Tema: Desde EEUU hasta Rusia y desde Israel hasta Colombia, los Estados amenazados por el terrorismo han centrado buena parte de sus esperanzas de acabar con la violencia en la ejecución de golpes quirúrgicos contra las dirigencias de los grupos armados que confrontan. Sin embargo, las expectativas puestas en este acciones antiliderazgo podrían responder más a necesidades políticas que a un sólido análisis estratégico.
Resumen: Frente al incremento sin precedentes de la amenaza terrorista, las estrategias de seguridad ensayadas por los países occidentales están otorgando una importancia central a la neutralización de las cabezas dirigentes de los grupos responsables de la violencia. Este tipo de operaciones antiliderazgo han sido presentadas como la fórmula más rápida y menos costosa para desarticular una organización insurgente. Sin embargo, un análisis realista de la viabilidad y eficacia de este tipo de acciones exige tomar en cuenta tres factores. Para empezar, es necesario estimar como afectará al comportamiento futuro del grupo armado un golpe contra su liderazgo. Además, resulta clave que la acción contra la cúpula terrorista haya sido precedida por una campaña de las fuerzas de seguridad dirigida a desgastar al conjunto del movimiento armado y hacer más fácilmente vulnerable a la dirección insurgente. Finalmente, también es necesario analizar la estructura de la organización terrorista confrontada dado que el impacto de una acción contra su dirigencia variará según se trate de un grupo con un liderazgo centralizado o articulado de forma más flexible.
Análisis: Dos años y medio después de los atentados del 11 de septiembre, la estrategia internacional contra el terrorismo parece tomar la forma de una caza del hombre. Así, la captura de Sadam Husein ha sido presentada por la administración Bush como un golpe decisivo que debe conducir a la desarticulación de la insurgencia suní en Irak. Un efecto semejante al que se espera lograr contra al-Qaeda si los esfuerzos estadounidenses para capturar a Osama bin Laden son coronados por el éxito. Y de forma similar al modo en que las autoridades colombianas apuestan por capturar a Luis Suárez, “Mono Jojoy”, y otros líderes insurgentes para desencadenar un proceso de disolución de la guerrilla de las FARC. Dicho de otra forma, los gobiernos confrontados con amenazas terroristas significativas parecen crecientemente convencidos de que la captura o abatimiento de los líderes terroristas es el camino más corto y menos costoso para frenar la violencia y garantizar la seguridad de sus ciudadanos. La interrogante es si estas expectativas están asentadas en sólidas realidades estratégicas o solamente son percepciones políticas que terminarán quebrándose más pronto que tarde.
En realidad, la aspiración de desarticular una organización insurgente con una única “bala de plata” destinada a desmantelar su liderazgo es una vieja alternativa estratégica. En las primeras décadas de la segunda posguerra mundial, las fuerzas de seguridad británicas en Palestina y sus homólogas francesas en el norte de África intentaron con poco éxito capturar a la dirigencia de los grupos nacionalistas judíos y el movimiento independentista argelino en un vano intento de aplacar las revueltas anticoloniales a las que se enfrentaban. Con más éxito, a finales de los años 60, EEUU respaldó la operación lanzada por las autoridades bolivianas para abatir a Ernesto “Che” Guevara como forma de desarticular el foco insurgente que se estaba fraguando en el altiplano y frenar la proliferación de guerrillas de orientación izquierdista en América Latina. Por el contrario, en 1986, la incursión de la fuerza aérea israelí contra el cuartel general de la OLP en Túnez fracasó en su intento de decapitar a la dirección de la organización nacionalista palestina al escapar Yaser Arafat milagrosamente ileso del ataque. Y, sin embargo, algunos años después, las autoridades peruanas asestaron un golpe decisivo a Sendero Luminoso al capturar a su líder, Abimael Guzmán, “Presidente Gonzalo”, en septiembre de 1992.
El atractivo de este tipo de operaciones antiliderazgo reside en una combinación de variables estratégicas y políticas. En principio, la decapitación de una organización insurgente anula temporalmente su capacidad para desarrollar una campaña organizada y puede conducir a una parálisis de sus operaciones. En el mejor de los casos, un golpe de semejante contundencia puede desmoralizar a una parte sustancial de la militancia terrorista y empujarla a negociar su rendición. Este desenlace resulta mucho más probable cuando la cúpula terrorista es capturada con vida y persuadida de que coopere con las autoridades. Tal fue el caso con la captura de la cabeza del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), Abdullah Öcalam, “Apo”, en Kenia por agentes de inteligencia turcos en diciembre de 1998. Tras su traslado a territorio turco, el líder independentista kurdo fue convencido para que se pronunciase públicamente a favor del abandono de las armas. Este pronunciamiento disparó una crisis interna dentro del PKK que terminó en la práctica quiebra del grupo.
Pero, muy especialmente, el atractivo de las acciones contra el liderazgo de una organización insurgente es de naturaleza política. La lucha antiterrorista es un esfuerzo de seguridad opaco donde las batallas son invisibles y las victorias dudosas. Pero, al mismo tiempo, las autoridades se enfrentan a una presión constante para ofrecer a la opinión pública resultados tangibles en sus esfuerzos por contener la violencia. En consecuencia, para un gobierno acosado por una campaña de atentados, la neutralización del liderazgo de una organización armada ofrece la vía más directa para frenar su descrédito entre una población que duda de la capacidad del Estado para protegerla. En particular, el potencial de algunas capturas importantes para restaurar el prestigio del gobierno es aún mayor si las autoridades han promovido la idea de que el clima de inseguridad padecido por la ciudadanía es únicamente fruto de las maquinaciones de unas pocas mentes criminales. En tales circunstancias, la opinión pública tiende a equiparar el abatimiento o detención de ciertos líderes terroristas con el final de la violencia.
Al mismo tiempo, las restricciones de libertades y los costes económicos asociados a cualquier campaña antiterrorista implican un desgaste de la popularidad del gobierno que solo puede ser compensado si las autoridades son capaces de proporcionar resultados visibles en la lucha por someter a la justicia los responsables de la violencia. De este modo, una cadena de operaciones exitosas contra las cabezas del grupo responsable de la violencia es una fórmula atractiva para demostrar a los ciudadanos que las molestias y costes generados por el esfuerzo de seguridad gubernamental resultan útiles. En Colombia, esta es la lógica que ha empujado a la administración Uribe a asignar la máxima prioridad a la captura de miembros de la dirección de las FARC con vistas a demostrar a la opinión pública que el incremento del gasto en defensa y seguridad está rindiendo fruto. Una aspiración temporalmente satisfecha tras la detención el pasado enero de Ricardo Palmera, “Simón Trinidad”, uno de los cuadros dirigentes de la guerrilla colombiana más buscado por las autoridades.
En este sentido, se puede decir que los gobiernos tienden a otorgar a las operaciones antiliderazgo en la lucha contra el terrorismo un significado político semejante al que se confiere a las grandes batallas en los enfrentamientos bélicos convencionales. Se trata de acciones cargadas de simbolismo cuyo desenlace exitoso sirve para justificar los sacrificios de la población para sostener el esfuerzo militar del Estado y permite garantizar la proximidad de un final victorioso del conflicto. Desde luego, esta dimensión política de las acciones destinadas a neutralizar una dirección insurgente también tiene un notable impacto estratégico. Una de las condiciones básicas para el éxito de cualquier campaña antiterrorista es que la estrategia gubernamental goce de credibilidad entre la población. En este sentido, el arresto o la neutralización del liderazgo de una organización armada tienen una enorme capacidad para transformar la imagen pública de un gobierno devolviendo la fe a la opinión pública en su eficacia para mantener el orden.
El problema es que, como señaló el reputado académico británico Michael Howard en un artículo publicado en Foreign Affairs poco después del 11-S, la lucha antiterrorista tiene una lógica cualitativamente distinta de la dinámica de un conflicto convencional. En particular, las operaciones de contrainsurgencia están sometidas a fuertes tensiones entre unos requerimientos estratégicos que deben ser satisfechos para alcanzar la victoria sobre los terroristas y unas urgencias políticas que tienen que ser atendidas para garantizar la supervivencia del gobierno de turno. Así, las fuerzas de seguridad deben operar de forma encubierta para incrementar sus posibilidades de éxito mientras que los gobiernos necesitan hacer visible el esfuerzo de seguridad para demostrar a la ciudadanía que están tomando medidas prácticas para garantizar el orden. De igual forma, las operaciones de inteligencia necesitan largos plazos de tiempo para alcanzar resultados contundentes mientras que el liderazgo político necesita resultados rápidos para satisfacer a la opinión pública. Esta misma contradicción entre estrategia y política se reproduce a la hora de evaluar la pertinencia o no de las operaciones antiliderazgo.
De hecho, la decisión de impulsar acciones para neutralizar la cabeza de una organización terrorista suele pasar por alto los costes y riesgos implícitos en esta apuesta estratégica. Para empezar, en la mayor parte de los casos, el desarrollo de una operación antiliderazgo exige una fuerte inversión de recursos –sistemas de inteligencia, medios de transporte, fuerzas especiales…– durante un dilatado plazo de tiempo. Semejante esfuerzo no se justifica cuando las posibilidades de alcanzar el objetivo resultan remotas. Muy en particular, si los medios disponibles son limitados, resulta difícil de justificar su inversión en una operación de dudoso éxito, cuando pueden ser destinados a cumplir objetivos menos espectaculares pero más rentables para el desarrollo de la campaña antiterrorista. Además, el desarrollo de una operación para golpear la cúpula de una organización armada siempre implica enormes riesgos. En consecuencia, existe la posibilidad de que una acción de estas características termine en un abrumador fracaso. Probablemente, el mejor ejemplo del potencial desenlace catastrófico de una operación antiliderazgo es el fiasco de la intervención de EEUU en Somalia. Tras una serie de intentos fallidos de capturar al señor de la guerra somalí, Mohamed Aidid, en 1993, las fuerzas especiales de Washington sufrieron una emboscada que se saldo con la muerte de 18 soldados estadounidenses y empujó a la administración Clinton a retirar sus tropas del Cuerno de África.
En cualquier caso, el principal riesgo de las operaciones antiliderazgo en la lucha antiterrorista reside en la enorme frustración que puede generar si la expectativa de lograr la derrota definitiva de los insurgentes a través de un golpe de este tipo no llega a cumplirse. De hecho, el éxito táctico de la operación con el desmantelamiento de la dirección de la organización insurgente puede no proporcionar la victoria estratégica sobre los terroristas que gobierno y población esperan. Dicho de otra forma, la captura o el abatimiento de algunos cabecillas de un grupo armado no tiene por que conducir al final de la violencia. Ahí está el caso de la guerrilla nacionalista chechena cuyo líder, Dzhokhar Dudayev, fue abatido por las fuerzas armadas de Moscú en 1995. Un golpe que, sin embargo, no impidió a este movimiento separatista continuar activo ejecutando golpes espectaculares tanto dentro de la república del Caucaso como en el resto del territorio ruso.
Todo lo dicho no quiere decir que las operaciones antiliderazgo estén siempre condenadas al fracaso. La cuestión es determinar bajo que condiciones son apuestas realistas y cuando resultan irrealizables o irrelevantes. En este sentido, las experiencias históricas parecen subrayar la importancia de al menos tres condicionantes para determinar el valor estratégico de este tipo de acciones. Para empezar, la oportunidad de una operación antiliderazgo depende de cómo se estime que pueda afectar un golpe de esta naturaleza al comportamiento político-militar del grupo armado que se confronta. De hecho, la neutralización de la dirección de un movimiento terrorista es susceptible de estimular el abandono de las armas; pero también puede desencadenar un proceso de radicalización haciendo a la organización más violenta e imprevisible. En este sentido, la trayectoria histórica de la Fracción del Ejército Rojo (RAF) alemán es un ejemplo ilustrativo. A principios de los años 70, la detención del núcleo fundador de la organización permitió el ascenso de una nueva dirigencia que posteriormente ejecutaría las acciones más espectaculares atribuidas al grupo, como el secuestro y asesinato del presidente de la patronal germana Hans Martín Schleyer o la captura de un avión de Lufthansa y su desvío a Mogadiscio. Como consecuencia, la oportunidad de una operación antiliderazgo debe ser juzgada en función de si tiende a reducir la capacidad operativa de los terroristas en el largo plazo o por el contrario estimula una radicalización irreversible.
Además, la viabilidad de una acción contra la dirección de un grupo terrorista está estrechamente asociada a la consistencia del movimiento armado en su conjunto. De hecho, la seguridad operacional de la dirigencia de un movimiento clandestino depende de las redes de cuadros medios que transmiten las órdenes superiores a los militantes rasos y dirigen las operaciones sobre el terreno. Son estos mandos subalternos los que controlan el desarrollo cotidiano de la campaña terrorista, mientras el liderazgo máximo se mantiene en una posición segura. En consecuencia, solamente a medida que los niveles medios del grupo armado son desgastados por la presión de las fuerzas de seguridad, la cúpula insurgente se hará vulnerable. Además, son estos mandos subordinados los que están en condiciones de proporcionar nuevos dirigentes para reemplazar a aquellos caídos durante la lucha armada. De este modo, cuanto más frágiles sean los niveles medios de la organización, más difícil resultará encontrar reemplazos para la dirigencia del grupo y más demoledor serán los efectos de una operación antiliderazgo exitosa sobre el movimiento armado. Probablemente, un ejemplo muy significativo de cómo el desgaste de los niveles medios de una organización conduce a la caída de su dirigencia está en la operación que condujo al abatimiento del narcotraficante colombiano Pablo Escobar, que compatibilizaba su posición como cabeza del Cartel de Medellín con la dirección del grupo terrorista Los Extraditables. De hecho, Escobar solo fue localizado por las fuerzas de seguridad de Bogotá después de una larga campaña destinada a desmantelar las redes medias del conglomerado criminal que lideraba.
Finalmente, los resultados de un golpe contra la cúpula de un grupo terrorista están estrechamente relacionados con la naturaleza de la organización que se confronta. Así, los movimientos insurgentes con una dirección muy centralizada y una estructura fuertemente jerarquizada parecen más sensibles a las acciones contra su liderazgo que las formaciones armadas basadas en redes más dispersas y con disciplinas menos estrictas. De hecho, dos de las operaciones antiliderazgo más exitosas en la historia de la lucha contra el terrorismo –los mencionados arrestos de Ocalam como líder del PKK turco y de Guzmán en tanto que líder de Sendero Luminoso– se desarrollaron contra grupos marcados por un abrumador culto a la personalidad de sus líderes y una ideología maoísta que enfatizaba la centralización organizativa. Sin embargo, cuando las direcciones de los grupos terroristas son de naturaleza colegiada y el peso de los liderazgos personales es menor, la detención de unas pocas personas es improbable que conduzca a la quiebra de la organización. Un buen ejemplo en este sentido es el caso de la acción de las fuerzas de seguridad españolas y francesas contra Euzkadi Ta Askatasuna (ETA) realizada en Bidart (Francia) en 1992, que se saldó con el arresto de toda la cúpula del grupo independentista vasco. Semejante éxito solo supuso un freno temporal sobre la campaña terrorista de ETA, que fue capaz de rearticular su dirección y proseguir con la violencia.
Conclusión: Dicho todo esto, no se puede pasar por alto que la naturaleza incierta de las operaciones antiliderazgo las convierte en una opción excesivamente aventurada como para hacer de ellas el eje de cualquier estrategia antiterrorista. En algún sentido, lo que subyace detrás del protagonismo otorgado a la persecución de “architerroristas” como Osama bin Laden es una reedición del “complejo de Tsushima” que marcó la estrategia del Imperio Japonés en la Segunda Guerra Mundial. Durante este conflicto, los estrategas nipones buscaron alcanzar una victoria total a través de una única batalla contra la flota estadounidense de forma similar a como habían derrotado al Imperio Ruso en la batalla de Tsushima en 1905. Evidentemente, Tokio fracasó porque la naturaleza total del conflicto hacía imposible que se resolviese en un único encuentro decisivo. De forma similar, la administración Bush y otros gobiernos occidentales enfrentados a graves amenazas terroristas parecen mirar a las operaciones antiliderazgo como la fórmula mágica para acabar con una forma de violencia de alcance cada vez más masivo. El problema es que la lógica estratégica del terrorismo esta más cerca del desgaste lento y sordo que del choque espectacular y decisivo. En consecuencia, las prometidas victorias definitivas sobre una violencia política creciente pueden conducir a frustraciones abrumadoras.
Román D. Ortiz es profesor e investigador del CEDE, Facultad de Economía de la Universidad de Los Andes (Bogotá).