Tema: La propuesta de diálogo con ETA aprobada en el Congreso de los Diputados el pasado mes de mayo ha suscitado un intenso debate sobre la política antiterrorista del gobierno español. En un contexto de marcada polarización política y social en torno a tan delicada cuestión resulta oportuno analizar experiencias previas de la lucha antiterrorista en nuestro país y en otra democracia europea como el Reino Unido, que también se ha visto afectada por una intensa violencia etnonacionalista como la perpetrada por el grupo terrorista IRA. El análisis comparativo de iniciativas adoptadas en ambos contextos ofrece interesantes conclusiones respecto a los procesos que habrían de conducir a la finalización del terrorismo.
Resumen: En el proceso con el que en Irlanda del Norte se ha intentado poner término a una prolongada campaña de violencia como la perpetrada por la organización terrorista IRA es posible distinguir dos etapas. En la primera de ellas los principales partidos democráticos y los gobiernos británico e irlandés coincidieron en negar cualquier expectativa de éxito a la citada organización terrorista confirmando de ese modo la ineficacia de su violencia e incentivando por ello el abandono de la misma. En un segundo estadio la estrategia de la negación se habría visto alternada con significativos gestos hacia el IRA y su brazo político, el Sinn Fein, sustentados en la creencia de que la transición desde el terrorismo a la democracia así lo requería. Sin embargo, esta contradictoria gestión del proceso se ha traducido en una impunidad e indulgencia hacia el Sinn Fein que ha minado los fundamentos de la democracia, obstaculizando seriamente la normalización política de la región al tiempo que ha garantizado la perpetuación de la organización terrorista. Esta experiencia alerta sobre los contraproducentes efectos que determinadas iniciativas promovidas desde el gobierno pueden tener en la política antiterrorista contra ETA.
Análisis: La pertinencia de la perspectiva comparada se aprecia al observar cómo diversos actores políticos y sociales en nuestro país insisten en emular el denominado “proceso de paz” norirlandés. La fascinación por dicha región ha sido constante desde la década de los noventa, como evidenció la tregua de ETA decretada en 1998 como consecuencia del pacto formalizado entre el grupo terrorista y los partidos políticos nacionalistas PNV (Partido Nacionalista Vasco) y EA (Eusko Alkartasuna), alianza ésta inspirada en una deliberada tergiversación de los pasos que precedieron el alto el fuego del IRA.[1] Los portavoces de estos partidos han argumentado que semejante acuerdo pretendía facilitar la desaparición de ETA mediante la constitución de un frente nacionalista que el grupo terrorista interpretaría beneficioso para sus intereses al sustentarse en la radicalización del nacionalismo institucional. Esta lógica ignoraba que también el IRA intentó una coalición similar que fue rechazada por los representantes del nacionalismo en el norte y el sur de Irlanda al considerar enormemente contraproducente la legitimación del terrorismo que esta estrategia conllevaba y que, además, hubiera impedido cualquier posibilidad de entendimiento con las víctimas de la violencia en la comunidad unionista. Tras haber descartado los representantes nacionalistas tan peligrosa propuesta, y ante la manifiesta debilidad de la organización terrorista como resultado de la eficacia de medidas antiterroristas adoptadas por los gobiernos británico e irlandés, el IRA optó por decretar un alto el fuego en agosto de 1994.
En este proceso de conclusión del terrorismo del IRA confluyeron tanto dinámicas internas, que afianzaron en el propio grupo terrorista las críticas hacia la continuidad de la violencia, como adecuados comportamientos por parte de otros actores, esto es, partidos democráticos y Estados, cuya firme respuesta fue la que llevó finalmente a la organización a juzgar su violencia como ineficaz. Debe recordarse que tanto en el caso de ETA como en el del IRA a menudo se subestima que sus dirigentes han elegido el terrorismo libremente tras descartar otros métodos. No es el terrorismo una simple expresión de protesta espontánea más allá del control de los individuos que lo perpetran, ni una imposición o reacción inevitable ante unas condiciones materiales e históricas determinadas, sino una táctica elegida entre un repertorio. De ahí que se renuncie a la misma cuando los costes políticos y humanos que de ella se derivan son elevados y cuando las expectativas de éxito desaparecen.[2] Estos factores son los que en el IRA provocaron el cuestionamiento de la violencia que antecedió al cambio de voluntad materializado en la conclusión de su campaña y en la aceptación de principios hasta entonces considerados como anatemas y recogidos en el Acuerdo de Viernes Santo, aprobado en abril de 1998, que daría paso a la participación del Sinn Fein en el mismo sistema que intentó destruir.
Así pues, la derrota del IRA provocada por eficaces medidas gubernamentales coactivas constituyó el principal incentivo para relegar la violencia, al igual que ha ocurrido con seis destacados presos etarras, que tras reconocer el fracaso de ETA han abogado por interrumpir el terrorismo pese a no haber recibido contraprestaciones políticas a cambio, ya que, como ellos mismos reconocen en una carta escrita el pasado verano, su “estrategia político-militar ha sido superada por la represión del enemigo”.[3] Por lo tanto, es posible deducir que si un grupo terrorista como el IRA fue capaz de abandonar su campaña terrorista en semejantes circunstancias, razonable, realista y práctico resulta exigir el mismo proceder de ETA. Es asimismo conveniente incidir en que la transición que debe acometerse con el objeto de que la decadencia de los grupos terroristas se materialice en su definitiva desaparición en absoluto aconseja contradecir esa estrategia de la negación que habría propiciado la significativa renuncia a la violencia a pesar de no haber satisfecho el movimiento terrorista sus aspiraciones tradicionales. Así se desprende al examinar el período transcurrido desde el cese de la violencia decretado por el IRA en la década de los noventa y la situación actual en Irlanda del Norte, ofreciendo esta variable temporal una perspectiva enormemente útil para evaluar diversas respuestas gubernamentales antiterroristas así como su posible paralelismo con el ámbito español.
Como ya se ha señalado, si bien el cese de la violencia del IRA se produjo en la ausencia de concesiones significativas hacia el movimiento terrorista y su entorno, inauguró un proceso en el que sus representantes políticos se beneficiaron de gestos por parte de los gobiernos británico e irlandés que generarían negativas consecuencias para la pacificación y la normalización política. No solo continúa la limitada autonomía norirlandesa suspendida desde el otoño de 2002, sino que además diversos grupos terroristas, entre ellos el IRA, permanecen activos. Aunque el IRA ha abandonado su campaña de atentados terroristas, no ha renunciado en cambio al reclutamiento y abastecimiento de armas así como a otras actividades criminales que le garantizan financiación y poder. Reveladores resultan en este sentido los pronunciamientos de los primeros ministros irlandés y británico en 2005 y 2004, respectivamente. En enero de este año, Bertie Ahern reconocía en el parlamento irlandés que en su intento por introducir al Sinn Fein en el centro del sistema de partidos había ignorado las actividades delictivas en las que el IRA venía viéndose involucrado. Unos meses antes, Tony Blair afirmaba que no debía tolerarse una situación en la que representantes de la voluntad popular se veían obligados a compartir el gobierno de Irlanda del Norte con un partido como el Sinn Fein asociado a un grupo terrorista todavía activo, esto es, el IRA. Estas concesiones fueron criticadas por los representantes de la comunidad unionista durante años, siendo dichas reclamaciones ignoradas una y otra vez por los gobiernos británico e irlandés al entender que el fortalecimiento político del Sinn Fein aseguraba la continuidad del alto el fuego del IRA.
De ese modo la política de ambos gobiernos prescindió de principios básicos de un sistema democrático, aceptando el chantaje del Sinn Fein que tan eficazmente ha planteado a lo largo de los últimos años Gerry Adams, su presidente y uno de los máximos dirigentes del grupo terrorista IRA. Así lo hacía en la última campaña electoral en mayo de 2005 al pedir el voto para su partido asegurando que así se lograría la desaparición del IRA al tiempo que alertaba de que el vacío político actual se llenaría con violencia si su formación no salía fortalecida de las elecciones. La misma intención perseguía su apelación al IRA un mes antes para que considerase abandonar la lucha armada. Ante el fracaso de treinta años de violencia, el IRA se ha erigido en la mejor baza utilizada por Adams para rehabilitar su imagen de presidente de un partido como el Sinn Fein, que hasta la declaración de alto el fuego obtenía una insignificante representación electoral en el norte y el sur de Irlanda. Al presentarse como la figura a la que se debía ensalzar y fortalecer con concesiones bajo pretexto de que sólo así sería capaz de convencer al IRA de la necesidad de dejar la violencia, Adams ha perpetuado deliberadamente la existencia del grupo terrorista mientras reforzaba su perfil político. De ese modo se ha coaccionado a la sociedad al prometerse la desaparición del IRA al tiempo que continuaba infringiendo la ley mediante la extorsión, el contrabando y otros métodos criminales auténticamente mafiosos, incluidos el asesinato. La implícita amenaza que supone esta actitud ha colocado una gran presión sobre la sociedad y las víctimas del terrorismo del IRA transformando el llamado proceso de paz en un injusto instrumento de coacción.
Los contraproducentes efectos de esta política los han sufrido directamente los partidos que hasta muy recientemente representaron a la mayoría del electorado nacionalista y unionista, esto es, el Social Democratic and Labour Party (SDLP) y el Ulster Unionist Party (UUP), al verse claramente superados en las últimas elecciones al parlamento británico por el Sinn Fein y el Democratic Unionist Party (DUP), liderado por el reverendo protestante Ian Paisley. El que durante décadas fue el principal partido nacionalista de Irlanda del Norte, el SDLP, ha incurrido en contradicciones que el electorado no ha pasado por alto. Por un lado, el SDLP insiste en que no se puede tolerar que el Sinn Fein, beneficiándose de la amenaza que representa la presencia del IRA, ejerza un veto sobre los avances políticos al continuar dicho grupo involucrado en diversas actividades criminales mientras sigue, además, inextricablemente unido a un partido político. Sin embargo, cuando ante semejante realidad los unionistas han reclamado la colaboración del SDLP para formar una coalición que excluyera al Sinn Fein del gobierno de la región, los nacionalistas se han negado. Con ese incoherente comportamiento lanzaban al electorado un mensaje suicida: el Sinn Fein puede condicionar la normalización política a pesar de incumplir las reglas del juego democrático.
El unionismo liderado hasta mayo de 2005 por David Trimble ha percibido dicha incoherencia así como la de los gobiernos británico e irlandés que, como se ha señalado, han reconocido lo perjudicial que ha resultado sostener un proceso basado en la clamorosa injusticia de blindar al Sinn Fein. La comunidad unionista ha castigado por ello a Trimble, un hombre que aceptó la promesa de Tony Blair cuando éste le aseguró apoyo si Adams incumplía su palabra al prometer la desaparición y el desarme del IRA, llegando a menudo dicho respaldo demasiado tarde. Mientras desde diversos sectores se acusaba a los unionistas de entorpecer la paz al negarse a colaborar con un partido como el Sinn Fein dirigido por los mismos hombres que se encuentran al frente de un grupo terrorista como el IRA, entre ellos, Adams y Martin McGuinness, éstos continuaban sin considerar su desaparición prometiendo en vano que en esa dirección iban sus esfuerzos. La credibilidad de Trimble se ha visto así destrozada tras ser incapaz de garantizar la definitiva desaparición del IRA mientras a sus líderes se les otorgaba el beneficio de la duda una y otra vez. Asimismo, la presión que los gobiernos británico, irlandés y estadounidense han colocado sobre Adams y el IRA tras el robo al Northern Bank de Belfast, cometido a finales del año pasado, ha confirmado a los unionistas lo que durante años han venido argumentando: el IRA y el Sinn Fein sólo ceden cuando se ven presionados y no cuando se les concede una inmerecida legitimación mediante la aceptación de la narrativa del conflicto reproducida por Adams. En esas condiciones, los unionistas entienden que Ian Paisley es el mejor hombre para ejercer dicha presión que tan eficaz resulta con el IRA.
El tiempo ha demostrado la equivocación que ha supuesto obviar en el caso del Sinn Fein las exigencias que a un partido se le deben plantear para su normal participación en un sistema democrático. El desarme del IRA es una de ellas, a pesar de que ha habido destacadas voces que han defendido lo contrario. Ya en 1999, Michael Oatley, miembro del servicio secreto MI6, criticó a los unionistas norirlandeses al escribir que las peticiones de desarme al IRA constituían “una excusa en el camino hacia la paz”.[4] Una visión similar mantuvieron quienes desde el Ministerio británico para Irlanda del Norte (Northern Ireland Office o NIO) sostuvieron que la excarcelación de los presos debía aceptarse sin ser planteada como una condición a cambio del desarme de los grupos terroristas. Sin embargo, estas opiniones que finalmente se impusieron sobrevaloraron la supuesta buena fe de los dirigentes del Sinn Fein y el hecho evidente de que ese apoyo a las tesis de Adams minó considerablemente la confianza de los partidos democráticos en un sistema que protegía a quienes amenazaban con subvertirlo, esto es, el IRA y su brazo político. La lógica que subyacía bajo este planteamiento era que la transición hacia la democracia requería sacrificios en la forma de concesiones que fortalecieran a quienes teóricamente iban a liderarla. Frente a esta lógica, parece ahora más idóneo haber optado por una actitud consistente sencillamente en exigir al Sinn Fein lo mismo que se le exigiría a cualquier otro partido para su plena aceptación en el juego democrático, rechazando por tanto favoritismos que tienen su origen en la presencia intimidatoria y coaccionadora de un grupo terrorista a la sombra de la formación política que busca incorporarse a la democracia. Ello habría expuesto la manipulación que el liderazgo del IRA ha realizado de estas circunstancias, como ha sintetizado el prestigioso analista Ed Moloney: “Adams ha jugado con inteligencia la baza de que los halcones del IRA no le dejaban maniobrar y que por eso no podía haber desarme. Pero cuando salga a la luz toda la historia de este período se verá que Adams era un hombre que controlaba por completo la rama política y militar del movimiento y que de haberlo querido hubiera podido moverse mucho antes y de manera más sustancial en el tema del desarme. Los dos gobiernos han sido engañados magistralmente.”[5]
El comportamiento gubernamental descrito contradice claramente los principios en los que se sustenta la política antiterrorista española, que tiene como pilar el Pacto por las Libertades y frente al Terrorismo firmado en 2000 por el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el Partido Popular (PP). En el mismo ambos se comprometen a “trabajar para que desaparezca cualquier intento de legitimación política directa o indirecta, de la violencia”, asegurando por ello que “de la violencia terrorista no se extraerá, en ningún caso, ventaja o rédito político alguno”. Se añade asimismo que “el diálogo propio de una sociedad democrática debe producirse entre los representantes legítimos de los ciudadanos, en el marco y con las reglas previstas en nuestra Constitución y Estatuto y, desde luego, sin la presión de la violencia”. Como corroboran los pronunciamientos de los primeros ministros británico e irlandés antes citados, así como los sucesivos informes elaborados por la comisión independiente encargada de evaluar las actividades de los grupos terroristas en Irlanda del Norte (Independent Monitoring Commission, IMC), el terrorismo ha extraído réditos políticos al aceptarse el diálogo bajo la presión de la violencia. La incoherencia de la política británica se reflejaba también en el discurso que el 18 de octubre de 2002 pronunció Tony Blair exigiendo “el final de la tolerancia de actividades paramilitares”, así como una “misma ley para todos que se aplique a todos por igual”, al asegurar que a partir de ese momento “un crimen es un crimen”.[6] La impunidad política, jurídica, e incluso moral, que se desprende de semejante política no ha garantizado la ansiada desaparición de la organización terrorista, beneficiando por el contrario los objetivos propagandísticos de su entorno al favorecer la legitimación de quienes han sido capaces así de condicionar el sistema político, debilitando por ello la autoridad constitucional.
Tan perjudicial escenario ha emergido como consecuencia de una política antiterrorista caracterizada por una ambigüedad que algunos dirigentes han definido como constructiva, pero que sin embargo se ha tornado en inconsistente generando una destructiva dinámica que podría reproducirse en nuestro propio país. Este es uno de los graves peligros que subyace bajo la propuesta de diálogo aprobada por el Congreso de los Diputados español. Cierto es que dicho diálogo aparece condicionado a que ETA manifieste “una clara voluntad para poner fin a la violencia” mediante “actitudes inequívocas que puedan conducir a esa convicción”.[7] Por tanto, esta fórmula establece unos límites que han favorecido un amplio respaldo a la citada proposición. No obstante, la ambigüedad en torno a cuáles deben ser esas “actitudes inequívocas que puedan conducir a esa convicción” de que ETA desea realmente concluir su campaña, es susceptible de profundizar las discrepancias y divisiones entre los principales partidos democráticos. Así lo sugiere el hecho de que la proposición fuese justificada como una consecuencia de un nuevo contexto en el que ETA desearía abandonar el terrorismo, convencimiento expresado públicamente por destacados representantes políticos a pesar de la inexistencia de pruebas que así lo demuestren mientras el grupo terrorista continúa con sus actividades de extorsión, intimidación y preparación de asesinatos. Lo cierto es que objetivamente no hay evidencia alguna de que la banda haya decidido la interrupción de sus actividades y mucho menos su desaparición, como demuestran sus constantes intentos de asesinar que se han visto frustrados por los éxitos policiales.[8] En este sentido, el propio ministro del Interior, José Antonio Alonso, corroboraba recientemente que no se tiene ninguna constancia de que ETA esté pensando en dejar las armas. Por ello plantear que la ausencia de víctimas mortales desde hace dos años confirma un cambio en el contexto vasco que justifica una actitud diferente hacia el grupo terrorista con el objeto de facilitar su final equivale a confundir la realidad con los deseos. De ahí que la oferta de diálogo como consecuencia de las supuestas promesas enviadas por la organización terrorista al Gobierno añada confusión a la política antiterrorista, contribuyendo a la división de quienes a través del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo deberían actuar mediante un sólido consenso.
La división de las fuerzas democráticas fue el objetivo que también persiguió el IRA al verse presionado por eficaces medidas antiterroristas que le llevarían a interrumpir su campaña terrorista. Danny Morrison, prominente dirigente del IRA y del Sinn Fein, lo anunciaba en una carta a Gerry Adams, escrita desde la cárcel en 1992, en la que reconocía que la violencia mantenía unidos a sus enemigos, por lo que sugería detener el terrorismo y explotar el proceso posterior ante las dudas que surgirían sobre su gestión, provocando así la división de los partidos democráticos.[9] Consecuente con ese objetivo debe considerarse la negativa del IRA a desarmarse por completo al tiempo que incumplía las promesas de disolución repetidas por los portavoces del Sinn Fein. Con unas intenciones muy similares encaminadas a profundizar las discrepancias entre las principales formaciones políticas, ETA y su entorno llevan meses creando expectativas sobre un alto el fuego, utilizando un lenguaje que seduce a muchos a pesar de la ausencia de pruebas que evidencien una auténtica voluntad de poner fin al terrorismo, comportamiento que podría acentuarse con una declaración de tregua. De ese modo la disminución de algunas de sus acciones terroristas, complementada con una retórica que promete paz y esperanza, sirven como eficaz instrumento de coacción al utilizarse la ansiedad colectiva por que el final de ETA llegue pronto como presión que obligaría a aceptar ciertos “sacrificios y riesgos por la paz”, términos profusamente utilizados en el actual marco político. Por tanto, ante una declaración de tregua muchos serían quienes defenderían concesiones que ahora se rechazan, pero que en esas circunstancias presentarían como necesarias para consolidar dicho alto el fuego con argumentos que se valen del lógico cansancio de una sociedad afectada por la amenaza terrorista durante décadas, entre ellos la insistencia en la necesidad de aprovechar una oportunidad histórica con el fin de evitar más víctimas.[10] Como ya se ha señalado, esta dinámica se ha reproducido en Irlanda del Norte, facilitando una contraproducente impunidad política, jurídica y moral que en absoluto ha acercado una verdadera paz. De esa manera el IRA ha logrado recuperar parcialmente por la vía política lo que perdió policialmente, precedente que podría trasladarse al ámbito vasco si se cometiesen errores de los que creíamos haber aprendido. A este respecto, defender la negociación con ETA recordando que anteriores gobiernos también la acometieron es el mejor argumento para descartar de nuevo su utilización, pues esas experiencias previas han demostrado lo ineficaz y hasta contraproducente de dichos diálogos.[11]
Conclusiones: En el hipotético escenario de una tregua de ETA, su desarme y su disolución total constituyen exigencias realistas y prácticas que deberían satisfacerse y verificarse rigurosamente antes de considerar cualquier diálogo sobre los presos, materia ésta sobre la que amplios sectores de la sociedad española estiman imprescindible algún tipo de negociación. Se impediría así que la organización terrorista coartase a otros actores políticos y sociales en un escenario de alto el fuego que en absoluto equivale a un contexto de paz habida cuenta de la continuidad de la intimidación que la existencia de ETA supone. Este mismo argumento puede contraponerse al defendido por quienes en Irlanda del Norte han propugnado la necesidad de arrinconar la exigencia de desarme con el pretexto de que de ese modo se avanzaba en un proceso que a base de prolongarse en el tiempo hacía más improbable el regreso a una campaña de violencia con la cual existiría cada vez una mayor distancia. En realidad, el avance de dicho proceso habría sido mucho más sólido e irreversible de haberse insistido con mayor firmeza en una exigencia que resulta inevitable, tal y como pone de manifiesto el hecho de que hoy en día todos los actores políticos, excepto el Sinn Fein, acepten que el restablecimiento de la autonomía exige el desarme del IRA. Por ello, conceder beneficios a los presos etarras a cambio de una mera declaración de tregua facilitaría al grupo terrorista la coacción durante el proceso político posterior al ceder el Estado un valioso elemento de presión. No debe olvidarse que nuestra democracia ya permite la reinserción condicionada a la renuncia a la violencia y al resarcimiento de las víctimas mediante la petición expresa de perdón, asumiendo la responsabilidad civil derivada de los delitos cometidos. Por lo tanto, la paz es posible respetando unos límites que impidan la impunidad y que demostrarían la voluntad inequívoca de poner fin a la violencia si realmente existiera, es decir, negando que el terrorismo extraiga “ventaja o rédito político alguno”, tal y como exige el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo.
De ese modo se impediría la consolidación de un déficit democrático como el que plantearía la constitución de dos mesas de diálogo, tal y como exige Batasuna, en las que las negociaciones políticas se realizarían sin la desaparición de una organización cuya mera declaración de cese de actividades violentas no constituye una prueba inequívoca de su voluntad de poner fin a su existencia. Como el referente norirlandés demuestra, la mera presencia de una organización terrorista condiciona procesos políticos en los cuales participa el partido que la representa al favorecer una coacción que en absoluto incentiva su definitiva disolución. Plantea además el serio peligro de consolidar actitudes de tolerancia hacia ciertas formas de violencia y hacia la flagrante violación de libertades sufrida por una significativa parte de la ciudadanía, como se aprecia ya ante la disminución de los atentados mortales de ETA. Repárese en cómo el tipo de violencia que comprende atentados con heridos denominados leves, además de las amenazas, intimidaciones y extorsiones que regularmente utiliza el grupo terrorista se interpreta desde algunos ámbitos como más aceptable que aquella que tiene como resultado el asesinato, lo cual induce a erróneos análisis sobre las verdaderas intenciones políticas de los terroristas.
Rogelio Alonso
Profesor de Ciencia Política y coordinador de la Unidad de Documentación y Análisis sobre Terrorismo en la Universidad Rey Juan Carlos
[1] Para un análisis detallado de la instrumentalización que el nacionalismo vasco ha realizado del proceso norirlandés con el fin de justificar la radicalización de su posicionamiento político desde la Declaración de Lizarra hasta el denominado Plan Ibarretxe, véase Rogelio Alonso, “Pathways Out of Terrorism in Northern Ireland and the Basque Country: The Misrepresentation of the Irish Model”, Terrorism and Political Violence, vol. 16, nº 4, 2004, pp. 695-713.[2] Sobre esta cuestión véanse los capítulos cuatro, cinco y seis de Rogelio Alonso, Matar por Irlanda. El IRA y la lucha armada, Alianza editorial, Madrid, 2003.[3]El Correo, 3/XI/2004.[4] “Forget the Weapons and Learn to Trust Sinn Fein”, Michael Oatley, The Sunday Times, 31/VIII/1999.[5] “Adams Conned Governments”, Ed Moloney, The Sunday Tribune, 7/VIII/2001.[6]http://www.number-10.gov.uk/output/Page1732.asp[7] Lucha contra el Terrorismo, Resolución número 32 aprobada por el Pleno de la Cámara, Boletín Oficial de las Cortes Generales, número 206, Congreso de los Diputados, VIII Legislatura, 20/V/2005.[8] En los dos últimos años ETA ha cometido 66 atentados que han dejado heridas a 75 personas. Si ninguno de ellos ha tenido como resultado víctimas mortales, ello debe atribuirse a la eficacia policial o a la fortuna que impidió que las intenciones de los terroristas se vieran finalmente materializadas en asesinatos.[9] Danny Morrison, Then The Walls Came Down. A Prison Journal, Mercier Press, Dublin, 1999, p. 242.[10] Reveladoras de esta actitud resultaban las declaraciones del Obispo de San Sebastián Juan María Uriarte al afirmar que “el bien superior de la paz se merece que todos recortemos incluso nuestras legítimas aspiraciones”, de ahí que en su opinión “ningún interés partidista, ningún agravio del pasado y presente, ninguna demostración de violencia deben obstruir el camino hacia la paz”. El Correo, 30/V/2005.[11] Sobre las fracasadas negociaciones con ETA, véase Florencio Domínguez, De la negociación a la tregua. ¿El final de ETA?, Taurus, Madrid, 1998. Sobre los dañinos efectos que para las autoridades democráticas tiene la negociación con organizaciones terroristas, véase el capítulo 4 de Fernando Reinares, Terrorismo y antiterrorismo, Paidós, Barcelona, 1999.