Tema: La Política de Defensa y Seguridad Democrática del presidente Uribe para restaurar el orden ha cosechado éxitos importantes reduciendo sustancialmente los niveles de violencia y creando un nuevo clima de seguridad. Sin embargo, la completa pacificación del país se enfrenta a fuertes retos al mantener la guerrilla una enorme capacidad de desestabilización y el éxito del proceso de desmovilización de las formaciones paramilitares dista mucho de estar asegurado.
Resumen: Después de treinta meses al frente del gobierno, el presidente Álvaro Uribe puede presentar un balance positivo de su estrategia de orden público. La incidencia de delitos de alto impacto social como el homicidio o el secuestro se ha reducido sustancialmente. Paralelamente, las fuerzas militares y policiales han recuperado el control de amplias zonas del país. Asimismo, el número de combatientes de la guerrilla y los paramilitares que han optado por abandonar las armas, aceptar el perdón del Estado y reintegrarse a la vida civil se ha multiplicado exponencialmente. Sin embargo, los dos principales pilares de la campaña de seguridad gubernamental muy probablemente enfrentarán serios desafíos en el próximo futuro. Por un lado, las FARC pueden escalar sus operaciones de cara a las elecciones de 2006 para desacreditar al gobierno, influir en la elección del nuevo presidente y forzar la apertura de un proceso de paz que los favorezca. Por otra parte, las conversaciones para lograr la desmovilización de las formaciones paramilitares podrían empantanarse ante la exigencia de sus líderes de obtener una completa amnistía que les exima de pagar cárcel por su responsabilidad en graves violaciones de los derechos humanos y su participación en el tráfico de drogas.
Análisis: Las cifras son contundentes. Según estadísticas elaboradas por el Departamento Nacional de Planeación, los treinta meses del mandato del presidente Uribe han visto una mejora sustancial de la situación de la seguridad en Colombia. En 2004, la tasa de homicidios cayó hasta 44,15 por cada 100.000 habitantes, la más baja desde 1985. De igual forma, también en el año pasado, el número de secuestros extorsivos –aquellos realizados por los grupos armados o la criminalidad organizada– se redujo a 776 casos de los 2.986 incidentes de este tipo en 2002. Por su parte, el número de guerrilleros y paramilitares desmovilizados ha experimentado un continuo crecimiento y la cifra de combatientes que optaron de forma individual por abandonar las armas y sumarse al programa gubernamental de reinserción pasó de 2.538 en 2003 a 2.972 en 2004. A estos últimos, habría que añadir otros 2.624 miembros de las autodefensas ilegales que abandonaron la lucha como resultado de las negociaciones que avanza el gobierno para conseguir el desarme de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), la formación paramilitar más importante del país.
Este balance de la Política de Defensa y Seguridad Democrática (PDSD) del presidente Uribe ha sido cuestionado desde sectores de la academia y la política. Se ha dicho que la actual administración sólo ha cosechado los resultados de políticas anteriores. Estas críticas parten del hecho de que la modernización de las Fuerzas Militares colombianas y el desarrollo de estrategias críticas como la campaña antisecuestro o la erradicación de narcocultivos comenzaron antes de la puesta en práctica de la PDSD y se intensificaron durante la presidencia de Andrés Pastrana. Pero este tipo de planteamientos pasa por alto dos méritos del actual gobierno. Por un lado, la integración de los distintos esfuerzos de seguridad estatales –contraterrorismo, lucha antidroga, programas de reinserción de excombatientes, etc.– dentro de una política coordinada destinada a restaurar el orden; por otra parte, la decisión de colocar como máxima prioridad gubernamental la pacificación del país liderando a todas las instituciones estatales para avanzar en esta línea. Sin estos dos factores, la sustancial reducción de la violencia en los pasados años hubiese sido imposible.
Otras fuentes también han puesto en duda que la indiscutible mejora de las condiciones de seguridad sea un mérito de la PDSD. Se ha discutido que la caída de delitos de alto impacto social, como el homicidio y el secuestro, se deben más a las políticas de seguridad ciudadana de las alcaldías de Bogotá y Medellín que a las estrategias contrainsurgente y antidroga del presidente Uribe. Desde luego, estas aseveraciones tienen una base de realidad dado el éxito de las administraciones municipales y los destacamentos de la Policía Nacional de ambas metrópolis en reducir la criminalidad urbana. Es indiscutible que los planes de seguridad de las alcaldías de estas grandes ciudades han contribuido significativamente a reducir las cifras globales de violencia en el país. Pero se pasa por alto que la mejora en la seguridad de Bogotá y Medellín en los últimos años resulta difícil de explicar sin considerar el impacto benéfico de algunas de las estrategias desplegadas bajo el paraguas de las PDSD. A fines de 2003, la desmovilización del Bloque Cacique Nutibara como primer resultado de las negociaciones abiertas por el gobierno con las AUC no terminó con los paramilitares en Medellín, pero redujo sustancialmente la violencia en la periferia de la capital de Antioquia. Del mismo modo, la caída de las acciones terroristas y los secuestros de las FARC en Bogotá está asociada a la Operación Libertad 1 de la Fuerza Pública colombiana en el marco de la PDSD. A lo largo de 2003, dicha ofensiva intensificó las acciones militares y policiales para debilitar las unidades insurgentes y destruir la infraestructura de la guerrilla en las regiones próximas a Bogotá. El impacto estratégico de este esfuerzo se puso de relieve al año siguiente. Privadas de sus áreas base en las zonas rurales, las FARC fueron incapaces de realizar operaciones significativas en Bogotá durante 2004. En resumen, si bien es indiscutible que la mejora de los indicadores de orden público a escala nacional tienen que ver con la disminución de la violencia en Bogotá y Medellín, también es cierto que el incremento de la seguridad en ambas metrópolis no puede ser entendido sin tomar en consideración el impacto en ambas áreas urbanas de la PDSD desarrollada por la administración Uribe.
Desde esta perspectiva, quedan pocas dudas de los avances en seguridad de la administración Uribe, aunque la cuestión reside en saber si se trata de una mejora coyuntural o de un proceso irreversible que conducirá a la definitiva pacificación del país, lo que implica evaluar el grado de solidez de los avances conseguidos. Aquí se pueden plantear algunas incertidumbres sobre los dos principales ejes de la Política de Defensa y Seguridad Democrática: la campaña contrainsurgente contra las FARC y el proceso de negociación con las formaciones paramilitares agrupadas en las AUC.
En lo que se refiere al primero de estos aspectos, el comienzo del año ha traído indicios preocupantes sobre la capacidad operativa que aún mantienen las FARC, que escalaron de forma significativa sus acciones armadas desde comienzos de febrero. El 1 de ese mes asaltaron un puesto de Infantería de Marina en Iscuande (Nariño) provocando l5 muertos, el 2 activaron un campo minado al paso de una patrulla del Ejército en Puerto Asís (Putumayo) matando a ocho soldados y un civil, el día 8 emboscaron a efectivos de la Brigada XVII en Mutatá (Antioquia) con un saldo de 19 soldados muertos y el 21 detonaron una casa bomba en Puerto Rico (Meta) haciendo perder la vida a tres soldados y dos civiles. La frecuencia de los ataques se redujo en marzo, pero los insurgentes continuaron dando señales de una notable iniciativa. En los primeros días del mes, las FARC incrementaron la presión militar sobre Puerto Inírida, capital del departamento de Guainía. Al mismo tiempo, continuaron aprovechando cualquier oportunidad para ejecutar pequeñas embocadas o acciones terroristas para desgastar a las fuerzas de seguridad. Tal fue el caso con el hostigamiento realizado conjuntamente por las FARC y el ELN en Tame (Arauca) el 7 de marzo, que costó la vida a tres soldados o la embocada a un contingente mixto de Infantería de Marina y Ejército cerca de Puerto Leguizamo (Putumayo) el 23 de ese mes que se saldó con 10 muertos.
En el contexto de esta serie de ataques, el debate sobre la eficacia real de la estrategia contrainsurgente del gobierno ha subido de tono. Políticos, académicos y opinión pública se han dividido en dos campos aparentemente irreconciliables entre los que interpretan esta cadena de incidentes como los coletazos de una organización al borde de la desintegración y aquellos que ven la escalada como la demostración de que la guerrilla permanece intacta dispuesta a pasar a la ofensiva en este año preelectoral. Una controversia que no hizo más que avivarse después de que Raúl Reyes como miembro del Secretariado de las FARC afirmase al Canal 1 de la televisión colombiana, a mediados de febrero, que la intensificación de las acciones de la guerrilla significaban el final del repliegue estratégico de los insurgentes y que próximamente las milicias urbanas de la organización serían activadas.
Más allá de las declaraciones de los portavoces de las FARC, el análisis de la reciente escalada de violencia permite deducir con alguna precisión hacia donde puede evolucionar la confrontación entre el Estado y la guerrilla. En primer lugar, es necesario admitir que todas las acciones armadas desarrolladas por los insurgentes en los pasados meses son propias de una organización que practica la guerra de guerrillas; pero no se siente suficientemente fuerte para una guerra móvil que implica una campaña de mayor intensidad con el desarrollo de operaciones de envergadura. Pequeñas emboscadas, asaltos a guarniciones aisladas y empleo de minas y trampas explosivas son acciones diseñadas para generar el máximo desgaste de las fuerzas de seguridad; pero tratando de reducir al mínimo el contacto con un enemigo que se percibe muy superior. Son operaciones muy alejadas en complejidad y volumen de las tomas de bases fortificadas y las grandes emboscadas de área que las FARC ejecutaron cuando practicaron la guerra móvil entre 1996 y 2001.
El actual balance estratégico hace inconcebible una vuelta a ese período cuando la insurgencia movía columnas de centenares de guerrilleros a lo largo del suroriente del país y forzaba el repliegue de la Fuerza Pública de amplias extensiones del territorio nacional. Más allá del sustancial incremento de efectivos policiales y militares, la modernización del aparato de seguridad ha supuesto una mejora de los medios de inteligencia y movilidad. En la actualidad, la Fuerza Pública detecta los movimientos de la guerrilla con mayor anticipación y proyecta la fuerza con más rapidez sobre aquel punto de su despliegue potencialmente amenazado. Este incremento de la capacidad de reacción permite al alto mando adelantarse a los movimientos de las FARC y aniquilar cualquier concentración de efectivos insurgentes antes de que estén en condiciones de lanzar una incursión de envergadura. Desde este punto de vista, no es verosímil que la reciente intensificación de las acciones de la insurgencia sea el prólogo de un nuevo salto de la guerra de guerrillas a la guerra de movimientos. Esa opción militar no existe salvo que el Estado colombiano sufra un colapso político-financiero o las FARC den un salto tecnológico desplegando nuevas armas –misiles superficie-aire, cohetes superficie-superficie, etc.– en grandes cantidades. Dos posibilidades muy remotas.
La oleada de ataques del pasado febrero también evidencia que las FARC todavía disponen de un potencial bélico significativo. La capacidad de los insurgentes para acelerar el ritmo de sus operaciones indica que mantienen un volumen de recursos militares en reserva, listos para utilizarse en coyunturas políticas y estratégicas críticas. La reducción de la actividad armada de las FARC durante los pasados dos años obedece a la presión de la Fuerza Pública; pero también se explica parcialmente por una decisión estratégica de la guerrilla de reservar parte de su potencial bélico para emplearlo en el futuro. Las operaciones del mes pasado también muestran que los insurgentes tienen canales para coordinar operaciones a escala nacional, ya que a lo largo de febrero se produjo una intensificación simultánea de los ataques de las FARC en Putumayo, Nariño, Meta, Guainía, Antioquia y Chocó. Desde esta perspectiva, es obvio que la guerrilla cuenta con los instrumentos –capacidad de combate y mecanismos de coordinación– para orquestar una escalada en los próximos tiempos.
La coyuntura política es propicia. A mediados de año Colombia entrará en la campaña electoral para los comicios presidenciales de mayo de 2006. Con independencia de si se aprueba la reforma constitucional que permita al presidente Uribe competir por la reelección, el debate político estará centrado en el aporte de la PDSD a la pacificación del país. Los candidatos progubernamentales tratarán de explicar que la estrategia de seguridad de Uribe ha mejorado sustancialmente el orden público y sus detractores enfatizarán la fragilidad de los avances y la imposibilidad de sostener el presente esfuerzo bélico a largo plazo. Las FARC están obligadas a lanzar una ofensiva militar para inclinar el debate a su favor y necesitan demostrar que no pueden ser derrotadas por el Estado para forzar la apertura de un proceso negociador con la nueva administración electa en el 2006 que alivie la enorme presión militar a la que están sometidos. Parece probable que a partir de mediados del presente año la guerrilla utilice todos los recursos a su disposición para lanzar una escalada de violencia tanto en las zonas rurales como en las urbanas.
El otro gran frente de la política de seguridad gubernamental, las negociaciones con los grupos paramilitares, tiene importantes interrogantes. Después de la desmovilización de varias formaciones regionales de las AUC, el gobierno se enfrenta a dos grandes problemas. Por un lado, gestionar el éxito en las regiones donde las AUC se han desarmado. Por otro, hacer avanzar las conversaciones para lograr la total desmovilización del resto de las unidades de combate todavía activas. En lo relativo a la primera cuestión, la desmovilización de las partidas paramilitares en los departamentos de Norte Santander, Magdalena, Cundinamarca, Antioquia y Valle ha generado nuevos problemas. Para empezar, el desmantelamiento de las unidades de combate de las AUC ha creado un vacío estratégico que las FARC buscan llenar rápidamente. Masacres como las cometidas en la región de Tibú (Norte Santander) a mediados del pasado año son imputables a un intento de los insurgentes por recuperar terreno en la zona, desplazando a aquellos sectores de población que habían colaborado con las autodefensas. En consecuencia, las regiones donde los “paras” han sido desmovilizados demandan un incremento de la presencia de la Fuerza Pública, algo que parece difícil de cumplir cuando los recursos militares del Estado están absorbidos en gran proporción por la campaña contra las FARC.
El importante volumen de desmovilizados genera problemas adicionales. Los mecanismos establecidos por el gobierno para facilitar el retorno a la vida civil de los desmovilizados parecen ser insuficientes para gestionar lo que ya es –cuando apenas se ha desarmado el 20% de los efectivos de las AUC– la mayor desmovilización de la historia reciente de Colombia. En particular, se está haciendo difícil proporcionar una forma de vida legal a un enorme número de ex-combatientes con escasa experiencia laboral en regiones que atraviesan dificultades económicas. Las consecuencias de esta falta de medios para la reinserción de los paramilitares ya se hacen visibles. De hecho, la actividad delictiva parece crecer allí donde los grupos paramilitares se han desarmado en una señal de que muchos de sus antiguos integrantes podrían haber desembocado en la criminalidad común después de haber abandonado las filas de autodefensas ilegales.
La culminación de las conversaciones para la desmovilización total de los paramilitares enfrenta serios obstáculos. De momento no existe un marco jurídico que establezca los mecanismos para la reinserción de los combatientes de las AUC. El Congreso tramita una Ley de Justicia, Verdad y Reparación que debería llenar este vacío; pero la redacción de este texto está siendo muy conflictiva. Dichas dificultades son naturales, dadas las tensiones subyacentes en todo proceso de desmovilización entre la necesidad de ofrecer una amplia amnistía a los integrantes de los grupos armados para estimular su desmovilización y la obligación de hacer justicia a las victimas de la violencia. Pero además, los rasgos de las autodefensas ilegales hacen más difícil forjar este imprescindible equilibrio para desbloquear el presente proceso de paz.
En primer lugar, están las graves violaciones de los derechos humanos imputables a las autodefensas ilegales. Estas formaciones fueron responsables de la mayor parte de las masacres cometidas en Colombia durante la segunda mitad de los años 90 cuando el movimiento paramilitar trataba de afirmar su influencia a lo largo de todo el territorio nacional. A la vista de estos antecedentes, amplios sectores de la opinión pública y la clase política se resisten a ofrecer una amnistía general a estos grupos y pasar por alto crímenes de tal gravedad. Paralelamente, las AUC desarrollaron a lo largo de los años una estrecha vinculación con el tráfico de narcóticos y el gobierno se encuentra ante una difícil disyuntiva. Por un lado, sería posible optar por incluir el narcotráfico entre los crímenes perdonados dentro del proceso de desmovilización; pero se correría el riesgo de convertir las negociaciones en una puerta de escape para los cabecillas de las mafias de la droga. Por otro, se podría excluir el comercio de drogas de los delitos amnistiados; pero esta medida reduciría los beneficios legales que los integrantes de las autodefensas acusados de narcotráfico esperan del proceso de paz con lo que probablemente una parte de ellos se retiraría de la mesa de negociaciones y el proceso se colapsaría. Entre ambos extremos el gobierno necesita un camino que haga viable el desmantelamiento del paramilitarismo sin debilitar la lucha contra el narcotráfico.
La demanda de esclarecimiento de los actos violencia que acompaña a todo proceso de paz resulta de particular importancia en el caso de la desmovilización paramilitar. La expansión de las AUC resulta imposible de comprender sin considerar las complicidades que tejieron con ciertos sectores políticos y empresariales allí donde se hicieron presentes. Sobre esta base, el desmantelamiento de las autodefensas tiene que ir más allá de la desmovilización de su aparato armado e incluir la desarticulación de las redes políticas y económicas que las respaldaron. De lo contrario, se corre el riesgo de que los intereses que alimentaron a las AUC permanezcan intactos después de la culminación del actual proceso de paz y reconstruyan las formaciones paramilitares tan pronto como les resulte conveniente. Sin embargo, esta exigencia de esclarecimiento de las complicidades de los grupos paramilitares chocará con una fuerte oposición en algunas regiones del país donde la presencia de las autodefensas fue particularmente densa y prolongada en el tiempo.
El éxito de las negociaciones con las autodefensas también está condicionado por la actitud de la comunidad internacional. Inicialmente, tanto la Unión Europea como EEUU vieron con escepticismo el diálogo abierto por el gobierno colombiano, pero las desmovilizaciones de combatientes de las AUC a lo largo del año mejoraron sustancialmente la imagen exterior de las conversaciones. En cualquier caso, europeos y norteamericanos mantienen reservas sobre el proceso. La UE ha condicionado su apoyo político y financiero al establecimiento de un marco jurídico para la desmovilización que haga justicia y fije mecanismos de reparación para las victimas de los grupos paramilitares. Por su parte, EEUU mantiene solicitudes de extradición contra buena parte de los cabecillas de las AUC acusados de vínculos con el narcotráfico. En este contexto, los líderes de las autodefensas han colocado como una de sus principales exigencias en la mesa de negociaciones el establecimiento de garantías de que no serán entregados a Washington. En consecuencia, la decisión de EEUU de impulsar o congelar las peticiones de extradición puede determinar si los cabecillas paramilitares apuestan por avanzar en el desarme o si pierden interés en la paz y optan por regresar a la violencia.
Conclusión: Esta larga lista de dificultades enfrentadas por el gobierno en su esfuerzo por restaurar el orden no significa que los resultados alcanzados hasta el momento por la PDSD sean escasos o irrelevantes. De hecho, la caída de la tasa de homicidios o la disminución del número de secuestros se traduce en algo tan esencial como una reducción tangible del sufrimiento que los colombianos han padecido durante las pasadas décadas por efecto de la violencia. Pero, ciertamente, la importancia de los retos de seguridad todavía sin resolver pone de relieve la larga distancia que tiene que recorrer Colombia antes de convertirse en un país en paz.
Román D. Ortiz
Profesor e investigador del Departamento de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Los Andes (Bogotá)