Tema: Se analiza el proyecto de Ley Orgánica de Defensa Nacional aprobado por el Gobierno en marzo de 2005 comparándola con la ley en vigor y con documentos europeos similares.
Resumen: El Consejo de Ministros del 18 de marzo de 2005 aprobó el proyecto de Ley Orgánica de Defensa Nacional, que se ha publicado en el Boletín Oficial de las Cortes Generales de 31 de marzo de 2005. La sustitución de la ley orgánica vigente tras un cuarto de siglo en el que han cambiado casi todos los elementos que determinaron su redacción, tal y como se recoge en su exposición de motivos del proyecto, era una necesidad anunciada. La publicación abre paso al debate parlamentario y social que acompañará la búsqueda del consenso en una materia de Estado. Este análisis pretende contribuir al debate presentando unos apuntes sobre los elementos más novedosos y controvertidos del proyecto, los problemas que soluciona y las reservas que genera. Sin espacio para entrar en detalles, los elementos para el debate se agrupan en torno al concepto de defensa, la distribución de las responsabilidades, el refuerzo del control parlamentario, la reorganización de las fuerzas armadas, su código de conducta y la contribución civil a la defensa.
Análisis
La defensa nacional y su concepto
La Ley Orgánica vigente define en su parte preliminar el concepto de defensa que correspondía a la época de su aprobación. El tiempo trascurrido y los cambios estratégicos han ido erosionando aquel concepto y era de esperar que la actualización de la norma incluyera la actualización del concepto al que sirve, pero el Proyecto no entra en ello y carece de definiciones de defensa y seguridad. La indefinición del objeto material de la ley no puede sino generar confusión porque permite un margen de interpretación muy amplio de la defensa, ya sea para asumir nuevas competencias de seguridad o para renunciar a alguna de sus competencias tradicionales. El Proyecto no puede solucionar el debate de fondo entre seguridad y defensa que ocupa –y preocupa– a la comunidad estratégica, ni resolver unilateralmente los nuevos retos de seguridad que requieren la concurrencia de la defensa. Pero tampoco puede sustraerse a delimitar su propio campo de juego porque de su definición previa depende la interpretación de muchos otros contenidos del Proyecto y la evolución de los instrumentos que los desarrollan.
Una forma de definir la política de defensa por defecto es la de describir las misiones que de ella se derivan para sus fuerzas armadas. Aquí la técnica varía entre aquellos Estados que incluyen las misiones o sus límites en los textos constitucionales, los que optan por hacerlo mediante leyes específicas, los que se limitan a recogerlo en normas ministeriales o, simplemente, los que combinan algunas de las técnicas anteriores. La enumeración constitucional de Italia, Holanda, Polonia, Alemania y España es la menos utilizada, tanto por razones históricas –la regulación constitucional suele responder a una experiencia histórica negativa que aconseja limitar constitucionalmente la acción militar– como por razones prácticas –resulta tan difícil prever las misiones del futuro que al final la práctica política o la jurisprudencia constitucional acaban añadiendo nuevas misiones–. En el extremo opuesto figuran Francia y el Reino Unido, que carecen de referencias constitucionales y son sus ejecutivos quienes deciden en cada momento las misiones de sus fuerzas armadas por vía política o administrativa. En medio de ambas opciones, el resto de los países europeos recurren a una combinación de medidas legislativas y gubernamentales para cubrir los tres ámbitos básicos del espectro actual de misiones: las modalidades operativas tradicionales de las fuerzas armadas vinculadas a la defensa, las nuevas misiones vinculadas a la seguridad y las derivadas de los compromisos internacionales.
Las leyes no pueden prever la evolución de la realidad y la práctica europea comparada muestra la tendencia a cerrar su desfase con la realidad estratégica mediante instrumentos flexibles de actualización periódica, ya sea mediante documentos políticos similares a las sucesivas directivas españolas de defensa nacional o algunos libros blancos europeos, o bien mediante textos legales que sancionen el consenso entre los poderes ejecutivo y legislativo coincidiendo con la programación militar o mediante instrumentos específicos como la Ley de Defensa danesa de 2001 o la Ley belga de 2004.
El Proyecto mantiene las misiones detalladas en la Constitución y en la Ley Orgánica de 1980 actualmente en vigor –garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional– y las amplía a la contribución militar a la seguridad nacional y colectiva, al mantenimiento de la paz, estabilidad y ayuda humanitaria internacionales y a preservar la seguridad y bienestar de sus ciudadanos dentro o fuera de sus fronteras. Son misiones similares a las recogidas en el acervo europeo de los últimos años y que se han ido introduciendo en la vida cotidiana de las fuerzas armadas mediante las directivas de defensa nacional. La sanción legislativa de esas misiones no parece que vaya a generar grandes debates porque refleja –más que construye– el consenso político y social en torno a las misiones, militares o no, de las fuerzas armadas sin constituir un número cerrado que limite al Ejecutivo a realizar las misiones señaladas y no otras.
Más discutible parece la necesidad o idoneidad de la tipología de operaciones militares que lo acompaña, porque parece demasiado corta para desarrollar todas las posibilidades de empleo del instrumento militar y demasiado larga para evitar la confusión entre los catálogos de misiones y operaciones. Por ello, en lugar de intentar prever todas las modalidades operativas de las fuerzas armadas en una ley de criterios básicos, parece más adecuado dejar su actualización y detalles para los documentos de desarrollo de la política militar y los acuerdos que regulen la colaboración militar con las organizaciones multilaterales o con otras administraciones o instituciones del Estado. Esta es la técnica seguida, por ejemplo, por la Ley belga de 20 de mayo de 1994, a partir de la cual se han ido desarrollado las modalidades operativas, las situaciones administrativas y las relaciones interdepartamentales o internacionales derivadas de las misiones iniciales. Por lo tanto, parece lógico que el debate parlamentario tienda hacia la generalización a la hora de tipificar misiones y hacia la concreción a la hora de prever su desarrollo.
El reparto de responsabilidades
El Proyecto distribuye las responsabilidades formales y materiales de la defensa de forma similar a la Ley Orgánica de 1980 en lo que se refiere al Rey, mientras que ofrece novedades en cuanto al Gobierno, su Presidente, el ministro de Defensa y el Consejo de Defensa Nacional. El Gobierno mantiene las mismas atribuciones que ostenta en la Ley Orgánica actual aunque el Proyecto resalta explícitamente la de enviar fuerzas armadas fuera del territorio nacional, una facultad que ya forma parte de las atribuciones de ejecución y dirección que en materia de defensa le confieren la Constitución y el propio Proyecto. Respecto a las responsabilidades del presidente del Gobierno, la Ley Orgánica en vigor diferencia entre las que corresponden a la dirección de la política de defensa y las relacionadas con la dirección de la guerra, de acuerdo con la diferenciación clásica de tiempos de paz y de guerra que, dicho sea de paso, se desdibuja en el Proyecto. Las primeras no cambian sustancialmente aunque su reformulación introduce redundancias respecto a la enumeración actual que podrán depurarse sin grandes problemas durante el trámite parlamentario. En las segundas, el Proyecto omite atribuir al Presidente la dirección de la guerra al tiempo que le asigna la gestión de las crisis que afectan a la defensa. La sustitución del término guerra por el de crisis parecería adecuada si se descartara la posibilidad remota de una guerra por la más probable de una acción armada en tiempos de paz, pero como en el resto del Proyecto permanecen alusiones a conflictos bélicos y armados se crea una confusión sobre si el cambio es terminológico o funcional. Esta confusión se deberá solucionar durante el trámite parlamentario pero éste se debería aprovechar también para abordar los aspectos multilaterales de la gestión militar de crisis, es decir, cuando la responsabilidad de la gestión del uso de la fuerza, independientemente de su nivel de intensidad, se comparte con terceros en el marco de organizaciones o coaliciones internacionales, un escenario habitual que resta margen de autonomía a los poderes presidenciales que establece el Proyecto.
Las atribuciones del ministro siguen siendo similares en cuanto al desarrollo y ejecución de las políticas de defensa y militar salvo que desaparecen todas las referencias explícitas e implícitas a sus tareas relacionadas con el planeamiento y elaboración de los objetivos y estrategias de defensa, así como su presentación de propuestas al Gobierno. Según la Ley Orgánica en vigor, el ministro propone los objetivos de la política de defensa y elabora la política militar, para lo que cuenta con órganos asesores como la Secretaría General de Política de Defensa, la Secretaría de Estado de Defensa y el Estado Mayor de la Defensa, entre otros. Pero al eliminar el Proyecto las referencias expresas al objetivo de fuerza y el plan estratégico conjunto surge la duda de quién se ocupará del planeamiento y coordinación de las políticas citadas, una duda que deberá aclarar el debate parlamentario.
Quizá se encargue de ello el Consejo de Defensa Nacional, un órgano asesor y consultivo en materia de defensa que antes asistía al Gobierno, aunque también podía asesorar individualmente al Rey y al presidente del Gobierno, pero que ahora asiste exclusivamente a éste. Este órgano presenta algunos perfiles controvertidos porque no están definidos los conceptos de defensa nacional y porque reuniendo a los mismos actores de la Junta de Defensa Nacional anterior más el director del Centro Nacional de Inteligencia y el director del Gabinete de la Presidencia, no queda claro si su función continúa en el ámbito de la defensa nacional, se ha restringido al de la defensa militar o puede expandirse hacia otros ámbitos de la seguridad nacional incorporando los responsables de las áreas correspondientes de la administración general del Estado. Lo mismo puede predicarse respecto a su versión ejecutiva –una reducción del plenario tras los descartes de los vicepresidentes, ministro de Economía y Hacienda y jefes de Estado Mayor de los ejércitos–, mucho más ágil y parecida a lo que sería el núcleo central de un órgano de gestión de crisis polivalente. El debate previsible sobre la idoneidad o composición de los nuevos órganos no puede obviar la dificultad que encierra la articulación de un órgano para la dirección y gestión de defensa cuando existe un vacío en la centralización de la seguridad que impide articular y coordinar cada uno de los componentes. El Proyecto sólo puede constatar la contracción del componente militar de la seguridad y adaptar su organización al nuevo marco de la defensa, pero no puede decidir por el Gobierno cómo rellenar el vacío de coordinación entre los distintos elementos y actores de la seguridad. Sin embargo, es de esperar que el debate ponga de relieve las contradicciones señaladas y urja a renovar no sólo la parte de la defensa, sino el todo de la seguridad.
El control parlamentario ampliado
Las atribuciones de las Cortes Generales en el Proyecto son similares a las que ofrece la Ley Orgánica vigente con una excepción: el examen con carácter previo de las misiones de las fuerzas armadas fuera del territorio nacional por el Congreso de los Diputados. El presidente del Gobierno se comprometió en su debate de investidura a remitir un proyecto de ley que reforzara la participación parlamentaria en las decisiones relativas a la presencia de fuerzas armadas en el exterior. El Proyecto da contenido y relevancia a esa pretensión en la medida que establece, por un lado, las condiciones y procedimientos de interacción y, por otro, la separa del bloque de mecanismos tradicionales de control parlamentario.
Entre las condiciones para la realización de misiones en el exterior que no estén directamente relacionadas con la defensa –una categoría que ya resulta difícil establecer sin una definición de defensa previa- se incluyen las de contar con una autorización expresa del gobierno del Estado en cuyo territorio se desarrolle la misión o, en su defecto, con el respaldo de las resoluciones de las Naciones Unidas o de las organizaciones internacionales de las que España forme parte. Las otras dos condiciones se refieren a la adecuación de las misiones en el exterior con los fines previstos y ordenados por esas organizaciones multilaterales y a su conformidad con el derecho internacional. Aquí, el debate parlamentario podrá precisar algunos aspectos ambiguos como la colisión aparente entre acuerdos, competencias y fines de las organizaciones, así como el elenco de organizaciones y normas jurídicas habilitantes, pero difícilmente podrá prever todas las combinaciones de situaciones posibles, de forma que siempre quedará un margen de interpretación político y jurídico de las condiciones que se acuerden.
El Congreso de los Diputados examinará obligatoriamente esas condiciones tanto antes del envío de fuerzas para conocer la voluntad del Gobierno como después para facilitar el seguimiento de las misiones. El Proyecto establece un mecanismo de consulta –que no de autorización– previa para recabar el “parecer” de los diputados y lo hace en unas condiciones de trámite compatibles con la urgencia que precisen los compromisos internacionales, incluida la posibilidad de consulta posterior en caso de máxima urgencia. La propuesta se sitúa en el espacio central del derecho comparado europeo, que oscila entre dos extremos. Por un lado, el consentimiento previo sólo es obligatorio en Alemania e Italia como regla general, aunque se admite la posibilidad de su convalidación posterior en caso de emergencia. En Dinamarca la consulta es también obligatoria si la intervención no cuenta con la autorización expresa del Gobierno del Estado donde se despliegan las tropas, para evitar que se cometa una agresión. Por el contrario, los gobiernos de Francia, el Reino Unido, Bélgica, Polonia y Luxemburgo, entre otros, preservan la discrecionalidad sin ningún tipo de consulta previa ni vinculante a sus parlamentos. Si hablamos de información previa a los parlamentos, entonces hay numerosos precedentes de consulta tanto por vía de obligación jurídica –caso de Bélgica, tan pronto como la seguridad del Estado lo permita, o de Holanda, que debe hacerlo antes del despliegue o después en caso de urgencia– como por la práctica política de comparecer los gobiernos europeos ante sus parlamentos o comisiones para informar de la intención de desplegar fuerzas en misiones internacionales y del estado periódico de las mismas –tal y como propone el Proyecto–. Las nuevas atribuciones de los diputados refrendan prácticas ya habituales en las últimas legislaturas y, aunque ponen fin a la discrecionalidad del Gobierno, lo hacen en unos términos que no plantean serios problemas prácticos para la acción exterior del Gobierno, siempre que éste cuente con un respaldo parlamentario suficiente. Por esta razón no parece difícil forjar un consenso en torno al nuevo mecanismo de control parlamentario que plantea el Proyecto.
La reorganización de las fuerzas armadas
La necesidad de adaptar la organización de las Fuerzas Armadas a los cambios estratégicos ha sido un clamor compartido por los responsables militares y la comunidad estratégica del que se han hecho eco –y sólo eco– las sucesivas directivas de defensa nacional y la pasada revisión estratégica. La última Directiva de Defensa Nacional de 2004 ya anticipaba alguna de las claves principales de la reforma, por lo que el Proyecto sólo confirma las expectativas generadas.
Los años transcurridos son testigos de numerosas reorganizaciones parciales en el seno de las Fuerzas Armadas, que actualizaban elementos orgánicos u operativos pero aguardaban una reforma general que integrara las adaptaciones parciales y multiplicara su interacción. El Proyecto acaba con la compartimentación estratégica y operativa de los tres ejércitos, fuerza una estrategia conjunta y una dirección estratégica integrada de las operaciones. La falta de una cadena de mando operativo permanente obligó a potenciar las atribuciones del jefe del Estado Mayor de la Defensa por la vía reglamentaria en perjuicio de los tres jefes de Estado Mayor de cada uno de los ejércitos. Ahora, el Proyecto crea una cadena operativa bajo la autoridad estratégica del jefe del Estado Mayor de la Defensa, haciéndole el máximo responsable militar de ella a nivel estratégico, del que dependen los niveles operacional y táctico compuestos por el mando de las operaciones y las fuerzas designadas para cada operación. Lo anterior le coloca como asesor principal del presidente del Gobierno, desplazando de ese puesto a la Junta compuesta por los jefes de Estado Mayor de cada uno de los ejércitos, a quienes el Proyecto respeta su mando orgánico pero bajo la supervisión operativa y doctrinal del anterior.
El texto establece los criterios básicos de reorganización pero no fija sus detalles, con lo que los responsables de la reorganización y transformación ganan libertad de acción para cambios futuros derivados de las transformaciones orgánicas ya anunciadas, caso del Estado Mayor de la Defensa, como las derivadas del proceso de transformación que acometen las fuerzas armadas. Por señalar algunos apuntes para el debate, se echan en falta alusiones al nuevo carácter profesional de las fuerzas armadas, a las reservas y a las unidades y mandos desplegados permanentemente en el extranjero y sujetas a cadenas de mando compartidas, realidades que afectan ya a la organización de las fuerzas armadas y que lo harán con mayor intensidad en el futuro.
El código de conducta
La inclusión de un código de conducta de las fuerzas armadas es otra novedad del Proyecto, cuyo preámbulo justifica para renovar la importancia de los valores y reglas esenciales tradicionales de la institución militar. La medida no tiene precedentes ni en la Ley Orgánica vigente, que remitía para ello a las Reales Ordenanzas, ni en la legislación europea comparada ni, desde luego, en el conjunto de la administración del Estado, por lo que probablemente también será objeto de debate durante su trámite parlamentario.
La especificidad de la función militar respecto al resto de las funciones públicas viene determinado tanto por la trascendencia de su misión para la supervivencia de los Estados como por la necesidad de asentar unos principios y valores relacionados con la disciplina que hagan posible sus cometidos. Los ordenamientos europeos recogen esa especificidad a la hora de limitar en sus constituciones el contenido de algunos derechos y libertades fundamentales y a la hora de regular las peculiaridades éticas, de derechos y deberes mediante instrumentos estatutarios específicos, con lo que se reduce al mínimo la discriminación entre lo civil y lo militar dentro de la función pública.
En el caso de España, las fuerzas armadas elaboraron las Reales Ordenanzas, que han sido la regla moral de la institución militar y que han regido las obligaciones, normas de conducta, deberes y derechos específicos de sus miembros o el régimen de vida y disciplina de las unidades desde la transición. Tratándose de un código de valores autorregulado antes de la Constitución, sus contenidos se han ido actualizando y redistribuyendo progresivamente tanto en leyes orgánicas para aquellas materias que afectan a derechos, obligaciones y regímenes disciplinarios o penales como en normas y reglamentos ordinarios para las demás materias. El Proyecto no deroga las Reales Ordenanzas pero instala parte de su articulado entre sus criterios básicos, agrupados en un código de conducta que asume a partir de ahora su condición de regla moral para las fuerzas armadas.
La iniciativa no deja de ser controvertida tanto por razones de oportunidad como de técnica. En primer lugar, quienes están familiarizados con el proceso y contexto europeo de codificación militar no pueden dejar de asociar la denominación de código de conducta del Proyecto con el código de igual nombre que la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE) introdujo en 1994 para fomentar las buenas prácticas sobre control democrático, los derechos humanos y el derecho internacional entre los miembros que no estaban acostumbrados (los antiguos países comunistas). En segundo lugar, el anuncio a la opinión publica de que se va a introducir un código de conducta en las Fuerzas Armadas –un efecto que refuerza la descontextualización de los titulares mediáticos– trasladará la idea de que carecen de regulación o de que ésta es insuficiente, un riesgo de percepción que no hace justicia a la tradición y comportamiento de las Fuerzas Armadas. Finalmente, el trasvase de contenidos desde las Reales Ordenanzas al Proyecto ni acaba con la excepcionalidad de un código ético peculiar de las Fuerzas Armadas, sino que lo perpetúa y dota de carácter orgánico, ni acaba con la necesidad de desarrollarlo reglamentariamente en las propias Reales Ordenanzas, tal y como expresa el propio Proyecto.
El debate deberá conciliar la reivindicación de los valores morales con una plasmación jurídica que no sea contraproducente. Para ello podría bastar con introducir en el Proyecto algunas alusiones generales a modo de principios de actuación entre los criterios básicos y reenviar para su detalle a los instrumentos de desarrollo. La simplificación permitiría prescindir de la denominación de código de conducta, seleccionar los valores realmente peculiares de las Fuerzas Armadas y, de paso, aproximar la regulación de esos valores al régimen general de las Fuerzas Armadas europeas y a los funcionarios civiles del Estado. La restricción de la excepcionalidad permitiría también conciliar valores y conductas a propósito de los nuevos escenarios no militares de la defensa, a los miembros de las Fuerzas Armadas como la Guardia Civil que no realizan funciones militares y la regulación del estatuto y régimen jurídico de los militares asignados a unidades, organizaciones o mandos internacionales que carezcan de un acuerdo internacional de definición o cuyo servicio no esté regulado por un acuerdo previo.
Contribuciones de terceros a la defensa
Cuando la defensa nacional era lo que era, sus responsables debían encargarse de movilizar los recursos humanos, materiales e institucionales necesarios para la acción militar y para proteger la población civil. El carácter militar de la amenaza hacía lógico que se coordinara desde el Ministerio de Defensa la contribución de terceros al esfuerzo común. Casi veinticinco años después, cuando el tiempo de conflicto bélico o la vigencia del estado de sitio que cita el Proyecto son posibilidades remotas, resulta muy complicado reeditar esquemas de coordinación ya superados. El Proyecto, al menos en su redacción actual, refleja falta de convicción sobre su función y capacidad de movilización. Por un lado, no define el objetivo actual de la contribución no militar. A veces se mencionan situaciones de grave amenaza o crisis, otras de conflicto bélico y estado de sitio; a veces se menciona la protección civil y otras se habla simplemente de defensa. Por otro lado, desaparecen del Proyecto las referencias a la defensa civil o la cooperación con las autoridades civiles en caso de emergencia y no se incluyen ni el sistema de gestión de crisis anunciado por la Directiva de Defensa Nacional de 2004 para sustituir el actual sistema preventivo ni el mecanismo de coordinación cívico-militar para operaciones de ayuda humanitaria y gestión de crisis que anunciaba el mismo documento.
Respecto a la contribución de los recursos no militares a la defensa, se deja al Gobierno su preparación y responsabilidad bajo la coordinación del Consejo de Defensa Nacional que cuenta con la asistencia de una comisión interministerial adscrita al Ministerio de Defensa como órgano de trabajo permanente. No se conoce el régimen, composición y funciones de esta comisión interministerial, pero al suprimir el Proyecto el artículo de la Ley Orgánica vigente que atribuye la responsabilidad de la ejecución de la política de defensa a cada uno de los ministros en la parte que les afecta bajo la coordinación del ministro de Defensa, parece que se descarta el procedimiento actual.
Sobre estos materiales, el debate parlamentario deberá buscar el equilibrio entre la necesidad de contraer el sistema de movilización de los recursos nacionales que estaba previsto para una situación de guerra que no parece inmediata y la necesidad de expandirlo si se produce una escalada militar en las situaciones de crisis más previsibles. El sistema gradual y proporcionado que propone el Proyecto no podrá activarse sin mecanismos capaces de coordinar y compeler la contribución de los distintos gestores de recursos, con lo que reaparecerá la necesidad de delimitar los campos y responsabilidades entre los distintos actores implicados en la seguridad y la defensa.
Conclusiones: La iniciativa de actualizar la Ley Orgánica de la Defensa Nacional tras tantos años de vigencia es un acierto en sí mismo. El resultado no puede valorarse exclusivamente en función de los aspectos debatibles mencionados porque el Proyecto resuelve muchas de las contradicciones que se habían ido acumulando entre la realidad estratégica y su plasmación jurídica. La mayor parte de las carencias descritas obedecen a la falta de un sistema de seguridad centralizado que permita la delimitación y coordinación de sus distintos componentes, incluida la defensa. Esta situación justifica los debates internos entre los distintos actores del Gobierno señalados por la prensa a propósito del alcance de la seguridad y la defensa que, a su vez, explican cómo el texto inicial ha ido perdiendo jirones de coherencia en aras de una redacción de compromiso. El Proyecto muestra signos de esta deconstrucción que el debate parlamentario y social deberá reconstruir a partir de sus elementos remanentes. Señalar unos apuntes para ese debate desde una perspectiva académica es una tarea sencilla, reestructurar los elementos que contiene para lograr un consenso sobre la defensa nacional parece difícil, pero seguir solucionando los problemas graves de seguridad por la vía exclusiva de la defensa resulta, simplemente, imposible.
Félix Arteaga
Profesor en el Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado de la UNED