Tema: Rusia necesita atraer inmigración pero su gestión del fenómeno tropieza con la xenofobia y la falta de atractivo del país para los migrantes más cualificados.
Resumen: Rusia necesita de una inmigración masiva para superar su crónico declive demográfico, su envejecimiento y el despoblamiento de amplias zonas, y para asegurar su futuro como Estado. Las autoridades aceptan esta evidencia, pero desde la desintegración de la URSS en 1991 su política migratoria ha experimentado dificultades objetivas para sobreponerse al legado imperial soviético y se ha regido ora por percepciones de seguridad, ora por concepciones económicas. A la vez, el rechazo y la xenofobia de una parte de la población contra los migrantes procedentes de Asia Central y del Cáucaso frena su integración, mientras que el Estado se encuentra ante la dificultad de atraer de nuevo a los rusos más cualificados que han abandonado el país en las últimas dos décadas.
Análisis: La metamorfosis de los habitantes de Rusia en la época soviética en ciudadanos rusos no ha concluido aún, 20 años después del fin de la URSS. En el pasado marzo, un 58% de los encuestados en un sondeo del Centro Levada lamentaba la desintegración de aquel Estado y un 52% opinaba que podría seguir existiendo. La Federación Rusa, que fue la república más extensa y también el núcleo de la URSS, no ha cristalizado como Estado moderno. En gran parte, Rusia es un conglomerado de pueblos con lenguas, culturas y religiones diferentes, entre los cuales los “rusos” (en la acepción cultural y étnica del término) constituyen la mayoría demográfica. Los pasaportes de los ciudadanos de la Federación Rusa no hacen constar la “nacionalidad” (la identificación cultural y étnica) del titular. Sin embargo, este concepto, que figuraba en los pasaportes de los ciudadanos de la URSS, sigue vivo e influye en los comportamientos sociales. La dificultad del tránsito entre la URSS y Rusia queda patente en la circunstancia de que los pasaportes soviéticos, con distintos sellos y timbres, fueron válidos hasta 2003 y aún hoy se calcula en 50.000 el número de personas que por distintas razones siguen aferradas a estos documentos de un país inexistente ya.
En general, los rusos no consideran extranjeros a sus vecinos eslavos –bielorrusos o ucranios rusoparlantes–, pero se sienten ajenos a sus conciudadanos de cultura musulmana del norte del Cáucaso, como chechenos, ingushes y miembros de las múltiples comunidades que conviven en Daguestán. En esta situación han influido las guerras con Chechenia (la primera de 1994 a 1996 y la segunda de 1999 a principios de la siguiente década) y también el terrorismo.
Tanto si están formadas por extranjeros de Asia Central como por oriundos del Cáucaso ruso, las corrientes migratorias provocan corrientes de xenofobia y rechazo en Rusia. Los rusos asocian a los inmigrantes con la criminalidad y también con la corrupción en los órganos del orden público que obtienen beneficio económico de la indefensión de los forasteros.
La agonía y muerte de la URSS ha estado acompañada en Rusia de procesos semejantes a los que, salvando las distancias, afectaron a Francia con la llegada de los pieds noirs de Argelia. Rusia ha sido la meta de centenares de miles de “rusos” que en calidad de ciudadanos soviéticos residieron cómodamente en Asia Central o en las repúblicas del Transcáucaso, pero que, víctimas de la lógica del fin del imperio, se transformaron en “ocupantes” y agentes de la potencia colonial a los ojos de las comunidades nacionales vertebradoras de otras repúblicas soviéticas. Los conflictos bélicos, la discriminación, las duras condiciones de vida y la falta de perspectivas de ascenso en las nuevas elites nacionales forzaron a muchos a emigrar. Los más cualificados y previsores pudieron elegir su nueva “patria” en el mundo, otros llegaron a Rusia en precario y un tercer grupo permanece en la periferia del imperio, ya sea como minorías marginales o integrándose en sus nuevas patrias y desnaturalizándose como rusos. Desde 1992, recibieron ciudadanía rusa 8 millones de personas, de las cuales 5,5 millones residen en Rusia y otros 2,5 millones en el extranjero, según datos del Servicio Federal de Migración (SFM).
El Kremlin no ha estado en disposición de aprovechar plenamente el potencial intelectual y laboral, familiarizado con la lengua y las costumbres rusas, que ofrecían los países postsoviéticos. Los recursos humanos de la CEI (Comunidad de Estados Independientes postsoviéticos) pueden resultar ya insuficientes para las necesidades de desarrollo de la Federación Rusa. El gobierno tiene prisa por regular la emigración con criterios claros y ha recurrido a expertos para elaborar las líneas maestras de la política estatal en este campo (Kontseptsia Gosudarstvennoi Migratsionnoi Politiki). Cuando sea aprobado, este documento pasará a formar parte de la estrategia económica del país hasta 2020. Los expertos del Instituto Demográfico de la Escuela Superior de Economía (involucrados en la elaboración del documento) pronostican que la crisis demográfica continuará y que el encogimiento de la población en edad laboral (de 88,6 millones de personas en 2010 a 77,1 millones en 2026) obligará a recurrir a mano de obra de países como la India, Afganistán y Bangladesh.
La contracción demográfica en Rusia es el resultado de una escasa natalidad (factor común con otros países desarrollados) y de una alta tasa de mortalidad (factor común con países subdesarrollados). Los flujos migratorios procedentes de la CEI han compensado sólo en parte el declive. En 1992 Rusia tenía 148,5 millones de habitantes, en 2002 145,17 millones y en 2010 142,9 millones, según los datos preliminares del último censo, realizado en octubre de 2010. De no haber sido por los emigrantes, la población rusa se hubiera recortado en 13 millones, señalan los expertos. En 2025 Rusia tendrá entre 5 millones y 10 millones de habitantes menos, según el informe del Instituto de Demografía de la Escuela Superior de Economía (Rossískaya Gazeta, 3/III/2011).
Millones de ciudadanos soviéticos se hubieran convertido con gusto en ciudadanos rusos de no haber chocado con el rechazo, la burocracia y la falta de perspectivas. Países que tradicionalmente han suministrado mano de obra a Rusia, como Moldavia y Ucrania, han pasado a orientarse hacia Occidente, según reconoce el jefe del SFM, Konstantín Romodánovski. En opinión de este funcionario, el mercado de trabajo ruso necesita entre 10 millones y 20 millones de personas más hasta 2020 (Rossískaya Gazeta, 18/IV/2011). El potencial de Asia Central es insuficiente. Como máximo, Rusia podría recibir 4 millones de personas de Uzbekistán, 1,6 millones de Tayikistán y 0,8 millones de Kirguizistán, calcula Romodánovski.
Los resultados del último censo indican una mayor concentración en grandes ciudades y el mantenimiento del desequilibrio demográfico entre la zona europea, donde viven la mayoría de los habitantes, y el vasto territorio situado al este de los Urales, poblado por unos 39 millones de personas. De las 83 unidades administrativas del Estado, 63 registraron reducciones demográficas en relación a 2002 (fecha del anterior censo). Estas reducciones afectaron sobre todo a las regiones orientales que tienen una infraestructura poco desarrollada y carecen del sistema de incentivos que regulaba la política migratoria en la URSS. Con todo, hay saldos demográficos positivos en los territorios ricos en materias primas e hidrocarburos de Siberia y el Lejano Oriente, como Yakutia (1% de incremento), la región de los Janti y de los Mansi (6,9%) y Tiumén.
En Rusia viven entre 7,8 millones y 8 millones de extranjeros, de los cuales unos 4 millones constituyen un grupo de riesgo, es decir, personas que podrían estar trabajando ilegalmente, según Romodánovski. Las estimaciones sobre la inmigración ilegal oscilan en varios millones, según las diferentes fuentes. La precisión es imposible, dado que la Federación Rusa no exige visado a los ciudadanos de la mayoría de Estados postsoviéticos, aunque sí les obliga a empadronarse. En Moscú viven 2 millones de inmigrantes ilegales, según el alcalde de la capital, Serguéi Sobianin.
A largo de estas dos décadas en el debate sobre la política migratoria se han enfrentado los partidarios de facilitar la inmigración de los rusos desde los países de la CEI y los partidarios de mantenerlos en las repúblicas de la antigua URSS como instrumento de influencia de Moscú en entornos cada vez más ajenos, donde el Kremlin ha ido perdiendo gradualmente influencia, especialmente en Asia Central. En las ex colonias, Moscú ha llegado a sacrificar los derechos de las comunidades rusas a los intereses de sus grandes monopolios. Así, por ejemplo, los beneficios que los hidrocarburos de Turkmenistán reportaban a Gazprom prevalecieron sobre la defensa de los intereses de la minoría rusa en aquel país, cuando los dirigentes turcomanos obligaron a los rusos locales a elegir ciudadanía, en contra de los pactos previos con Moscú que les garantizaban la doble ciudadanía.
La legislación sobre ciudadanía, que regula la integración de los inmigrantes en Rusia, ha sabido evitar las motivaciones y las preferencias de carácter étnico y esto es un factor positivo para la consolidación de un Estado moderno. Para los rusoparlantes que se identifican con la cultura y la sociedad rusa, Moscú puso en marcha en 2007 un programa de ayuda al “asentamiento de compatriotas”. Este programa, que se inició de forma experimental en 20 regiones, prevé ayudas estatales a la mudanza y reasentamiento de los inmigrantes a zonas en declive demográfico y también la tramitación acelerada de la ciudadanía rusa. A cambio, los inmigrantes se comprometen a fijar su lugar de residencia durante dos años y contribuyen así a mejorar la situación demográfica de regiones deprimidas. Las autoridades esperaban atraer anualmente entre 50.000 y 100.000 personas con este programa, pero en cuatro años sólo 34.000 se han inscrito en él (Rossískaya Gazeta, 15/IV/2011). Estas modestas cifras se deben entre otras cosas a la falta de coordinación entre autoridades centrales y regionales y a una normativa legal contradictoria y provocadora de conflictos irresolubles. Por ejemplo, los emigrantes no pueden obtener un crédito para comprar una vivienda si no están empadronados y no pueden empadronarse si no tienen una vivienda.
Entre los instrumentos que regulan la inmigración figura un burocrático sistema de cuotas que varían de año en año según la demanda laboral. Los empresarios deben formular su demanda de mano de obra con mucha anticipación y tras una larga y ardua concertación con autoridades regionales y centrales reciben permiso para contratar un determinado número de inmigrantes, que puede no coincidir con la cantidad inicialmente solicitada. Este sistema ha generado prácticas viciadas tales como la compra-venta de cuotas y la explotación de los inmigrantes indefensos que son subcontratados por sueldos miserables. Víctimas de esta corrupción han sido, por ejemplo, los inmigrantes de Asia Central en Moscú. El alcalde de la capital ha reconocido que a los inmigrantes se les paga por debajo del salario mínimo de 10.400 rublos (255 euros) (Rossískaya Gazeta, 2/III/2011). Otro instrumento regulador son las “patentes” que por 1.000 rublos al mes legalizan a los extranjeros empleados por personas físicas. A las patentes se han acogido cerca de 165.000 personas, muy por debajo de la cifra de 3,5 millones esperada por los servicios de emigración.
Tratando de ser selectivo y de recuperar en parte los “cerebros” fugados de la URSS y de Rusia en el pasado, Moscú comenzó en 2010 a practicar una política de captación de especialistas cualificados o muy cualificados (la clasificación se efectúa en función de los ingresos anuales del trabajador). Esta inmigración privilegiada, exenta de los requisitos burocráticos de la inmigración general, no está sometida a cuotas. Sin embargo, la captación de inmigrantes de lujo está siendo escasa ya que Rusia no es suficientemente atractiva para la vanguardia innovadora mundial.
Aunque la legislación rusa ha evitado las discriminaciones étnicas, este aspecto está presente en el modo de abordar los fenómenos migratorios. Un sector de la sociedad rusa muestra xenofobia y rechazo no sólo frente a los jurídicamente extranjeros, sino también ante los conciudadanos del norte del Cáucaso. El 66% de los entrevistados el pasado marzo en una encuesta del Centro Levada se declaraban a favor de limitar los flujos migratorios. En enero, un 56% creían posible el derramamiento de sangre en enfrentamientos étnicos y un 37% atribuían el nacionalismo en Rusia al “comportamiento provocativo de los representantes de las minorías nacionales”. Sin embargo, un 25% achacaba ese nacionalismo a las malas condiciones de vida y un 11%, a los “prejuicios nacionales de la población rusa”. Según la misma encuesta, un 48% opina que el principal enemigo de Rusia son los guerrilleros chechenos (por delante de EEUU, que ha sido el rival y enemigo tradicional de Moscú). Los rusos asocian el norte del Cáucaso con la violencia y con el terrorismo, que golpea y mata de forma intermitente en la capital. Para resolver el problema, un 36% propone endurecer el control de los desplazamientos de los habitantes del Cáucaso del Norte a las zonas rusas. Un 62% opina que la guerra en el Cáucaso (una ampliación de la de Chechenia) sigue y continuará largo tiempo alternando fases de recrudecimiento y de calma.
Las encuestas ayudan a comprender el contexto social en el que tuvo lugar el 11 de diciembre de 2010 una manifestación de 5.500 exaltados prestos a agredir a los ciudadanos de aspecto “no eslavo” mientras gritaban “Rusia para los rusos”. Los manifestantes protestaban por la negligencia mostrada por las autoridades frente a los autores del asesinato de un ruso, un hincha futbolístico que falleció a resultas de un disparo supuestamente efectuado por un oriundo del Cáucaso. En la virulenta protesta junto a los muros del Kremlin, hubo más de 30 heridos y 66 detenidos. Grupos de fanáticos prolongaron después la violencia hasta la madrugada, aterrorizando a asiáticos (un inmigrante de Kirguizistán fue asesinado) y caucásicos en los barrios periféricos de Moscú. En otras ciudades de Rusia, como San Petersburgo y Rostov del Don, hubo también protestas por la “indefensión” de los rusos ante los oriundos del Cáucaso.
Los rusos consideran el Cáucaso del Norte como una gravosa carga económica para el Estado y este enfoque tiene analogías con el que sectores nacionalistas rusos mantenían en época soviética en relación a las otras repúblicas de la URSS. La visión de Rusia como un territorio “vampirizado” y explotado por las otras 14 repúblicas federadas de la URSS tuvo insignes defensores, entre ellos el escritor Alexandr Solzhenitsin, y de hecho contribuyó a justificar ideológicamente la fragmentación de la URSS, aunque tal vez no con las fronteras que los nacionalistas hubieran querido. Si la historia se repite ahora a menor escala, lo que estaría en juego ahora sería la secesión del norte del Cáucaso, es decir, la fragmentación de Rusia. Un 14% de los encuestados en un sondeo del Centro Levada cree que Rusia no podrá pacificar el Cáucaso y que acabará teniendo que reconocer la independencia de Chechenia y tal vez de otros territorios de la región.
El pasado 23 de abril varios centenares de personas salieron a la calle en Moscú para exigir al gobierno que deje de financiar el Cáucaso del Norte. El lema de la protesta, convocada por la Unión Cívica Rusa (una asociación que se define como nacionalista moderada), era: “Basta de alimentar el Cáucaso”. Los manifestantes acusaban a las autoridades de transferir cuantiosos fondos a las regiones caucásicas en detrimento de las regiones rusas. El acto no tuvo la virulencia de la manifestación de diciembre, pero el sentido era parecido. Pocos días antes, un tribunal de Moscú prohibió por extremista al Movimiento Contra la Emigración Ilegal (DPNI). Esta organización, que se solidarizó con los objetivos de la manifestación del 11 de diciembre, combate la “sistemática violación de los derechos e intereses de los rusos” y exige el cese del gobierno.
La xenofobia es uno de los componentes de las manifestaciones nacionalistas, pero no el único, pues las protestas reflejan también una insatisfacción generalizada (compartida por ciudadanos de otras ideologías) por la política económica y social del gobierno, por la corrupción de las altas esferas y por la escandalosa y arbitraria diferenciación social que ha producido una elite multimillonaria, derrochadora e irresponsable.
Aunque la tesis de los flujos financieros privilegiados desde la administración central al Cáucaso no está confirmada, los expertos en aquella región constatan que los fondos transferidos desde el centro federal son “engullidos” por las estructuras administrativas locales con escaso beneficio social. El Kremlin carece de voluntad política para enfrentarse a los líderes locales, como el presidente de Chechenia Ramzán Kadírov. Al satisfacer los caprichos de Kadírov y cerrar los ojos ante sucesos que lo comprometen (incluidas incursiones armadas en Moscú), la administración central compra “paz” en Chechenia, pero al mismo tiempo irrita a otras elites regionales y provoca malestar en la sociedad rusa, que se siente discriminada frente a los caucásicos. De ahí que éstos sean percibidos como elementos ajenos y delictivos. De ahí también la mala acogida que ha tenido en las regiones rusas la idea de propiciar la migración interna desde el Cáucaso para aliviar el grave problema del desempleo allí existente. El Cáucaso del Norte, donde predomina la población rural, se distingue del resto de la Federación Rusa por su elevada natalidad y un saldo demográfico muy positivo. En el Cáucaso viven 9,5 millones de personas y, según el censo, de 2002 a 2010 la población aumentó en un 6,3%, especialmente en Daguestán (+15,6%), Chechenia (+15%) y Karachaevo-Cherkesia (+8,9%). Las elevadas tasas de paro que llegan a superar el 50% de la población activa, han propiciado la emigración en todos los grupos étnicos. A diferencia de las comunidades musulmanas autóctonas, que conservan los vínculos con su tierra, los rusos se marchan para siempre de aquellas regiones. Entre 1989 y 2002 cerca de 300.000 rusos (el 27,5% de toda la población) emigraron de los territorios integrados en el distrito federal del Norte del Cáucaso, según el documento del gobierno que define una estrategia de desarrollo para la zona hasta 2025 (Strategia sozialno-ekonomicheskogo rasvitia Severo-Kavkaszkogo Federalnovo Okruga do 2025 goda). Atajar la emigración de los rusos del Cáucaso es una “tarea estratégica” del Estado, afirma el documento, aprobado por el gobierno ruso en septiembre de 2010. Y argumenta: “Para el Distrito Federal del Norte del Cáucaso la población rusa es un importante factor de estabilidad en la situación etno-política, y también una fuente de especialistas altamente cualificados, necesarios para garantizar el desarrollo sostenido de este distrito federal y para hacerlo atractivo a las inversiones”.
Conclusión: Aunque el nacionalismo xenófobo en Rusia no es hoy un movimiento político bien estructurado y con un programa capaz de aglutinar masivamente al electorado, sí es, en cambio, una amenaza importante que puede crecer y ser manipulada en el futuro. La carta nacionalista fue esgrimida con éxito en los comicios de 2005 por Ródina (Patria), un partido que protagonizó una agresiva campaña contra la migración de los caucásicos. También cabe la posibilidad de que el Kremlin intente reinventarse a sí mismo, y trate de caracterizarse ante la sociedad como la “alternativa civilizada” frente a un entorno presentado como progresivamente degradado y xenófobo.
Rusia está atrapada en una contradicción difícil de resolver. Por una parte, debe controlar un estado de ánimo social populista, nacionalista e incluso xenófobo y, por otro, debe atraer inmigrantes para evitar el descenso de su población y su envejecimiento, y para desarrollar su economía. Es importante que en esta encrucijada las autoridades eviten la tentación de representar a su país con el clásico cliché de fortaleza acosada y rodeada de enemigos. Para tener éxito, la política migratoria rusa debe estar asociada a la democratización del Estado, al desarrollo de la tolerancia y la apertura al mundo. Solo así podrá crearse una auténtica “ciudadanía rusa” sin connotaciones étnicas.
Pilar Bonet
Periodista, corresponsal de El País en Moscú