Tema: Tras un semestre muy complejo, España acaba de finalizar la primera presidencia rotatoria del Consejo de la UE que se ejerce de acuerdo al Tratado de Lisboa[1].
Resumen: Cuando solo han pasado unos días desde la finalización de la cuarta presidencia semestral española de la Unión Europea, una primera evaluación arroja un resultado ambiguo. Desde el punto de vista institucional, se han comenzado a aplicar sin mayores problemas las disposiciones del Tratado de Lisboa y, desde el punto de vista legislativo, se han conseguido alcanzar casi por completo los objetivos del amplio programa. Más matices merece el juicio sobre el capítulo exterior y, sobre todo, el estrictamente político. La generación inicial de muy altas expectativas y el dificilísimo contexto económico vivido a partir de la crisis de la deuda pública griega –que afectó a la propia España de manera especial- hacen que el balance global sea inferior al que en principio resultaría sumando los distintos capítulos.
Análisis: El lema elegido para la cuarta Presidencia española del Consejo de la Unión Europea llamaba a “Innovar Europa”. No era, en principio, un mal lema. La realidad de la UE en el primer semestre de 2010 se caracterizaba por la necesidad de innovar mucho en los tres ámbitos tradicionales a los que toda presidencia rotatoria debe prestar atención: dimensión institucional, económica y exterior.
En la dimensión institucional, tras la reciente entrada en vigor del Tratado de Lisboa y el nombramiento de los dos nuevos altos cargos estables –presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, y alta representante de Asuntos Exteriores, Catherine Ashton–, había que poner en marcha las innovaciones más importantes en el funcionamiento institucional de la UE desde, al menos, 1993. Y también resultaba completamente original la forma en que la propia presidencia debía ejercer a partir de ahora sus funciones, con menos capacidad política y visibilidad mediática, pero con más necesidad de asegurar la coordinación del sistema.
En la dimensión económica, la principal prioridad –al menos, así se percibía en enero, cuando aún no era un problema agobiante la deuda soberana de muchos países de la zona euro– consistía en complementar la gestión en el corto plazo de la profunda y duradera crisis, con medidas a medio y largo plazo. Se trataba, en concreto, de renovar la relativamente fracasada Agenda de Lisboa de 2000 tanto en los procedimientos –con mecanismos más eficaces de coordinación y vigilancia– como en el contenido. Y en los contenidos de la nueva Estrategia UE-2020, la innovación estaba precisamente llamada a ser uno de los principales medios para asegurar crecimiento y empleo en el futuro.
En la dimensión de la política exterior, gracias también a las novedades del tratado, se tenían que abordar las mayores transformaciones en el funcionamiento de este ámbito desde su creación. En este semestre comenzaba a trabajar Catherine Ashton, se creaban las delegaciones de la UE en el mundo y se definía el Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE).
Por si fuesen pocas novedades, la Presidencia española completó las prioridades con un ámbito original donde también pretendía innovar: igualdad de género y, sobre todo, lucha contra la violencia machista.
Ese panorama tan exigente exigía ambición y España –un país de tamaño medio o incluso grande en el seno de la UE ampliada, de sólidas convicciones europeístas y con capacidad de organización y de liderazgo demostrada en sus anteriores presidencias– parecía ser uno de los estados miembros mejor dispuestos a asumir el reto. De hecho, los principales responsables del Gobierno y del Partido Socialista, lejos de optar por un enfoque comedido sobre lo que podía esperarse del semestre, prefirieron elevar las expectativas subrayando la importancia histórica que tenía el desafío para España, para Europa… e incuso para el planeta.
Sin embargo, pronto se vio que el desafío –tal vez sin llegar a histórico aunque, desde luego, bastante relevante– era muy complicado. La Presidencia se ha tenido que desenvolver en medio de una situación difícil, caracterizada por tres grandes obstáculos.
En primer lugar, hay que destacar la crisis sin precedentes de la deuda pública en Grecia que ha acabado afectando indirectamente a España. Aunque es habitual que las crisis sirvan de oportunidad para ampliar el papel de liderazgo de las presidencias rotatorias, no ha sido así en este caso, pues la mala realidad económica española lo ha impedido o, cuando menos, lo ha obstaculizado. La situación fiscal en España es mucho menos grave que la griega, pero eso no ha evitado peligrosas comparaciones y, en consecuencia, dudas acerca de su neutralidad o autoridad para liderar el debate sobre cómo abordar el problema griego o cómo reformar la gobernanza económica europea. Es verdad, como se verá más adelante, que el gran balance del semestre ha sido la decisión de articular una respuesta conjunta para defender la estabilidad del euro y reforzar la coordinación económica. Sin embargo, no sería riguroso decir que el papel principal en ese importante desenlace lo ha desempeñado la Presidencia.
El segundo obstáculo lo han constituido las incertidumbres en el funcionamiento institucional tras la puesta en marcha del Tratado de Lisboa. Es sabido que España tuvo que definir sus prioridades durante 2009 en una insólita situación de desconocimiento hasta el último momento sobre la entrada en vigor o no del tratado. Pero esa incomodidad incluso se agravó, entre diciembre de 2009 y finales de febrero de 2010, por tres elementos que han perjudicado mucho el margen de actuación del Gobierno español y dificultado –aunque no impedido– la aplicación de su programa: 1) la falta de definición clara del papel y de los objetivos del nuevo presidente del Consejo Europeo en relación con la Presidencia rotatoria; 2) el lento y vacilante arranque de la alta representante y la relativa confusión sobre las funciones que cada actor debía ejercer en política exterior; y 3) los dos meses de retraso de la nueva Comisión Barroso, con la consiguiente demora en todas las iniciativas.
Por último, en tercer lugar, el contexto político y económico en la mayor parte de los estados miembros no era propicio para impulsar las grandes iniciativas del programa. Ha resultado particularmente desfavorable el hecho de que en Alemania haya cristalizado justo en el último año una novedosa y desconcertante actitud recelosa hacia la integración europea, incubada desde hace algún tiempo pero retroalimentada recientemente por la sentencia del Tribunal Constitucional Federal de junio de 2009 sobre el Tratado de Lisboa, el giro editorial de la prensa conservadora o los cálculos electorales y las desavenencias del gobierno de coalición de Angela Merkel. Por otro lado, muchos Estados importantes han celebrado elecciones en estos meses –Reino Unido, Holanda, República Checa o los dos países que acompañan a España en el “Trío” de presidencias sucesivas: Bélgica y Hungría– sin que en ninguno de los casos el resultado electoral haya supuesto la creación de gobiernos más europeístas. Y, desde luego, no es necesario detenerse en la crítica situación económica y fiscal de los Veintisiete en su conjunto –de Grecia a Irlanda, o de Letonia a Portugal– para completar el cuadro del contexto extremadamente difícil en que España ha ejercido su semestre.
Incluso desde el punto de vista logístico, la Presidencia ha sufrido la escasez de recursos públicos, pues la organización contó solo con 40 personas –menos de la mitad que utilizó Suecia en 2009– y con un austero presupuesto de 55 millones de euros –la tercera parte que empleó Francia en 2008–.
Programa, programa, programa: la parte dulce del balance
Desde luego, han sido tiempos de mucha tribulación para pretender innovar Europa pero, precisamente porque el contexto ha sido tan complejo, tiene aún más mérito que España haya conseguido cerrar el semestre cumpliendo la mayor parte de los objetivos institucionales y legislativos del programa.
Dado que las cuatro prioridades eran muy genéricas –aplicar fielmente el nuevo tratado, impulsar un nuevo modelo económico, reforzar a la UE en la globalización y darle más derechos a los ciudadanos–, el balance no se puede hacer en relación con ellas en su conjunto, pero sí sobre aspectos concretos de las mismas. Eso lleva a fijar la atención en las iniciativas más emblemáticas del apartado institucional, del económico y del relativo a los derechos y libertades.
(A) Aplicación y despliegue de las provisiones del Tratado de Lisboa.De acuerdo al programa oficial, la principal responsabilidad de esta Presidencia consistía en la aplicación firme y rigurosa del tratado, pues las demás prioridades del semestre giraban en torno a ella. No se trataba de un objetivo fácil, porque, tal y como había calculado la secretaría general del Consejo en 2008, hacían falta unas 30 medidas adicionales para que el tratado estuviese totalmente desplegado. Sobre todo, no se trataba de un objetivo lucido, y no lo era por dos motivos. Por un lado, porque una vez finalizada la ratificación de Lisboa, no había apenas reconocimiento que ganar, pues estaba ya descontado por todos que su contenido estaba en vigor de manera inmediata, de forma que se habría considerado una impericia de la Presidencia cualquier problema de implementación de lo que había costado tanto tiempo aprobar. Por otro, porque en esa tarea de aplicar bien el tratado, quien más relevancia y visibilidad perdía era precisamente la Presidencia rotatoria.
Pues bien, a pesar de algunos episodios menores de descoordinación y pequeños roces en el reparto de funciones con las nuevas figuras –convenientemente amplificadas por alguna prensa que confundía las complejidades del nuevo sistema con una supuesta rivalidad entre Van Rompuy y Rodríguez Zapatero o entre Ashton y Miguel Ángel Moratinos–, lo cierto es que el semestre se cierra con un buen precedente sobre la convivencia de los órganos de dirección estable y los de dirección rotatoria. La distinción entre el Consejo de Asuntos Generales y el de Asuntos Exteriores se ha producido sin mayores problemas, la conexión con el Consejo Europeo para la preparación del orden del día y de las conclusiones ha funcionado, y el reparto de tareas en los grupos de trabajo que correspondían a España o a la alta representante no ha sufrido graves descoordinaciones. Moratinos ha colaborado con Ashton en un semestre formalmente considerado de transición en lo relativo a política exterior. Por su parte, el presidente del Gobierno ha aceptado el papel de liderazgo e intermediación de Van Rompuy entre los jefes de Estado o de gobierno, compareciendo armónicamente junto a él y al presidente de la Comisión en las ruedas de prensa posteriores al Consejo Europeo o de las cumbres con terceros países celebradas en España. La celebración de encuentros personales directos y de reuniones previas a las grandes citas europeas o internacionales ha allanado el camino de esta sintonía que, en todo caso, deberá consolidarse en futuros semestres.
Por lo que se refiere al Parlamento Europeo y a la Comisión, el tratado también ha empezado a aplicarse sin problemas –en lo relativo a los cambios de base jurídica y la extensión del procedimiento legislativo ordinario– aunque aquí España no ha conseguido evitar un sonoro choque con la comisaria Viviane Reding, a propósito de la capacidad de los estados de compartir con la Comisión la iniciativa legislativa en los ámbitos de justicia e interior. Con el Parlamento Europeo, España ha conseguido un importante éxito al lograr el acuerdo intergubernamental para una mini-reforma de los tratados que, sin necesidad de esperar a la adhesión de Croacia, amplíe en esta misma legislatura el número de eurodiputados de 736 a 751, de los cuales cuatro corresponden a España.
El acuerdo sobre el SEAE es otro de los grandes logros institucionales del semestre. El 26 de abril el Consejo aprobó un acuerdo político sobre las líneas generales del futuro servicio a partir del proyecto presentado en marzo por la alta representante. Durante mayo y junio, Ashton y Moratinos han negociado en nombre del Consejo las cuestiones de control político, presupuesto y personal con los principales grupos del Parlamento Europeo. Finalmente, se alcanzó un acuerdo en Madrid el 21 de junio que podría confirmarse por el pleno del Parlamento en julio y encarrilar así la posible inauguración operativa del SEAE el 1 de diciembre de este año, coincidiendo con el primer aniversario de la entrada en vigor del tratado. El proyecto de SEAE prevé que de aquí a cinco años pueda contar con más de 6.000 efectivos repartidos en 138 delegaciones diplomáticas por todo el mundo.
(B) Coordinación de las políticas económicas para promover la recuperación. Ya se ha dicho que la crisis griega y el mal estado de la economía española –fuerte recesión, altísimo desempleo, elevado déficit presupuestario y rápido aumento de la deuda pública– han llevado a que los responsables económicos españoles hayan tenido que dedicar muchas energías en principio destinadas a liderar el Ecofin, a reducir la incertidumbre de los inversores internacionales o a negar la comparación entre España y Grecia. Sin embargo, aunque el Gobierno ha tenido que actuar en general de forma reactiva y a la defensiva –cediendo el protagonismo a Francia, Alemania o la presidencia del Eurogrupo–, el balance del semestre en lo relativo a decisiones económicas es innegablemente espectacular.
España comenzó su Presidencia planteando la necesidad de reforzar el gobierno económico de la Unión y, pese a que la reacción inicial alemana o británica a tales propósitos fue adversa, el semestre se cierra con importantes pasos adelante en ese sentido. Es verdad que en enero el Gobierno español no estaba pensando tanto en un papel más determinante de las instituciones europeas en la consolidación fiscal a corto plazo, sino más bien en mecanismos a medio o largo plazo de supervisión financiera y de coordinación de las reformas estructurales. Sin embargo, el dramático desarrollo del semestre en los mercados de deuda pública ha llevado por esos derroteros.
Pese a la vacilación y falta de liderazgo observada entre febrero y abril, se decidió finalmente el rescate de Grecia y, sobre todo, el Ecofin, reunido de forma extraordinaria el 9 y 10 de mayo, adoptó la decisión clave de crear un fondo de estabilidad financiera dotado de hasta 750.000 millones de euros para dar una respuesta firme a la especulación. Se trata de un impresionante sistema orientado a proteger el euro hasta tal punto que puede por fin considerarse totalmente completada la unión monetaria y, lo que es más novedoso, pasa a esbozarse por fin una verdadera unión económica. Muchos estados miembros, y singularmente España, han podido percibir con claridad en este semestre la novedosa vinculación directa que se ha establecido entre el establecimiento de ese nuevo fondo, la aplicación rigurosa de los umbrales máximos de déficit del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) y la adopción de medidas de ajuste, animadas desde Bruselas, sobre políticas económicas en principio ajenas a las competencias europeas: mercado de trabajo, sistema de cajas de ahorro, retribuciones de los funcionarios o edad de jubilación y pensiones.
Pero, en el terreno económico, aún hubo más. Mientras que los mecanismos de supervisión financiera acordados a finales de 2009 –la Junta Europea de Riesgos Sistémicos y tres mecanismos adicionales– están a punto de ser aprobados por el Parlamento Europeo, el Consejo ha añadido en este semestre medidas complementarias de control sobre los fondos especulativos y sobre las agencias de calificación de riesgo.
En cuanto a la aprobación de la Estrategia UE-2020, que reemplaza a la semifracasada Agenda de Lisboa de 2000, y pese a que era la principal prioridad económica declarada de la Presidencia española y del Trío con Bélgica y Hungría, lo cierto es que el clima económico de urgencia la ha hecho pasar relativamente desapercibida. En cualquier caso, sobre la base de la propuesta de la Comisión de principios de marzo, los Consejos Europeos de marzo y junio aprobaron las líneas maestras de un nuevo modelo productivo más sostenible para el conjunto de la UE, donde se cuantifican cinco objetivos básicos –en los ámbitos de empleo, innovación, educación, sostenibilidad y lucha contra la pobreza– así como los planes nacionales para alcanzarlos. Queda, sin embargo, pendiente de aclarar hasta qué punto los Estados y las instituciones se tomarán esta vez en serio la importancia de cumplir y las consecuencias de no hacerlo.
(C) Ampliación de derechos y libertades para los ciudadanos europeos. El tercero de los grandes ámbitos de actuación del programa español para el semestre contenía objetivos heterogéneos en el ámbito de la participación política directa, la agenda social o los asuntos de justicia e interior, con el supuesto denominador común del reforzamiento de la ciudadanía europea.
Tal vez el logro más interesante desde el punto de vista político haya sido la regulación de la iniciativa legislativa ciudadana prevista por el tratado. El mérito de la Presidencia en relación con este asunto es haber presionado a la nueva Comisión Europea, que no se constituyó hasta febrero, para recuperar el tiempo perdido. Una presión que llevó a que el 31 de marzo, adelantándose en un mes sobre las previsiones iniciales, la Comisión presentara el proyecto del reglamento de la Iniciativa Ciudadana Europea. Toca ahora el recorrido normativo ordinario por el Parlamento Europeo y el Consejo; con un calendario que dilatará la aprobación definitiva hasta algún tiempo después del final del semestre español. Con todo, no se esperan grandes cambios sobre el proyecto de Reglamento, de forma que los ciudadanos europeos puedan proponer directamente reformas legislativas a la Comisión Europea si reúnen, en el plazo de un año, un millón de firmas procedentes de un tercio de los Estados de la Unión, que representen al menos el 0,2 por cien de la población de cada uno de ellos.
En cuanto a la lucha contra la violencia de género, teniendo en cuenta la originalidad de esta parte del programa de la Presidencia, y el hecho de que el liderazgo de la iniciativa está correspondiendo mucho más a España que a la Comisión, es un terreno donde el juicio sobre el semestre sí puede recaer íntegramente en el Gobierno español, con un balance inesperadamente positivo en casi su totalidad.
La primera de las medidas que incluía este objetivo –la creación de un Observatorio Europeo contra la Violencia de Género y de atención a las víctimas de los malos tratos– fue aprobada a principios de marzo en el Consejo de Empleo y Asuntos Sociales, aunque no significará la creación de ninguna nueva estructura, ya que dependerá básicamente del Instituto Europeo de la Igualdad de Género. También se ha aprobado un número de teléfono único para víctimas de malos tratos. Y, pese a lo mucho que se había complicado el objetivo en abril, debido a la oposición expresa de la Comisión, la Presidencia también ha logrado sacar adelante en el Consejo de Justicia e Interior de junio su tercer objetivo relativo a una euro-orden de protección y alejamiento para mujeres víctimas de la violencia doméstica. Es verdad que esta última cuestión requiere aún el apoyo del Parlamento Europeo y mantener en el futuro la frágil mayoría alcanzada en el Consejo, pero España ha logrado salvar las dudas de base jurídica y ha introducido la cuestión en la agenda legislativa con ciertas perspectivas de éxito.
Por último, por lo que toca a protección de los derechos humanos y asuntos de justicia e interior, la Presidencia cumplió los objetivos técnicos de aprobar el Plan de Acción del Programa de Estocolmo, diversas medidas relativas a la protección de menores, la Estrategia Europea de Seguridad Interior y el mandato para la adhesión de la UE al Convenio Europeo de Derechos Humanos. Desde un punto de vista más político, la cooperación con Estados Unidos en el ámbito de la seguridad aérea y, más genéricamente, en la lucha contra el terrorismo, ha recibido un fuerte impulso en el semestre. Incluso el rechazo inicial en febrero por el Parlamento Europeo del acuerdo Swift, de cesión de datos bancarios a EE UU, podría llegar a buen puerto tras su reciente renegociación por parte de la Comisión.
¿Europa como actor global?: la parte agridulce del balance
En el contexto inmediatamente posterior a la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, el cuarto de los grandes capítulos del programa del Gobierno español para su Presidencia 2010 se convirtió en una prioridad extraña. En efecto, el nuevo tratado prácticamente despoja a las Presidencias rotatorias de funciones de representación exterior y, sin embargo, España había preparado casi en solitario durante 2009 –antes de que se hubiesen nombrado a los nuevos cargos con funciones en asuntos exteriores– las líneas políticas a desarrollar en esta materia. Por eso, en asuntos exteriores, la Presidencia española ha de considerarse necesariamente una Presidencia de transición, en donde:
- Las nuevas autoridades establecidas por el tratado –el presidente del Consejo Europeo para asuntos de Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), y la alta representante para todos los asuntos exteriores y de seguridad– aún no habían podido definir sus propios objetivos. Por tanto, el presidente del Gobierno y el ministro de Asuntos Exteriores de España han asumido un protagonismo mayor que el que corresponderá en el futuro a sus colegas de otras presidencias.
- Se están transformando poco a poco las delegaciones de la Comisión en el exterior en representaciones oficiales de la UE. Y, por tanto, la red de embajadas españolas ha seguido representando de manera extraordinaria a la UE en diversos lugares del mundo.
- No se ha puesto aún en marcha el SEAE, de forma que el servicio diplomático español ha ejercido más funciones en asuntos PESC de las que asumirán a partir de ahora las próximas presidencias.
- España había definido junto a la secretaría general del Consejo un número récord de citas internacionales a celebrar en España durante la primera mitad del año y, con independencia de las cancelaciones producidas en las cumbres previstas con EE UU, Egipto y los países del Mediterráneo, ha estado trabajando activamente en su organización.
Dejando claro que en este terreno el juicio sobre la Presidencia semestral sólo puede ser parcial –pues parciales son sus responsabilidades–, el cierto es que el semestre arroja un balance agridulce, donde no es cuestión menor el hecho de que una poco activa alta representante haya dedicado casi todo el tiempo a definir el futuro SEAE, descuidando su papel sustantivo como gestora de la política exterior común.
Además de la frustración producida por la cancelación de las dos principales cumbres previstas con EE UU y con los países de la Unión por el Mediterráneo, la reunión celebrada en Granada con Marruecos tampoco puede considerarse un gran éxito, si se atiende al escaso peso de los asuntos tratados. Por otro lado, también debe asignarse al “debe” del semestre –y en este caso a la responsabilidad de España– la extraña gestión del intento de cambio de la Posición Común hacia Cuba adoptada por la UE en 1996, pese a que no era una prioridad del programa y pese a que no parece muy propio de la neutralidad que se espera de la Presidencia plantear una cuestión que despierta discrepancias abiertas entre los Estados miembros. De todos modos, más allá de estos episodios, el auténtico juicio preocupante del capítulo exterior trasciende el semestre y se plasma en la constatación de que, pese a Lisboa, la UE sigue sin tener apenas protagonismo en los grandes escenarios mundiales: Corea del Norte, Gaza, Irán o Afganistán.
En cualquier caso, no todo ha sido negativo y España puede presumir de haber propiciado varios éxitos importantes en asuntos exteriores. Por ejemplo, se logró la designación del secretario general de la Unión por el Mediterráneo, el jordano Ahmad Masadeh, y la puesta en marcha en marzo de la Secretaría, con sede en Barcelona. Igualmente, se ha logrado fijar una posición común europea de cara a la reafirmación del compromiso con los Objetivos del Milenio. Pero, sobre todo, el principal balance positivo tiene que ver con la exitosa celebración en mayo del conjunto de cumbres celebradas en Santander y Madrid con los países y las organizaciones regionales de América Latina y el Caribe –área fundamental para los intereses españoles en el exterior– con quienes se han alcanzado acuerdos o desbloqueado importantes negociaciones comerciales.
En el ámbito de la ampliación, que sólo de manera indirecta puede considerarse política exterior, el juicio ha de ser también benevolente. Es verdad que la expectativa de abrir hasta cuatro capítulos de negociación con Turquía no se ha cumplido ni de lejos –fundamentalmente por culpa de la lentitud de las reformas por parte turca–, pero en cambio se han cerrado dos capítulos con Croacia, lo que contrasta con el casi nulo avance producido durante todo 2009 en esas negociaciones de adhesión teóricamente tan avanzadas. Con respecto al resto de los Balcanes occidentales, España organizó en junio una exitosa y pragmática reunión en Sarajevo donde fue capaz de sentar juntos –y, lo que es aún más prometedor, sentarse ella misma– a los representantes de Serbia y de Kosovo.
Por último, y en lo relativo a la capacidad de reacción ante el surgimiento de crisis, España ha tenido la suerte de que este invierno no se haya producido conflicto del gas entre Ucrania y Rusia, aunque eso no le ha librado de una crisis en Oriente Próximo en junio, de dos crisis humanitarias tras los terremotos en Haití y Chile –donde la alta voluntad política de asistencia a los damnificados compensó los iniciales problemas de coordinación– y de una doble crisis relativa a la seguridad aérea: primero, en relación con los polémicos escáneres corporales en los aeropuertos y, después, a consecuencia de las cenizas vertidas en abril por un volcán islandés en erupción. En estos dos últimos casos, que no forman parte del capítulo exterior, la posición española fue relativamente vacilante.
Conclusión: la parte amarga del balance por la imposibilidad de cubrir las altas expectativas.
Pese a que en la evaluación realizada hasta aquí, centrada sobre los contenidos sustantivos del ambicioso programa del semestre, abundan mucho más las luces que las sombras, lo cierto es que la percepción política general de la Presidencia recién terminada –a falta de datos de opinión pública o del más calmado juicio de los expertos– parece más bien negativa.
El Gobierno español planteó su Presidencia de 2010 intentando una legítima aunque complicada conexión con sus grandes objetivos de política interna y exterior, pero sin haber reparado lo suficiente en las limitaciones institucionales que siempre ha tenido la Presidencia rotatoria del Consejo y que el Tratado de Lisboa viene a limitar mucho más, dado que se rebaja mucho su perfil político.
Desde el punto de vista institucional, y pese a la incertidumbre que rodeó la entrada en vigor del tratado o el retraso de la formación de la Comisión, España ha ejercido muy correctamente su papel legislativo en el Consejo, promoviendo consensos, organizando con eficacia y, sobre todo, planteando correctamente los desarrollos del tratado y de los debates políticos futuros: un servicio diplomático ambicioso, el acercamiento a los ciudadanos, la solidaridad con Grecia, el reforzamiento de la gobernanza económica, la apuesta por la innovación, los avances en ampliación, la atención sobre América Latina, etcétera. Sin embargo, la combinación adversa de factores políticos y económicos o las ambiciones difusas y desmesuradamente elevadas han acabado ensombreciendo el balance.
El fundador de los jesuitas, Ignacio de Loyola, aconsejaba no hacer mudanzas ni intentar grandes innovaciones en tiempos de tribulación. Cabe la duda de si España podía haberse permitido el lujo de seguir esa recomendación cuando seguramente venía obligada a impulsar diversas transformaciones de la UE. Pero lo que sí podía haber hecho, máxime conociendo la complejidad del momento, era haber levantado menos expectativas autocalificadas a priori de históricas y, en ese caso, hoy tendríamos un balance netamente positivo. La paradoja es que tal vez ese juicio a posteriori podría incluir el calificativo de histórico: por haber sido la primera Presidencia que se ejerció –y se ejerció razonablemente bien– con las reglas de Lisboa y por haber coincidido con una gigantesca operación de estabilización financiera para proteger al euro, que tal vez derive hacia el gobierno económico real que tanto necesita Europa.
El Gobierno español realizó a principios de abril una primera evaluación de la presidencia lógicamente autocomplaciente, que la calificaba de “incansable, eficaz, comprometida, solidaria y europeísta”. El juicio general será con seguridad más crítico, pero tampoco parecería justo que fuese globalmente negativo.
Ignacio Molina
Investigador principal para Europa del Real Instituto Elcano y profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid
[1] Este artículo fue publicado en la revista Política Exterior (nº 136, Julio/Agosto 2010).