Tema: La Unión por el Mediterráneo, además de una iniciativa de la UE, es la expresión más reciente de la habitual consideración del Mare Nostrum como zona de influencia francesa, una idea presente en el Imperio latino, esbozado en un memorando de 1945 del filósofo Alexandre Kojève, y en el neogaullismo de Henri Guaino, consejero del presidente Sarkozy.
Resumen: La teoría del Imperio latino, presentada a Charles De Gaulle por el filósofo hegeliano Alexandre Kojève, pretendía ser una alternativa, en orden a la recuperación de Francia como potencia, a los Imperios anglosajón y eslavo constituidos al inicio de la guerra fría. El texto de Kojève se anticipaba a su tiempo al sugerir un acuerdo entre la Latinidad y el islam para excluir a otros imperios del Mediterráneo. La política árabe del gaullismo será con posterioridad otro intento de preservar la influencia francesa en la región, pero el diseño más ambicioso para el Mediterráneo, que considera fracasado el proceso euromediterráneo de Barcelona, es el proyecto de Nicolas Sarkozy, impregnado del neogaullismo de su consejero Henri Guaino.
Análisis: No todo filósofo puede ser incluido en la categoría de visionario. Pero el francés de origen ruso, Alexandre Kojève, encaja plenamente en ella, sobre todo porque adoptó una visión hegeliana del mundo, en la que la Revolución Francesa y Napoleón representaban el fin de la Historia. Sin embargo, Kojève era mucho más que un brillante disertador de cursos universitarios en la Sorbona sobre la hegeliana fenomenología del Espíritu. También sería un asesor de iniciativas políticas en la segunda posguerra, tales como el GATT o las Comunidades Europeas. Esto se explica porque en 1945 el filósofo consideraba que la era de los Estados nación había pasado, y todos los intentos de construir imperios en torno a una expansión territorial, como el Tercer Reich alemán, estaban condenados al fracaso. No obstante, Kojève veía lejano el día en el que la humanidad constituiría una única entidad política, momento del fin de los tiempos históricos y del advenimiento de la ciudadanía universal. Antes existiría una fase intermedia, lo que él llamaba la época de los imperios, es decir la de las unidades políticas transnacionales, en la que se integrarían los Estados nacionales. De hecho, un memorando de Kojève sobre la política exterior francesa, destinado al primer ministro Charles De Gaulle y fechado el 27 de agosto de 1945, está dedicado a la formación de un Imperio latino, que debería estar integrado por Francia, España e Italia, aunque más tarde podría incorporarse el anglófilo Portugal. El autor no sólo veía en este nuevo bloque un contrapeso a una Alemania que resurgiría de sus cenizas gracias a su potencial económico, sino también una alternativa a la formación de los bloques anglosajón y eslavo, principales representantes de la etapa de la guerra fría. Es sabido que la evolución de los acontecimientos fue diferente: las potencialidades alemanas y la amenaza soviética llevaron a un eje franco-alemán a partir de 1950, de una mayor importancia estratégica; y a esto se añadió la supervivencia de la España de Franco, apuntalada por los pactos con EEUU. El Imperio latino en la tesis originaria de Kojève dejó de ser viable, aunque la latinidad, al estilo francés, no desapareció del todo, pues la retomaría el gaullismo. De hecho, tampoco era enteramente nueva en la política exterior francesa. Los historiadores podrían rastrearla en el Segundo Imperio de Napoleón III, en el que no faltó la proyección hacia América Latina, neologismo acuñado en ese período, con la desgraciada aventura de México a favor de Maximiliano, aunque también habría una vertiente mediterránea, representada por la intervención en Líbano en 1860 o la construcción del canal de Suez.
El Imperio latino de Kojève, precursor de la percepción francesa del Mediterráneo
El Imperio latino respondía a la visión de Kojève de que una Francia aislada no podría sobrevivir. Su destino napoleónico-hegeliano se vería frustrado por la pequeñez de miras representada por la mezquindad mercantilista de los anglosajones, una situación agravada si los germanos se unían a ellos. Sería el triunfo del individualismo burgués, de la mentalidad despolitizada de un pueblo de comerciantes. Pero la Francia de la entonces naciente Cuarta República no estaba preparada, en opinión del filósofo, para hacer frente a los nuevos desafíos mundiales, pues seguía apegándose al viejo Estado-nación, y no era consciente del fin de la historia nacional, vislumbrada tras la gran guerra de 1914-1918. La solución estaba en el Imperio latino, en unidades políticas transnacionales de Francia, España e Italia, con su demografía y recursos económicos, entre los que habría que contabilizar los de las posesiones coloniales. Este cálculo demostró ser equivocado en los albores de la era de la descolonización, mas el propio Kojève esbozó algunas consideraciones novedosas. Si bien apenas menciona en su documento el término “Mediterráneo”, piensa en una orilla sur dominada por colonias del Imperio latino, pues Francia debería esforzarse para que los aliados devolvieran Libia a los italianos. La consecuencia es un Mediterráneo en gran parte latino, e incluso “un mundo latino-africano unificado”. ¿No hay ecos del pensamiento de Kojève en el discurso de Nicolas Sarkozy en Tánger, el 22 de octubre de 2007, en el que proclamaba que Europa y África se unirían y construirían un destino común por medio del Mediterráneo?
Pero Kojève no se queda en una mera agregación de colonias: habla de la solución al problema musulmán, y al “colonial” en general. Ignoramos si estaba pensando en los sueños de la expedición de Bonaparte a Egipto o en los ideales saint-simonianos de Lesseps en Suez, pero como buen hegeliano intenta buscar la síntesis de los opuestos, en este caso la Cristiandad y el islam. Como ejemplos históricos de síntesis, el filósofo aporta la influencia del pensamiento árabe en la Escolástica y la del arte musulmán en la arquitectura de los países latinos. Según Kojève, no hay motivos para no creer que en el Imperio latino no hubiera también una síntesis de contrarios, siempre y cuando se superaran los estrechos límites de los intereses nacionales. El texto no deja de ser un tanto difuso, aunque no lo es la visión geopolítica preconizada: un acuerdo entre la Latinidad y el islam para contrarrestar la presencia de fuerzas de otros imperios en el Mediterráneo. Por lo demás, pese a reconocer las insuficientes capacidades militares del Imperio latino, Kojéve hace esta significativa afirmación: “la idea de un Mediterráneo unido –Mare Nostrum– debería ser el principal, por no decir el único, objetivo concreto de la política exterior de los pueblos latinos unificados”. Esto es a la vez el reconocimiento de la realidad de que ni siquiera Francia podía hacer esta tarea por sí sola, tal y como pretendiera de forma quimérica la Italia fascista. El poder latino en el Mediterráneo debería llegar hasta el extremo de marcar condiciones a los demás imperios para acceder a este espacio marítimo. Con todo, Kojéve insistía en que el principal objetivo del Imperio latino era asegurar la paz entre los Estados participantes, y en particular en Europa occidental, lo que demuestra la relación de esta idea con el inminente proceso de integración europea.
La política exterior gaullista: de lo árabe a lo mediterráneo
Sin embargo, la Cuarta República no discurriría por los cauces señalados por Kojéve. Su actuación exterior se ajustaba a los viejos moldes del Estado-nación, tanto en la guerra colonial de Argelia como en la frustrante intervención militar en Suez. La única excepción sería en cierto modo la idea de transnacionalidad representada por Monnet y Schuman, en los inicios del proceso de integración europea, si bien éste tenía los rasgos de un proyecto impulsado por europeos franceses, y no por franceses europeos. En este sentido, Kojève se sintió más próximo al gaullismo soberanista, que trataría de hacer compatible Europa con la recuperación de la grandeur francesa. De ahí que en el memorando de 1945, el filósofo señalara que el factor decisivo favorable para la formación del Imperio latino tenía que ser el general De Gaulle.
En efecto, la Quinta República gaullista está un poco más cercana a las tesis de Kojéve, sobre todo en la configuración de una Europa-potencia, dada la imposibilidad de Francia de actuar en solitario. En el memorando tantas veces citado está muy presente lo que será la geopolítica gaullista: desconfianza hacia el bloque anglosajón y apertura hacia el bloque eslavo. El pragmatismo, sustentado por el tradicional principio de equilibrio, prima sobre la ideología de los bloques de la guerra fría. La independencia de la política exterior francesa se muestra, pese a todo, compatible con una solidaridad puntual con los aliados atlánticos en grandes crisis internacionales como la de los misiles de Cuba. Sin embargo, uno de los rasgos específicos de esa independencia se concretará en un acercamiento al mundo árabe tras la guerra de los Seis Días en 1967. Esta política árabe marcará el inicio del descubrimiento del Mediterráneo por los franceses, lo que se ajusta en parte a la construcción del Imperio latino diferenciado del anglosajón. Recordemos que es la época en que Francia se ha retirado de la estructura militar de la OTAN. Después de todo, el Mediterráneo, entendido como marco para una política franco-árabe, se inscribe en el paradigma gaullista de “neutralidad”, con todo lo que conlleva de cooperación con países del sur. Sin embargo, será la presidencia de Mitterrand, no menos gaullista que las anteriores, la que imponga en la década de 1990 la perspectiva de la mediterraneidad, que iniciará su andadura en el proceso de Barcelona. Pero aunque España e Italia tengan un destacado papel en la Asociación Euromediterránea, la iniciativa está muy lejos de ajustarse a la idea del Imperio de Kojève, en la que la Latinidad y el islam están asociados, primero porque es un proyecto de la UE en su conjunto, y segundo porque los franceses tendrán más de una vez la percepción de que Madrid y Roma son más competidores que socios. Tales son los ingredientes para la desilusión de Francia con el proceso de Barcelona, lo que explica que, con Sarkozy, París se haya propuesto desempeñar un papel más activo en el Mediterráneo al considerarlo su zona histórica de influencia, lo que no es ajeno tampoco a la idea del Imperio latino.
La política exterior de Sarkozy o las correcciones al gaullismo
¿La política mediterránea de Sarkozy supone una ruptura con el gaullismo? Son numerosos los análisis que así lo afirman y una serie de percepciones ampliamente difundidas, sobre todo de analistas árabes, acentúan sus supuestos rasgos de identificación con las políticas de EEUU e Israel. Sin embargo, Immanuel Wallerstein pronosticaba al comienzo del mandato presidencial que la política exterior de Sarkozy no supondría una ruptura con el gaullismo, pese a que en EEUU se le considerara como el presidente más pro-americano de la Quinta República. No hay que olvidar que las raíces históricas del partido de la mayoría presidencial, la UPM, aparecen ligadas al gaullismo, y muchos guardianes de las esencias gaullistas olvidan el pragmatismo del general, que nunca encerró su pensamiento en la rigidez de una doctrina. Para Sarkozy, el gaullismo equivale al rechazo de la fatalidad. Es, ante todo, un voluntarismo por encima de sus realizaciones concretas. De ahí que el presidente pueda decir en Washington que se comparten los mismos valores pero esto no supone la renuncia al principio básico del gaullismo: el papel de Francia como potencia independiente en la escena internacional, sin olvidar que ser una potencia europea del siglo XXI pasa por sacar las oportunas consecuencias de la pertenencia a la UE. Según Nicolas Baverez, la presidencia de Sarkozy pretende desmarcarse de la retórica de la potencia, que contrasta con el vacío de la acción, algo muy alejado de la práctica gaullista. Cabría añadir que corre el riesgo de caer en los mismos errores, dada la preferencia del mandatario francés por los grandes y trascendentales discursos.
Pero Sarkozy nunca ha renegado del gaullismo, y lo demuestra el hecho de que uno de sus principales asesores sea el economista Henri Guaino, de acendradas convicciones soberanistas, que es también el principal artífice del proyecto originario de la Unión Mediterránea.
El neogaullismo de Henri Guaino y su visión del Mediterráneo
Henri Guaino es un gaullista clásico, de los que consideran que una clase política sin altura de miras es la responsable de todos los males de Francia. Al igual que el general en su ensayo nietzscheano Le fil de l´épée, Guaino cree que la política es la acción. Ve en el gaullismo un fuerte sentido de la Historia, que no se encuentra en muchos Estados de la Europa posmoderna. Como buen gaullista, considera la Historia de Francia como un bloque del que hay que hacer una síntesis, pero la Historia, ni siquiera la del gaullismo, no está hecha para ser reproducida sino para ser continuada. Su percepción del Mediterráneo es, por tanto, de continuidad: es un espacio natural de la influencia francesa. No hay sentimientos de culpabilidad respecto al pasado colonial. Recordemos a este respecto que en el discurso de Sarkozy en Tánger, el 22 de octubre de 2007, se encuentran elogios al mariscal Lyautey, gobernador del protectorado francés en Marruecos, un personaje que no despierta, sin embargo, la polémica de la guerra colonial en Argelia. En contrapartida, se recuerda a los soldados magrebíes muertos por la liberación de Francia durante la II Guerra Mundial.
Guaino ha construido sobre el Mediterráneo (La Revue du Liban, 5-12/IV/2008) un discurso de esencias neogaullistas, con ecos de la diplomacia francesa de los 60. Habla de dominadores y dominados, en el que constata la persistencia del neocolonialismo y aboga por la igualdad de derecho y dignidad de todos los países de la ribera mediterránea, pues existiría un clamor de unidad que dura… 1.500 años. A su juicio, el proceso de Barcelona no ha permitido una relación equilibrada porque Europa ha propuesto y dispuesto siempre. Como no podía ser de otro modo, Guaino aboga por la voluntad política como garantía de éxito, aunque también señala que es indispensable la participación de los ciudadanos mediterráneos en el proyecto. Pero, pragmático al fin y al cabo, el consejero presidencial insiste en que hay que trabajar sobre cuestiones concretas, que instauren solidaridades de hecho, y así ha sido en las iniciativas aprobadas en la Cumbre de París (13 de julio de 2008): energía, medio ambiente, protección civil, tráfico marítimo… El método recuerda al del funcionalismo, tan ligado al origen de las Comunidades europeas, pero es difícil transportar a la otra orilla del Mediterráneo la reconciliación franco-alemana, por mucho que lo proclame la retórica de los discursos. Además, hay otra diferencia sustancial más allá de la dificultad de armonizar civilizaciones: el proyecto es de cooperación, y no de integración. Aquella conocida afirmación de Monnet de que “unimos personas, no Estados” no se hace realidad a orillas del Mediterráneo porque no se trataría sólo de acercar el norte y el sur sino de algo mucho más complejo: reconciliar a las sociedades civiles con sus gobiernos. ¿Se puede creer en el voluntarismo de que las cooperaciones concretas traerán por sí mismas la democracia? Y, además, es difícil que exista una comunidad mediterránea sin unos valores compartidos.
Los apologistas del Mediterráneo francés y la Latinidad quedaron decepcionados porque la Unión Mediterránea, nombre originario del proyecto diseñado por Guaino, se transformó en Unión por el Mediterráneo, tras la intervención de una Ángela Merkel que no quería que el conjunto de la UE quedara al margen de la iniciativa. Algunos lo interpretaron como un diktat alemán, deseoso de no aportar al sur la financiación que prefería para el este. En realidad, era la respuesta a un cierto unilateralismo francés, que no contrastaba sus propuestas ni con los socios europeos ni con los vecinos del sur. Pero, en el fondo, esta actitud no era realista porque en la indispensable financiación no se puede prescindir de la UE en general, ni de Alemania en particular. Por lo mismo, tampoco se puede trabajar en solitario en temas clave en el Mediterráneo como la inmigración o el mercado agrícola. ¿Acaso resultaría aceptable para París que los países del centro y este de Europa suscribieran un acuerdo con Rusia al margen de los demás? Sin embargo, no puede decirse que la Unión por el Mediterráneo sea un gran contratiempo para Francia. La Cumbre de París ha supuesto una notable capacidad de convocatoria para la diplomacia francesa y todo indica que el proceso de Barcelona, que nació con protagonismo de Madrid, se transformará en Unión por el Mediterráneo con un papel principal para los franceses.
El pasivo de la visión mediterránea de Guaino es dónde queda la consolidación de la democracia y el respeto de los derechos humanos como forma de aproximar a las dos orillas mediterráneas, tal y como se expresaba en la Declaración de Barcelona, pues si el catálogo de iniciativas minimalistas de la Unión por el Mediterráneo sólo sirviera para hacer negocios o tejer complicidades políticas, habría que concluir que tal actitud carece de visión a largo plazo y apuesta por el statu quo. Porque, hoy por hoy, los proyectos mediterráneos están destinados a los regímenes del statu quo, que se sienten atrapados en la confrontación entre la modernidad y el integrismo religioso. Los gobernantes del sur responderán a iniciativas como la Unión por el Mediterráneo con una ambigüedad más o menos constructiva. El Mediterráneo se convierte así en el mar de todas las ambigüedades. Es triste que su destino sea el expresado por el diplomático marroquí Hassan Abouyoub: el del mito de Sísifo, recreado por Albert Camus, que arrastra una y otra vez una pesada roca. La solución del escritor francés de llevar la carga con dignidad y lograr que Sísifo sea feliz no sirve para el Mediterráneo si esto significa que hay que mantener el statu quo.
Miseria del historicismo mediterráneo
Si bien Henri Guaino se considera hombre más de acción que de diálogo y no siente demasiado entusiasmo por la proliferación de coloquios sobre las diferencias o similitudes de las culturas mediterráneas, lo cierto es que Francia ha construido en los últimos tiempos un discurso mediterráneo culturalista con una finalidad política. La invención del Mediterráneo, en el marco político-intelectual francés, ha sido capaz de crear imágenes sugestivas evocadoras de espacios en los que fluían los intercambios comerciales, ligados a la supremacía naval de imperios y potencias. En cualquier caso, se quieren dejar de lado las percepciones “clásicas” sobre el Mediterráneo como las del historiador belga Henri Pirenne, formulada en 1935, y que presentaba como irreversible un hecho: la aparición del islam, que habría separado a Oriente de Occidente y puesto fin a la unidad mediterránea. En su lugar, se evoca no sólo el Mare Nostrum romano sino también la impronta de bizantinos, venecianos y otomanos, por no hablar del Levante mediterráneo en el que los intereses franceses se materializarían en el siglo XX en los mandatos de Siria y Líbano, en los que algunos veían incluso una prolongación del efímero reino franco de las Cruzadas. El problema es que las referencias históricas, sean de colonias griegas o romanas, de Bonaparte en Egipto o de los residentes franceses en las escalas de Levante, no son adecuadas para forjar un nuevo y estable espacio mediterráneo. Son espejismos tan engañosos como la nostalgia del cosmopolitismo, que supuestamente reinaba en la orilla sur del Mediterráneo en la primera mitad del siglo XX, en ciudades con numerosas colonias de europeos, y que ha sido recordado por Paul Balta, el escritor francés de origen egipcio: la Alejandría de Cavafis o Durrell, el Tánger de Bowles…
Esas ciudades no pueden ser consideradas como precursoras de un ideal de civilización mediterránea, pues no dejaban de ser compartimentos estancos y en modo alguno un marco de encuentro entre culturas. En ellas los occidentales se construían espacios a medida de sus percepciones del orientalismo, según resaltara el intelectual palestino Edward Said. En realidad, la existencia de esos lugares sólo podía explicarse en la medida en que el Reino Unido y Francia ejercían un poder político y económico sobre el Mediterráneo. No es extraño que ese cosmopolitismo se viniera abajo con el ascenso de los movimientos nacionalistas en el mundo arabo-musulmán, bien fuera el kemalismo turco, bien el nasserismo egipcio. El pasado nunca vuelve y es difícil de rehabilitar tras la memoria de la humillación de franceses y británicos en la crisis de Suez (1956), punto de inflexión en la historia de Europa y del Mediterráneo por sus consecuencias: relanzamiento del proceso de integración europea y apoteosis de un nacionalismo árabe-musulmán anticolonialista. A partir de entonces el Mediterráneo no podrá construirse como instrumento de una política exterior particularista sino como un proyecto de cooperación entre Europa y los países ribereños.
Por lo demás, habría que recordar a los historicistas que el sur y el este de las riberas mediterráneas han configurado su actual identidad sobre lo árabe y musulmán, pues su pasado preislámico no ha dejado de ser marginal. Las tradiciones de cultura y civilización de todo el Mediterráneo, a las que hacía referencia el preámbulo de la Declaración de la Cumbre Euromediterránea de Barcelona (1995), pueden contribuir a un mayor acercamiento y comprensión entre pueblos de las diferentes orillas, mas son insuficientes para forjar proyectos comunes. Como bien dice el escritor libanés Amin Maalouf, los enamorados del Mediterráneo parecen que hablan más de un espacio existente que de un espacio por construir. Idéntica crítica del historicismo ha hecho el escritor bosnio-croata Predrag Matvejevitch, al señalar que el gran problema del Mediterráneo es que suele ser percibido exclusivamente a través de su pasado. La realidad misma y una determinada representación de la realidad se confunden a lo largo del Mediterráneo. El resultado es, según el citado autor, el predominio de una “identidad del ser”, no muy definida por cierto, frente a una “identidad del hacer”.
El historicismo está muy alejado de la realidad mediterránea. Donde existe mucha retrospectiva hay poco lugar para la prospectiva. El Mediterráneo termina por ser víctima de su propia simbología. Así olvida, por ejemplo, que uno de los principales obstáculos a la construcción del Mediterráneo proviene de la oposición de las ideologías imperantes en el sur: el nacionalismo panarabista y el islamismo. Ambos coinciden en que la mediterraneidad no sólo es un factor de división del mundo arabo-musulmán sino también un medio para que los árabes tengan que aceptar a Israel. El rechazo más enérgico proviene del coronel Gadaffi, ausente de la cumbre de París de la Unión por el Mediterráneo, que ha llegado a decir que si Europa quiere cooperar, debe hacerlo con organizaciones ya existentes como la Liga Árabe y la Unión Africana. Todo lo demás, según el líder libio, son migajas de quienes tienen necesidad de nuestras riquezas y nuestro petróleo. Y es que en la oposición al proyecto mediterráneo se da esa concordancia, que resaltara hace décadas Máxime Rodinson, entre nacionalismo árabe, islam y marxismo. Las ideologías se conciertan en un espacio que se considera dominado política y culturalmente.
El historicismo olvida, en definitiva, que en la otra orilla mediterránea imperan con fuerza el principio de no injerencia en las soberanías estatales, la memoria del pasado colonial, la identidad islámica, los conflictos entre los propios países del sur…
Conclusión: La Unión por el Mediterráneo es la actualización de una de las constantes de la política exterior francesa, que considera el Mare Nostrum como un espacio de influencia, pero París no debería olvidar que la única política exterior viable es la que se ejerce en el marco político europeo. De otro modo, todos los proyectos mediterráneos se tornan minimalistas, reducidos al corto plazo de las relaciones económicas. En el Mediterráneo la hora de los imperios, también del latino, ha pasado y lo único que podría aportar estabilidad a las dos orillas sería la existencia de una comunidad mediterránea, algo que necesita los requisitos previos del Estado de Derecho y de unas sociedades civiles que valoren tanto las libertades como la independencia.
Antonio R. Rubio Plo
Historiador y analista de relaciones internacionales