La necesidad de Europa

La necesidad de Europa

Magnifico y Excmo. Sr. Rector.
Autoridades
Doctores de la Universidad de Salamanca
Miembros de la comunidad universitaria
Señoras y señores

Nada puede ser más honroso para un académico español que ser nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad de Salamanca. Los hay más conocidos y de mayor relumbrón, pero sostengo que ningún otro reconocimiento o galardón tiene rango comparable, y ello porque la calidad del reconocimiento deriva de la calidad de quien lo otorga, y ninguna otra institución tiene la historia y el prestigio comparable a la Universidad de Salamanca.

La Universidad de Cervantes y de Fray Luis de León, de Vitoria, de Suárez, de Soto, de Bernardino de Sahagún, a cuya “Historia general de las cosas de la Nueva España” regreso una y otra vez, y que abrió el campo de la antropología y del estudio del otro, el punto de vista de la sociología. La Universidad de Martín de Azpilicueta, de Nebrija, de Góngora, Hernán Cortés, del Conde Duque de Olivares, Calderón de la Barca, Unamuno, Salinas, Ayala, de Adolfo Suárez. La Universidad donde se discutió el proyecto de Colón, donde se debatió el derecho de los indígenas, donde se pusieron los cimientos del iusgentium, y más tarde de la misma Constitución de 1812 (y recordemos a Diego Muñoz Torrero). Para qué seguir.

Por ello mi agradecimiento, total y rotundo. Agradecimiento a todos vosotros a quienes podré llamar compañeros, pero que tiene que comenzar por el Departamento de Sociología y Comunicación, que me propuso, y a Pedro Cordero, que lo sugirió. Fue una enorme sorpresa y sinceramente, jamás, nunca, pensé, ni pude pensar, que esto podría llegar, de modo que, sinceramente, gracias.

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¿Qué decir en un momento como este? Confieso que cuando me hice la pregunta lo primero que vino a la imaginación fue el recuerdo de mi primera conferencia en esta Universidad en la que tuve la oportunidad de hablar desde el podio de Fray Luis de León. Y fue recordando aquel evento, cuando vi el hilo de esta charla.

Aquello tuvo lugar en algún momento del año 1987 cuando, invitado por la entonces CEE, hoy UE, pronuncié la con­fe­rencia de presentación europea del Pro­grama COMET, primer programa de investigación científica europea. Yo era entonces un joven Secretario General de Universidades en el primer gobierno de Felipe González, España estaba de moda y habíamos conseguido para Salamanca aquel acto de presentación para toda Europa. Salamanca fue aquel día, como ha sido siempre, capital intelectual de Europa.

Y hablé de un tema al que he regresado una y otra vez: la enseñanza supe­rior en el marco europeo. No hablábamos de Bolonia, por supuesto, pero sí teníamos ya en mente un espacio europeo de educación superior, que siempre ha existido desde la Edad Media, y esta Universidad da fe de ello. Ya habíamos introducido el sistema de créditos y aquel mismo año, por ejemplo, 1987, el español Manuel Marín creaba el programa Erasmus.

Y si recuerdo hoy aquella coyuntura de 1987 es para poderla contrastarla  con la presente. Pues aquellos fueron tiempos de gran optimismo personal y colectivo.

Optimismo de la Universidad española, optimismo de España tras la transición, optimismo también de Europa. No eran temas inconexos, por supuesto. Ortega nos había enseñado que la solución de los males de España era la europeización, y todos lo creíamos entonces, a pies juntillas. Se ha dicho, y creo que con razón, que el gran proyecto político nacional de la transición fue ese: europeizar y normalizar España. ¿Y que era Europa? Europa -decía el mismo Ortega- es la ciencia. El alma de Europa está en su Universidad, está en Bolonia o Cracovia, en Oxford o la Sorbona, en Salamanca por supuesto.

Tres optimismos hoy maltrechos y que necesitan de savia nueva que los revitalice. La Universidad española (y la europea, por cierto) no acaba de despegar. La exitosa transición democrática ha entrado en crisis, y buena parte de la arquitectura política construida en la Constitución de 1978 necesita de una seria renovación, quizás incluso de una reforma constitucional profunda. Finalmente la UE, que trató de superar los problemas de Maastricht y la ampliación con una Constitución política, fracasó, y el posterior Tratado de Lisboa hace hoy aguas por todas partes.

Europa, como veremos, no es ya la solución a nuestro problema. Al contrario, Europa es quizás nuestro principal problema y por ello quiero hablar de ella, quiero hablar pues de la necesidad de Europa.

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Y permítanme que para ello tome cierta distancia. Conocer, nos enseñaba el gran sociólogo del conocimiento Max Scheler, no es aproximarse a la realidad sino alejarse de ella para tener perspectiva.

Pues bien, cuando seguimos ese consejo lo que vemos son tiempos turbulentos que parecen confirmar a contrario una idea del viejo Hegel, idea que por cierto reiteraba nuestro Rector Unamuno: los periodos felices de la humanidad carecen de historia y en ellos no pasa nada. Y ciertamente, desde que el 11S penetramos en el nuevo siglo “bajo puertas de fuego” (como señaló Kofi Annan), la acumulación de atentados terroristas, guerras, cambio climático, la brutal e insospechada crisis económica han generalizado una sensación de miedo, vulnerabilidad e incertidumbre que al comenzar este nuevo milenio se tiñen de milenarismo. Cunde la sensación de que el progreso se ha detenido o incluso retrocede, y la humanidad camina hacia atrás, incluso hacia su auto-destrucción.
Para unos –en general la izquierda- esta vendría de la destrucción de la naturaleza agotada por las demandas de un consumo hipertrofiado, alimentado por la economía de mercado; para otros –en general, la derecha- sería la destrucción de la sociedad por atentados terroristas con armas de destrucción masiva, amenaza cuya peligrosidad se equipara a veces a la del viejo comunismo soviético. Pero ya sea a la derecha o a la izquierda, todos parecen tener a mano un relato apocalíptico que los medios de comunicación, el cine de Hollywood  y no pocos intelectuales, se encargan de amplificar. El post-modernismo articula esa nueva narrativa alrededor del recelo hacia el futuro y una desconfianza creciente hacia el progreso, la ciencia y la tecnología, cuando no hacia la misma razón, antaño la solución a todos los problemas y hoy problema ella misma.

Pues ese juicio negativo no es del todo cierto. No lo es por lo que hace al mundo en general pero, sobre todo, no lo es por lo que respecta a la Unión Europea, que ha sido el gran experimento político exitoso del siglo XX tras los terribles fracasos del comunismo y del fascismo (los otros dos grandes “experimentos” políticos europeos), un éxito histórico que debe ser destacado y que la propia experiencia española corrobora.

Y efectivamente, desde el Tratado de París de 1951 que creaba la Comunidad Económica del Carbón y el Acero hasta hoy, Europa ha conseguido éxitos, progresos, simplemente espectaculares. Mencionaré tres.

Para comenzar, ha conseguido reforzar y extender ordenes políticos basados en el Estado democrático, el rule of law, la separación de poderes, una sociedad civil fuerte y el respeto a los derechos humanos. En 1945 no más de media docena de Estados europeos eran democracias; hoy lo son los 27 miembros de la UE pero en el linde exterior al menos otra media docena de países se preparan para cumplir los criterios de Copenhague y alcanzar la ansiada integración, de modo que el “modelo UE” se extiende como una mancha de aceite hacia el Este traspasando los Balcanes hasta llegar a Ucrania y el Cáucaso, e incluso puede que la Turquía musulmana. De modo que no es exagerado afirmar que jamás en la historia tantos ciudadanos europeos han gozado de tanta libertad.

En segundo lugar, la UE ha conseguido reforzar y ampliar la prosperidad a toda Europa. Para los países de la ya vieja UE15 la pobreza ha quedado atrás y hemos (habíamos) entrado, no en el bienestar, sino en la afluencia y, en ocasiones, incluso en la opulencia y el consumo ostentoso (aunque endeudado). Primero los antiguos (Alemania, Francia), luego los nuevos (España, Irlanda, Grecia), ahora los novísimos de Europa central y del Este, han mejorado sustancialmente sus niveles de vida. Hoy la economía de la UE, con un volumen de casi 17 billones de dólares de PIB (más de 12 en la zona euro), es la más grande del mundo, mayor que la de los Estados Unidos (aunque sea notablemente inferior en renta per capita). Y de nuevo no es exagerado afirmar que jamás en la historia de Europa tanta gente ha gozado de tanta prosperidad como ahora, prosperidad que se extienden a los vecinos y, eventualmente, también a los vecinos de los vecinos (aunque desgraciadamente no a la frontera sur de Europa, la del Mediterráneo).

Finalmente, Europa ha conseguido gozar de una seguridad jamás vista y no olvidemos que esa fue la causa y el objetivo del proyecto europeo: acabar con el horror de las guerras, y nunca fue más cierto el comentario de Borges: no nos une el amor sino el espanto. Nos une el miedo a la reiteración de conflictos, nos une el never more, el nunca jamás. Y efectivamente, tras 350 años de guerras continuas, prácticamente una en cada generación -guerras de dinastías, guerras de pueblos o naciones, guerras de clases, guerras de bloques-, el riesgo de guerra ha desaparecido casi por completo. Para ello Europa ha sustituido la clásica confrontación de soberanías estatales como acorazadas mónadas impenetrables, por la puesta en común, la suma, de soberanías, dando lugar a un orden internacional e inter-estatal nuevo, post-hobbesiano (en terminología de Schmitter[1]), kantiano (según Robert Kagan[2]) o post-moderno (según Cooper[3]), un orden jurídico en el que el recurso a la violencia ha desaparecido de las relaciones internacionales. Y otra vez más, los Estados vecinos se aprestan a entrar en ese orden post-estatal renunciando al uso de la fuerza a cambio de un lugar al sol de la anhelada Europa.

Podemos pues decir con énfasis que jamás Europa ha sido tan prospera, tan segura, ni tan libre. Lo que no es poco pues eso es todo lo que un ciudadano sensato puede pedir de un orden político: seguridad, libertad, prosperidad. Es un éxito de alcance histórico-universal (como hubiera dicho Max Weber), que explica que todos los países vecinos desean ser europeos y, en buena medida, el poderoso atractivo que Europa ejerce en el mundo, su carácter modélico, su softpower.

Tienen pues razón quienes han argumentado que la UE posee un “poder transformador” propio y singular. El poder militar –se argumenta- permite cambiar regímenes, pero la legislación permite cambiar sociedades. Y se recuerda cómo la ampliación al Este de la UE ha sido el mayor programa de cambio pacífico y de democratización de la historia, y puede que incluso la verdadera y más efectiva “política exterior” de la UE. El poder blando sería tan eficaz, si no más, que el poder duro de otros países como los Estados Unidos. Estaríamos ante el ascenso de los “poderes herbívoros” frente a los “carnívoros”, representados todavía por los amenazantes actores de la guerra fría (USA, Rusia o China).

Pero incluso sus defensores no dejan de reconocer que la UE rinde por debajo de sus posibilidades. Y ello por numerosos problemas que recientemente se acumulan sin encontrar solución. Me centraré en dos unos, uno interno, el otro externo.

Comencemos por el interno. Pues como suele ocurrir, la semilla del fracaso anida en la misma estrategia del éxito, en este caso en el propio modelo de construcción de Europa. La UE sigue siendo un objeto político no identificado que se ha construido por la puerta de atrás siguiendo el llamado método funcionalista: arbitremos un  mercado y una unión monetaria y que la economía tire de la política y que la política tire de la cultura. Recordemos la Declaración Schuman de Mayo de 1950: avanzar mediante “realizaciones concretas” para generar “solidaridades de hecho”, tal debía ser “la primera etapa de la Federación Europea”.

Dicen que Jean Monnet dijo al final de su vida que, de tener la oportunidad de construir Europa de nuevo, habría empezado por la cultura. No es cierto, no lo dijo, es una leyenda urbana más, pero en todo caso menos mal que no se hizo así pues entonces no tendríamos UE. Por el contrario, el “método funcionalista” ha sido un éxito, y la economía ha generado solidaridades de hecho que han tirado de las instituciones y de la política, aunque aun está por ver que esta haya respondido como debiera. Pues el precio pagado por el funcionalismo ha sido construir Europa por la puerta de atrás, sin verdadera participación ciudadana, casi como un “subproducto”: algo que se alcanza tanto mejor cuanto menos se explicita. Y el resultado es un serio déficit democrático: la UE no responde ante los ciudadanos, no es accountable, y por ello es, además, incomprensible, opaca y burocrática. La UE profundiza y exporta democracia pero ella misma es dudosamente democrática, hasta el punto de que se ha podido asegurar, con ironía, que si la UE pidiera mañana ingresar en la UE, puede que tuviera que ser rechazada por no cumplir los criterios que ella misma exige a los países candidatos.

¿La consecuencia de todo ello? La dificultad para saltar desde la unión de mercado y monetaria a la unión política, desde las solidaridades de intereses a las solidaridades del espíritu, para saltar desde el mercado a la política y a la ciudadanía.

El actual problema del euro es sólo una manifestación más de esta deficiencia. Como recordaba hace poco el ministro polaco de exteriores, Radek Sikorski, nuestro problema hoy es como el de Italia tras la unificación: ya tenemos Italia, ahora necesitamos italianos, decía Massimo D’Azeglio en 1861. Pues bien, ya tenemos Europa pero no tenemos europeos,  no tenemos demos, no tenemos la nación europea, y una moneda común no es sino el símbolo de una unidad, de una solidaridad común, que no existe. La UE necesita más política, no más economía, y se debate hoy en la frontera en la que las instituciones económicas como el euro no funcionan por ausencia de marco político que lo regule.

Esta falta de unidad política interna se manifiesta de modo dramático hacia afuera, en la presencia exterior de la UE, en lo que hoy llamamos Global Europe. Como ha dicho Van Rompuy, primer Presidente del Consejo Europeo, “el principal reto de Europa… es cómo lidiar, en tanto que Europa, con el resto del mundo”…¿Cómo podemos imaginar a la Unión Europa en el océano geopolítico -se pregunta-? ¿Estamos todos en el mismo barco y bajo la misma bandera?”.

Este desafío es, sin lugar a dudas, el mayor. El principal problema de Europa no es ella, sino el mundo, pues mientras la UE camina, aunque sea a paso de tortuga, el mundo galopa desde hace décadas.

Y permítanme que recuerde algunos datos inevitables.

La demografía es el destino, escribió Augusto Comte, el inventor de la palabra sociologia. Pues bien, en 1950, antes de ayer como quien dice, de los diez países más poblados del mundo seis eran europeos; hoy, de los veinte más poblados hay solo uno europeo, Alemania. Europa era más del 25% de la población del mundo hasta 1950 aproximadamente, uno de cada cuatro hombres era europeo. Hoy es bastante menos del 10% y para mediados de este siglo Europa toda será poco más del 6% de la población mundial, las dos Américas serán entonces otro 6 o 7% aproximadamente cada una, y todo el viejo Occidente sumará poco más del 20%. Mientras, Asia es ya el 60% y África lleva camino de ser más del 20%. Seis asiáticos y tres africanos por cada europeo. Y hablamos de cantidad de población, no de calidad, pues la consecuencia del escaso crecimiento es el acelerado envejecimiento de la población europea.

En todo caso la consecuencia de esta demografía asimétrica entre Occidente (The West ) y el Resto (The Rest), sumada a la actual Revolución Económica Mundial, es que las potencias demográficas se doblan de potencias económicas, que se doblan a su vez en potencias militares y estratégicas. Y así, Europa occidental que llegó a ser el 33% del PIB mundial en la época dorada de la Revolución Industrial, entre 1870 y 1913, ha descendido desde entonces a un 20% aproximadamente, y sigue descendiendo. Mientras, China es ya la segunda economía del mundo que puede alcanzar a la de los Estados Unidos en un par de décadas. La India es la cuarta, Rusia la sexta, Brasil la octava, México la undécima, Corea del Sur la duodécima, todos por delante de España, que en pocos meses ha descendido de la posición octava a la duodécima.

Y el poder económico, por supuesto, se dobla en poder político y militar. China gana ya más votaciones en Naciones Unidas que Europa, cuando hace un par de décadas era al contrario. Y China o India, con ejércitos que son ya inmensos (de más de 2,5 millones de hombres el de China), y nuclearizadas, están construyendo aceleradamente armadas oceánicas para asegurar las rutas de suministro de sus recursos  a través del mar del Sur, sin olvidar el control del espacio (e India se propone llegar a la Luna). Pero no son los únicos, pues la militarización de un país acelera la de los vecinos.

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Datos que no deberían sorprendernos pues eso es lo que nos enseñaron dos gran pensadores europeos, uno checo, el otro británico.

Y tomemos distancia de nuevo.

A partir de los años 40 del pasado siglo, una de las grandes figuras de la brillante intelectualidad centroeuropea, el filósofo checo Jan Patocka, perseguido primero por los nazis y más tarde por los comunistas, y abrumado por el drama de la guerra, el gulag y el Holocausto, fue elaborando escritos varios que se publicaron más tarde con el título de Europa después de Europa. Para entonces hacía décadas que había fallecido. En 1977 había aceptado firmar -junto a Vaclav Havel-, la Carta 77, lo que le llevaría a la cárcel, a un interrogatorio brutal de más de once horas y, pocos días después, a su muerte.

En aquellos análisis, Patocka daba testimonio de la aparición de un mundo que llamaba “post-europeo” en una era que, con visión casi profética, denominaba la “era planetaria”. Como antes Stefan Zweig, Patocka aseguraba que Europa se había “suicidado” en las dos guerras mundiales, pero sin embargo había generado una “mundialización” de sus instituciones en una “herencia espiritual” que habría que recuperar. Europa, concluía Patocka,  debía repensarse en ese nuevo mundo post-europeo. Una nueva Europa para un mundo post-Europeo.

La idea estaba en el aire pues era una más de las evidentes consecuencias de la guerra. Por aquellos mismos años –concretamente el 16 de febrero de 1955- el gran historiador británico Barraclough pronunciaba en la Universidad de Liverpool una trascendental conferencia titulada El fin de la historia europea en la que aseguraba que, tras pasar de la Era Mediterránea a la Era Europa, y tras ella la Era Atlántica, vemos ahora emerger una Era del Pacífico que nos fuerza  pensar el mundo de otro modo. Ello no significa -continuaba Barraclough- “que la historia europea haya terminado”, por supuesto. Pero sí  “que deja de tener significación histórica” y pasa a ser una “historia regional” más, ya no “la historia del mundo”, como ha sido durante los últimos siglos.

Efectivamente, durante más de trescientos años la historia del mundo, la historia de América, de Asia o de África, se ha escrito aquí, en Europa, se ha escrito en El Escorial o en Lisboa, en Londres, Paris, Berlín, más tarde en Washington. Quien quiera escribir la historia de América, por ejemplo, deberá visitar el Archivo de Indias en Sevilla. Incluso quien quiera escribir la historia de Texas o de Nuevo México, o incluso de Alaska. Y ello porque el destino y las historias de esas tierras lejanas se decidieron y se escribieron aquí.

Esto ya no es así;  Europa se suicidó en dos “guerras civiles” (las dos Guerras Mundiales; la expresión es de nuevo del gran europeo que fue Stefan Zweig), y perdió sus Imperios coloniales. Es más, entre 1945 y 1991, fue ella misma territorio colonizado por potencias periféricas, extra-europeas, por Estados Unidos o la Unión Soviética, incapaz de controlar su propio destino.

Pues bien, la pregunta ahora es si en los próximos siglos Europa será capaz al menos de controlar su propio destino o, como le ocurrió al resto del mundo antes, ese destino se escribirá en Beijing u otro lugar. En todo caso lo que los historiadores han llamado la Era de Europa, que comenzó con las grandes navegaciones de altura de los Iberian pioneers (Toynbee), ha tocado a su fin, y el puente de mando de la humanidad se mueve de nuevo hacia el oeste.

Este es inevitablemente nuestro trasfondo, aunque no lo sepamos: el de un mundo post-europeo y una Europa después de la Era de Europa pues necesitamos más Europa, no menos, y la necesitamos ya mismo (quizás ayer), no mañana o pasado mañana.

Y comienzo a concluir.

El 19 de septiembre de 1946, poco después de que callara el ruido de las armas, en su famoso discurso de Zurich, decía Churchill:

Hay un remedio que si se adoptara de una manera general y espontánea, podría cambiar todo el panorama como por ensalmo, y en pocos años podría convertir a Europa, o a la mayor parte de ella, en algo tan libre y feliz como es Suiza hoy en día. ¿Cuál es ese eficaz remedio? Es volver a crear la familia europea.

Pues bien, el deseo de Churchill se ha cumplido, la “familia europea” ya se ha creado y Europa es tan “libre y feliz como Suiza”.

Pero aquel deseo contenía una profunda ironía que hoy vemos con claridad: el de transformarnos en una sociedad de alta calidad pero aislada y ensimismada, ser “la Suiza del mundo”. Un hermoso y elegante parque temático, bello, culto, sofisticado y decadente, un lugar ideal para vivir, donde los ricos del mundo enviaran a sus hijos a estudiar y mantendrán residencias secundarias, por si acaso, lleno de museos, operas y teatros, pero cerrado al mundo, aislado e irrelevante. No seremos problema para nadie, pero tampoco la solución de ningún problema.

No nos engañemos, ese no es el futuro sino en buena medida el presente, y así nos ven ya en el resto del mundo, y cuando se indaga fuera de Europa sobre la UE el resultado es descorazonador. Para los habitantes del planeta los Estados Unidos son la gran potencia indiscutible (81%), seguida por China (50%), y ya muy por detrás, y casi empatados, por Rusia (39%), Japón (35%) y la UE y el Reino Unido (empatados en el 34%). Un ranking que no deja de ser sorprendente: ¡la UE no es percibida como más poderosa que el Reino Unido, Japón o Rusia!

Pero más interesante es analizar quien otorga a la UE esa mediocre posición, pues mientras que el 81% de los alemanes o el 76% de los ingleses aseguran que la UE es hoy un “poder mundial”, sólo piensan lo mismo el 5% de los indios, el 12% de los brasileños, el 13% de los rusos, el 20% de los japoneses. Los europeos estamos convencidos de que somos una potencia mundial pero, desgraciadamente, muchos, al parecer, no se han enterado. Algo hemos debido hacer muy mal para ser así percibidos.

Europa debe responder a estos desafíos; no tiene, no tenemos alternativa alguna.

Algunos piensan que debemos aceptar –de nuevo con Stefan Zweig y su “mundo de ayer”- las estrofas finales del canto del Julio Cesar de Shakespeare:

El sol de Roma se ha puesto. Nuestro día murió.
Nubes, rocío y peligros, se acercan;
Hemos cumplido nuestra labor.

Es un modo acomodaticio y blando de aceptar la debilidad como destino. Con mayor vigor y ninguna complacencia el gran escritor mexicano Octavio Paz nos describió así no hace mucho:

Lo único que une a Europa es su pasividad ante el destino. Después de la Segunda Guerra Mundial las naciones del Viejo Mundo se replegaron en sí mismas y han consagrado sus inmensas energías a crear una prosperidad sin grandeza y a cultivar un hedonismo sin pasión y sin riesgos.

Libres y felices como los suizos, podía haber añadido Paz. Evitar que Paz tenga razón es nuestro reto inmediato. Construir una nueva Europa después de la Era de Europa. Ese debe ser el objetivo de todos los europeos a la altura del siglo XXI. Salamanca es un sitio magnífico para comenzar.

Muchas gracias.

Emilio Lamo de Espinosa
Doctor en Derecho por la Universidad Complutense y Doctor en Sociología por la Universidad de Califor­nia-Santa Barbara. Presidente del Real Instituto Elcano


[1]Schmitter, Philippe C., “The European Union as an Emergent and Novel Form of Political Domination”, Working Paper, Juan March Institute, Madrid, 1991/26.

[2] Robert Kagan, Poder y debilidad (Taurus, Madrid, 2003).

[3] Robert Cooper “The Post-Modern State”, en Mark Leonard, (ed.) Re-ordering the world, London, The Foreign Policy Centre, 2002.