Tema
Entre el 5 noviembre de 2024 y el 20 de enero del 2025, Estados Unidos ha despedido a una Administración demócrata y ha dado la bienvenida a una republicana. Donald Trump ocupará de nuevo la Casa Blanca en un mandato que apenas ha empezado pero que ha arrancado con fuerza.
Resumen
Se analizan brevemente algunos de los elementos principales del legado del presidente Biden, así como las últimas medidas que tomó estando aún en el cargo ya tras la victoria republicana. También se examina la llegada del presidente Trump y sus primeras acciones ejecutivas.
Análisis
1. El legado
El ya expresidente de Estados Unidos (EEUU), Joe Biden, aún imagina que podría haber ganado un segundo mandato. Preguntado recientemente por una periodista sobre si podría haber vencido a Donald Trump de haber seguido en la carrera, Biden respondió: “Es presuntuoso decirlo, pero creo que sí”, aunque expresó sus dudas sobre si tendría la energía suficiente para aguantar otro mandato.
Biden seguramente será recordado como uno de los mejores presidentes de un solo mandato en la historia de EEUU. Pero si se le juzga por el listón que él mismo se impuso –ganar la batalla “por el alma de esta nación”– Biden fracasó. Por eso ahora mismo se le percibe más como un paréntesis histórico que como una figura transformadora al no haber impedido el regreso de Donald Trump al poder. Y con un mandato marcado por varios “y si…”. ¿Y si hubiera transmitido con más eficacia los logros económicos de su Administración? ¿Y si hubiera actuado tan bien en su debate de junio contra Trump como en sus dos enfrentamientos de 2020? ¿Y si se hubiera apartado antes y hubiera dejado que el proceso de primarias demócratas se desarrollara, dejando paso a un rival que derrotara a Trump?
Cuando se presentó a las elecciones presidenciales de 2020, Joe Biden se describió a sí mismo como un “candidato de transición” y un puente hacia una nueva generación de líderes. Pero al final optó por un segundo mandato, en parte impulsado por los buenos resultados de las elecciones de medio término del 2022 y en parte por la presentación de la candidatura de Trump, sintiéndose él como el único que podía derrotarle. A pesar de sus buenas intenciones, Biden no pudo frenar la vuelta de su antecesor que se apoyó en el descontento de los estadounidenses con la economía y con la gestión de la inmigración.
Sin embargo, como nos ha recordado el fallecimiento de Jimmy Carter, los legados presidenciales son asuntos muy complicados y es difícil predecir el veredicto de la Historia. Mientras, conviene recordar algunos puntos destacables de su presidencia.
Desde el principio de su mandato, unificó al Partido Demócrata en torno a su liderazgo con una rapidez impresionante, consiguiendo que demócratas progresistas y moderados trabajaran juntos obteniendo emblemáticos resultados en el Congreso. Salió adelante el Plan de Rescate para mitigar las consecuencias del COVID-19, la ley de infraestructuras para reparar las carreteras y puentes en mal estado y permitiendo una inversión masiva en banda ancha rural; la ley Chips para reducir la dependencia de la fabricación extranjera de semiconductores críticos; y, por primera vez en 30 años, dos proyectos de ley sobre las armas. Cuando su proyecto de ley Build Back Better fue rechazado, Biden lo resucitó en lo que se conoce como la Inflaction Reduction Act (IRA, por sus siglas en inglés). Todas esas leyes se promulgaron a pesar de contar con la mayoría más estrecha en la Cámara de Representantes y un 50/50 en el Senado. Esos logros convierten a Biden en el presidente más importante en materia legislativa desde Lyndon B. Johnson.
También se embarcó en una nueva era de aplicación de las leyes antimonopolio e inició el proceso de retorno a EEUU de importantes sectores manufactureros. Realizó numerosos nombramientos significativos, desde la magistratura federal –235 nombramientos judiciales, incluido un juez del Tribunal Supremo– hasta la Reserva Federal.
La invasión de Ucrania por parte de Rusia, sin embargo, hizo mucho más difícil que la Administración mantuviera el equilibrio entre los objetivos internacionales y su agenda doméstica, en la que se había centrado. Además, presentó el conflicto en Ucrania como una batalla decisiva entre la democracia y la autocracia, un planteamiento que convenció a pocos países del denominado “sur global” para elegir un bando. Sobrestimó la durabilidad del consenso bipartidista en apoyo de Ucrania al subestimar el atractivo que seguía teniendo la narrativa de “America First”. El error de cálculo se puso de manifiesto durante los siete meses que tardó el Congreso en aprobar los 61.000 millones de dólares de ayuda a Ucrania que finalmente se aprobaron en abril del 2024. Pero, sobre todo, trató el conflicto más como una crisis que había que contener y gestionar, que como una guerra que había que ganar. Y no supo, al final, guiar tan hábilmente a EEUU a través de un mundo fracturado.
Biden quería cuatro años más para terminar el trabajo de sanar la nación y no sólo se le interpuso Ucrania y Gaza –cuya gestión ha sido altamente criticada– sino que se le acabó el tiempo. De hecho, aunque hubiera ejercido un segundo mandato, se le habría terminado el tiempo. Reconstruir la clase media como deseaba y, con ella, el centro político de la nación llevaría –en el mejor de los casos– una o dos generaciones. Las nuevas infraestructuras por las que apostó tardan años en completarse; las nuevas fábricas están aún en proyecto; y los trabajadores necesitan tiempo para reciclarse. Además, la creación de nuevos puestos de trabajo en el sector manufacturero no es la única solución a los problemas del centro desindustrializado del país. El reto es garantizar empleos bien remunerados en el sector servicios, que es donde la mayoría de los estadounidenses trabajarán en la era digital. La reflexión sobre cómo afrontar ese reto no ha hecho más que empezar.
2. Transición presidencial
La Administración Biden llegó a su fin no con una explosión, ni con un gemido, sino con una frenética avalancha de nuevas regulaciones, demandas y órdenes ejecutivas. Tras la victoria de Donald Trump en noviembre del 2024, el aún presidente decidió embarcarse en una agenda para asegurar un legado de un solo mandato, hacer un plan “para terminar tan fuerte como empezamos” (…) “Incluso si no conseguimos que se apruebe la legislación, es muy importante poner una estaca en el suelo”. También quería aprovechar que su vida política ahora era “más fácil”. Ya no tenía que preocuparse por movimientos polémicos que pudieran dañar las posibilidades de la vicepresidenta Kamala Harris de ganar la Casa Blanca.
El periodo comprendido entre el día de las elecciones y la toma de posesión del nuevo presidente en el siguiente enero era una oportunidad para que el partido saliente resolviera los asuntos pendientes, como cuando en 2008 el presidente George W. Bush aprobó los rescates federales de General Motors y Chrysler durante su periodo de lame-duck.
En el caso de Biden, su Administración bloqueó la venta de US Steel, prohibió la extracción de petróleo en una enorme franja de aguas costeras, prohibió la minería en tierras federales de California y restringió las ventas de chips informáticos avanzados por parte de empresas estadounidenses. Se emitieron nuevas normas que prohíben que las deudas médicas se tengan en cuenta a la hora de calcular las puntuaciones crediticias; se ordenó otra ronda de condonaciones de préstamos estudiantiles y se firmó un proyecto de ley que aumenta los pagos de la Seguridad Social a algunos trabajadores públicos jubilados.
Se concedió estatus de protección temporal a casi un millón de personas, entre ellas salvadoreños, sudaneses, ucranianos y venezolanos, durante un periodo de 18 meses; se gastaron los fondos asignados por el Congreso a Ucrania, tratando de dejarla en la mejor posición posible en el campo de batalla ante una posible mesa de negociaciones; y las subvenciones y aprobaciones de proyectos medioambientales se agilizaron, así como fondos para infraestructuras aprobados en virtud de la ley.
Se sacó a Cuba de la lista de países que apoyan el terrorismo (revocada ya por Trump), una decisión que no sorprendió después de la decisión tomada a principios de 2024 de retirar al país de la lista de países que “no cooperan plenamente con la lucha antiterrorista”. De todas formas, siempre fue poco probable que el gobierno de Biden retirara a Cuba de la lista de países terroristas antes de las elecciones presidenciales de noviembre de 2024, especialmente dada la necesidad de los demócratas de parecer duros en cuestiones de seguridad, así como el papel de los cubanoamericanos con fuerza electoral importante en el estado de Florida.
También se priorizó evitar la escalada hacia una guerra mayor en Oriente Medio, logrando un alto el fuego y el acuerdo sobre los rehenes. Aquí el mérito, sin embargo, tiene que ser compartido con la Administración entrante, que hizo una demostración significativa de poder pocos días antes de la investidura presidencial. Trump había exigido un acuerdo para liberar a los rehenes israelíes antes de jurar su cargo y el encargado de hacerlo realidad era Steve Witkoff. El acuerdo de alto el fuego y liberación de rehenes para Gaza que el equipo de Biden había negociado meses antes, pero que nunca llegó a cerrarse, ofrecía una alternativa tentadora y se impulsó, lográndose el acuerdo.
Pero quizás la medida más polémica de Joe Biden en su periodo de lame-duck fueron los indultos preventivos anunciados el propio 20 de enero para miembros del comité del 6 de enero, antiguos líderes militares y funcionarios del gobierno, y miembros de su familia. Ninguna de estas personas está siendo investigada por haber cometido delitos, ni existen pruebas de que los cometieran.
La Constitución otorga al presidente el poder de indultar a cualquier persona de delitos federales, pero casi nunca se ha utilizado de forma preventiva. El único ejemplo es el indulto del presidente Gerald Ford al presidente Richard Nixon por todos los posibles delitos cometidos en relación con el caso Watergate y su encubrimiento, en el que había pruebas de la implicación de Nixon. Pero Nixon sí infringió la ley, a diferencia de los beneficiarios de los indultos de Biden.
Estos indultos han alimentado, por tanto, la idea de una conspiración y reafirman de alguna manera el argumento de Trump de que la política no es más que un “chanchullo” de protección de las élites, así que ¿por qué no iba a poder hacer él lo mismo?
No se había visto en mucho tiempo unos últimos meses presidenciales como los de Biden. La mayoría de los últimos presidentes ocuparon cargos durante dos mandatos, lo que proporciona un margen mucho más amplio para completar los proyectos administrativos y normativos en curso. La única presidencia de un solo mandato en la historia reciente fue la de Donald Trump, y las últimas semanas de su Administración estuvieron salpicadas por un caos muy diferente: un motín, un intento de destitución, etc. Aun así, Trump y su equipo encontraron el tiempo para ordenar una docena de acciones ejecutivas, nombrar a un puñado de nuevos jueces e indultar a personas cercanas al presidente, además de promover la firmar del acuerdo entre Israel y Marruecos para retomar los lazos diplomáticos, dentro de los acuerdos de Abraham.
3. La llegada de Trump
Las acciones ejecutivas llevadas a cabo por Joe Biden en sus últimas semanas de mandato no gustaron al presidente electo. A pesar de ello, la transición de una administración a otra se produjo sin excesivas complicaciones, si bien Trump y su equipo retrasaron el proceso al negarse a firmar en un primer momento los acuerdos que permiten precisamente esta transición de poder. Quizás lo más destacable fuese la colaboración de ambos equipos en la negociación del alto al fuego en Gaza, que concluyó con éxito, al menos inicial. Por otro lado, los líderes extranjeros empezaron a hacer cola para hablar con el ganador. Mientras Trump se dejaba querer, empezaba a agitar a México y Canadá con amenazas de aranceles elevados, propuso la compra de Groenlandia y volver a tener el control sobre el Canal de Panamá. Trump aún no podía firmar ninguna ley ni promulgar ninguna orden ejecutiva, pero empezaba a desplazar a Joe Biden en la atención mediática. Su regreso a la escena mundial tras un paréntesis de cuatro años eclipsó, por ejemplo, el viaje de Biden a África subsahariana, mientras él anunciaba los nuevos cargos que daban una idea de cómo sería su próximo gobierno.
El presidente Trump volvió a tomar posesión de su cargo el 20 de enero, completando una notable remontada política y convirtiéndose en la segunda persona en ejercer mandatos no consecutivos como comandante en jefe. La ceremonia de investidura de Trump se trasladó al interior del Capitolio, debido a las bajas temperaturas en Washington. Esto significó que prestó juramento ante unos 600 dignatarios, en lugar de hacerlo ante las enormes multitudes que habitualmente se agolpan en el National Mall para presenciar las tomas de posesión al aire libre.
Trump, todo un showman, no desaprovechó la ocasión para atacar al “establishment radical y corrupto” en pleno Capitolio, y deleitó a la multitud firmando una pila de órdenes ejecutivas. Había prometido cambios radicales desde el primer día, promesas que alimentaron el ansia de sus seguidores de una acción inmediata. A golpe de pluma y de decretos, declaró emergencia nacional en la frontera sur para poder mandar tropas y reinstauró la política de “Permanecer en México” –una medida según la cual los solicitantes de asilo deben esperar al sur de la frontera para que sus solicitudes sean resueltas en EEUU–. También se comprometió a poner fin a lo que denomina el “mandato de los vehículos eléctricos” –una medida de la era Biden que establece normas de emisión para los coches nuevos– y a acabar con las opciones de género no binarias en las solicitudes de pasaporte y en otras medidas dentro del ámbito del gobierno federal. Todas esas acciones pretendían subrayar ante los partidarios de Trump que estaba tomando medidas rápidas para encauzar a la nación hacia un nuevo rumbo.
Las órdenes ejecutivas son medidas presidenciales que se han utilizado históricamente por dos motivos: ante una crisis que exigía una actuación rápida o cuando el proceso legislativo no producía el resultado deseado. Pero, en general, los ocupantes del Despacho Oval no han recurrido a ellas y han preferido la acción legislativa porque es más duradera. Franklin D. Roosevelt las usó intensamente pero su utilización disminuyó considerablemente hasta hace una década. Desde la segunda Administración Obama, en paralelo al aumento de la polarización política, empezaron a crecer los incentivos para emitir las órdenes ejecutivas pero esta vez en un ejercicio de limpieza para deshacerse de las órdenes de sus predecesores y, como hizo Biden, para poner piedras al que entra después.
Donald Trump, que promulgó más de 200 decretos en su primer mandato, ha garantizado desde el primer día como presidente la continuidad de la tendencia a la acción unilateral. Aunque este enfoque es políticamente conveniente, es intrínsecamente frágil como Biden, Obama y el propio Trump pudieron comprobar. Las acciones ejecutivas pueden ser anuladas por la revisión judicial, por oposición legislativa o simplemente por el siguiente presidente. La cancelación por Joe Biden del oleoducto Keystone XL en su primer día en el cargo revirtió la orden de Trump que permitía su construcción. Del mismo modo, la retirada de Trump del Acuerdo Climático de París, suscrito mediante una orden ejecutiva de Obama, dejó a los aliados mundiales cuestionando la fiabilidad de EEUU. Incluso el muro fronterizo de Trump –piedra angular de su campaña de 2016– se enfrentó a importantes obstáculos jurídicos y legislativos, y los tribunales bloquearon su intento de desviar fondos federales para su construcción. Estos casos ejemplifican cómo gobernar a golpe de decreto a menudo sacrifica la durabilidad y la legitimidad por la rapidez. Además, se ha puesto en evidencia la sensación de urgencia que tiene Trump para ofrecer soluciones rápidas en este segundo y último mandato, eludiendo al Congreso y tratando de reforzar las competencias del ejecutivo.
Algunas de estas primeras acciones de Trump tendrán un efecto inmediato, como la revocación de las órdenes Biden –muchas de ellas sacadas adelante en el periodo lame-duck– las que apuntan a un cambio en el ejecutivo –como la creación del nuevo Departamento de Eficiencia Gubernamental– así como la declaración de emergencias en la frontera. Otras serán meras declaraciones de intenciones, como la de reestablecer la libertad de expresión o poner fin a la “militarización” del gobierno; algunas golpean la imagen exterior de EEUU y su fiabilidad como aliado, como la salida de los acuerdos internacionales sobre el clima o de la Organización Mundial de la Salud. Y otras suponen un gran desafío legal como querer modificar la ciudadanía por derecho de nacimiento o salvar a TikTok.
Conclusiones
Todos los presidentes estadounidenses tienen un legado desigual y el presidente Biden acertó en algunas cosas importantes y se equivocó en otras. Pero los legados presidenciales dependen en gran medida de lo que conservan las Administraciones sucesoras. Y Biden ha tenido la desgracia de que su sucesor sea Trump, que se ha comprometido a deshacer gran parte de su política interior y exterior.
El nuevo presidente Trump, por su parte, ha demostrado desde su primer día como presidente que está dispuesto a acumular aún más autoridad para sí mismo y, por ahora, sin muchas protestas de los legisladores que los fundadores supusieron que actuarían para guardar celosamente sus privilegios. Ha demostrado su voluntad de arrebatar el poder de la cartera a la Cámara de Representantes y ponerla bajo su control. El Senado se ha negado hasta ahora a permitir que Trump se limite a nombrar a su Gabinete mediante un nombramiento en receso –esquivando la confirmación por parte de los senadores– pero está dispuesto a confirmar incluso a sus candidatos menos cualificados. Aunque los republicanos del Congreso apenas se han mostrado unidos, tampoco rechazan la centralidad de Trump para la identidad actual de su partido. No es la ideología, sino su lealtad a un hombre –y el miedo a sus represalias– lo que les une.
Cuánto legislará Trump a través de órdenes ejecutivas en un segundo mandato depende en gran medida de los republicanos del Congreso. Los demócratas se opondrán a su agenda. La cuestión fundamental es si algún legislador republicano desafiará a Trump cuando sus acciones entren en conflicto con las normas constitucionales o los principios conservadores.
En una época de profunda polarización política, la tentación de Trump de legislar desde el Despacho Oval es más fuerte que nunca. Pero apenas ha empezado a andar en el trazado del que va a ser su legado definitivo como presidente.