Tema: Un año después de que la reelección de Mahmud Ahmadineyad diera lugar a las protestas más graves de la historia de la República Islámica, el régimen iraní ha logrado borrar las huellas externas de la revuelta. Sin embargo, al negarse a tender puentes a los descontentos, ha desperdiciado una oportunidad histórica para reconciliar las dos almas del país, cerrar el proceso revolucionario y normalizar su presencia internacional.
Resumen: Los gritos de Allah-u akbar (“Dios es el más grande”) hace ya meses que han dejado de resonar en las noches de Teherán. A punto de cumplirse el primer aniversario de las elecciones más controvertidas desde la revolución islámica de 1979, Irán no ha vivido una nueva revolución, ni a pesar de las movilizaciones sin precedentes ha estado al borde de una. Pero los gobernantes tampoco han dado una respuesta adecuada al descontento popular. Su recurso a la represión les ha permitido recuperar el control a costa de perder legitimidad. Aunque sus dirigentes sigan manteniendo el mismo lenguaje desafiante respecto a EEUU, su programa nuclear o su intolerancia de Israel, Irán ha cambiado en el último año. Al salir a la luz, las divisiones internas han puesto de relieve tanto los puntos débiles del régimen como su naturaleza autoritaria. Mientras siga contando con el respaldo de la Guardia Revolucionaria y de las milicias basiyíes, la oposición no le planteará una amenaza existencial. Ahora bien, al ilegalizar a los críticos ha cerrado la puerta a la regeneración del sistema.
Análisis: Los gritos de Allah-u akbar hace ya meses que han dejado de resonar en las noches de Teherán. Los empleados municipales han vencido la batalla contra las pintadas verdes que denunciaban el descontento de los iraníes desde los rincones más insospechados de la ciudad. Un año después de las elecciones más controvertidas en la joven historia de la República Islámica de Irán, las protestas populares contra su resultado parecen un sueño lejano. Mahmud Ahmadineyad continúa desafiante, y desafiando, al frente del gobierno. El régimen se siente tan seguro que incluso ha lanzado una nueva campaña para vigilar que las mujeres se cubran de la cabeza a los pies como manda la ley, la primera desde que se iniciaran las revueltas.
Ni se ha producido una (contra-) revolución, ni a pesar de las movilizaciones sin precedentes desde el derribo del Shah se ha estado al borde de una. Y sin embargo, el malestar que llevó a los iraníes a las calles de las principales ciudades del país no ha desaparecido. Para empezar, porque el desencanto no surgió el 13 de junio de 2009. La convicción de que el gobierno había manipulado los resultados de las elecciones presidenciales del día anterior sólo fue la gota que colmó su paciencia.
Tres décadas después de la revolución islámica, la mayoría no ha visto emerger la sociedad más justa y democrática que les prometió aquella. Al contrario, muchos sienten que el corsé del sistema clerical limita su libertad personal y sus aspiraciones. Pero además, el recurso a la fuerza para silenciar la protesta sólo ahonda los problemas esenciales que Irán arrastra desde 1979: las discrepancias sobre el peso de los elementos republicanos y religiosos en la Constitución, los desacuerdos sobre las políticas económicas y, en definitiva, la lucha de poder entre dos formas de entender el país que también tienen su reflejo dentro de la élite gobernante.
En un primer momento, se pensó que el sistema no iba a arriesgarse a las tensiones y que encontraría una forma de reconciliar los dos campos. Se hablaba entonces de las gestiones de Ali-Akbar Hashemí Rafsanyaní, el astuto y veterano político que ha sido uno de los pilares del régimen desde el nacimiento de la República Islámica. Pero ni sus viajes a Qom y a Mashhad lograron convencer a los grandes ayatolás de que intervinieran (si era eso lo que pretendía), ni su peso moral y económico fue suficiente frente a la voluntad de arrinconarle de sus enemigos. Si acaso, se produjo un empate técnico, que hizo que estos recurrieran a los golpes bajos para inmovilizarle.
La breve detención de su hija Faezeh cuando participaba en una manifestación, la orden de arresto contra su hijo Mehdi (oportunamente reinstalado en Londres), o el encarcelamiento durante 48 horas de su nieto Hasan Lahutí (uno de los hijos de Faezeh) cuando regresaba a Irán para pasar las vacaciones del Noruz (año nuevo persa), han sido mensajes más que suficientes para que el tiburón, el apodo con el que se conoce popularmente a Rafsanyaní, se haya convertido en un mero pececillo de colores de los que adornan la mesa de Noruz.
Tampoco se concretaron las presuntas –y muy comentadas– diferencias entre el líder supremo, Ali Jameneí, y el presidente Ahmadineyad a quien ya había felicitado antes incluso de que el Consejo de Guardianes ratificara su elección. Si existen –y ha habido gestos y declaraciones que apuntan en ese sentido– no son lo suficiente graves para arriesgar una asociación con la que ambos parecen satisfechos. En contra de los deseos de ciertos sectores (y de algunos analistas extranjeros), el líder no sacrificó a Ahmadineyad para restablecer la paz social. Tampoco lo necesitó. La represión se encargó de hacerlo.
Para quien aún albergara esperanzas al respecto, en su intervención ante la reunión semestral de la Asamblea de Expertos a finales de febrero, Jameneí dejó claro que no contemplaba ninguna posibilidad de compromiso con los dirigentes de la oposición. “No tienen derecho a participar en la política”, manifestó tajante, reafirmando así declaraciones anteriores que dejaban fuera de la legalidad a quienes cuestionaran los resultados de las elecciones del 12 de junio de 2009. El aparato mediático del Estado refuerza a diario esa idea identificando oposición con sedición.
Unidos frente a Ahmadineyad
Algunas voces subrayan que lo único que une a los opositores es su rechazo al reelegido presidente. Es cierto que el Movimiento Verde, lejos de ser una corriente compacta y bien organizada, constituye una amalgama de grupos e individuos con distintas aspiraciones políticas, cuyos dirigentes (los frustrados candidatos Mir-Hosein Musaví y Mehdi Karrubí, con el respaldo del ex presidente Mohamed Jatamí) apenas representan a la facción que pide cambios dentro del actual sistema, los llamados reformistas. Aún así, los verdes han conseguido simbolizar el descontento público, algo que resultaba impensable hace un año.
Muchos iraníes les apoyaron como primer paso en defensa de los valores republicanos y democráticos formalmente admitidos en la Constitución. Otros vieron en las protestas una vía para cuestionar el régimen islámico y abrir la puerta a cambios más radicales. No podía ser de otra forma en un país donde no existen partidos y durante tres décadas el debate político ha estado confinado al estrecho marco legal que, en la práctica, sólo permite facciones de un partido único. De hecho, en un principio esa falta de estructura organizativa pudo ser el punto fuerte del movimiento opositor al dificultar que pudiera ser acallado.
Pero las autoridades y sus aparatos de seguridad aprendieron pronto y, superada la sorpresa inicial, no dudaron en reprimirlo con dureza. Al uso de la fuerza en las manifestaciones, que dejó varias decenas de muertos, siguió una campaña de intimidación con detenciones en todos los niveles de apoyo a la protesta, desde los colaboradores más cercanos a los dirigentes reformistas hasta los meros simpatizantes. Sólo el temor a convertirles en mártires parece haber evitado que se encarcelara a Musaví y Karrubí, algo que Ahmadineyad y sus incondicionales han reclamado en repetidas ocasiones.
Al menos 4.000 personas, según cifras oficiales que los opositores consideran muy por debajo de la realidad, fueron encarceladas. Las denuncias de malos tratos y torturas en prisión no sólo pusieron en evidencia al régimen, también amedrentaron a los críticos. Muchos contuvieron el aliento ante el procesamiento de dos centenares de los detenidos, la exhibición de sus confesiones en televisión, las duras condenas (varias a muerte) y las millonarias fianzas para poder salir en libertad mientras recurrían sentencias kafkianas. A la vez, una intensa campaña de desprestigio acusaba a los revoltosos de ser una minoría no representativa y estar manipulados por agentes extranjeros.
Más grave que su falta de estructura organizativa, ha resultado el hecho de que el movimiento no haya sido capaz ampliar sus apoyos fuera de las clases medias urbanas. Jóvenes y mujeres de las ciudades siguen constituyendo la espina dorsal de los verdes iraníes. Ni el Bazar (centro tradicional del comercio, crecientemente marginado por el peso de la Guardia Revolucionaria), ni los obreros (principales víctimas de la disfuncionalidad del sistema económico), han dado el paso al frente que les pidió Musaví en su mensaje de Noruz.
¿Cambiaría su actitud si la economía se deteriorara aún más? Consciente de ese riesgo, el gobierno ha decidido retrasar “hasta otoño” la eliminación de los subsidios a la energía y los alimentos aprobada por el Parlamento el pasado marzo. El Centro de Investigación del Parlamento calcula que la medida va a elevar la inflación hasta el 50% (desde el actual 10,4% que se reconoce oficialmente y que la mayoría de los economistas multiplican por dos). A la vez, el gobierno va a disponer de 20.000 millones de dólares para compensar a las familias más desfavorecidas, un instrumento de gran utilidad política, ya que va a permitirle premiar a sus adeptos.
De momento, ante el parón en las protestas, hay analistas que hablan de apatía o de resignación. En las calles de Teherán lo que se observa es cansancio e impotencia. El día a día absorbe todas las energías. Existe también el temor a lo desconocido. A corto plazo, y una vez rechazados por el sistema, el improbable triunfo de los verdes, además de exigir derramamiento de sangre, abre las puertas a la inestabilidad. La perspectiva pone los pelos de punta a quienes sufrieron la revolución. Como ha resumido el veterano disidente Ezzatollah Sahabí, una nueva revolución “no era ni posible ni deseable”.
Tal vez por ello, los únicos que mantienen la contestación son los universitarios. Aunque el aislamiento de los campus (a los que sólo pueden acceder estudiantes y profesores) mengua su efecto social, también dificulta su represión. Al mismo tiempo, esas ocasionales explosiones de descontento recuerdan al régimen que la victoria que proclamó tras el 31º aniversario de la revolución el pasado 11 de febrero, tal vez fue un poco precipitada. Ese día no sólo movilizó a todos sus simpatizantes y aún aquellos que no siéndolo viven de sus prebendas, sino que sacó a la calle un desmesurado despliegue de seguridad que hizo imposible cualquier protesta. Queda patente que, el sólo hecho de que el gobierno tenga que ponerse en guardia, ya dice mucho sobre sus debilidades.
Si bien la oposición no representa hoy por hoy una amenaza existencial para el sistema islámico, ha puesto de relieve su vulnerabilidad. De hecho, las autoridades no se arriesgan. Ante cada nueva festividad religiosa o civil, despliegan gran número de policías y fuerzas paramilitares, de uniforme y de paisano, para evitar el menor amago de contestación pública. Incluso declararon dos días festivos en todas las universidades de Teherán para minimizar la posibilidad de movilizaciones ante la reunión del G-15,[1] el pasado 17 de mayo. Hubiera resultado muy embarazoso para Ahmadineyad que sus invitados vieran el descontento interno de un Irán que él presenta como potencia regional y modelo de convivencia.
“Diplomacia nuclear” y sanciones
Teherán ha intensificado durante el pasado año sus esfuerzos diplomáticos para establecer o reforzar lazos con los países más variopintos del planeta. Desde Asia hasta América Latina, pasando por África, Ahmadineyad ha buscado apoyo para su programa nuclear al margen de cualquier afinidad ideológica, cultural o económica. Entre sus nuevos amigos hay desde militantes del antiamericanismo (Venezuela, Bolivia o Nicaragua), hasta países con fuertes lazos con Occidente que han aceptado sus ofertas de petróleo (Kenia) o inversión (Senegal, Congo o Nigeria). Cualquier socio es válido con tal de probar que la República Islámica no está aislada.
La crisis interna tampoco ha conducido a suavizar el maximalismo de los dirigentes iraníes en su empeño por enriquecer uranio y dominar el ciclo completo del combustible nuclear.[2] En contra de la impresión que pudo tenerse durante las negociaciones que llevaron al preacuerdo de Ginebra, el pasado octubre, el gobierno de Ahmadimeyad se ha mostrado más intransigente si cabe. El clima de optimismo que se respiró en la villa de Genthod donde se reunieron el entonces Alto Representante europeo, Javier Solana, encabezando la delegación del G-6,[3] y el negociador nuclear iraní, Said Yalilí, apenas duró 24 horas.
A nadie se le pasa por la cabeza que Yalilí aceptara la propuesta sin el visto bueno de las más altas instancias, léase el líder supremo. De hecho, la idea de enviar 1.200 kilos de su combustible atómico poco enriquecido fuera del país (a Rusia y Francia) para que fuera transformado en las barras de uranio purificado al 20% necesarias para el reactor de investigación de Teherán, había sido sugerida unos días antes durante un discurso por el propio Ahmadineyad. La lectura inmediata era que, agobiado por la situación interna, el presidente intentaba aminorar la presión exterior y atribuirse el tanto de haber desbloqueado el callejón sin salida nuclear.
Tal vez nunca sepamos si tal fue realmente su objetivo. La realidad es que nadie en Irán pareció dispuesto a permitirle ese triunfo. La andanada de críticas que recibió el plan no se limitó sólo a los rivales del presidente dentro del campo conservador (notablemente, el ex negociador nuclear y actual presidente del Parlamento, Ali Lariyaní), sino que se extendió hasta los dirigentes opositores, abriendo dudas sobre si su política nuclear se diferenciaría substancialmente de la actual. En cualquier caso, la falta de consenso paralizó cualquier intento de avanzar y el líder supremo adoptó su habitual postura de “ante la duda, inmovilismo”.
Desde entonces, cada mensaje de Ahmadineyad a la comunidad internacional ha sido una huida adelante. En febrero, anunció que la planta de Natanz había empezado a enriquecer uranio al 20%, tal como luego confirmaron los inspectores del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA). En abril, fue la puesta en marcha de una tercera generación de centrifugadoras y la petición al OIEA de que expulse a EEUU de su junta de gobernadores. Y en mayo, su asistencia a la conferencia de revisión del Tratado de No Proliferación, celebrada en Nueva York, para pedir la desnuclearización de Oriente Próximo (es decir, de Israel) y subrayar el doble rasero occidental (un claro guiño a sus vecinos árabes que recelan de sus intenciones tanto o más que de las del Estado judío). Todo ello puntuado con sucesivas maniobras militares que prueban misiles cada vez más precisos y de mayor alcance.
No está claro si esa actitud es fruto de una exagerada autoconfianza o de un colosal error de cálculo. Sin embargo, hay signos de que bajo los comportamientos desafiantes del presidente, existe también preocupación por las consecuencias. El esfuerzo de su diplomacia nuclear busca concesiones de Occidente o, cuando menos, evitar nuevas sanciones. Aunque Ahmadineyad se ha mostrado astuto y pragmático a la hora de explotar las debilidades de quienes apoyaron su reelección y las diferencias internas para ganar independencia, el respaldo de los conservadores moderados parece depender de que consiga eludir el aislamiento total.
Sólo así se explica su insistencia una y otra vez en que la negociación aún es posible, una ilusión en la que los iraníes son verdaderos artistas. Ahmadineyad volvió a probarlo a mediados de mayo cuando, tras alistar como mediadores a Brasil y Turquía, escenificó la firma de “un acuerdo que cierra la disputa nuclear”. Sólo que el acuerdo era en realidad una mera declaración que retomaba la letra de la oferta que Teherán desestimó en octubre, ignorando por entero su espíritu.
Después de meses de rechazar el intercambio de combustible fuera de su país y de una tacada, como le había propuesto el G-6, Teherán daba prueba de su flexibilidad y disposición a un arreglo, aceptando enviar su uranio poco enriquecido a Turquía, que se convertía así en garante del trueque. La inminencia de una nueva resolución sancionadora en el Consejo de Seguridad y las dificultades técnicas para encapsular el uranio, contribuyeron sin duda al repentino cambio de actitud.
En cualquier caso, el golpe de efecto quedó amortiguado por el cambio de contexto. En octubre, esos 1.200 kilos de uranio (grosso modo la cantidad necesaria para fabricar una bomba si se purifica hasta el 90%) suponían dos tercios de todo el uranio que había enriquecido por debajo del 5%. Es decir, que el resto resultaba insuficiente para convertirlo en un arma, lo que, en palabras de Solana, permitía “obtener una pausa en el programa nuclear iraní que creara condiciones de confianza para entrar en el fondo del problema”. Ocho meses después, el uranio enriquecido en la planta de Natanz rondaba los 2.400 kilos, así que Irán no perdería ese potencial que despierta las sospechas.
Además, todos los portavoces iraníes se apresuraron a precisar que tampoco pensaban interrumpir el enriquecimiento al 20%, una actividad que, en teoría, sólo habían iniciado ante la imposibilidad de obtener combustible para su reactor médico. Con su habitual habilidad para la manipulación dialéctica, trataban de reducir la desconfianza internacional hacia sus actividades nucleares a una mera disputa por el intercambio de combustible. De ahí, la frialdad con que se recibió el anuncio en las capitales europeas y en Washington.
Tampoco es evidente que una nueva ronda de sanciones vaya a hacer desistir a Irán de su empeño nuclear. El carácter estratégico de ese proyecto, visto dentro del sistema como una garantía para su supervivencia, hace que esté arraigada en todo el espectro político. Incluso muchos críticos consideran una discriminación comparativa que Occidente se preocupe de su potencial entrada en el club de países nucleares, mientras ignora no sólo las armas atómicas israelíes, sino las de un vecino tan inestable como Pakistán. Queda por ver que si un presidente menos bombástico lograría rebajar los temores occidentales.
Quienes defienden las sanciones esperan que, si no logran frenar el avance del programa atómico, al menos eleven su coste hasta extremos que hagan daño a sus responsables. Las miradas están puestas en la Guardia Revolucionaria (los pasdarán), un ejército paralelo, fundado por Jomeiní para defender las esencias de la revolución y que, de la mano de los conservadores, se ha convertido en el principal actor económico y político del país. Son ellos quienes están a cargo del complejo industrial-militar y del desarrollo del programa nuclear y de misiles.
Está por ver hasta qué punto EEUU va a conseguir que sus aliados colaboren en aislar económica y financieramente a Irán. Hasta ahora la mayoría de los europeos mantienen un doble lenguaje, apoyando formalmente las sanciones, aplicando solo aquellas que no les queda más remedio para evitar represalias en los mercados estadounidenses, y manteniendo abiertos los canales ante las enormes posibilidades de negocio que ofrece un país hambriento de tecnología y de financiación exterior en un momento de crisis como el actual. Otro interrogante para su eficacia está en el comportamiento de los vecinos, en especial Dubái y Turquía, que son las principales puertas de entrada de mercancías.
Por último, el cierre al exterior puede terminar reforzando a aquellos que pretende debilitar. El boyante mercado negro de este país está en manos de los pasdarán, que controlan una red de puertos informales y la distribución de numerosas mercancías prohibidas o importadas fuera de los canales oficiales. Además, las reservas de hidrocarburos les ofrecen un confortable colchón frente al aislamiento y las dificultades económicas.
Tampoco hay que olvidar que por muchas que sean las diferencias políticas y de estrategia entre fundamentalistas y conservadores moderados (las dos únicas facciones que ahora tolera el régimen), unos y otros se esfuerzan por mantener el barco a flote, en especial cuando el entorno exterior les hace percibir que la menor fisura puede poner en riesgo el proyecto en el que creen, o del que se benefician. Aún así, las voces más sensatas hacen de vez en cuando llamamientos a la cordura pidiendo que se atiendan los problemas económicos, políticos y sociales que alientan el descontento que sacó a la calle a millones de iraníes el año pasado.
Un país distinto
Irán no es a principios de junio de 2010 el mismo país que era hace un año. Lo ocurrido en los últimos meses ha erosionado la confianza de sus ciudadanos en el sistema. Hasta las elecciones del año pasado, muchos todavía creían posible reformarlo a través de las urnas. Ahora, una buena parte de ellos se han vuelto escépticos. Además, al recurrir a la fuerza frente a la cooptación –que había sido lo habitual en el pasado– el régimen ha perdido su obohat, la cualidad que en persa se atribuye quien merece o impone respeto. Por primera vez, los iraníes se han atrevido a cuestionar abiertamente el principio sobre el que se asienta la legitimidad de la República Islámica, el velayat-e-faqih (gobierno del jurisconsulto), que establece la primacía del líder supremo sobre los cargos e instituciones elegidos por el voto popular.
Como resultado de todo ello, la idea de que Irán ofrecía un modelo político singular, muy diferente de sus vecinos árabes, en el que instituciones, procesos electorales y los grupos políticos resultaban relevantes e influían sobre la acción del gobierno, ha quedado enterrada junto a las víctimas de la represión. El régimen ha cruzado la tenue línea que le separaba del resto de las autocracias más o menos benignas de la región.
Por más que sus portavoces sigan manteniendo que se escucha a todas las tendencias y Ahmadineyad anime a los iraníes a ejercer la crítica constructiva, las autoridades han cerrado todos los periódicos reformistas y, en un reconocimiento implícito del nuevo clima político, el Parlamento acaba de renunciar a su potestad de investigar y exigir responsabilidades a los otros poderes. La separación de poderes y la cultura de competición política se han convertido en algo del pasado, si alguna vez llegaron a existir con plenitud.
Irán aún no se ha convertido en la dictadura militar que denunció la secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, el pasado febrero, pero sí en un estado policial. Al negarse a tender puentes a los descontentos y dejar a buena parte de la población en la ilegalidad política, tiene que recurrir a las fuerzas de seguridad y a la delación para mantener el control. No es un secreto. Los medios de comunicación anuncian teléfonos a los que llamar en caso de observar actividades sospechosas e informan del “despliegue de agentes de paisano por todo Teherán”. También ha aumentado el número de bases de los basiyíes, los paramilitares a los se responsabiliza de la violencia durante la represión de las manifestaciones y para los que el presupuesto de este año ha reservado “un 3% de los créditos de las instituciones ejecutivas y del beneficio de las empresas públicas”.[4]
Por su parte, las organizaciones de defensa de los derechos humanos denuncian la creciente intervención de los servicios secretos en la administración de justicia. “Utilizan los tribunales para encausar y sentenciar a activistas a largas penas de prisión en un signo claro de deslizamiento hacia la dictadura”, ha declarado Hadi Ghaemí, director de la Campaña Internacional por los Derechos Humanos en Irán.[5]
En el camino, se ha evidenciado la fractura del régimen, no sólo por el enfrentamiento entre conservadores y reformistas, sino también dentro de aquellos. Los más moderados de entre ellos temen que, como advertía un editorial de Resaalat, “eliminar a los reformistas de la escena política haga perder el equilibrio a los conservadores”.[6] Y es que al expulsar fuera del juego a una oposición que apoya el sistema islámico y ha seguido buscando fórmulas de reconciliarlo con la gente, sólo han conseguido radicalizar las posturas y agrandar la distancia entre modernizadores y tradicionalistas, las dos almas del país.
Conclusiones: Tras las revueltas del año pasado, las autoridades iraníes han conseguido recuperar el control a expensas de la legitimidad de la que se enorgullecían. Pero bajo la imagen de un mar en calma que proyectan con empalagosa insistencia los medios oficiales, las corrientes subterráneas siguen actuando. ¿Quiere eso decir que el régimen islámico está amenazado? No, pero tampoco está inmunizado contra las crecientes exigencias de cambio de sus ciudadanos.
Es posible que, como defiende Ray Takeyh, “la vida de la República Islámica se haya acortado considerablemente”.[7] Sin embargo, en la medida en que sus responsables han demostrado estar dispuestos a usar la fuerza, disponen de un importante aparato de seguridad a su servicio (Guardia Revolucionaria y basiyíes) y el apoyo popular de ciertos sectores de la población, le quedan aún años por delante. Ahora bien, tan erróneo como esperar su pronta desaparición, es desestimar la gravedad y el arraigo del descontento que ha reflejado el Movimiento Verde. Incluso si, a corto plazo, éste tiene pocas posibilidades de estructurarse, los opositores, bajo ese u otro nombre, van a seguir luchando por el respeto de los derechos humanos, la justicia social, la transparencia y la responsabilidad en el gobierno frente al secretismo y la negociación a puerta cerrada que caracterizan al “cártel de clérigos fundamentalistas y nuevos ricos de la Guardia Revolucionaria” que, según Karim Sadjadpour,[8] gobierna hoy Irán. Lo más probable es que la guerra de desgaste continúe durante los próximos años sin que, de no mediar factores inesperados, ni la oposición llegue a amenazar al régimen, ni éste logre acabar con el descontento.
Mientras tanto, en el contexto internacional, Teherán seguirá utilizando la misma técnica de hechos consumados que ha aplicado desde que en el verano de 2002 se descubriera su programa nuclear. Es decir, avanzar poco a poco, retirarse tácticamente cuando esté a punto de provocar una reacción internacional, y crear nuevas realidades en la confianza de que, eventualmente, por incapacidad para reaccionar o por aburrimiento, el mundo aceptará su condición de Estado nuclear. A la vez, tratará de combatir el aislamiento político con alianzas de conveniencia, que seguirá financiando con los beneficios del petróleo que tanto ayudarían a solucionar los problemas internos.
Ángeles Espinosa
Corresponsal de El País en Irán desde 2006, periodista especializada en Oriente Próximo
[1] El G-15 es un grupo creado por 15 economías emergentes de Asia, África y América Latina para reforzar la cooperación y tener una voz frente a los países más industrializados. En la actualidad agrupa a 17 naciones.
[2] Este proceso que Irán dice necesitar para su central eléctrica nuclear de Bushehr (aún en construcción) y otras diez que proyecta levantar, es básicamente el mismo que permite obtener material fisible para una bomba atómica. EEUU y sus aliados sospechan que ese es el objetivo último de Teherán debido a la inicial ocultación de su programa nuclear y las posteriores inconsistencias que han detectado los inspectores de la ONU. Teherán lo niega.
[3] El Grupo de los Seis o G-6, también llamado G-5+1 o G-3+3, se refiere a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU (EEUU, Rusia, China, el Reino Unido y Francia) más Alemania que desde hace tres años negocia con Irán una salida a la crisis nuclear.
[4] IRNA, 7 de marzo de 2010. El responsable de los basiyíes, el general Mohammad Reza Naghdi, declaró el 17 de abril en la televisión iraní que el presupuesto de la milicia había aumentado un 16% respecto al año anterior. Y según su predecesor, el hoyatoleslam Hosein Taeb, se ha duplicado desde la llegada de Ahmadineyad a la presidencia. En el año fiscal inmediatamente anterior (2004-2005), la asignación directa para ese grupo fue de 794.000 millones de riales (75,6 millones de euros al cambio de entonces).
[5] Entrevista de la autora en www.elpais.com, 20 de mayo de 2010.
[6] Resaalat, 19/V/2010.
[7] Entrevista publicada el 11 de febrero de 2010 en la web del Council on Foreign Relations.
[8] “Iran: A Conversation”, mesa redonda organizada por el Carnegie Endowment for International Peace, 15/VII/2009.