente y la memoria de la que somos depositarios conformarán la mejor estrategia para conseguir que “la bestia busque su escondrijo y habite su morada”.
No deseo extenderme más. Muchas gracias.
Enrique Múgica Herzog
Defensor del Pueblo