Tema
Después de declarar en 2021, año de su centenario, que ha logrado establecer una “sociedad moderadamente próspera”, el Partido Comunista de China (PCCh) se enfrenta a una serie de nuevos desafíos para mantener su legitimidad y seguir en el poder.
Resumen
Después de la crisis financiera global de 2008, China se embarcó en un crecimiento que se podría calificar como el período del Chinese Wild East o “Salvaje Oriente Chino” marcado por un aumento del crédito espectacular que ha generado una burbuja inmobiliaria y un mayor endeudamiento de la población. Este crecimiento descontrolado se ha dado todavía más en los nuevos sectores tecnológicos. El Partido Comunista de China (PCCh) ha permitido, y hasta estimulado, la creación de los grandes gigantes tecnológicos chinos, pero también se ha dado cuenta de que el sector tecnológico con sus plataformas no es un sector más como la energía, las telecomunicaciones o la banca. La penetración de la tecnología llega a todos los ámbitos de la sociedad y determina el comportamiento y hasta los deseos y los sueños de los ciudadanos y eso le da un poder de disrupción enorme. En plena revolución digital y con un contexto internacional más hostil, el partido ha decidido que frente a la desigualdad y la rivalidad entre potencias su respuesta va a ser una estrategia de “prosperidad común” y “circulación dual” en la que el PCCh tenga todavía más control. Conceptualmente, esto hace que China esté transitando de ser un “capitalismo de Estado” a un “socialismo con mercado”. Todavía es pronto para juzgar si este nuevo modelo de desarrollo va a ser exitoso. Pero, como en el pasado, pensar que va a fracasar por su obstinación ideológica, puede ser una conclusión errónea.
Análisis
Este año, que acaba el 31 de enero, según el calendario lunar chino, el Partido Comunista de China (PCCh) ha celebrado su centenario. Algunos podrían haber pensado que sería un año de pompa y celebraciones, de mirar hacia atrás más que hacia delante. Pero se ha celebrado el pasado a la vez que se ha hecho una profunda reflexión sobre el futuro. Como describe Xulio Ríos en su libro La Metamorfosis del Comunismo en China: una Historia del PCCh (1921-2021), aunque no lo parezca el PCCh está en una evolución constante. Además, desde hace unos años a esta parte, por lo menos desde que Trump empezó en 2018 la guerra comercial y las sanciones contra empresas tecnológicas chinas, con Huawei como su mayor víctima, el PCCh ha puesto el país en estado de urgencia. La situación es incluso más grave. Con la aparición del COVID-19 y la intensificación de la rivalidad geopolítica con EEUU, hasta se podría decir que China está en una cuasi “economía de guerra” continua, con un enemigo claro, el COVID-19 (de ahí la política de cero casos y medidas drásticas para no darle tregua al virus), pero también una determinación de controlar todavía más las palancas macroeconómicas a través de la planificación centralizada y lograr una mayor autonomía económica y tecnológica de Occidente, a la vez que aumentan las dependencias de otros países con su propio mercado.
Sin embargo, la cuasi “economía de guerra” desgasta si se mantiene durante muchos años. El PCCh, y su líder, el presidente Xi Jinping, saben que China tiene que adoptar un nuevo modelo de desarrollo para mantener su legitimidad y este año ha desplegado toda una serie de reformas legislativas y regulatorias para conseguir el objetivo último del partido, que no es otro que mantener su legitimidad, y, en los períodos que no la tiene, asegurarse de que no hay una alternativa política a su gobierno. En estos momentos eso está asegurado. El pasado 1 de julio de 2021, día del centenario de la creación del PCCh, Xi proclamó que China había logrado su sueño histórico, anhelado desde hace 2.500 años: el xiaokang, es decir, erradicar la pobreza absoluta y convertirse en una sociedad moderadamente próspera, y hasta los más críticos con el PCCh reconocen este mérito. El pueblo chino nunca ha vivido mejor que hoy. Pero los desafíos venideros son colosales y, si realmente Xi quiere lograr su próximo objetivo, que no es otro que China salte la trampa de la renta media y se convierta en un país de renta alta para 2035, sabe que tiene que realizar una serie de grandes transformaciones.
La visión para los próximos cinco años, ya con la mirada puesta en 2035, se ha plasmado en el Plan Quinquenal 2021-2025 aprobado en abril de 2021 y que se sustenta sobre ocho ejes principales: (1) priorizar el crecimiento cualitativo sobre el cuantitativo (es decir, por primera vez se eliminan los objetivos numéricos de crecimiento); (2) convertir a China en una potencia manufacturera que sea tecnológicamente autosuficiente (o sea, autonomía estratégica con características chinas); (3) acelerar la transición hacia una economía verde (y aquí los avances son importantes aunque sigue la dependencia del carbón); (4) conseguir una “prosperidad común”, reduciendo la desigualdad a través de la revitalización del medio rural y nuevas estrategias de urbanización inteligente; (5) continuar con la liberación gradual del entorno empresarial reduciendo las listas negativas para la inversión extranjera (bajo la mirada atenta del Partido); (6) fomentar el desarrollo a través de la circulación dual (sobre el comercio doméstico e internacional); (7) elevar el papel de China en la gobernanza económica regional y global; y (8) gestionar la rivalidad entre grandes potencias con EEUU. Esto ya es una agenda bastante completa. Pero ha habido bastante más. Después de las festividades de julio y en pleno agosto cuando Occidente estaba de vacaciones, el Gobierno chino intensificó sus intervenciones en la economía, sobre todo en el sector tecnológico.
Acabar con el “Salvaje Oriente Chino”
Después de la crisis financiera global de 2008, China se embarcó en un crecimiento que se podría calificar como el período del Chinese Wild East o “Salvaje Oriente Chino” marcado por un aumento del crédito espectacular, que ha generado una burbuja inmobiliaria (con ciudades como Shanghái, Shenzhen y Pekín entre las más caras del mundo) y un mayor endeudamiento de la población. Este crecimiento descontrolado se ha dado todavía más en los nuevos sectores tecnológicos. Hasta tal punto que, en esta última década, China ha pasado del uso excesivo del metálico (los fajos de billetes eran muy comunes) a que la gran mayoría de los ciudadanos, de todas las edades y condiciones socioeconómicas, usen su teléfono móvil para realizar sus compras. Tanto es así que en 2018 WeChat Pay de Tencent gestionaba ya 1.200 millones de pagos al día mientras que su equivalente norteamericano Apple Pay gestionaba sólo 1.000 millones al mes. Este crecimiento hizo que en 2019 el volumen de pagos por móvil en China llegase a los 54 billones de dólares, 551 veces el volumen en EEUU. Como señala Zak Dychtwald, nunca en la historia una sociedad ha vivido unos cambios tan profundos en tan poco tiempo.
Aunque el régimen chino es autoritario, en la última década el sector tecnológico operó bajo un laissez faire económico desenfrenado. Yuen Yuen Ang lo ha comparado con la “Época Dorada” (Gilded Age) de finales del siglo XIX en EEUU. El Gobierno dejaba hacer a las nuevas empresas tecnológicas por fetichismo tecnológico. Desde el siglo de humillación (1839-1949), China siempre ha tenido un complejo de inferioridad con respecto a Occidente en cuanto al desarrollo de nuevas tecnologías y de ahí que se promoviese la experimentación y la innovación sin ningún tipo de trabas. Pero la falta de reglas llevó a una serie de dinámicas perversas. Desde la publicidad y las reseñas de productos falsas, pasando por abusos de dominio de mercado y bloqueo de información de los rivales en los buscadores de Internet, y acabando en el robo y uso de datos personales sin ningún tipo de restricciones. Esto ha llevado a un rechazo popular hacia las big tech y a que figuras como Jack Ma, el fundador de Alibaba, otrora muy populares, fuesen criticados por muchos ciudadanos por imponer su cultura de trabajo de 996 (de 9 de la mañana a 9 de la noche y seis días por semana) sobre sus trabajadores tan mal pagados y tan vitales en plena pandemia. Como se comentaba antes, la economía de guerra desgasta. El hacer enormes sacrificios como país para poder competir con Occidente, especialmente con EEUU, es un eslogan nacionalista potente, pero si las desigualdades internas (sobre todo en la percepción ciudadana) crecen, la cohesión social empieza a erosionarse.
Todo esto ha llevado al PCCh a reconocer que el periodo del “Salvaje Oriente” había generado mucha innovación y crecimiento, pero también mucha desigualdad, corrupción y descontento, y por lo tanto, había que frenarlo. La respuesta ha sido aplicar más severamente las leyes de competencia y antimonopolio, con multas de hasta 2.800 millones de dólares para Alibaba y castigos menos severos para otros gigantes tecnológicos como Tencent, Baidu y Meituan, limitar el crecimiento del crédito del 20% anual al 10% (eso es lo que ha llevado a la promotora Evergrande a la quiebra) y forzar a muchas de estas grandes empresas a realizar donaciones filantrópicas bajo la premisa de lograr lo que Xi Jinping ha calificado como “prosperidad común”. La idea es que aquellos que se hicieron ricos primero, siguiendo el lema de Deng Xiaoping, ahora tienen que repartir parte de su riqueza a los más necesitados, en lo que se conoce como la “tercera distribución”, siendo la primera la que se consigue a través del mercado laboral y la segunda a través de la política fiscal y los impuestos.
En definitiva, para el PCCh el crecimiento descontrolado ha llevado a China a una situación similar a la de EEUU y algunos países europeos, con mucha desigualdad de renta y creciente descontento popular (sobre todo entre los jóvenes, que ya no encuentran trabajo tan fácilmente). Los disturbios después de la muerte de George Floyd y el ataque al Capitolio de enero de 2021 en EEUU fueron una clara demostración del peligro latente para la estabilidad del régimen y del país desde el punto de vista de muchos académicos y funcionarios chinos. Pero también del declive y las fracturas internas de EEUU, que China observa con detenimiento.
El excesivo poder de las Big Tech
La mirada a EEUU trajo otros avisos para los líderes del PCCh. Aunque ya empezaban a tener sospechas, la campaña electoral norteamericana de 2020 les enseñó que las grandes empresas tecnológicas estaban adquiriendo demasiado poder. Uno de los momentos más decisivos para las autoridades chinas fue mayo de 2020 cuando, en medio de los disturbios tras la muerte de George Floyd, Twitter empezó a rotular los tweets del presidente Trump como falsos o con tendencia a glorificar la violencia. Esto fue un punto de inflexión. Desde la mente de un alto cargo del PCCh, que una empresa privada pueda juzgar lo que dice el presidente (y Commander-in-Chief) de la mayor potencia mundial como falso, y que éste no pueda hacer nada para evitarlo, es una clara señal de que las empresas tecnológicas podrían llegar a convertirse en una amenaza para el régimen. Esta creencia solo cogió más fuerza a medida que figuras como Jack Ma empezaban a ser más poderosas y famosas y hasta se permitían el lujo de criticar a las autoridades por ser demasiado conservadoras. No es de extrañar, pues, que a finales de 2020 justo antes de sacar a bolsa Ant Financial (que finalmente no se ha producido), el mismo Jack Ma “desapareciese” durante tres meses y a partir de ahí haya reducido enormemente su exposición pública.
Como comenta el historiador Adam Tooze, el PCCh ha logrado convertirse en la mayor organización estatal del mundo y eso se debe a que nunca ha dejado que los empresarios chinos, por muy exitosos que sean, se organicen lo suficientemente para desarrollar una conciencia de clase y amenacen su liderazgo. La revolución burguesa no se ha producido en China y todo lo que pueda constituir una semilla en esa dirección es rápidamente identificada y neutralizada. En plena tensión geopolítica con EEUU eso también se aplica a toda exposición (léase vulnerabilidad) que suponga el tener empresas chinas listadas en los mercados financieros internacionales y con la posibilidad de que sean “capturadas” por el capital occidental. La reciente retirada de Didi, el Uber chino, de la bolsa de Nueva York para integrarse en la de Hong Kong (una plaza ya totalmente controlada por el PCCh) es el último ejemplo de esta tendencia. Ya antes, el caso de Huawei le demostró al Gobierno chino que estar integrado en las cadenas de valor occidentales puede ser un flanco débil más que una punta de lanza para los intereses del país.
En definitiva, el PCCh ha permitido, y hasta estimulado, la creación de los grandes gigantes tecnológicos chinos, pero también se ha dado cuenta de que el sector tecnológico y la economía de plataforma que genera no es un sector más como la energía, las telecomunicaciones o la banca. La penetración de la tecnología llega a todos los ámbitos de la sociedad y determina el comportamiento y hasta los deseos y los sueños de los ciudadanos y eso le da un poder de disrupción enorme. Hasta el punto de que se acercaba el momento (si no se ha superado ya) en que los mandarines del PCCh ya no tenían incluso la capacidad técnica de entender los algoritmos de inteligencia artificial de estas grandes empresas. Ante esta latente, o ya presente, asimetría en conocimiento, el PCCh tenía que actuar y atar estos gigantes y sus actividades (incluidos el sector de los videojuegos y la educación online) más en corto. Sobre todo, porque varias de estas empresas, y Alibaba con Ant Financial a la cabeza, estaban penetrando el circuito del crédito (préstamos) en China, y ese es un ámbito demasiado sensible para el Partido, que no se puede permitir lo que el aparato ha venido en calificar como la “expansión desordenada del capital”. Esto explica la prohibición de las criptomonedas, nuevas leyes sobre protección de información personal (PIPL) y la batería de nueva regulación de algoritmos que se está desarrollando, y que en ciertos casos, y salvando las distancias, intenta abordar los mismos problemas de monopolio, privacidad, y sesgo en los hábitos y el consumo que está generando la economía digital en EEUU y Europa.
Socialismo con mercado
El PCCh sabe que el mercado es importante a la hora de generar competencia e innovación, incluso en la asignación de recursos, por eso hay una competencia extrema en muchos mercados en China, pero también está absolutamente convencido de que el Estado sigue siendo clave para el desarrollo del país. Es el que tiene la capacidad de invertir en infraestructura dura y blanda. Y a su vez su papel central es determinante para que el partido se mantenga en el poder.
En este sentido es relevante estudiar la Nueva Economía Estructural tal y como la teoriza Justin Yifu Lin, el que fuera economista jefe del Banco Mundial. Según él, en el contexto actual de gran rivalidad con EEUU, la nueva política industrial china tiene que diferenciar entre cuatro tipos de mercados: (1) aquellos en los que China ya es un líder, donde tiene que apostar por más I+D+i y reducir las barreras internacionales al comercio y la inversión; (2) aquellos en los que China ha perdido su ventaja comparativa (basada antaño en mano de obra barata) y tiene que estimular que las empresas se muevan a procesos de mayor valor añadido como diseño y branding en la “curva de la sonrisa” de las cadenas de valor; (3) los que tienen un ciclo de innovación muy corto (léase nuevas tecnologías) y van a tener que depender cada vez más del consumo y la innovación interna (porque los mercados occidentales pueden cerrarse como le ha pasado a Huawei); y (4) los sectores de importancia estratégica, ligados a la defensa nacional, donde habrá muy poca lógica de mercado y un control absoluto del Estado. Sobre estas premisas se entiende, por ejemplo, que el PCCh haya tomado mayor control de las grandes tecnológicas para que inviertan más en deep-tech (que requiere mayor inversión en investigación y capital físico) y no tanto en inteligencia artificial para estimular el consumo y aumentar los beneficios a corto plazo.
Bajo este prisma, la doble circulación es más bien de dos circulaciones (en plural) donde, por un lado, China va a depender más de su consumo interno, pero, a diferencia de lo que se pueda leer en mucha de la prensa occidental, no se va a encerrar en sí misma. La idea es todo lo contrario. A media que se vaya desarrollando más, tendrá más intereses en (y con) el extranjero. Esa es la circulación externa. Los números de este año confirman esta tendencia. Pese a la tensión geopolítica con EEUU, en 2021 China ha vuelto a tener cifras récord en exportaciones e importaciones y en la inversión extranjera que llega al país. Como ha señalado The Economist recientemente, parece que China persigue un “desacople asimétrico”. Mientras que EEUU, y en menor medida la UE, establecen barreras al capital chino, Beijing las abre para el capital occidental. Eso sí, en su terreno, que lo controla bien, y bajo sus propias reglas de juego.
Eso quiere decir que las empresas occidentales que quieran operar en el mercado chino tendrán que hacerse más chinas. Si en su primer mandato la obsesión de Xi fue la de disciplinar el partido con su campaña anticorrupción, este segundo mandato (que acaba este año que entra) lo termina disciplinando los excesos del mercado (y, por tanto, de parte de la sociedad) para asegurarse su tercer mandato, lo que rompería la tradición de los dos mandatos de cinco años establecida por Deng. Esto lleva a Xulio Ríos a decir que China no es un capitalismo de Estado o político, como lo conceptualiza Branko Milanovic, sino más bien un “socialismo con mercado”, con una jerarquía y un control del PCCh evidentes y con la economía siempre subordinada a la política, pero también con una enorme capacidad de establecer un engranaje público-privado orgánico y altamente competitivo, como indica Jude Blanchette.
¿China como modelo?
Esta creciente concentración de poder en manos del PCCh y de su líder ha generado mucha preocupación a nivel internacional. George Soros ha declarado abiertamente que la dictadura de Xi amenaza la estabilidad del Estado chino y, consecuentemente, la del mundo. Otros, sin embargo, no son tan negativos. Ray Dalio quizá sea hoy la voz más citada en insistir que durante décadas en Occidente siempre se ha pensado que el comunismo chino iba a fracasar, pero lo cierto es que no ha parado de mejorar el desarrollo del país. Los datos son innegables. En 2009 el valor añadido que aportaba China a un iPhone 3 era el 4%. Diez años más tarde, en 2019, para el iPhone X ya era del 25%. Lejos ha quedado ya la tesis de que China no puede innovar porque es una dictadura. Como explica Zak Dychtwal, lo que hace el ecosistema de innovación chino único en el mundo es que tiene a cientos de millones de ciudadanos que adoptan (y se adaptan a) las nuevas tecnologías como casi nadie en el mundo. Eso hace que en muchos sectores la experimentación e innovación esté más avanzada. Alibaba ha transformado la venta minorista, y casi todas las multinacionales occidentales le copian. Es más, usan procesos y técnicas más avanzadas en China que en el resto de los mercados donde operan. Facebook ha copiado los sistemas de pago de WeChat, Amazon ha introducido el Prime Day después de que lo hiciese Alibaba e Instagram ha incorporado mucha de la innovación de TikTok.
Muchos piensan que esta innovación es el fruto precisamente de la apertura de China después de las reformas de Deng Xiaoping, pero advierten que justamente si Xi introduce mayor control político y de mercado esto al final va a hacer que China sea menos innovadora y productiva. La tesis de desarrollo defendida por Robinson y Acemoglu y otros sigue teniendo validez empírica, pero es importante entender bien la realidad china. Como advierten Rana Mitter y Elsbeth Johnson, hay varios mitos que se siguen repitiendo en Occidente que no ayudan. Dos en concreto son dignos de mención. El primero es pensar que el desarrollo económico y la democracia son dos lados de una misma moneda. Lo cierto es que, a diferencia de muchos analistas occidentales, la gran mayoría de chinos piensan que los logros económicos de las últimas décadas se han dado gracias, y no a pesar, del PCCh.
El segundo mito es pensar que el sistema autoritario o incluso totalitario chino no tiene legitimidad. El problema está en no entender la diferencia entre un sistema marxista, que se centra sobre todo en el progreso económico, y un sistema marxista-leninista, en el que el control político y la permanencia en el poder es vital, y esa en el largo plazo sólo se consigue con cuadros competentes. Para la mayoría de los chinos, pese a la corrupción endémica, que existe y que forma parte del sistema, el PCCh es un partido meritocrático. Como demuestran los estudios de opinión pública del Ash Center de la Universidad de Harvard, si se comparan los datos de la serie desde 2003, en plena pandemia, el gobierno se percibe como más capaz y efectivo que nunca. La percepción es que los líderes que llegan al Politburó han demostrado ser buenos gestores a nivel local y provincial primero. Aunque hay excepciones, en general, es difícil encontrarse a un alto cargo chino que sea incompetente. Eso hace que muchos chinos piensen que su sistema es igual o más legítimo y efectivo que las democracias occidentales.
Esta mayor confianza en el sistema chino se ve reflejada en la política exterior de China. Como comenta Yan Xuetong, uno de los profesores de relaciones internacionales más influyentes, gran parte de los altos cargos del PCCh piensan que China “ha superado las etapas de levantarse y hacerse rica, y ahora el objetivo es hacerse fuerte”. Pero siempre teniendo en cuenta sus limitaciones. China va a seguir teniendo una doble identidad. La de ser un país todavía en desarrollo, con una renta per cápita muy lejos de la de los países punteros (13.000 dólares) y, por lo tanto, su enfoque se centrará en las relaciones Sur-Sur, pero a su vez también es consciente de que es una gran potencia y eso hace que la competencia con EEUU sea inevitable. Sin embargo, esa confrontación no debe ser frontal, ni siquiera en el ámbito ideológico, de ahí que en Pekín se cuiden mucho de no aceptar la lógica de la Guerra Fría y los bloques ideológicos que propone la Administración Biden, y que ha sido denunciada por Thomas Pepinsky y Jessica Chen Weiss, entre otros. En el PCCh saben perfectamente que el modelo chino nunca será igual de atractivo que el Occidental y por eso insisten en que China es un país en desarrollo con “características chinas”. Lo que significa que el modelo no se puede exportar a otros países y que iniciativas como la Franja y la Ruta (la nueva ruta de la seda) no buscan tanto generar alianzas como dependencias transaccionales y demostrar que incluso en regímenes autoritarios se puede lograr desarrollo económico.
Conclusiones
En el año de su centenario, el PCCh ha declarado que ha erradicado la pobreza extrema en el país (aunque lo cierto es que mucha de la China rural está todavía subdesarrollada) pero también ha reconocido que décadas de crecimiento han generado demasiada desigualdad y deterioro ecológico. China, además, entra en una fase de desarrollo con menos crecimiento y una población más envejecida. A su vez, el partido sabe que el entorno internacional, principalmente por la rivalidad con EEUU, va a ser menos propicio en las próximas décadas. La prosperidad común y las dos circulaciones son una respuesta a estos desafíos. Siempre es difícil pronosticar el futuro de un país. El nuevo modelo de desarrollo chino puede acabar en tragedia. No son pocos los chinos que piensan que el reforzamiento del control del partido, facilitado por las nuevas tecnologías, puede acabar en represión y purgas como en la Revolución Cultural. El contexto de “economía de guerra” por la rivalidad con EEUU puede propiciar esa deriva. Según Cindy Yu, Xi Jinping ha amasado tanto poder que casi ha eliminado las tradicionales facciones dentro del PCCh. La tercera resolución del PCCh aprobada el pasado noviembre sobre “Los mayores logros y la experiencia histórica del partido en el último siglo”, confirma esta tesis. Sólo se han aprobado tres resoluciones de este tipo en los últimos 100 años. La primera con Mao Zedong y la segunda con Deng Xiaoping, y como señala Bill Bishop, en esta parece que los logros de los dos primeros son la base para que Xi consolide ya definitivamente el socialismo chino.
Este cierre de filas detrás de Xi puede ser bueno para la estabilidad, pero también puede concentrar demasiado poder en pocas (o sólo dos) manos. A su vez, la ola de nacionalismo que recorre China puede ser útil para unir el país (o por lo menos la etnia han dominante), pero también puede llevar a los líderes del PCCh a sobreestimar sus capacidades y embarcarse en aventuras geopolíticas que generen todavía más rechazo en Occidente (una invasión de Taiwán entraría en esta categoría, y su probabilidad podría aumentar si aumentan los problemas internos). Pero también puede ser que el nuevo modelo de desarrollo funcione, supere la trampa de la renta media y que cree una economía más sostenible e inclusiva. Según el CSIS, China tiene ahora mismo cerca de 250 millones de habitantes con alto poder de consumo y la mitad de su población, unos 700 millones, ya se puede considerar clase media. Una masa de consumidores enorme y difícil de obviar.
Es cierto que el gran temor del PCCh es que el país se haga viejo antes de hacerse rico. Pero también sobre este punto no está nada escrito. Muchos economistas e ingenieros chinos piensan que pueden mitigar el problema demográfico con la inversión masiva en robótica e inteligencia artificial. Es por eso por lo que muchas empresas occidentales punteras, incluidas las campeonas invisibles del Mittelstand alemán, sienten que necesitan estar en China. Es allí donde está ahora mismo mucha de la innovación y experimentación más disruptiva. Darle la espalada a eso sería un grave error estratégico, por mucho que el sistema político chino no respete los valores de Occidente. Como indica la última encuesta de la Cámara de Comercio de la UE en China, las empresas europeas apuestan hoy más que nunca por el mercado chino. La idea de fondo está clara, si no estás en el mercado chino no estás en el mercado más competitivo y eso quiere decir que las empresas que lo están (sean chinas o extranjeras) van a tener una clara ventaja, allí y aquí.
Imagen: Foto panorámica de Wai Tan en Shanghái, China. Foto: Li Yang