La inflación como fenómeno distributivo

Gráfico azul, rojo y verde en tableta. Foto: Burak Kebapci

Tema

Es pronto para saber qué efecto tendrá la inflación sobre la recuperación económica. Anticipar sus consecuencias requerirá aparcar los relatos convencionales, examinar la economía política de este fenómeno y plantear propuestas que eviten subidas bruscas de los tipos de interés.

Resumen

La inflación reaparece en las economías occidentales. Visto en perspectiva, lo sorprendente tal vez no sea su retorno, sino su ausencia durante tantos años. La estabilidad de precios ha sido una prioridad política desde hace décadas y una característica inamovible del “estancamiento secular” que sobrevino a la crisis de 2008. Para comprender qué significa volver a un mundo con inflación, primero hay que desagregarla, separándola de simples alzas en los precios o cuellos de botella puntuales. Después hay que entenderla como un fenómeno distributivo además de monetario, que refleja tensiones entre deudores y acreedores en la economía global y que tiene ganadores y perdedores. Aunque la UE no se encuentra ante una espiral precios-salarios, corregir el rumbo requerirá una reconfiguración de la política monetaria –abandonando gradualmente las inyecciones de liquidez masiva– que venga acompañada de una política fiscal proactiva. Recurrir al monetarismo duro como en el pasado podría agravar el descontento social y político.

Análisis

Desde el inicio de los confinamientos de 2020, la inquietud respecto a la subida de precios es recurrente a nivel global. Esta vez no estamos ante un caso de Pedro y el lobo monetario, como acostumbra a suceder cada vez que se toman medidas de emergencia para combatir una crisis económica. A fecha de noviembre, los Índices de Precios al Consumidor (IPC) interanuales están al alza en ambos lados del Atlántico: 6,2% en EEUU, 4,5% en Alemania, 5,4% en España y 4,1% en el conjunto de la zona euro. Si hasta hace poco el reto para el Banco Central Europeo y la Reserva Federal era mantener la inflación cerca pero por debajo del 2% que se fijan como punto de referencia, o directamente evitar una deflación, esta situación –que llegamos a asumir como imperecedera y forzó una revisión de las estrategias de política monetaria para generar algo más de inflación– parece haberse revertido en tan solo 20 meses.

Resulta útil desgranar qué se entiende por “inflación”. Por un lado, existen importantes tensiones por el lado de la oferta que hacen subir los precios. Los principales responsables aquí son los precios del gas, petróleo y electricidad, sin cuya alza la inflación subyacente es notablemente más baja. La inflación subyacente, señala Martin Wolf, es más preocupante en EEUU (4,6%) que en la zona euro (1,9%). Pero conviene no infravalorar la gravedad de este desarrollo, que tiene un impacto claro sobre el gasto de individuos y hogares, especialmente aquellos en una situación más vulnerable. A los precios más elevados de materias primas –energía, pero también alimentos– hoy se añaden cuellos de botella comerciales que están poniendo presión sobre unas cadenas de suministro globales más endebles de lo esperado.

A ello se suman fuertes presiones por el lado de la demanda. El retorno de la actividad económica implica que se dispone de más ahorros, resultado tanto de las limitaciones artificiales al consumo durante los confinamientos, como de los programas de estímulo adoptados por los gobiernos nacionales. Eso se traduce en repuntes de demanda abruptos, que agotan el suministro de productos que apenas se consumían en 2020: vidrio, madera, materiales de construcción, etc. Esta dinámica contribuye a encarecer el transporte y distribución de mercancías, siendo así que el precio de transportar un contenedor se ha multiplicado por más de siete en 2021. Una tormenta perfecta, en la que se juntan factores de demanda y oferta, es la que afecta al mercado de microchips, muy demandados durante los confinamientos. Los microchips se emplean en videoconsolas, ordenadores y tarjetas gráficas para el minado de criptomonedas, además de en el sector del automóvil. El problema es que hay pocos proveedores, que es un mercado sometido a tensiones geopolíticas, y que su producción y distribución ha sufrido accidentes en la cadena de producción e incluso problemas relacionados con el cambio climático.

En definitiva, tenemos un boom de demanda y una restricción de oferta simultáneos, que generarán subidas de precio hasta que el mercado se ajuste, pero no necesariamente una inflación persistente. La incertidumbre es alta tanto porque es difícil discernir cuál de los dos factores pesa más como cuánto tardará el mercado en estabilizarse. Podríamos volver a la normalidad en pocos meses o que las alzas de precios duraran un par de años, como vaticina Martin Wolf. En cualquier caso, las alzas de precios y los problemas de suministro ya están recortando las previsiones de crecimiento tanto en Europa como en Norteamérica. Y el problema adicional es que mientras que un boom de demanda descontrolado se puede frenar con política monetaria restrictiva, las subidas de precio por restricciones de oferta exigen otro tipo de soluciones.

Merece la pena recordar que, como señala el historiador económico Adam Tooze, podemos hablar de una espiral inflacionista una vez que las expectativas de inflación futura alimenten ese fenómeno, algo que por el momento parece no haber ocurrido. Para consolidar esa espiral inflacionaria en los años 70, por ejemplo, fueron necesarias las subidas en los precios del petróleo por parte de la OPEP, una década de militancia sindical sin precedentes y una serie de acuerdos corporativos que indexaban las subidas de precios a salarios y prestaciones públicas, de modo que el conjunto de la economía entró en una peligrosa espiral de subidas de precios y salarios que llevó a la inflación a los dos dígitos. Una inflación desbocada requiere, por tanto, un desanclaje de las expectativas de inflación al alza y una tímida reacción de la política monetaria para contenerla. Estamos lejos de reproducir ese escenario, porque las expectativas de inflación a largo plazo apenas han subido. Pero el impacto económico de la tensión actual ya se hace notar.

Dos formas de entender la inflación

La situación actual sorprende porque nos habíamos acostumbrado a vivir en un mundo sin inflación. Esa ausencia se debe –resumiendo y simplificando– a que a principios de los años 80 nos adentramos en un régimen macroeconómico internacional cuya prioridad era, entre otras cosas, mantener la estabilidad de los precios. Si en la época dorada del keynesianismo la prioridad de las economías occidentales fue mantener el pleno empleo –incluso a costa de que subiese la inflación de forma moderada–, con el tiempo este orden de prioridades se invirtió. El punto de inflexión fueron precisamente los años 70. Aquella década presenció una combinación de inflación y estancamiento económico, conocida como estanflación, que los modelos macroeconómicos vigentes –la llamada síntesis neoclásica, y en particular la curva de Phillips, que postulaba una relación inversamente proporcional entre empleo e inflación– no eran capaces de explicar ni atajar.

Para hacerlo se desplegaron una serie de medidas –empezando por subidas abruptas de tipos de interés, siguiendo con el debilitamiento de los sindicatos y terminando con la internacionalización de las cadenas de producción, el auge del sector financiero y la entrada de China en la economía global– que a menudo han repercutido negativamente sobre las clases medias y trabajadoras occidentales, pero triunfaron estableciendo un mundo sin inflación. Las inyecciones de liquidez masivas por parte de los bancos centrales en las crisis de 2008 y 2020 no han alterado esta realidad. Hace mucho que dejamos de vivir en un mundo en el que, como proclamaba Milton Friedman, “la inflación es siempre y en todas partes un fenómeno monetario”.
John Maynard Keynes proporciona un punto de partida distinto para entender la inflación hoy. “La dificultad no radica en las ideas nuevas”, advirtió en el prólogo de su Teoría General del Empleo, el interés y el dinero, “sino en escapar de las viejas que, para quienes hemos recibido la formación más convencional, se ramifican hasta alcanzar cada esquina de nuestra mente”. La inflación es un ejemplo perfecto: su retorno se inscribe en un conjunto de ideas antiguas e imprecisas.

El relato convencional arranca en la República de Weimar. La hiperinflación de los años 20 laminó a la sociedad alemana, causando un malestar generalizado que allanó el camino al nazismo. Alemania Occidental se propuso no repetir los errores del pasado y por eso estableció un prestigioso banco central, el Bundesbank, centrado en mantener la estabilidad de los precios. El valor de esta independencia quedó de manifiesto en la década de 1970. El banco central alemán fue el único capaz de navegar el fin del régimen monetario de Bretton Woods sin entrar en una espiral inflacionaria, como hicieron el resto de economías europeas y EEUU, cuyos bancos centrales no supieron mantener la estabilidad macroeconómica. Esto convirtió el marco alemán en la moneda de referencia europea y el Bundesbank en el modelo sobre el cual se proyectó el Banco Central Europeo (BCE).

Según esta interpretación, combatir la inflación es vital porque, como acaba de explicar la economista Carmen Reinhart, “es un impuesto regresivo que les pega especialmente a los pobres”. Si hoy los precios se disparan, mañana será necesario subir los tipos de interés y cuadrar el gasto público, incluso a costa de socavar la recuperación económica postcovid. Es una hoja de ruta brusca, pero apenas original: en 2011 el presidente del BCE, Jean-Claude Trichet, subió los tipos de interés para contener un pico de inflación más bien modesto, aún a costa de agravar la recesión económica. El caso paradigmático, es el de Paul Volcker, el presidente de la Reserva Federal que recurrió a subidas aún más bruscas –haciendo descarrilar a las economías emergentes de la época y la presidencia de Jimmy Carter– para frenar la inflación de los 70.

La interpretación alternativa cuestiona las moralejas de este relato. Un estudio reciente de Gregory Galofré-Vila, Christopher Meissner, Martin McKee y David Stuckler señala que no fue la hiperinflación de los años 20, sino las políticas de austeridad en los años 30 las que generaron un desafecto que se tradujo en apoyo al nacional-socialismo. La década de 1970 también ofrece moralejas distintas. La estanflación no se debió exclusivamente a las políticas fiscales o monetarias ni a las crisis del petróleo, sino también a la elevada militancia sindical. La oleada de huelgas de los 70 generó un problema en el corazón del modelo económico keynesiano, identificado en 1943 por el macroeconomista Michał Kalecki. En sociedades con pleno empleo y con una mano de obra altamente sindicalizada, argumentaba, tarde o temprano se desencadena una presión salarial sostenida. Debidamente organizados, los trabajadores son capaces de forzar a las empresas a promover subidas de salarios que no se corresponden con los incrementos en su productividad laboral. Esto termina desatando la inflación. Con base en esta intuición, Kalecki fue capaz de predecir el comportamiento de la economía en los años 70.

Siguiendo esta perspectiva, la relación entre bancos centrales independientes y baja inflación existe, pero no siempre en la dirección causal que se asume. Por ejemplo, la estabilidad de precios en un país podría reflejar que determinados sectores económicos con gran peso nacional –como el financiero en EEUU o el exportador en Alemania– la consideran deseable. La independencia de un banco central vendría así a simbolizar el compromiso con un statu quo prexistente. Según esta interpretación, contener la inflación importa porque, si alcanza cifras de dos dígitos –o, aún peor, cuando se dispara una espiral híperinflacionaria– se convierte en un problema para el conjunto de la sociedad. Pero, en la medida en que a efectos prácticos actúa como un impuesto sobre ahorros o activos financieros, cuya posesión suele indicar un mayor grado de afluencia, el impacto de la inflación –siempre que sea moderada– no tiene por qué recaer en primer lugar sobre los más pobres.

En una línea similar, y desde el análisis económico ortodoxo, George Akerlof, William Dickens y George Perry también han desgranado los efectos redistributivos de la inflación a nivel macroeconómico. Subrayan cómo, dada la rigidez de los salarios, una inflación moderada genera niveles de crecimiento y empleo superiores a una inflación cero, porque facilita que se produzcan ciertos ajustes que son necesarios para el buen funcionamiento de la economía. El impacto redistributivo que conviene evitar, en todo caso, es el que produce la deflación, que hasta la llegada de la pandemia amenazaba de manera recurrente a la zona euro, porque hace muy difícil afrontar deudas y aumenta las probabilidades de impago.

De Kalecki a la zona euro

¿Qué relato es más preciso para entender el mundo en que vivimos? La inflación actual coincide con un crecimiento elevado, así que los relatos más alarmistas de la vuelta de la estanflación por el momento parecen exagerados. A primera vista, la perspectiva distributiva parece más pertinente que la monetaria.

EEUU en particular da la impresión de atravesar un ‘momento Kalecki’. La vuelta a la normalidad ha traído consigo un repunte de la actividad sindical, cuyos trabajadores acumulan décadas sufriendo una erosión de sus salarios. Pero conviene mantener este proceso en perspectiva. Los índices de afiliación sindical del país permanecen en mínimos históricos, en parte porque las nuevas tecnologías y la globalización han cambiado la estructura del mercado laboral. La presión que actualmente ejercen sus sindicatos sobre las cadenas de producción sería imposible de sostener sin los cuellos de botella puntuales y los mercados laborales tan ajustados que ha generado el retorno a la normalidad. Estas condiciones seguramente no se mantendrán a medio y largo plazo.
Pero hay otra forma de trasladar la tensión que expresaba Kalecki a nuestros días. Una forma de entender las diferencias entre entonces y ahora es analizando cómo se ha transformado la relación entre deudores y acreedores. Hace 50 años, el pleno empleo y la elevada militancia sindical contribuyeron a definirla principalmente como un conflicto entre capital y trabajo. A día de hoy, y aunque exista el repunte sindical mencionado anteriormente, sería más útil entender cómo esta tensión se desarrolla entre países acreedores y deudores.  Por ejemplo, una inflación moderada, siempre que se combine con un crecimiento económico sostenido, facilitaría el desapalancamiento de las economías más endeudadas (es decir, la estadounidense en su relación con la china o el sur de la zona euro ante el norte).

Recordemos que, como titulaba Jonathan Kirshner uno de sus artículos más influyentes, “Money is politics”, parafraseando a Streeck, las tensiones en este ámbito –especialmente en lo que se refiere al rediseño de las reglas fiscales europeas– vendrían a representar las dificultades para alcanzar “criterios comunes de justicia social” en el ámbito de la UE. La inflación moderada que los Estados más endeudados de la zona euro podrían considerar útil para suavizar sus pagos de deuda se percibirá como una amenaza por los ahorradores alemanes, que ya acumulan desafecto con el BCE por su política de tipos bajos. Otras medidas económicas –como rebajar el peso de la economía sumergida en España o aumentar el salario mínimo alemán– pueden generar inercias de las que todos los Estados miembros se benefician. Pero en el ámbito de una política monetaria compartida, las preferencias se expresan de una forma más difícil de reconciliar.

El modo en que se interpreta la inflación es por tanto un debate de ideas que acarrea consecuencias profundas en el mundo real. Por eso cabe recordar que las inmensas deudas contraídas a lo largo de la Segunda Guerra Mundial no se atajaron con programas de austeridad, sino mediante una combinación de inflación moderada, crecimiento económico sostenido y aumentos de productividad, con sus consecuentes efectos redistributivos entre acreedores y deudores. No se trata de un caso excepcional, sino de la norma a la hora de volver sostenibles las deudas públicas elevadas tras una crisis. Como señalan los economistas políticos Jeffrey Frieden y Stephanie Walter, nuestro precedente más cercano en este ámbito –la crisis de la zona euro en 2009-2013– es engañoso. El coste del ajuste entonces recayó casi exclusivamente en los países deudores del sur en forma de devaluación salarial y políticas de austeridad, sin que los países acreedores cedieran, bien aceptando mayores niveles de inflación, rescates más generosos o algún tipo de reestructuración de la deuda. También es llamativo que, al producirse dentro de la UE, la tensión se expresase en líneas nacionales, pese a ser en gran medida el conjunto de los contribuyentes europeos quienes originalmente financiaron el rescate del sector financiero. Este no es el patrón habitual en el que se resuelven las crisis de deuda, donde lo habitual es que una mayor parte del ajuste recaiga sobre los acreedores.

Conclusiones: Futuro, expectativas de inflación y política económica

El panorama no invita a la complacencia. El desabastecimiento ya está recortando las perspectivas de crecimiento económico. El alza de los precios energéticos y alimentarios puede producir estallidos políticos inesperados: sirvan como precedentes los chalecos amarillos en Francia y las primaveras árabes. En países como España, el repunte del crecimiento no es, de momento, tan robusto como se esperaba, y las subidas del IPC hacen que aumente la preocupación por la fortaleza de la recuperación.
Las predicciones de los bancos centrales, sin embargo, siguen siendo relativamente optimistas. Pero cabe recordar que en la década precedente estas mismas instituciones sobrevaloraron la inflación de manera sistemática. Eso podría indicarnos que ahora están haciendo lo mismo –y que, por lo tanto, no hay motivo para preocuparse–. Pero tal vez sea más sensato, como aconseja el analista Wolfgang Münchau, asumir que los bancos centrales siempre piensan que la inflación se aproximará hacia el objetivo que fijan sus mandatos. Del mismo modo que antes esperaban que subiese un 2% que nunca llegaba, ahora estarían esperando que la inflación baje con la misma fortuna.

Pese a todo, entender lo que está sucediendo según el relato convencional sobre la inflación también acarrea riesgos. El principal es que esta inquietud gripe la recuperación económica. La Reserva Federal considera subir los tipos de interés a partir de finales de 2022, lo que rebajaría las perspectivas de crecimiento económico dentro y fuera de EEUU. También presentaría a los países emergentes con un cuadro de inestabilidad, a medida que la inversión internacional abandona sus economías para volver a los bonos del Tesoro americano como valor refugio. En la UE queda por ver qué posición adopta el futuro gobierno alemán, así como el nuevo presidente del Bundesbank.
Todo esto supone un enorme reto para la política económica. Durante las últimas décadas (y a excepción de la hecatombe económica generada por la pandemia) se ha priorizado la política monetaria sobre la fiscal en las respuestas anticrisis. Como la política monetaria es capaz de responder con más celeridad que la fiscal y nos encontrábamos en un periodo de poca volatilidad macroeconómica –la llamada Gran Moderación–, el policy mix “de manual” lo constituía en una política fiscal equilibrada a lo largo del ciclo y una respuesta monetaria rápida para suavizar las fluctuaciones macroeconómicas.

Sin embargo, desde hace unos años, se percibe como cada vez es más necesario un uso más activo de la política fiscal. En particular, si es necesaria una restricción monetaria para frenar el alza de precios y asegurar que las expectativas de inflación no se desanclan, se debería permitir que la política fiscal mantenga un tono más expansivo. Desde el punto de vista distributivo, además, esto podría reducir la desigualdad, porque la laxitud monetaria ha tendido a beneficiar más a los ciudadanos que poseen activos financieros mientras que una política fiscal más redistributiva podría beneficiar a las rentas bajas y medias. Asimismo, el esfuerzo de política fiscal es clave para la lucha contra el cambio climático, que requiere ingentes inversiones públicas.
En definitiva, el policy mix de política económica para los próximos años dependerá de cómo evolucione la inflación. Si efectivamente se acelera, habría que combinar una suave retirada de estímulos monetarios con un mantenimiento de políticas fiscales expansivas. En países como España, con un déficit público estructural, será necesaria también una reforma fiscal que equipare gastos e inversiones públicas a ingresos.

Conviene subrayar que inflaciones estables algo por encima del 2%, combinadas con inversiones públicas y políticas fiscales redistributivas que aumenten el crecimiento potencial y la productividad, podrían ser fórmulas adecuadas para hacer sostenible (e ir reduciendo) el gran volumen de deuda pública. Eso fue, precisamente, lo que se hizo con éxito tras la Segunda Guerra Mundial. 

Federico Steinberg
Investigador principal del Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid
 | @steinbergf

Jorge Tamames
Investigador, Real Instituto Elcano 
| @Jorge_Tamames