Tema: La cumbre que convocó en Berlín el 18 de febrero de 2004 al presidente francés Jacques Chirac, al canciller alemán Gerhard Schröder y al primer ministro británico Tony Blair ha desatado un vivo debate sobre el liderazgo que pretenden ejercer los “tres grandes” en una Unión Europea que contará con 25 Estados miembros a partir del 1 de mayo próximo.
Resumen: La cumbre de Berlín, supuestamente convocada para preparar el Consejo Europeo de primavera en el que se analizará la evolución de la economía europea y el progreso de la llamada “agenda de Lisboa”, arrojó escasos resultados tangibles. Ello no debería sorprendernos, ya que la filosofía del cónclave obedecía más a las necesidades políticas de los tres Estados en cuestión que a su posible contribución al desarrollo del proyecto europeo. No obstante, la cumbre ha enviado un mensaje claro tanto a las instituciones comunitarias como a los demás Estados miembros de la UE cuya importancia futura no debe minusvalorarse.
Análisis: Aunque también se aprovechó la ocasión para hablar de otros muchos asuntos, la cumbre de Berlín fue convocada ostensiblemente para analizar el estado de la economía europea y el desarrollo del “proceso de Lisboa” con vistas al Consejo Europeo que tendrá lugar bajo presidencia irlandesa los días 25 y 26 de marzo de 2004. Así pareció confirmarlo el texto rubricado tras la reunión, en forma de carta dirigida al presidente de la Comisión, Romano Prodi, y al primer ministro irlandés y actual presidente del Consejo Europeo, Bertie Ahern, misiva que también recibieron los jefes de gobierno de los otros doce Estados miembros. Dicho texto hacía un diagnóstico un tanto superficial del escaso progreso registrado hasta la fecha en relación con el objetivo de Lisboa de convertir a la UE en “la región económicamente más dinámica del mundo” para finales de la actual década, subrayando a continuación la necesidad de incrementar el esfuerzo de las instituciones comunitarias y de los Estados miembros en pro de la competitividad y la innovación, pero sin poner en peligro los fundamentos del llamado “modelo social europeo”, cuya “modernización” también figura entre los objetivos de los firmantes. De forma un tanto sorprendente, dado este panorama tan poco halagüeño, en la carta se afirmaba con rotundidad que los objetivos de Lisboa podrán alcanzarse en una Unión ampliada a 25 miembros con un presupuesto que no supere el 1% del PIB europeo, ya que en realidad la clave consiste en definir un entorno regulador adecuado y en utilizar eficientemente los recursos ya existentes. Dicha afirmación permite poner en duda el objetivo real del texto, ya que la UE difícilmente podrá llevar a buen puerto reformas ambiciosas con tan exiguos medios. Por ultimo, los firmantes proponían el nombramiento de un vicepresidente de la Comisión responsable de las reformas económicas, que supervisaría la aplicación de la Agenda de Lisboa y coordinaría el trabajo de los comisarios cuyas carteras inciden sobre su desarrollo.
Antes de pasar a comentar los posibles significados y consecuencias de la cumbre, debemos analizar brevemente algunas cuestiones previas. En primer lugar, resulta no poco llamativo que los “tres grandes” hayan escogido como tema estrella de su reunión el cumplimiento de la Agenda de Lisboa, ya que hasta la fecha ni Alemania ni (sobre todo) Francia habían mostrado un gran entusiasmo al respecto. Por otro lado, dada la actual coyuntura económica, los gobiernos de Berlín y París no parecen los más indicados para aleccionar a los demás ejecutivos europeos sobre las virtudes de la innovación y la competitividad. En 2003 la economía británica creció un 2.3% del PIB (casi tanto como la española), mientras que la francesa se estancó en el 0.2% y la alemana experimentó un preocupante crecimiento negativo del -0.1%, y en lo que a los niveles de desempleo se refiere, el 4.9% registrado en el Reino Unido está muy por debajo del 10.2% de Alemania o el 9.7% de Francia. De ahí que la cumbre haya sido recibida con cierto desconcierto en el Reino Unido, ya que no se comprende fácilmente que Blair quiera compartir diagnósticos ni recetas con dos de las economías que más problemas arrastran en el viejo continente. (Seguramente compartía este desconcierto el canciller del Exchequer, el euroescéptico Gordon Brown, que a diferencia de los ministros de Economía de Chirac y Schröder, prefirió no asistir a la cumbre, con el consiguiente enfado de Blair). No obstante lo anterior, no puede descartarse que París y (sobre todo) Berlín hayan podido emprender un cierto camino a Damasco, al constatar que nunca podrán llevar a cabo las profundas reformas estructurales que requieren sus economías sin un apoyo externo considerable, conversión que les haría contemplar el cumplimiento de la Agenda de Lisboa con otros ojos.
En segundo lugar, también resulta sorprendente que los “tres grandes” hayan aprovechado la cumbre de Berlín para presentar una propuesta sobre la futura Comisión Europea. Como es sabido, la composición y organización interna de la Comisión fueron asuntos largamente debatidos durante la Convención Europea que se reunió entre marzo de 2002 y julio de 2003, que posteriormente dominaron en no poca medida las sesiones de la Conferencia Intergubernamental celebradas bajo presidencia italiana. Aunque no es ningún secreto que los gobiernos de París y Londres no se han caracterizado en el pasado por su entusiasmo por la Comisión, llama la atención la ligereza con la que han procedido en este terreno, actuando como si la Convención jamás se hubiese reunido, y como si no hubiesen tenido ocasión de pronunciarse al respecto en foros mucho más idóneos. Por otro lado, no puede olvidarse que tras las elecciones al Parlamento Europeo de junio se iniciará la selección del presidente de la Comisión Europea que sustituirá a Prodi el 1 de noviembre de 2004, proceso en el que, como viene siendo tradicional, los “tres grandes” jugarán un papel determinante. A pesar de algunas declaraciones recientes sobre la importancia de contar con una personalidad con verdadera capacidad de liderazgo que contribuya a superar el letargo actual, hay motivos sobrados para sospechar que los “tres grandes” preferirían un presidente más bien acomodaticio, que haya tomado buena nota del resultado del enfrentamiento surgido tras la suspensión del Pacto de Estabilidad. Y ello debido fundamentalmente a que, en una Comisión de 25 miembros en la que se votará habitualmente por mayoría simple, el peso de los Estados más poblados será sensiblemente menor que en la actualidad. En este sentido, la carta remitida a Prodi contenía un claro aviso a navegantes: o bien se modifica el funcionamiento interno de la Comisión para garantizar los intereses de los Estados grandes, o bien se reducen sus competencias y poderes. En suma, los “tres grandes” no tolerarán que la nueva Comisión les lleve la contraria en asuntos importantes, y en el futuro ésta deberá ser especialmente sensible a sus intereses prioritarios.
El significado de Berlín: ¿hacia un nuevo triunvirato?
Superficialmente, lo más llamativo de la cumbre de Berlín fue la aparente ampliación del eje franco-alemán, redefinido y fortalecido en el otoño de 2002, para convertirlo en un triunvirato (o directorio “a tres”) con participación del Reino Unido. Cabe preguntarse, sin embargo, si éste análisis se corresponde con la realidad. Ciertamente, los reunidos anunciaron que habrá otras cumbres similares en el futuro, y fue muy comentado el hecho de que acudieran en compañía de varios de sus ministros (de Economía, Investigación y Sanidad), lo cual dotaba al cónclave de una cierta solemnidad. Sin embargo, como subrayaría el propio Chirac durante la cumbre con notable desparpajo, la presencia del Reino Unido no debe hacer olvidar el carácter especial (e irrepetible) del pacto franco-alemán. El presidente francés nos recordaba así que, como explicó hace ya más de una década Philippe de Schoutheete, la relación franco-alemana constituye uno de los escasos “sub-sistemas” que operan en el seno de la Unión (entonces todavía Comunidad), ya que reúne las siguientes características: (a) se trata de una relación especial, distinta de la que tienen entre si otros Estados miembros, como atestiguan su intensidad, la variedad temática que abarca y la densidad que ha desarrollado; (b) es una relación duradera, no de carácter coyuntural, ya que se basa en un acuerdo formal, el Tratado del Elíseo de 1963; (c) es una relación eficaz, en la medida en que ha sido capaz de incidir sobre la orientación del proceso de integración europeo; y por último, (d) es una relación que goza de cierta aceptación por parte de los demás Estados miembros, aunque no siempre les agraden sus consecuencias. En suma, la cumbre de Berlín reflejaría más una lógica de “2 + 1” que la propia de una reunión plenamente simétrica entre iguales.
Si estamos en lo cierto, es necesario preguntarse por qué París y Berlín decidieron invitar a Londres a formar parte de un nuevo menage à trois, en vez de seguir operando por su cuenta como hasta la fecha. (Obsérvese además que, en ésta ocasión no se discutían cuestiones relacionadas con la defensa, que tradicionalmente requieren una participación británica por motivos de credibilidad). La respuesta es que, a lo largo de los últimos meses, Chirac y Schröder han comprendido que en una UE ampliada, el entendimiento franco-alemán sigue siendo una condición necesaria, pero ya no es una condición suficiente, para imponer su liderazgo en Europa. Así se constató reiteradamente durante la Convención y la CIG, y así lo pusieron de manifiesto durante el conflicto de Irak tanto la famosa “carta de los ocho” como la “carta de los diez”. Algo parecido podría afirmarse del fracaso del Consejo Europeo de Bruselas en diciembre pasado, tras el cual Francia y Alemania anunciaron que la UE sólo avanzaría mediante una estrategia de “núcleos duros” o “grupos pioneros”, objetivo que suscitó el rechazo inmediato de una amplia mayoría de Estados miembros. Expresado en términos de las características del “sub-sistema” al que antes aludimos, el triunvirato sería en realidad la respuesta de París y Berlín al creciente déficit de eficacia y aceptación de la tradicional relación franco-alemana.
Una vez aprendida la lección, la nueva estrategia franco-alemana ya ha dado algunos frutos interesantes, tales como la ofensiva diplomática tripartita en Irán en octubre de 2003, y el acuerdo sobre la futura Defensa europea alcanzado en el Consejo Europeo de Bruselas dos meses después. Este último es especialmente revelador, ya que lleva implícito un mensaje importante en relación con el actual impasse constitucional: si no se aprueba el Tratado Constitucional, tendremos que regirnos por el Tratado de Niza, que no contempla las “cooperaciones reforzadas” en el ámbito de la Defensa, en vista de lo cual los “tres grandes” se verán obligados a avanzar por su cuenta, al margen de los tratados, y sin que los Estados excluidos puedan hacer nada al respecto. ¿La moraleja? Ustedes verán si les interesa más aprobar el Tratado Constitucional o mantener el status quo actual.
El hecho de incorporar al Reino Unido a sus planes no soluciona automáticamente todos los problemas del eje franco-alemán, pero tiene algunas ventajas indudables. En primer lugar, permite a París y Berlín romper el aislamiento al que les había conducido su actitud inflexible en relación con la aprobación del proyecto de Tratado Constitucional, palpable en el hecho de que, contra todo pronóstico, el máximo dirigente francés haya cosechado casi tantas criticas como su homólogo polaco por el fracaso de Bruselas. Más aún, cabe afirmar que el triunvirato se forjó en buena medida a lo largo de dicho Consejo Europeo, al comprobar Chirac y Schröder que Blair no haría de la defensa de Niza una cuestión de principio.
En segundo lugar, el triunvirato hace inviable un eje alternativo de peso como el que pareció forjarse durante la guerra de Irak, basado en el pro-atlantismo de Londres, Madrid, Lisboa, Roma y Varsovia, al privarle de su miembro más importante. En todo caso, a nuestro entender dicho pacto nunca tuvo muchos visos de consolidarse, debido fundamentalmente al carácter “excéntrico” del Reino Unido como socio europeo, a la debilidad política de Italia, al escaso peso de Portugal, y a la falta de experiencia de Polonia. Así parece confirmarlo tanto la ausencia de Italia de la cumbre de las Azores como la actitud británica hacia la suspensión del Pacto de Crecimiento y Estabilidad.
Por último, un acercamiento a Londres podría facilitar una eventual reconciliación de París y Berlín con Washington, objetivo que interesa muy especialmente a un gobierno alemán crecientemente alarmado ante algunas consecuencias no plenamente previstas de su estrechísima colaboración con Francia. A pesar de los esfuerzos de ambos por aparentar una sintonía sin fisuras, Schröder no desea supeditarse en exceso al liderazgo de Chirac, que ha solido llevar la voz cantante en lo que a la relación transatlántica se refiere, con resultados no muy satisfactorios para Alemania hasta la fecha.
La otra gran pregunta que suscita la cumbre de Berlín se refiere a los motivos de Blair. A menudo se olvida que cuando éste llegó al poder en 1997 su principal objetivo en política exterior no era otro que el de reconciliar al Reino Unido con Europa, superando de una vez por todas los recelos mutuos que se venían arrastrando desde los años sesenta del siglo pasado. Obviamente, la guerra de Irak no ha facilitado precisamente esta tarea, al reavivar las dudas ya existentes, tanto dentro como fuera del país, sobre su identidad y compromiso europeo. Más concretamente, la guerra ha debilitado seriamente los esfuerzos del primer ministro por preparar a su opinión pública para el ingreso del Reino Unido en la moneda única, objetivo cuyo abandono supondría un rotundo fracaso personal. Acudiendo a la cumbre de Berlín, Blair confiaba en poder transmitir a los británicos el mensaje de que la UE no es un tinglado hostil, manejado a su antojo por el eje franco-alemán en contra de los intereses de Londres, demostrando de paso que el Reino Unido no tiene por qué estar siempre a la defensiva en Europa.
En realidad, el primer ministro británico difícilmente podría haber tenido más suerte con la actual coyuntura europea. En un contexto distinto, la actuación implacable –y típicamente eficaz– de Londres en la Convención y la CIG le habría hecho merecedor de las más duras recriminaciones por parte de una amplia mayoría de sus socios europeos, como ha ocurrido tantas veces en el pasado. Sin embargo, el protagonismo adquirido por el conflicto surgido en torno a la ponderación de voto acordada en Niza y la doble mayoría contemplada en el proyecto de Tratado Constitucional, cuestión en la que ha podido mostrarse equidistante porque ambas fórmulas le resultan aceptables, ha permitido a Londres jugar el papel de moderador entre el eje franco-alemán, por un lado, y España y Polonia, por otro, situándose así en el centro del debate europeo, y no en uno de sus extremos como venía siendo habitual.
La búsqueda de centralidad por parte británica no se agota aquí ni mucho menos. Con su aproximación al eje franco-alemán Blair también pretende superar el enfrentamiento con Chirac y Schröder provocado por la guerra de Irak, y el hecho de ser invitado a participar en una cumbre tripartita para preparar un Consejo Europeo le permite argumentar que la guerra no le obligó a elegir entre Europa y los Estados Unidos, como sostienen algunos de sus críticos. Por otro lado, y lo que es quizá más importante, Blair entiende su aproximación al eje franco-alemán como una contribución a la recomposición de la relación transatlántica. El primer ministro acudió en ayuda de George Bush no solamente porque entendía que la guerra contra Sadam Husein estaba plenamente justificada, sino también porque le alarmaba que, por vez primera desde la segunda posguerra mundial, los Estados Unidos tuvieran que actuar solos en un conflicto armado de importantes consecuencias internacionales. La mejor manera de demostrar que nunca fue el poodle del presidente Bush, sino un aliado leal pero exigente, sería precisamente contribuyendo a preparar el terreno para una futura reconciliación transatlántica. Sin la cumbre de Berlín, en suma, no se entendería bien la reciente visita de Schröder a Washington, la primera desde su reelección a finales de 2002.
Sobre las posibles consecuencias de un directorio a tres
La existencia de un directorio a tres quizá sea preferible a la acción aislada del eje franco-alemán, pero no representa una respuesta estable al actual déficit de liderazgo político en la UE. Ante todo, el directorio fomenta las tensiones ya existentes entre algunos Estados miembros, que han alcanzado una intensidad inusitada en los últimos meses, tendencia que se debería procurar invertir en vista de la inminente ampliación. Más concretamente, de un tiempo a esta parte se ha profundizado el cleavage que divide a grandes y pequeños, que temen a los directorios por encima de todas las cosas. La consolidación del triunvirato tampoco facilitará la incorporación a una UE ampliada de los países de la Europa Central y Oriental, algunos de los cuales no han perdonado a Chirac por sus comentarios peyorativos del año pasado provocados por la crisis de Irak. Todo ello es especialmente grave para Alemania, que a diferencia de Francia, siempre había cultivado sus relaciones con los Estados miembros de menor tamaño (sobre todo los del Benelux), y que tiene un interés especial en que la ampliación facilite su definitiva reconciliación con Polonia.
Por otro lado, es evidente que la presencia del Reino Unido no compensa la ausencia de los gobiernos de Italia y España, que se han sentido excluidos e incluso humillados. El caso de Italia es el más doloroso, ya que se trata de uno de los Seis países fundadores, con un peso institucional idéntico al de los “tres grandes”, y con un peso económico nada desdeñable. La ausencia de Roma seguramente debe atribuirse a la escasa confianza que suscita Silvio Berlusconi entre la mayoría de sus homólogos europeos, y resulta especialmente llamativa dada la actitud sospechosamente acomodaticia del gobierno italiano hacia las posturas franco-alemanas durante las sesiones de la CIG celebradas durante el segundo semestre de 2003.
Inevitablemente, la ausencia de Italia también tuvo consecuencias para España, ya que era inconcebible que se contara con la segunda y no con la primera, si bien es cierto que la exclusión de Madrid no dependió por completo de la de Roma. Los críticos del gobierno de José María Aznar no han dudado en atribuir su ausencia al aislamiento resultante de su reciente “deriva atlantista”, apreciación que casa mal con la presencia en el cónclave del principal protagonista europeo de la cumbre de las Azores. En realidad, lo que más irrita al eje franco-alemán (y sobre todo a París) del papel del gobierno Aznar en la UE no es tanto su innegable atlantismo, que también, sino que tenga la osadía no solo de llevarles la contraria, sino de animar a otros a que sigan su ejemplo. Probablemente, el hecho de que apenas 48 horas antes de la reunión de Berlín se hiciera pública una carta dirigida a Prodi firmada por Aznar y los gobiernos de Italia, Portugal, Holanda, Polonia y Estonia, exigiendo que el Pacto de Estabilidad y Crecimiento se aplique “de forma consistente y no discriminatoria”, les habrá reafirmado en su diagnóstico. Aunque discutible, la iniciativa del gobierno Aznar era sin duda legítima, o en todo caso no menos legítima que la carta de los “tres grandes” al presidente de la Comisión, máxime cuando no hacía sino recordar a ésta su obligación de velar por el cumplimiento de las reglas de juego. Sin embargo, para que su postura no sea atribuida principalmente al despecho, el ejecutivo español podría subrayar con mayor énfasis que está en contra del directorio Londres-París-Berlín por principio, y no solamente por haber sido excluido de él. En suma, debería quedar más claro que para el buen funcionamiento de la UE sería tan perjudicial la consolidación del nuevo triunvirato como la creación de un directorio “a seis” que contara con la presencia de Italia, España y Polonia.
Conclusiones: El eje franco-alemán, que en otras épocas se caracterizó por su contribución constructiva al proceso de integración europeo, representa en su formato actual una seria amenaza para la futura estabilidad de la UE. En no poca medida, esta situación es debida al cambio de actitud de Alemania, resultado a su vez de la compleja transformación que implica la transición de la “República de Bonn” a la “República de Berlín”, y cuyas consecuencias exteriores posiblemente hayan sido minusvaloradas. Con tal de mantener y desarrollar su alianza privilegiada con París, el gobierno alemán no ha dudado en enfrentarse a Polonia, poner en peligro su relación con Estados miembros de menor tamaño, y abandonar su papel tradicional de puente entre Europa y los Estados Unidos. Esta curiosa conversión gaulista de Berlín puede haber facilitado un grado de convergencia sin precedentes entre ambos Estados, pero también ha privado al “sub-sistema” franco-alemán de su tradicional eficacia y aceptación a ojos de otros socios europeos. Tampoco parece suscitar el entusiasmo de la opinión pública alemana, que lo percibe –correctamente– como un fenómeno esencialmente intergubernamental que puede poner en peligro la viabilidad de las instituciones y métodos comunitarios.
Conscientes de sus limitaciones y del rechazo que suscitan, Francia y Alemania pretenden resolver sus actuales problemas de liderazgo mediante la incorporación del Reino Unido a un nuevo triunvirato. Por su parte, Londres se deja querer, sabedor de que París y Berlín tienen más peso económico, político y militar que Roma, Madrid y Varsovia, aunque procurará no romper por completo con sus antiguos aliados. Juntos, los “tres grandes” representan a más de la mitad de la población y del PIB de la UE, pero es tan importante lo que les separa como lo que les une. Por lo pronto, difícilmente podrá existir un verdadero directorio económico “a tres” mientras el Reino Unido siga sin pertenecer a la zona Euro. Además, dadas las limitaciones inherentes al sistema de “cooperaciones reforzadas” contemplado en el Tratado de Niza, y las reacciones contrarias a un “núcleo duro” estable por parte de muchos Estados miembros, los “tres grandes” no tendrán más remedio que actuar al margen de los tratados, lo cual limitará sus posibilidades de proporcionar un liderazgo estable, salvo posiblemente en el ámbito de la defensa y la política exterior. En suma, ni el eje franco-alemán, ni su versión ampliada en forma de triunvirato, ofrecen una respuesta satisfactoria a los retos a los que se enfrenta la UE. Sea como fuere, todo parece indicar que nos encaminamos hacia una Europa más intergubernamental, tendencia que se acentuaría en el futuro si no se lograra aprobar el Tratado Constitucional.
Charles Powell
Investigador Principal, Europa, Real Instituto Elcano