Tema: La falta de legitimación por parte del Parlamento Europeo y la legalidad forzada a nivel nacional pueden tener consecuencias negativas a largo plazo para el proyecto de integración europea.
Resumen: Este ARI estudia, en primer lugar, las causas del discurso antagónico norte/sur en Europa y cómo se justifican las intervenciones. En segundo término explica por qué estas intervenciones pueden socavar el apoyo social al proyecto de gobierno económico, no sólo por cuestionamientos en cuanto a la legitimidad se refiere sino también por haberse construido sobre un discurso de confrontación norte vs sur. Finalmente, intenta perfilar posibles estrategias para impedir que estos problemas se enquisten una vez se institucionalice el gobierno económico.
Análisis
Introducción
Mucho se discute si el origen de la actual crisis europea responde a factores cíclicos o a un error de diseño en lo que respecta al proyecto de unión monetaria. Probablemente un poco de ambas cosas, aunque lo cierto es que la crisis ha hecho aflorar problemas de competitividad hasta ahora difuminados bajo el símbolo de la moneda única. La respuesta debería venir a través de una mayor integración –esencialmente bancaria y fiscal– que pudiese, a largo plazo, reducir las diferencias entre las culturas económicas del norte y del sur de Europa.
Este diagnóstico, sobre el cual existe cierto consenso, está muy lejos de representar una solución, ya que las divergencias surgen al querer concretar cómo y cuándo se debe converger y, muy especialmente, en cómo legitimar el nuevo gobierno económico que guiará dicha convergencia.
En esta encrucijada, la primera respuesta parece centrarse en reajustar las cuentas de los países del sur, para luego, en una segunda etapa, avanzar hacia el diseño de un gobierno económico, previo paso por la unificación de la supervisión bancaria y la unión fiscal.
Más allá de las cuestiones de oportunidad temporal y del dilema entre austeridad y estímulo, ambas etapas plantean cuestionamientos de legitimidad democrática, tanto en los países del sur, cuyos gobiernos están siendo presionados para adoptar ajustes que, en otras circunstancias, probablemente no hubiesen adoptado (al menos ni tan rápido ni tan profundamente); y en segundo lugar, para los países del norte, que temen que las futuras instituciones del gobierno económico puedan verse contaminadas por la laxitud fiscal de la Europa meridional.
La primera etapa, la que se está desarrollando en estos momentos y cuyo sesgo lo constituyen las “intervenciones” de la troika, conformada por funcionarios de la Comisión Europea, BCE y FMI, apenas ha generado cuestionamientos en cuanto a su legitimidad. En cambio, la segunda, todavía por diseñar, sí que comienza a suscitar debates, sobre todo en lo que se refiere a cómo dotarla de pesos y contrapesos democráticos (Wolfgang Schäuble, Der Spiegel, 24/VI/2012).
Este ARI estudia, en primer lugar, las causas del discurso antagónico norte/sur y cómo se justifican las intervenciones. En segundo término explica por qué estas intervenciones pueden socavar el apoyo social al proyecto de gobierno económico, no sólo por cuestionamientos en cuanto a la legitimidad se refiere sino también por haberse construido sobre un discurso de confrontación norte vs sur. Finalmente, intenta perfilar posibles estrategias para impedir que estos problemas se enquisten una vez se institucionalice el gobierno económico.
Causas del discurso norte vs sur
Entre 1974 y 1998, cuando se fijaron los tipos de cambio oficiales del euro, la inflación anual media en Alemania fue del 3.2%, mientras que en España e Italia superó el 10% (Boletín Económico del ICE, nº 2667).
La inflación no es sólo un indicador económico de la evolución de precios sino que constituye una imagen clara de la cultura económica de una sociedad. El sobreendeudamiento, el déficit persistente en la balanza comercial, el aumento de costes laborales no ligados a la productividad, el gran peso del consumo y la poca capacidad de ahorro son características de sociedades acostumbradas a altos niveles de inflación que, a la postre, llevan a una devaluación monetaria para reequilibrar las cuentas (en España, en 1959, 1967, 1976/7, 1982 y 1992/3, es decir, una cada 10 años). Dichos patrones sociales, más aun cuando se han consolidado a lo largo de décadas, no son fáciles de cambiar y su inercia continúa incluso ante proyectos de unión monetaria, cuando la devaluación ya no es posible. De hecho, entre 1999 y 2011 el diferencial de inflación acumulado entre España y Alemania fue del 16% (Ángel Estrada y David López-Salido, 2011). El problema se acentúa cuando dicha unión monetaria no constituye un punto de equilibrio entre modelos de cultura económica sino que básicamente uno, el del Bundesbank, hace la convergencia más difícil para unos que para otros.
Es verdad que todos los países de la zona euro firmaron voluntariamente adscribirse a ese modelo de política monetaria, por lo que en principio la legitimidad estaría garantizada, pero también es cierto que en ese momento no se puso sobre la mesa la unión fiscal, por lo que resulta poco probable que los parlamentos nacionales que votaron a favor del Tratado de Maastricht, tuviesen en mente un control férreo de sus presupuestos por parte de Bruselas, tal y como se está perfilando actualmente.
Desde una perspectiva europea, el discurso político se ha centrado en que ciertos países no son capaces de gestionar correctamente sus cuentas públicas y que, si para mantenerse en el euro necesitan de un “rescate” o ayuda financiera especial, primero deberán seguir unas reformas impuestas por los llamados tecnócratas, elegidos desde Berlín.
Por otra parte, el hecho de haberse planteado el problema como resultado del incumplimiento de ciertos Estados (lógica nacional), en vez de como un problema de divergencias de culturas económicas en el mercado interior (lógica europea) ha reforzado, muchas veces a través de estereotipos, el discurso nacionalista y anti-europeísta.
Del enfrentamiento de las dos culturas económicas pareciese que una debe primar sobre la otra, y la germanización de la política fiscal es ya una realidad en los países intervenidos. Europa ha comenzado a hablar alemán. Es verdad que los paquetes de ajuste sugeridos por la troika son aprobados por los parlamentos nacionales, quienes los dotan de legitimidad formal. Y existen ejemplos claros donde incluso se ha planteado a la ciudadanía, (como, por ejemplo, en la campaña de las elecciones griegas de junio pasado),[1] el dilema entre salirse del euro o aceptar los recortes propuestos por los tecnócratas de la UE.
Sin embargo, poco se dice sobre cómo se diseñan los planes de austeridad, cómo y quiénes eligen a los tecnócratas encargados de vigilar su cumplimiento y, muy especialmente, cuáles podrían ser los mecanismos adecuados para dotarlos de legitimidad. Esta imagen de opacidad, muy propia de la complejidad que revisten las instituciones europeas, ha hecho que en España se les bautice como los “hombres de negro”, una suerte de eufemismo que resume en una sola frase la opinión pública al respecto.
¿Por qué es importante dotar de legitimidad a las “intervenciones”?
Max Weber distingue tres tipos de legitimidad: (1) la tradicional (por el paso del tiempo, la consagración histórica); (2) la carismática (por la santidad, heroísmo o ejemplaridad de quien la ejerce); y (3) la racional o legalidad (obediencia a preceptos jurídicos positivos instituidos según el procedimiento usual y formalmente correctos). Evidentemente, ni la UE ni ningún Estado de derecho moderno puede fundarse en los dos primeros supuestos.
Sin embargo, en la actualidad la legalidad formal no es suficiente ya que es necesario que los gobernados o sus representantes directos intervengan en la elaboración de las normas, generando así la legitimidad democrática.
En el ámbito fiscal, el control de legitimidad es normalmente aun más estricto. El parlamento inglés, irónicamente convocado por un noble anglo-francés, ya había conseguido en 1265 que todo aumento de impuestos debería pasar primero por la Cámara de los Comunes. No taxation without representation decían los revolucionarios de las colonias americanas en la segunda mitad del siglo XVIII, rebelándose contra impuestos aprobados por un parlamento en donde tenían una representación “virtual”. Incluso en la propia UE, la primera competencia importante que tuvo el Parlamento Europeo, en 1971, fue precisamente la aprobación del presupuesto comunitario.
Sin embargo, en materia de intervenciones, el Parlamento Europeo no tiene ninguna participación. El procedimiento se inicia a través de una carta de intenciones en la que el gobierno nacional solicita la ayuda financiera, cuyo contenido y condicionalidad se plasma a través de un “Memorando de entendimiento” que junto con el anejo “Memorando técnico” es aprobado por el Eurogrupo, normalmente en reunión conjunta con el Ecofin, es decir, por los ministros de Economía y Finanzas de la UE.[2] Dicho documento, preparado por técnicos de la troika –Comisión, BCE y FMI–, constituye el núcleo de la intervención y, dado su carácter eminentemente técnico, prácticamente no es discutido en el Consejo. Es más, en estas reuniones la voz cantante la tienen los países que aportan su triple AAA para las emisiones del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera,[3] que son quienes en definitiva financian el rescate, es decir Alemania (29,1%), los Países Bajos (6,1%), Finlandia (1,9%) y Luxemburgo (0,3%). En estos casos, el Consejo, más que legitimar a modo de senado europeo, simplemente canaliza institucionalmente la financiación y la condicionalidad, principalmente alemana, sobre los países rescatados.
En el plano nacional, la participación parlamentaria varía mucho según se trate de un país rescatado o de un país prestamista. En el primero de los casos, tal vez porque cuando solicita la ayuda el país ya está en una situación de ahogo financiero, las condiciones del rescate son presentadas como innegociables, poniendo a los parlamentos nacionales ante la difícil disyuntiva de aceptarlas tal cual o declarar el default y romper el euro. Esto explica el poco debate parlamentario generado y que, aun cuando mediaron elecciones y vuelcos electorales importantes en todos los países rescatados, no haya cambiado la postura al respecto. Hay legalidad, por supuesto, aunque resulta dudoso hablar de legitimidad democrática, ya que en realidad los países intervenidos poco pueden decidir. En cambio, en los países prestamistas, los parlamentos discuten vivamente las condiciones del rescate, reciben informes confidenciales de la troika y publican con transparencia los detalles, e incluso se atreven a plantear enmiendas que obligan a reabrir las negociaciones, como ha hecho el parlamento finlandés en varias ocasiones. La legitimidad parlamentaria, por lo tanto, experimenta también las dos velocidades.
La falta de legitimación por parte del Parlamento Europeo y la legalidad forzada a nivel nacional pueden tener consecuencias negativas a largo plazo para el proyecto de integración europea. Las sociedades intervenidas perciben que las medidas de ajuste vienen de una UE en donde las decisiones no se toman entre todos sino que están en manos de unos pocos. El triunfo de la lógica nacional sobre la lógica europea y la plasmación del discurso norte-sur a través de medidas altamente impopulares conllevan el peligro de restar legitimidad a una UE cuyo principal logro había sido traer bienestar económico y, seguramente lo más grave, el peligro de levantar el fantasma de la humillación nacional.[4]
Hasta ahora la paz social se ha mantenido gracias al consenso tácito entre las dos grandes familias políticas europeas (socialdemócratas y democristianos) que tanto a nivel nacional como comunitario han apoyado la necesidad de converger hacia el modelo fiscal germano, cueste lo que cueste. Sin embargo, puede que este consenso no sea suficiente. El auge de partidos ultranacionalistas y anti-europeístas tanto en el norte como en el sur (Amanecer Dorado en Grecia, Auténticos Finlandeses, Jobbic en Hungría y Frente Nacional en Francia), o el florecimiento de movimientos de ciudadanos que se sienten no representados (15M, occupy) y partidos no tradicionales (Piratas en Alemania y V Estrellas en Italia) son síntomas de una crisis de legitimidad, en donde el divorcio entre ciudadanía e instituciones en vez de reducirse se hace cada vez más profundo.
La debilidad institucional, sumada a la vuelta del discurso nacionalista “norte vs sur”, reabre viejas heridas. Afirmaciones tales como que son los contribuyentes alemanes, holandeses y finlandeses los que están pagando la fiesta und siesta de los meridionales; las remisiones a las fuertes quitas que 22 países, incluida Grecia, concedieron a Alemania por las compensaciones de guerra, o las viñetas publicadas por un importante periódico griego mostrando a la canciller alemana vestida con uniforme nazi, debilitan el discurso de reconciliación que impulsó el proceso de integración europeo, algo probablemente mucho más importante que la moneda única.
¿La unión fiscal legitimará las intervenciones?
Como europeísta convencido, el autor no puede pensar otra cosa que el euro es un paso sin marcha atrás en el proceso de integración europea. Puede que las deficiencias, en cuanto a legitimidad se refiere, que se están viviendo en esta primera etapa del proceso de convergencia se deban a lo inesperado de la crisis financiera, que obligó a buscar soluciones sin un marco institucional adecuado. Probablemente, una vez se avance institucionalmente hacia la unión fiscal, la gobernanza económica tendrá pesos y contrapesos democráticos tanto a nivel europeo como nacional.
En este sentido, el Tratado de Estabilidad parece ser el paso más claro. Las multas por déficit excesivo, esas que no se pudo imponer a Francia y Alemania entre 2002 y 2005 por la unanimidad que exigía el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, serán ahora automáticas, salvo voto por mayoría cualificada en el Consejo. También se dota al Tribunal de Justicia de capacidad para controlar la transposición del mecanismo automático de corrección de déficit (la “regla de oro”), de modo que puede imponer multas en caso de no adopción de las reglas presupuestarias. Los países que sean objeto de un procedimiento por déficit excesivo quedarán bajo un programa de corrección a cargo de la Comisión. Como institución netamente comunitaria, resulta positivo que se dote a la Comisión y al Tribunal de Justicia de mayores poderes para evitar una situación de déficit excesivo.
Sin embargo, en caso de necesitarse asistencia financiera, los Estados con calificación triple A seguirán teniendo un peso más importante en las tomas de decisiones, ya que la financiación provendrá del Mecanismo Europeo de Estabilidad, cuyos fondos en un 85% se obtienen a través de emisiones de deuda colocadas en el mercado y cuyo capital, en un 27%, corresponde a Alemania.
Un paso sin duda importante sería reemplazar estos mecanismos por una colectivización, al menos parcial, de la deuda soberana. Algo a lo que Alemania hasta ahora se niega, en parte por el riesgo moral que esto implica, en parte porque significaría ceder una porción tan grande de su soberanía que, probablemente, requeriría una reforma de su Ley Fundamental. Si bien recientemente el ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, admitió que los eurobonos son una posibilidad real, también los condicionó a la concreción de la unión bancaria y fiscal, y a dotar de mayor legitimidad democrática a las instituciones europeas.
Conclusión: A nivel europeo, la legitimidad debería pasar necesariamente por la inclusión del Parlamento Europeo en el nuevo gobierno económico. Y a nivel nacional, por dotar a los parlamentos nacionales, en pie de igualdad, de un control de subsidiaridad que les permita participar colectivamente en las medidas de corrección de déficit. Queda pendiente, sin embargo, determinar el modelo económico más allá del control presupuestario y fiscal, algo que probablemente lleve a la armonización, y en cierta medida a la comunitarización, del modelo social europeo.
Justo Corti Varela
Universidad CEU San Pablo
[1] En realidad se trató de unas elecciones generales, producto de la falta de consenso para formar gobierno en las elecciones del 6 de mayo. Sin embargo, desde la UE se planteó como un referéndum sobre la permanencia de Grecia en el euro, “cumpliendo sus compromisos”, en un claro apoyo a los partidos tradicionales griegos (Nueva Democracia y PASOK) que, a diferencia de Syriza, no cuestionaban las condiciones del segundo rescate. Curiosamente, cuando se conocieron dichas condiciones, a fines de octubre de 2011, y el entonces primer ministro, Papandreu, quiso convocar un referéndum fue la propia UE quien descartó de plano la posibilidad, forzando la salida del mismo y la convocatoria de elecciones.
[2] La metodología (carta de intenciones, memorando, memorando técnico y plan de monitoreo) proviene claramente del FMI, que tiene una vasta experiencia en este tipo de intervenciones, principalmente con países en desarrollo. Un listado completo puede consultarse en http://www.imf.org/external/np/cpid/default.aspx.
[3] Así ocurrió con Irlanda y Portugal, y actualmente con Chipre, así como con el plan para recapitalizar la banca con España. El caso griego fue particular, ya que no existía entonces el Fondo de Estabilidad Financiera, por lo que la ayuda tuvo que ser refrendada por el Consejo Europeo.
[4] El hecho de que todos los gobiernos intervenidos hayan negado rotundamente la necesidad de asistencia poco antes de que esta fuese inevitable, no hace sino que confirmar esta tesis.