Tema: Entre los días 29 de noviembre y 1 de diciembre de 2009 tuvo lugar en Estoril, Portugal, la XIX Cumbre Iberoamericana. El tema central fue “Innovación y Conocimiento”, pero el debate interno y la discusión pública giraron alrededor de la cuestión hondureña.
Resumen: Catorce países sobre 22 estuvieron representados por sus jefes de Estado y gobierno en la Cumbre Iberoamericana de Estoril. Los ocho restantes enviaron delegaciones de menor jerarquía, en algunos casos encabezadas por el canciller y en otros por funcionarios de segunda línea. Las reuniones de cúpula empezaron tarde y se extendieron mucho, debido sobre todo al desacuerdo respecto a la situación política en Honduras. La canciller en el exilio de Manuel Zelaya, Patricia Rodas, consiguió imponer su agenda pero no su posición de máxima, dando lugar a una declaración lavada de la Presidencia portuguesa que repetía los acuerdos previos pero no se pronunciaba sobre el futuro. Las conclusiones sobre “Innovación y Conocimiento” fueron vagas, y “la creación de un ambicioso programa de innovación tecnológica y aplicada” deberá ser definida y coordinada por los gobiernos nacionales y la SEGIB respectivamente.
Análisis: “La literatura latinoamericana ya no existe”. La frase consta en El insomnio de Bolívar, libro del mexicano Jorge Volpi que ganó el Premio Debate Casa de América en 2009. ¿Un autor que reniega de su origen y de su objeto o, por fin, un realista que no teme llamar las cosas por su nombre? La reciente Cumbre Iberoamericana de Estoril, en Portugal, tiende a confirmar la segunda hipótesis, pero no la limita a la literatura.
Diecinueve jefes de Estado latinoamericanos (o sus representantes) y tres europeos se reunieron durante dos días para discutir sobre Honduras y, en el recreo, negociar acuerdos sobre “Innovación y Conocimiento”. Las cumbres cumplen varias funciones, algunas de las cuales pueden defenderse públicamente. Para empezar, constituyen un foro de encuentro en el que los presidentes se conocen, construyen confianza e intercambian experiencias. No se debe subvalorar a las relaciones personales: así como en la vida cotidiana, en la política internacional también es importante confiar en aquellos con quienes interactuamos. Una segunda función es coordinar políticas: trabajar en un país y jubilarse en otro, o estudiar e investigar en instituciones extranjeras, son condiciones de competitividad y bienestar social en un mundo semi-globalizado. Y la tercera función es inventar una comunidad simbólica para promover intereses concretos. En el caso Iberoamericano, dos idiomas mutuamente inteligibles siguen siendo la principal coincidencia. No hay muchas más.
Ya el concepto de Iberoamérica es poco usual. De hecho, es un invento español para recuperar influencia en los países que alguna vez gobernó, disputándosela a EEUU. En Brasil usan otra palabra y engloban diferentes países: América del Sur, que sólo tiene 12 Estados (de los cuales dos hablan lenguas no latinas). La intención de la diplomacia brasileña fue cortar a México fuera de la región. De ese modo, evitaba competir contra el único rival subregional que le podía hacer sombra y, de paso, dejaba fuera de su campo de acción a los Estados más sensibles a la influencia estadounidense. Algunos líderes andinos como Evo Morales preferirían quizá, en cambio, definirse indoamericanos a la usanza de Víctor Raúl Haya de la Torre. Pero en la mayoría del continente no prendió ni Ibero, ni Sur, ni Indo: se habla de América Latina, mal que les pese a los manipuladores de nombres.
Hoy América Latina es una región de renta media. Sin embargo, cuatro de sus 20 países tienen indicadores de desarrollo próximos a los del África subsahariana: Bolivia, Haití, Honduras y Nicaragua. Y la tendencia indica que dentro de dos décadas habrá algunos con indicadores europeos: Chile y, probablemente, Costa Rica, Panamá y Uruguay. Esta creciente divergencia no pasa inadvertida, aunque en la Cumbre de Estoril la cuestión estuvo ausente. Patricia Rodas, la canciller hondureña en el exilio, impuso el tratamiento de su problema nacional contra el deseo de la mayoría de los presentes. Son juegos en la cumbre mientras el Lobo no está: pero el 27 de enero Porfirio Lobo asumirá la presidencia de Honduras, y entonces sólo habrá dos opciones y ninguna será una declaración descafeinada: o se reconoce al presidente electo o no. EEUU, un tercio de América Latina y potencias mundiales como Alemania, Francia y Japón, lo reconocerán; los Estados socialistas del siglo XXI, no. El problema lo tienen los países que pretenden sentarse a la mesa grande de los asuntos mundiales pero quedaron alineados con Venezuela, en particular España y Brasil. La primera emitió rápidamente señales de deshielo: “no reconocemos las elecciones pero tampoco las ignoramos”, afirmó enigmáticamente el canciller Miguel Ángel Moratinos. Terminarán reconociéndolas, como se supo más tarde. También en Brasil las posiciones comenzaron a flexibilizarse a continuación de la Cumbre. Antes, en declaraciones públicas realizadas mientras se retiraba anticipadamente de Lisboa, el presidente Lula expresó su desagrado por el giro que habían tomado los acontecimientos y por no haber logrado imponer la posición brasileña. Rechazando “perentoriamente” no sólo reconocer el resultado electoral sino también dialogar con “ese ciudadano”, en referencia al presidente hondureño electo, agregó enojado que si hubiera sabido que el tema central iba a ser Honduras “no habría venido”. Puede especularse con que la ausencia de Hugo Chávez se debió a que tenía mejor información, o más instinto, que su colega brasileño. Unos días después, sin embargo, tanto Itamaraty como la candidata presidencial del PT, Dilma Rousseff, emitieron declaraciones menos drásticas, abriendo la puerta para el reconocimiento del gobierno que asumirá en Tegucigalpa a principios de 2010.
El sainete de Honduras
Si un general del ejército de Honduras entra de noche a la residencia presidencial y, a punta de pistola, secuestra al jefe de Estado popularmente electo, lo sube a un avión y lo deporta. ¿Es un golpe de Estado? Para la comunidad internacional la respuesta fue un unánime y automático sí. Pero en Honduras, la Corte Suprema de Justicia, el Congreso Nacional, la Procuraduría General de la República, el Ministerio Público, el Comisionado de Derechos Humanos y el mismo partido del presidente depuesto responden, también de forma unánime, que no. ¿Quién tiene razón? El sentido común se alinea con la comunidad internacional pero la Constitución dice otra cosa. Y lo que dice, contra el sentido común, es que no hubo golpe de Estado. Aunque eso no significa que no se hayan cometido otras violaciones de la Constitución.
Los sistemas presidencialistas se definen por el mandato fijo del presidente y el congreso. Ni el origen ni la supervivencia de cada uno de estos poderes depende del otro salvo en un caso excepcional: el juicio político o impeachment. En tal caso, el Congreso puede destituir al presidente mediante una votación que requiere mayorías extraordinarias, usualmente dos tercios de los legisladores. Sorprendentemente, sin embargo, la carta magna de Honduras no contempla la institución del juicio político. Por lo tanto, la remoción del presidente en casos excepcionales depende de la aplicación de artículos menos precisos que el que habilita a destituir los presidentes de, por ejemplo, EEUU o Brasil. Con una constitución como la hondureña, sin la amenaza de defenestración por vía parlamentaria, Nixon y Collor de Melo no habrían renunciado y, previsiblemente, las respectivas crisis políticas se habrían agravado.
El presidente Zelaya quería ser reelecto pero la carta magna no lo permitía. Por eso había convocado un referéndum que habilitase la reforma. El problema es que el artículo 239 de la Constitución de Honduras es taxativo: “El ciudadano que haya desempeñado la titularidad del Poder Ejecutivo no podrá ser Presidente o Vicepresidente de la República. El que quebrante esta disposición o proponga su reforma, así como aquellos que lo apoyen directa o indirectamente, cesarán de inmediato en el desempeño de sus respectivos cargos y quedarán inhabilitados por diez años para el ejercicio de toda función pública.” En síntesis, el presidente no puede ser reelecto ni proponer la reforma de esta prohibición. Ni él ni ningún otro funcionario. Al hacerlo, disparan el gatillo constitucional que determina su cese inmediato en la función: en los hechos, constituye un autogolpe (o auto-impeachment). La Corte Suprema, en cumplimiento de la Constitución, declaró al referéndum ilegal y al presidente cesante y le ordenó a las fuerzas armadas que actuasen en consecuencia.
Que la Constitución Hondureña sólo se puede reformar por vía legislativa, y no mediante referendos, está establecido en el artículo 373. A su vez, el 374 reafirma que la prohibición de la reelección es intocable. Y el 375 da el golpe de gracia a las dudas restantes: “Esta Constitución no pierde su vigencia ni deja de cumplirse por acto de fuerza o cuando fuere supuestamente derogada o modificada por cualquier otro medio y procedimiento distintos del que ella mismo dispone. En estos casos, todo ciudadano investido o no de autoridad, tiene el deber de colaborar en el mantenimiento o restablecimiento de su efectiva vigencia.” En síntesis, la Constitución habilita a cualquier ciudadano, incluyendo un general del ejército, a colaborar en el restablecimiento del orden constitucional que cualquiera, incluyendo un presidente, haya violado. Y así lo ratificó la Corte Suprema.
Si la Constitución es clara: ¿por qué el mundo lo vio de otra manera? Hay dos razones para ello: la primera es que, en América Latina, un militar encañonando a un presidente electo es por acto reflejo asociado a épocas pasadas; la segunda es que ese militar, después de cumplir la orden judicial, deportó al presidente, lo cual es anticonstitucional –“Ningún hondureño podrá ser expatriado ni entregado por las autoridades a un Estado extranjero” (artículo 102)–. Esa imagen y este vicio, sin embargo, no deben inducir a engaño: en Honduras hubo interrupción de mandato, es cierto, pero tanto ella como la sucesión por vía parlamentaria –aunque no la expatriación de Zelaya– fueron procesadas de acuerdo con la Constitución. Que ésta sea inconsistente, o que contenga artículos absurdos y lagunas inconcebibles, es otra cuestión. En eso, la reciente ola de reformas constitucionales ha tornado a varios estados latinoamericanos cada vez más parecidos a Honduras.
Los corredores de la Cumbre
Ocho jefes de Estado faltaron a la reunión de Estoril: cuatro de América Central y Caribe y cuatro de América del Sur. Las razones fueron varias y vale la pena mencionarlas.
Manuel Zelaya, por razones conocidas, prefirió seguir hospedado en la embajada brasileña de Tegucigalpa. Álvaro Colom, de Guatemala, se enfrenta a una difícil situación interna que una resonante acusación de homicidio proferida post-mortem no contribuyó a aliviar. El eje bolivariano, integrado por el nicaragüense Daniel Ortega, el cubano Raúl Castro, el venezolano Hugo Chávez y el boliviano Evo Morales, faltó en bloque. Su posterior puesta en escena conjunta (con la presencia estelar de Sudán) en la cumbre del clima de Copenhague sugiere que es errado explicar estas ausencias individualmente, aunque el caso de Castro es más complicado porque su gobierno venía de ser acusado por la organización Human Rights Watch de violaciones masivas a los derechos humanos. Salir de la isla, en ese contexto, hubiera significado exponerse a las preguntas incómodas de la prensa ibérica. Tabaré Vazquez, por su parte, debió saltarse la cita porque en Uruguay se celebraban elecciones nacionales el mismo domingo. Finalmente, el paraguayo Fernando Lugo desistió en el último momento después de muchas tribulaciones, debido sobre todo al clima de inestabilidad que se vive en Asunción pero también a la enésima denuncia de paternidad recibida desde que asumió la presidencia.
En ausencia del telegénico Chávez, y con excepción de la magnífica Shakira, las figuras más mediáticas de la Cumbre fueron el presidente Lula, el Rey Don Juan Carlos y, por distintas causas, las damas del Cono Sur. Cristina Kirchner llamó la atención por su glamour y porque llegó puntual a la mayoría de las citas; Michelle Bachelet, porque su popularidad y estilo tranquilo se vieron potenciados por la definición de su viaje como visita de Estado, lo que le otorgó mayor protagonismo en la agenda de los anfitriones.
Los trabajos se destacaron por dos características: el retraso sistemático de todos los horarios y la organización de las más variadas actividades paralelas, que incluyeron un curso de formación para jóvenes diplomáticos latinoamericanos. La coordinación de este acontecimiento, que se desarrolló durante dos semanas, estuvo a cargo del Instituto Diplomático portugués, pero la financiación provino sobre todo del gobierno español y de la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB). El liderazgo de Madrid en la definición de los contenidos y formatos de las cumbres iberoamericanas nunca fue un secreto, y esa influencia se detecta especialmente en la parafernalia de acontecimientos que rodean al acto central.
El titular de la SEGIB, Enrique Iglesias, aguantó pacientemente las demoras de los jefes de Estado y hasta se hizo un tiempo para informar a los periodistas, que durante horas esperaron que se filtrara alguna noticia de las reuniones a puerta cerrada. Fuentes internas dan cuenta del fastidio de algunas delegaciones por la impuntualidad de otras delegaciones, incluso coronadas. Algunas presencias oficiales llamaron la atención, como fue el caso del líder sindical Hugo Moyano, del duro gremio de los camioneros, como miembro de la comitiva argentina. Con sorna y acento portugués, un alto representante latinoamericano le preguntó a un colega si Moyano había venido por la innovación o por el conocimiento. A algunas sillas de distancia, otro importante delegado comentaba hastiado, con acento guaraní, que si Patricia Rodas pronunciaba un enésimo discurso su país iba a cambiar de posición.
Portugal jugó un papel clave para cerrar los últimos acuerdos. Tanto el presidente Cavaco Silva como el primer ministro José Sócrates se mostraron a gusto y con capacidad de negociación, en un acontecimiento que terminó el mismo día en que, horas más tarde, se realizaría la ceremonia oficial de inauguración del Tratado de Lisboa. Por unos días, Portugal abandonó su complejo de pequeña periferia atrasada y se transformó en el centro de América Latina y de Europa. Pero mientras Europa consolidaba su unión, América Latina cristalizaba su división.
La línea divisoria de América Latina
¿Alguien imagina a Cristina Kirchner cerrando filas con el ex presidente Carlos Menem ante una denuncia de corrupción? ¿O defendiendo a Fernando De la Rúa ante las investigaciones que lo afectan? Porque eso es precisamente lo que hizo Lula cuando José Sarney, ex presidente y actual titular del Senado brasileño, fue acusado de fraude y nepotismo. Y lo que había hecho previamente con el ex presidente Fernando Collor de Melo cuando éste regresó a la política como senador nacional. Sarney y Collor de Mello no pertenecen al partido de Lula pero son sus principales aliados en el Congreso. Fernando Henrique Cardoso, su antecesor y némesis, no aparece tan próximo pero está lejos de ser repudiado. O, por lo menos, sus políticas no lo fueron: Lula continuó con su manejo ortodoxo de la economía y profundizó sus programas sociales. Convivencia y continuidad, transiciones antes que rupturas: el conflicto sobrevive en la sociedad brasileña, pero domesticado para beneficio mutuo.
En Chile, los cuatro jefes de Estado posteriores a Pinochet hoy apoyan a uno de ellos para retornar al poder. Pero en otros países de la región semejante concordia es inimaginable –ni hablar de convergencias electorales o de gobierno–. ¿Hugo Chávez abrazado con Carlos Andrés Pérez? ¿Evo Morales defendiendo a Sánchez de Lozada? ¿Rafael Correa loando a Abdalá Bucaram? No hace falta tomar partido para entender que América Latina está dividida en dos: por un lado se alinean los gobiernos cuya legitimidad se basa en la confrontación, por el otro aquéllos que practican la negociación y el acuerdo.
El ejemplo de Brasil es crucial, porque podría alegarse que es fácil convivir cuando los demás son decentes (como en Uruguay) o pertenecen a la misma coalición (como en Chile). Collor de Mello cayó por un juicio político por corrupción y Sarney dirige un partido conocido por asociarse al mejor postor, así que cogobernar con ellos exige más pragmatismo que ideología. Es esta distinción la que hoy divide a América Latina, y no el rancio contraste entre izquierda y derecha.
Es preciso agradecerle a Álvaro Uribe su contribución para el sinceramiento de la política latinoamericana. Si no fuera por él, algún desprevenido podría tomarse en serio el discurso de la unidad regional. En realidad, si América Latina se fragmenta cada vez más profundamente no es por culpa de Colombia, que ha sido durante muchos años un país arrasado por la violencia. El actual presidente alineó a la sociedad detrás de su plan de Seguridad Democrática y diezmó a las bandas terroristas, recuperando el control de la mayor parte del territorio nacional. Contó para eso con la ayuda militar y de inteligencia de EEUU, ya que los países vecinos se negaban a involucrarse en la lucha contra las bandas criminales por temor a que sus fuerzas armadas fueran infiltradas por el dinero de la droga. La preocupación era razonable; la necesidad colombiana, también.
La novela de las bases estadounidenses echó más leña al fuego. EEUU tiene bases militares en más de 20 países, entre ellos España, Alemania, los Países Bajos, Japón, Corea y Turquía. Esas bases son utilizadas como plataformas de proyección de poder, pero además proveen estabilidad a regiones del mundo que por sí solas no se bastan, Europa incluida. En Colombia no habría tal cosa: lo que el gobierno autorizó es el ingreso de militares y consultores norteamericanos en siete de sus bases, pero no la apertura de bases propias. Después de todo, incluso en países insospechados como la Argentina kirchnerista, las fuerzas armadas norteamericanas tuvieron oficinas en el Ministerio de Defensa hasta hace pocos meses.
Hasta hace poco, Ecuador no tenía relaciones diplomáticas con Colombia. Chile no las tiene con Bolivia, aunque últimamente se llevan bien. Venezuela retira y reenvía periódicamente a sus embajadores de México, Lima y Bogotá. El puente principal de los tres que conectan a Argentina con Uruguay a través del río está cortado desde hace tres años por decisión de una asamblea vecinal y complacencia estatal. Los tambores de guerra que Chávez convoca de vez en cuando pueden nunca llegar a la batalla, pero expresan claramente lo que falta en Iberoamérica: Comunidad.
La unidad latinoamericana es un rey desnudo. Colombia fue, simplemente, el niño que le apuntó con el dedo. Y en Estoril se realizó otro desfile donde el monarca volvió a marchar sin ropas.
Conclusiones: La Cumbre de Lisboa culminó sus trabajos con una declaración, un programa de acción y 14 comunicados especiales. De estos últimos, uno fue firmado por la presidencia portuguesa (el de Honduras) y los otros 13 fueron colectivos, tratando temas que iban desde la cuestión de las Islas Malvinas y el bloqueo estadounidense a Cuba hasta la “Alianza de Civilizaciones” y el cambio climático.
La Declaración de Lisboa contiene 33 artículos programáticos, es decir, no operativos. Por su parte, el Programa de Acción de Lisboa consta de 65 artículos, algunos de los cuales indican la voluntad de avanzar en la coordinación de programas conjuntos. Los más, sin embargo, son autocongratulatorios o se limitan a enumerar las actividades que se organizaron en paralelo con la Cumbre.
El próximo encuentro será en 2010 en Mar del Plata, Argentina, y se dedicará a la educación. Las cumbres subsiguientes se organizarán en 2011 en Paraguay y en 2012 en Cádiz, España. Para entonces es factible que Honduras ya no esté sobre la mesa. La profunda división que esa cuestión reflejó, sin embargo, tiene más visos de aumentar que de resolverse.
Andrés Malamud
Instituto de Ciencias Sociales, Universidad de Lisboa