Tema
Este trabajo analiza el debate surgido en la UE ante el auge del independentismo en Escocia y Cataluña y la pretensión de que esos territorios, en caso de secesión, se conviertan automáticamente en Estados miembros.
Resumen
La reciente convocatoria de un referéndum de independencia para Escocia a celebrar en 2014 y el actual giro soberanista del principal partido político de Cataluña han causado gran eco en Bruselas. En los últimos meses se discute sobre qué puede ocurrir en el caso de que un territorio se separe de un Estado miembro y pretenda seguir formando parte de la UE. Algunas elaboraciones doctrinales cercanas a los postulados de los actuales gobiernos de Edimburgo y Barcelona defienden que, ante la falta de precedente o de regulación expresa, un nuevo Estado que se forme dentro de la Unión como consecuencia de un proceso de secesión o disolución tendría un supuesto derecho a pertenecer a la organización desde el primer momento. La problemática planteada es importante porque, de no ser así, la perspectiva de quedar fuera de la UE y tener que renegociar un difícil reingreso puede reducir de manera decisiva el número de partidarios de la independencia. Aunque los líderes nacionalistas Alex Salmond y Artur Mas siguen confiando en la tesis de la adhesión automática, lo cierto es que una interpretación jurídico-política sistemática sólo puede llevar a la conclusión de que, en caso de independencia dentro de alguno de los actuales Estados miembros, el territorio separado tendría que solicitar una nueva adhesión conforme a las reglas sobre ampliación contenidas en los tratados. Otra cuestión distinta es que, por pragmatismo, fuera posible articular un procedimiento de reingreso rápido que –llegado el momento– sería o no empleado de acuerdo a consideraciones puramente políticas a realizar por las instituciones europeas y los 27.
Análisis
Planteamiento
El reciente auge del independentismo en varios territorios de diversos Estados miembros (singularmente, aunque no sólo, en Escocia y Cataluña) ha conseguido alterar la agenda europea que, en este otoño de 2012, estaba casi monopolizada por la interminable gestión de la crisis del euro y por el debate presupuestario. Aun cuando la cuestión de fondo tiene algún componente grato para la UE –pues se demuestra que sigue gozando de enorme atractivo a pesar del mal momento que atraviesa–, lo cierto es que también implica seguros quebraderos de cabeza para el futuro inmediato.
Como es sabido, los actuales gobiernos regionales de Edimburgo y Barcelona –sobre la base de sendos movimientos nacionalistas de muy larga trayectoria, aunque también propulsados por la pésima coyuntura económica– defienden la conveniencia de separarse respectivamente del Reino Unido y de España pero sin romper los actuales vínculos con Europa. Se trata de una dimensión central de los debates en marcha porque si una posible independencia no supone la salida de la UE, se reducen los elementos más traumáticos de la misma, ayudando a que el nuevo Estado siga conectado a un mercado de escala suficiente y a un espacio político atractivo y abierto al mundo. Por eso, ante la doble perspectiva de un referéndum a celebrar en Escocia en 2014 y de un proceso soberanista recién iniciado en Cataluña, los partidarios de la secesión buscan una mayoría social que la respalde apelando a la tranquilidad que supondría conseguir a la vez la estatalidad y la adhesión automática a la UE. De hecho, el Scottish National Party (SNP) viene utilizando desde hace tiempo el eslogan Independence in Europe mientras que el lema de la masiva manifestación celebrada en Barcelona en septiembre de 2012 era justamente Catalunya, nou estat d’Europa.
Sin embargo, el factor europeo –que en principio iba a servir para ayudar a alcanzar la meta de la independencia– se ha convertido rápida y paradójicamente en un obstáculo fundamental. Las enormes dudas existentes sobre la continuidad de Escocia y Cataluña independizadas como miembros de la Unión y la posibilidad de verse aisladas del mercado interior o de las instituciones europeas puede convertirse en el motivo que lleve a muchos escoceses o catalanes a no apoyar los postulados soberanistas. Existen varios sondeos que demuestran que muchos de los potenciales partidarios de la secesión dejarían de apoyarla si supone una salida de la UE. Al fin y al cabo, las perspectivas de reingreso serían como mínimo desfavorables en el caso escocés –por el riesgo de perder ciertos privilegios o exenciones arrancados por el Reino Unido en ámbitos tan importantes como el euro, Schengen, la regulación bancaria, el presupuesto o la política de pesca– y definitivamente inciertas en el caso catalán, por la previsible hostilidad de España u otros Estados miembros ante un proceso de estas características.
En principio, corresponde al derecho el determinar si Escocia o Cataluña independientes gozarían de pertenencia automática a la UE. El asunto lleva tiempo discutiéndose entre los juristas británicos para el caso de Escocia, y más recientemente en algunos círculos del soberanismo catalán, a partir de la constatación de que el Tratado de la UE no regula expresamente el supuesto de secesión de un territorio de un Estado miembro y que tampoco existen precedentes. Sobre estas premisas hay al menos dos posibles tesis o líneas argumentales que postulan que, en el caso de que un territorio se independizase de un Estado que ya es miembro, el nuevo Estado pasaría a formar parte ipso iure de la Unión. Siguiendo a sus propios valedores originales, se puede designar a la primera –que tiene un contenido jurídico más específico– como “sucesión por separación” y a la segunda –que es más genérica– como “ampliación interna”.
Los argumentos a favor de la pertenencia automática
Los siguientes argumentos se esgrimen a favor de la pertenencia automática de los nuevos Estados a la UE:
(1) La “sucesión por separación” es la primera de las dos grandes tesis que sirven para justificar la pertenencia automática a la UE de los territorios secesionados. Debido a las peculiaridades constitucionales del Reino Unido, es la preferida por quienes defienden la continuidad de Escocia en Europa si triunfa el sí en el referéndum de independencia. No obstante, también hay autores que la postulan para Cataluña y para otros posibles casos europeos a partir de las normas de derecho internacional general en materia de sucesión de Estados.
En su formulación original, aplicable al caso británico, la idea consiste en que la independencia de Escocia no significaría tanto una secesión sino más bien la separación del Estado agregado en las Acts of Union de 1706/1707. Es decir, re-emergerían 300 años después los viejos reinos de Escocia e Inglaterra que volverían a asumir su estatus soberano previo. Si se admite esta interpretación, entonces, y de acuerdo a la Convención de Viena sobre la sucesión de Estados en materia de tratados firmada en 1978, ambos fragmentos resultantes (Escocia y la otra entidad, que en realidad no estaría constituida solo por Inglaterra sino también por Gales e Irlanda del Norte) heredarían la subjetividad del Estado matriz y, por sucesión, formarían parte automáticamente de la UE.
Para aplicar esta tesis a otros Estados miembros cuyas bases jurídicas originales no se parezcan a las que fundaron el Reino Unido es necesario interpretar que cualquier fenómeno de secesión dentro de la UE supondría igualmente la desaparición del Estado miembro original en varios fragmentos. El argumento sería que, dado que ese Estado firmó en su día la adhesión a la UE también en nombre del territorio separado, su independencia supondría que tanto esa parte como la matriz serían dos nuevas entidades en idéntica posición y –apelando formalmente a la Convención de Viena– ambas heredarían los tratados internacionales existentes, teniendo el mismo derecho a la sucesión de la pertenencia europea.
Hay varias objeciones que quitan bastante fuerza a esta idea de la sucesión por separación. Dos de ellas son específicamente aplicables al caso peculiar de Escocia y consisten en que: (a) no tiene en cuenta el propio precedente británico, ya que en 1800/1801 se aprobó otra Act of Union con Irlanda sin que la independencia posterior de ésta pusiera fin al Reino Unido más allá de un cambio en el nombre;[1] y (b) aún más importante, el derecho interno no se puede imponer al internacional o al de la propia UE para regular el supuesto de pertenencia a la organización.
Más allá de las limitaciones que tiene la tesis en el propio caso británico, la sucesión por separación es de muy difícil aplicabilidad a la UE por otras tres objeciones adicionales como son: (a) que la Convención de Viena de 1978 sólo la han ratificado algunos Estados miembros de la Europa del Este afectados por la desintegración de Estados al fin de la Guerra Fría pero ninguno occidental y, desde luego, no el Reino Unido ni España; (b) que, aun admitiendo que ese tratado codifique normas generales de derecho internacional, el artículo 4.a de esa Convención señala que no se aplica en caso de que haya reglas especiales sobre esta sucesión en un tratado que constituye una organización internacional; y (c) que distingue entre los Estados post-coloniales y los demás casos de secesión, dejando solo para los primeros la regla que facilita la sucesión de tratados multilaterales sin necesidad de consentimiento por las partes que firmaron el tratado originalmente.[2]
Además, se pueden aún mencionar otras tres objeciones más contra la aplicación general de la tesis de la sucesión en caso de separación: (a) es más que cuestionable que se pueda hablar de desaparición del Estado matriz cuando la parte que se separa consiste en un fragmento relativamente pequeño como son, por ejemplo, Escocia (el 10% de la población británica) y Cataluña (el 16% de la española); (b) en todo caso, si el fragmento independizado fuese muy grande o si el Estado matriz desapareciera completamente, entonces cabría más bien hablar de disolución total antes que de separación, sin que ninguna de las partes resultantes tuviera derecho a seguir perteneciendo a la UE;[3] pero (c), no obstante, incluso en el caso de que el fragmento fuese significativamente grande, parece que lo relevante para etiquetar un proceso de independencia como de secesión y no de separación en dos entidades iguales consiste en establecer quién lo insta y si se produce en contra o no del deseo del Estado matriz, aun cuando éste pueda llegar luego a aceptarlo. Es decir, un territorio que se independiza no tiene poder para, además, destruir al Estado original como entidad legal.[4]
En la abrumadora mayoría de los casos de secesión que se han producido en el último siglo se ha aplicado al Estado matriz la continuidad automática en la pertenencia a las organizaciones internacionales pero no al Estado independizado. Y, es más, en el seno de la UE existe también un precedente de independencia de un territorio que formaba parte integral de un Estado miembro y que no supuso la desaparición de dicho Estado ni, por tanto, su re-ingreso automático por sucesión o, peor aún, la necesidad de que volviese a renegociar la adhesión: se trata de Francia tras la independencia en 1962 de sus tres départements –que no colonias– de la orilla sur del Mediterráneo: Orán, Argel y Constantina. Es verdad que ni esa parte costera de Argelia ni el conjunto del nuevo Estado independiente pretendía seguir formando parte de la UE, pero no es eso lo que se discute aquí, sino la supuesta desaparición del Estado matriz cuando se le separa una parte o la necesidad de volver a adherirse –ya sea automáticamente o tras renegociación– por pasar a ser un Estado diferente al que firmó el Tratado.
(2) La acumulación de objeciones y precedentes contrarios a la idea de la sucesión por separación para territorios secesionados en la UE hace muy difícil seguir predicándola. Por eso, se ha ido articulando una segunda línea argumental con un fundamento jurídico más genérico pero de mucho menor enrevesamiento: la llamada tesis de la “ampliación interna”.[5] Para empezar, la ampliación interna acepta la evidencia lógica de que, tras una secesión, el Estado matriz sigue existiendo y no está en discusión la continuidad de su pertenencia a la Unión. Eso sí, añade que el nuevo país independiente que desea formar parte de la UE también podría beneficiarse de la adhesión automática y no lo haría tanto por una sucesión formal que descanse en el derecho internacional, sino más bien por cuatro criterios genéricos que son propios del derecho europeo: (a) el Tratado no regula este supuesto por lo que –en aplicación de un vago principio general del derecho– todo lo que no está prohibido es posible; (b) un territorio secesionado cumpliría ya por definición con el acquis communautaire; (c) sus ciudadanos tendrían derechos adquiridos por los años de pertenencia; y (d) la propia UE solo contempla la salida voluntaria de la misma sin que quepa la expulsión. Como se ve, se trata de razonamientos lógicos más que una regulación aplicable directamente. En todo caso, se trata de cuatro argumentos muy importantes que merecen ser debatidos. En la próxima sección se analiza el primero –el presunto silencio del Tratado sobre la cuestión– y en la siguiente sección los tres últimos.
La regulación contenida en el Tratado
La principal objeción que puede hacerse a las dos tesis arriba mencionadas –las que defienden la idea de la continuidad automática– es que están construidas sobre un supuesto silencio del Tratado de la UE (TUE) en relación con la cuestión que no es tal. Y no lo es a la luz de una lectura sistemática de las muchas disposiciones del tratado que regulan la composición de las diferentes instituciones europeas, en conjunción con los artículos 48, 49 y 50, que se refieren a las reformas y a los cambios en el número de miembros de la organización ya sea por ampliación o por salida.
Para empezar, por mucha imaginación con que se interprete la posibilidad de la sucesión o de la ampliación interior, el hecho de que la UE pasase a tener un Estado miembro más exigiría una adaptación de los Tratados sobre los que se funda la Unión. Al fin y al cabo, los tratados solo pueden ser aplicables para los miembros actuales pues están expresamente mencionados en muchos de sus artículos. Ni siquiera los partidarios de la adhesión automática de Escocia o Cataluña en caso de secesión niegan que sería necesario realizar una reforma institucional para, al menos, solucionar tanto el encaje del nuevo Estado como las condiciones en que quedaría el Estado matriz del que se ha desgajado (el caso más evidente que hay que atender sería el número de escaños en el Parlamento Europeo –asumiendo que el sistema de votación en el Consejo sería ya el del Tratado de Lisboa y no el de Niza– aunque también es necesario resolver el reparto de la representación en otros órganos muy diversos y los fondos a aportar en varios mecanismos financieros).
Las condiciones en que debe hacerse esa adaptación no están predeterminadas, han de ser acordadas entre las partes y no podrían entrar en vigor antes del momento que lo determine el propio acuerdo de reforma de los tratados que se alcance. Desde la fundación de las Comunidades Europeas, todos los nuevos miembros han accedido siempre por un acta formal de adhesión que estipulaba expresamente las condiciones de ingreso y regulaba las diferentes revisiones de reforma del tratado para hacer posible ese paso. De hecho, el art. 50 TUE –que es una novedad del Tratado de Lisboa al regular la retirada voluntaria– especifica que ni siquiera es automático el libre deseo unilateral de un Estado de dejar la organización. Pese a ser un supuesto de alteración del número de miembros mucho más fácil de digerir y más difícil de obstaculizar por la organización que el de la adhesión automática, el tratado precisa que esta modificación en la membresía debe hacerse a través de procedimientos reglados en tiempo y forma, con negociación entre la parte interesada y el conjunto de las instituciones.[6]
Aunque en este caso se interpretara de forma muy original el Tratado y se evitase el procedimiento formal de ampliación del art. 49 –cosa harto improbable–, seguiría siendo inevitable reformar el tratado y, por mucho que se elija el camino de reforma menos agravado de los enumerados en el art. 48, para tal modificación de los tratados se requiere una negociación que implicaría a todas las partes interesadas: al territorio secesionado, al conjunto de los Estados miembros y a las instituciones europeas (Comisión, Parlamento, Consejo y Consejo Europeo). En definitiva, no es posible ninguna solución de reforma de los tratados para canalizar una posible “ampliación interior” que no cuente con la unanimidad de todas esas partes. Aunque algunos políticos nacionalistas (como el eurodiputado Alyn Smith) han mencionado que la hipótesis de la adhesión escocesa, sobre la base de la separación del Reino Unido en dos Estados, podría hacerse por mayoría del Consejo, no hay base legal alguna en los tratados que permita hacer esa interpretación y eludir la unanimidad cuando la UE cambia su composición interna.[7] Es más, incluso en el texto de tono federalista sobre el futuro de Europa aprobado por 11 ministros de Asuntos Exteriores en Varsovia en septiembre de 2011 –que abogaba por flexibilizar la reforma de los tratados para evitar posibles vetos a los avances en la integración europea– se subrayaba que la ampliación era un supuesto tan importante que resultaba el único que debería seguir requiriendo la unanimidad a los ojos de este importante grupo de reflexión.
De hecho, y aunque no existe aún un pronunciamiento formal de la Comisión Europea en relación con la hipótesis de secesión de Escocia o Cataluña –puesto que el Reino Unido y España prefieren no solicitarla para no presumir que han comenzado a negociar los términos de la independencia–, lo cierto es que numerosas declaraciones realizadas en el pasado o en las últimas semanas por parte de los máximos responsables de la Comisión y por el presidente del Consejo Europeo van en este sentido. La afirmación más clara es la que realizó en febrero de 2004 el anterior presidente de la Comisión, Romano Prodi, al declarar en el Parlamento Europeo que “cuando una parte del territorio de un Estado miembro deja de formar parte de ese Estado, por ejemplo porque se convierte en un Estado independiente, los tratados dejarán de aplicarse a este Estado. En otras palabras, una nueva región independiente, por el hecho de su independencia, se convertirá en un tercer Estado en relación a la Unión y, desde el día de su independencia, los tratados ya no serán de aplicación en su territorio”, añadiendo que ese nuevo Estado puede presentar la solicitud e ingresará en la UE sólo “si es aceptado por el Consejo por unanimidad”. En ese mismo sentido se expresó en 2007 el entonces comisario de Pesca, Joe Borg, para el caso específico de Escocia y han sido múltiples las declaraciones recientes del actual presidente José Manuel Durão Barroso confirmando esta interpretación, que parece la única posible.[8]
Los supuestos derechos adquiridos por el territorio secesionado y sus ciudadanos
De la sección anterior puede concluirse que no es cierto que los tratados no regulen esta cuestión, aunque sea de manera no expresa, por lo que la tesis de la continuidad en la UE por adhesión automática presenta debilidades que parecen insalvables. De todos modos, es verdad que al tratarse de territorios que ya formaban parte de la Unión y que desean seguir formando parte de ella, la aplicación automática del art. 49 para un posible reingreso del nuevo Estado a la organización podría ser interpretada como un exceso formalista. Al fin y al cabo –como se ha dicho antes–, los territorios desgajados cumplirían ya con el acquis communautaire y, además, se estaría provocando una complejísima y dolorosa pérdida de derechos individuales a los nacionales del nuevo Estado, que dejarían de disfrutar de la ciudadanía europea por quedar fuera de la UE sin desearlo. Se trata de tres argumentos serios que deben analizarse.
En primer lugar, y por lo que respecta al cumplimiento del acquis, es evidente que se trata de un gran activo que disfruta a priori el Estado independizado y que puede facilitar mucho su reingreso rápido. Pero no tanto como para garantizarlo automáticamente. De hecho, la Unión tiene ya una respuesta a esta cuestión pues, de la lectura del art. 49 TUE y del análisis de los trabajos de la Convención o de las dos últimas conferencias intergubernamentales que redactaron el Tratado Constitucional y el de Lisboa, se deduce que expresamente se descartó un posible derecho a la adhesión. En efecto, los Estados miembros se negaron en 2004 y 2007 a explicitar en el Tratado los llamados “criterios de Copenhague” que sirven para valorar si es posible proceder a la adhesión de un nuevo Estado (para, entre otras cosas, evitar una hipotética intervención del Tribunal de Justicia de Luxemburgo en un posible pleito sobre la ampliación). Así pues, aunque un Estado demuestre su capacidad de asumir inmediatamente todas las reglas del mercado interior y el resto de políticas europeas, no puede esquivar la unanimidad, entre otras cosas porque el respeto a las reglas sobre ampliación y la solución de las cuestiones institucionales analizadas en el punto anterior también forma parte del acervo comunitario. Además, hay que recordar que el cumplimiento del acquis no es único de los “criterios de Copenhague” y que la mayor parte de estos implican una valoración estrictamente política que solo se puede resolver a través de la unanimidad de todos los Estados.[9] De hecho, ésta se requiere al menos dos veces en el proceso: para iniciarlo y para culminarlo, y con participación tanto de sus gobiernos como de sus parlamentos nacionales, tal y como señala el art. 49 del TUE.
Más relevante jurídicamente parece ser el segundo argumento, el de los derechos adquiridos como ciudadanos europeos por las personas físicas o jurídicas residentes en los territorios secesionados durante los años de pertenencia previa. Una primera interpretación de cómo habría que resolver este problema remite a la literalidad del Tratado de Funcionamiento de la UE que señala, en su art. 20.1, que “será ciudadano de la Unión toda persona que ostente la nacionalidad de un Estado miembro” y que “la ciudadanía de la Unión se añade a la ciudadanía nacional sin sustituirla”. De este modo, si un territorio decide salirse libremente de un Estado miembro estaría condenando a su población a perder esa ciudadanía europea pues el fundamento de formar parte de la UE deriva precisamente de su pertenencia al Estado predecesor. Sin embargo, al tratarse de derechos muy trascendentes –que en algunos casos tienen carácter fundamental y en otros un gran impacto económico, como la falta de aranceles o la libre movilidad de factores productivos– resulta difícil admitir una interpretación rígida que pudiera causar lesiones injustas. Una problemática así llegaría con total probabilidad al Tribunal de Justicia de la UE que –abundando en una línea tímidamente iniciada en la sentencia “Ruiz Zambrano” de marzo de 2011– podría afirmar la primacía y aplicabilidad directa del derecho europeo incluyendo su capacidad para proteger los derechos adquiridos de los individuos como ciudadanos de la UE, aun cuando dejen de ser considerados nacionales de Estados miembros. Sin embargo, es impensable que el Tribunal de Luxemburgo ignorase la propia estructura lógica de los tratados –de la que los Estados son las únicas partes contratantes– y afirmara, sin base legal expresa alguna, que habría un automatismo del territorio secesionado para convertirse en Estado miembro como consecuencia de que sus ciudadanos puedan seguir disfrutando de algunos derechos. La solución a este problema pasaría posiblemente por un complejo proceso de reconocimiento de los derechos adquiridos por las empresas o los individuos (aunque eso probablemente no podría resolver el cese del acceso al disfrute de nuevos programas en Política Agrícola Común o fondos estructurales y sería prácticamente inviable encajar algunos derechos políticos como, por ejemplo, la elección de representantes en el Parlamento Europeo). Pero, fuera cual fuese la solución para los derechos adquiridos de los individuos, eso no otorgaría al nuevo Estado –que no tiene derecho adquirido alguno y que se ha independizado libremente de un Estado miembro– la pertenencia automática a la organización.[10]
Por último, el tercer argumento se refiere a que impedir o dificultar el reingreso inmediato de un territorio secesionado que quiera seguir formando parte de la UE se correspondería con un supuesto de salida no deseada de la organización y ésa es una posibilidad en principio no contemplada por los tratados (ni siquiera el art. 7 del TUE, que regula los casos de graves violaciones de los valores fundamentales de la UE por parte de un Estado miembro prevé la expulsión, sino solo la suspensión de derechos de ese Estado). En efecto, el antes mencionado art. 50 del TUE ha introducido el principio de que la salida solo puede ser voluntaria pero, de nuevo, la cuestión estriba en determinar hasta qué punto hay una interpretación analógica forzada al aplicar a un territorio que no ha firmado un tratado lo que está pensado por quienes sí lo han hecho. Si bien es verdad que puede denunciarse cierta inconsistencia lógica y rigidez política de la UE (al expulsar a quien no desea ser expulsado) no es menos verdad que hay una cierta falacia al apelar a lo que es derecho de los Estados miembros –y que ha sido negociado por ellos en los tratados para su propia protección– por parte de quien ha deseado libremente dejar de pertenecer a uno. En definitiva, los Estados son a la vez soberanos y señores de los tratados. Disponen de una posición privilegiada deliberadamente buscada que se traduce, por un lado, en determinar ellos solos posibles modificaciones internas de sus territorios[11] y, por el otro, en reservarse en exclusiva como altas partes contratantes el disponer –por unanimidad– quién compone la UE que ellos mismos han creado.
La posible solución pragmática de un reingreso rápido del nuevo Estado a la UE
Llegados a este punto de la discusión jurídico-política, dos conclusiones parecen indiscutibles: (a) por un lado, no existe y, sobre todo, no puede existir un derecho automático del Estado independizado a convertirse en miembro de la UE pues al menos es necesario resolver su encaje institucional reformando los tratados expresamente y haciéndolo por unanimidad; y (b), por otro lado, no se puede negar el importante problema que produce el que ese territorio y sus ciudadanos ya forman parte de la organización y, sobre todo, quieren seguir haciéndolo, provocando una situación que posiblemente resulte indeseable, desagradable y/o difícil de implementar si se canaliza a través de una interpretación estricta del Tratado y conduce a una expulsión del nuevo Estado mientras se negocia su reingreso.
Para evitar el segundo de los problemas y atender a la vez la necesidad absoluta de negociar el reingreso, diversos autores han apelado al pragmatismo y propuesto fórmulas flexibles. La posibilidad últimamente más citada consistiría en iniciar la negociación institucional antes de que el Estado se independizase efectivamente. Es decir, una vez que la Comisión constatase que se ha iniciado un procedimiento de secesión en un Estado miembro y que el territorio que se desea independizar quiere continuar en la UE, se abriría un proceso de negociación –que iría en paralelo o en inmediata continuación al que estaría desarrollando internamente el territorio y su Estado matriz para pactar la salida– que podría resolver rápidamente las cuestiones institucionales. Con buena voluntad de todas las partes, el acta de adhesión podría estar ratificada incluso para el momento en que se produjera la declaración formal de independencia y, por tanto, el ingreso sería completamente simultáneo. [12]
En todo caso, está claro que la aplicación de la solución anterior –que, en efecto parece muy razonable a primera vista– requiere de la voluntad política de todas las partes interesadas. Y, por tanto, se puede concluir que el problema que provoca a la UE el que un territorio se separe de un Estado miembro y desee seguir formando parte de la Unión no tiene una respuesta meramente jurídica. El actual derecho de la UE es sin duda un impedimento pero también una interpretación flexible de ese derecho –gracias a la posible buena disposición política de todos los actores implicados– permitiría superar la rigidez del art. 49. La clave está pues en la voluntad política.[13] La solución no puede venir de la mano del derecho sino de la política. Y no está a priori nada claro qué respuesta política darían las instituciones europeas y sus Estados miembros a una situación así. Si todo depende del pragmatismo, es necesario ponderar qué intereses y valores están en juego para que la voluntad política de cada uno de los actores necesarios se incline hacia una solución flexible o, en cambio, alguno o algunos de ellos piense que resulte más pragmático inclinarse hacia la interpretación formal y estricta.
Ya sabemos que, así planteada la cuestión, es muy posible que varios Estados miembros temerosos por su integridad territorial se inclinen más bien hacia la rigidez y que en el caso del Estado matriz incluso podría existir una hostilidad directa.[14] Sin embargo, también es cierto que –considerando la magnitud del problema– una posición basada en determinada interpretación formal de los tratados podría resultar políticamente difícil de mantener. Es decir, un veto o una posición muy poco constructiva durante las negociaciones de reingreso tendrían tal vez que enfrentarse a los poderosos deseos de una mayoría de Estados miembros o de las instituciones europeas.
Conclusiones
Resulta políticamente comprensible que el presidente del gobierno nacionalista escocés, Alex Salmond, y del catalán, Artur Mas, sigan apelando en público a la tesis de la adhesión automática en caso de secesión. Reconocer lo contrario –esto es, que en una hipótesis de independencia, sus territorios tendrían que negociar un reingreso a la UE– resultaría muy lesivo para alcanzar una mayoría social compuesta de votantes tal vez partidarios de romper con el Reino Unido o España pero en ningún caso de quedar aislados de un atractivo marco de referencia económico y político como es el europeo. La perspectiva de que la Unión no admitiese desde el primer momento a Escocia (y que, para volver a entrar, tuviera que ponerse a la cola de otros solicitantes, además de tener que aceptar el euro o renunciar al ventajoso tratamiento presupuestario del “cheque británico”) ni tampoco a Cataluña (con un veto posterior casi asegurado por parte de España y otros Estados miembros) sería demoledor. Por eso, ambos líderes continúan prometiendo a sus electores un camino fácil hacia la UE aunque, ante la abundante evidencia en contra, recientemente han optado por admitir que sus informes no son concluyentes, que en realidad nadie sabe lo que pasaría llegado el caso y que a ellos les parece que políticamente no sería concebible la no continuidad.
Al margen de la merma de credibilidad que puede suponer constatar esta improvisación de los partidos independentistas en una cuestión tan importante –o, aun peor, si se trata de un intento de ocultación de la realidad–, lo cierto es que sí que se puede saber lo que pasaría y, en consecuencia, que no resulta en absoluto inconcebible una exclusión. Con todo, también es verdad que la cuestión no resulta del todo sencilla. Mientras está más o menos despejada la problemática jurídica (quedando descartada la tesis de la pertenencia automática a la UE de un territorio secesionado) y mientras también resulta claro que algunos Estados miembros no ven a priori con buenos ojos una flexibilización de las condiciones de reingreso que hicieran posible una adhesión muy rápida o incluso simultánea del nuevo Estado, la duda reside en saber si los actores más importantes que componen la UE (esto es, la Comisión, el Parlamento y la gran mayoría de sus Estados miembros incluyendo desde luego a los más poderosos) tienen una posición política sobre la cuestión que ayude o dificulte ese rápido reingreso. Es decir, si consideran que –en una hipotética independencia de Escocia, Cataluña u otros territorios– sería inconcebible que no se convirtiesen rápidamente en Estados miembros y, en consecuencia, decidieran tratar de presionar a los reticentes. La respuesta depende de las circunstancias: por ejemplo, si el proceso se resuelve –o no– de manera transparente, dialogada, democrática y legal o si el nuevo Estado independizado resulta –o no– acorde con los valores de la Unión y puede aportar ímpetu al proceso de integración. Y es posible que el caso escocés o el catalán pueden servir como dos buenos ejemplos casi paradigmáticos que hacen inclinar ese “depende” político más bien hacia un lado (positivo en Escocia) o hacia otro (negativo en Cataluña). Pero esa es otra historia que merece ser contada en otro análisis.
[1] Apelando no al precedente, sino a un futurible más que complejo que favorece también que se descarte esta tesis, se puede pensar en lo que ocurriría en las relaciones internacionales si la parte restante del Estado británico, tras una secesión escocesa, no siguiese siendo considerado el mismo Estado o la única continuación automática del actual, dado el estatus que ahora disfruta el Reino Unido como miembro permanente del Consejo de Seguridad.
[2] El art. 9 de la Convención de 1978 dice que “las obligaciones o los derechos derivados de tratados en vigor respecto de un territorio en la fecha de una sucesión de Estados no pasarán a ser obligaciones o derechos del Estado sucesor ni de otros Estados Partes en esos tratados por el solo hecho de que el Estado sucesor haya formulado una declaración unilateral en la que se prevea el mantenimiento en vigor de los tratados respecto de su territorio” (énfasis añadido).
[3] Se pueden mencionar dos posibles precedentes de referencia según la disolución fuese deseada (ejemplo de Checoslovaquia en 1992) o indeseada (ejemplo de Yugoslavia en ese mismo año):
- El precedente de Checoslovaquia es el más sencillo pues el viejo Estado desapareció completa y pacíficamente al dividirse en dos partes sin que ni la República Checa ni Eslovaquia pudiesen heredar su pertenencia a las organizaciones de las que formaba parte el viejo Estado.
- En el ejemplo yugoslavo, la Asamblea General de Naciones Unidas estimó como disolución total la ruptura de la vieja República Federal Socialista sin permitir la sucesión como miembro de la ONU a la República Federal que pretendía ser su heredera (formada entonces por Serbia y Montenegro, que eran sólo dos de sus seis componentes y que representaba el 45% de la población original total). Tuvo que volver a pedir el ingreso a Naciones Unidas.
[4] Es verdad que existe el precedente de Yugoslavia, mencionado en la nota anterior, pero la decisión de la ONU de no considerar al Estado entonces dirigido por Milosevic como heredero de la vieja República Federal Socialista tuvo mucho que ver con un deseo de sanción de la comunidad internacional. En otro caso muy relevante para la propia UE, la doctrina dominante es que una independencia de Flandes en contra del deseo del resto de Bélgica no supondría la disolución del Estado pese a que los flamencos constituyen más de la mitad de su población actual. Bélgica se trata, desde luego, de un caso muy discutible y puede ser utilizado tanto por los partidarios de la tesis de la pertenencia automática por sucesión (por el supuesto absurdo que supondría la salida de la UE tanto de Flandes como de Valonia + Bruselas en caso de división) como por sus críticos (ya que, de hecho, es la interpretación dominante de que Bélgica no desaparecería por la secesión de Flandes, sino solo por el deseo concertado entre flamencos y francófonos de acabar con el país, uno de los argumentos que ayudan a mantener aún unido el Reino).
[5] El concepto de “ampliación interna” fue ya utilizado en 2000 por el politólogo sueco Torbjörn Larsson aunque su aplicación concreta para justificar la pertenencia automática a la UE de un territorio secesionado se ha desarrollado sobre todo por algunos juristas y politólogos catalanes.
[6] Groenlandia (región autónoma de Dinamarca) también dejó la UE en 1985, pero después de haber negociado las condiciones y de haberse modificado formalmente el Tratado. Si Groenlandia se hubiese separado entonces también de Dinamarca, no habría sido necesario una negociación con la UE; tal y como ocurrió con los departamentos franceses de la costa norteafricana cuando se independizó Argelia. Es verdad que el art. 50 del TUE establece que, en caso de que no se alcance un acuerdo, el Estado saldrá efectivamente de la UE a los dos años de haber notificado su deseo de abandonarla pero esta cláusula de flexibilización –así como el hecho de que el Consejo actúe aquí por mayoría cualificada y no por unanimidad– se debe a las características especiales y prácticamente inevitables que supone el deseo de un Estado soberano de dejar la organización. Es interesante señalar que este artículo tampoco regula el necesario cambio de los tratados que produciría la salida del antiguo Estado miembro en caso de que no se haya alcanzado ese acuerdo en dos años. Todo hace indicar que se realizaría por la vía de la reforma simplificada y por unanimidad de los socios que quedarían tras esa salida voluntaria de un antiguo miembro.
[7] De hecho, pensando en el precedente groenlandés y para evitar la complejidad de una reforma de los tratados en el caso parecido de que otro territorio de ultramar quiera entrar o salir de la UE sin alterar su pertenencia a un Estado miembro, el Tratado de Lisboa introdujo un nuevo artículo en el Tratado de Funcionamiento de la UE (el 355.6) que simplifica estos supuestos. Ahora, si algunos territorios remotos franceses, neerlandeses o daneses desean entrar o salir de la UE ya no es necesario un tratado pero se sigue exigiendo la unanimidad del Consejo Europeo para decidirlo. Precisamente sobre esa base, en enero de 2012 la isla caribeña francesa de Saint-Barthélemy salió de la UE tras un pronunciamiento favorable unánime del Consejo Europeo.
[8] En otoño de 2012 se han pronunciado el portavoz de la Comisión, Olivier Bailly, el director de la Representación de la Comisión en Escocia, Neil Mitchison, y los vicepresidentes Maros Sefcovic, Viviane Reding y Joaquín Almunia. Con todo, estos dos últimos vacilaron un poco al fijar posición, lo que evidencia que se trata de un supuesto difícil y que la respuesta no es absolutamente clara.
[9] Así, hay que recordar que esos “criterios de Copenhague” incluyen la exigencia de que el Estado solicitante respete el art. 2 del TUE, lo que implica que sea una democracia efectiva, y que sea un Estado de derecho que respeta las minorías y las libertades individuales (dos cuestiones que no se pueden predicar automáticamente de cualquier territorio secesionado que, por definición, tendría que aprobar una nueva Constitución por lo que, al menos, requiere comprobación). También es un “criterio” la constatación de si la UE está en condiciones de absorber al nuevo Estado y, de nuevo, no parece indiscutible que la respuesta sea automáticamente positiva. Por si fuera poco, el art. 50.5 del TUE establece que si un Estado miembro se retira de la Unión y solicita de nuevo la adhesión, su solicitud se someterá al procedimiento normal, sin que pueda apelar a ningún atajo por haber sido antes miembro.
[10] Es interesante, en este sentido, el caso del cantón de Jura que suele ser citado como ejemplo a favor de la tesis de la pertenencia automática puesto que se secesiónó unilateralmente del cantón de Berna a mitad de los 70 y eso no supuso su expulsión de Suiza (la UE no es una federación, pues su fundamento es estatal y solo levemente personal, pero también puede esgrimirse que la UE aspiraría a convertirse en una federación, como lo es Suiza desde 1848). De todos modos, aunque los ciudadanos de Jura nunca dejaron de ser suizos, lo cierto es que solo fue considerado nuevo cantón cuando oficialmente lo admitieron la federación y los demás cantones, incluyendo Berna, en 1979.
[11] El art. 4.2 del TUE, también redactado por la reforma de Lisboa, señala que “la Unión respetará la igualdad de los Estados miembros ante los Tratados, así como su identidad nacional, inherente a las estructuras fundamentales políticas y constitucionales de éstos, también en lo referente a la autonomía local y regional. Respetará las funciones esenciales del Estado, especialmente las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad nacional” (énfasis añadido). Como ejemplo concreto de ese respeto, la UE no se ha pronunciado cuando un Estado miembro ha ampliado su territorio (como ha ocurrido dos veces con la República Federal de Alemania, al incorporar el Sarre en 1957 y luego reunificarse con la RDA en 1990) o cuando lo ha reducido (como ha pasado también dos veces con Francia, al salir el Sarre y luego los departamentos argelinos). Como se ha dicho antes, la UE sólo ha podido pronunciarse –por unanimidad– en los casos de los territorios de ultramar de Groenlandia y de Saint Barthélemy, precisamente porque han salido de la organización sin abandonar a la vez del ámbito soberano de sus Estados, por lo que era preciso re-regular las relaciones a partir de ese momento.
[12] Este posible fast track ha sido defendido hace poco en la Cámara de los Comunes por Graham Avery en relación con el caso escocés, resultando muy citado últimamente en el debate británico (The Foreign Policy Implications of and for a Separate Scotland, Foreign Affairs Committee, House of Commons, Londres, 643). El Informe de Avery señala acertadamente que, dado que el Tratado de Lisboa fija por una formula el número de los eurodiputados y hace desaparecer el sistema de votación de Niza para 2014 cambiándolo por un criterio demográfico, las negociaciones formales serían en principio fáciles para determinar los números que corresponden al nuevo Estado. No sería tan fácil, en cambio, fijar el número reducido que quedaría tanto para el Estado matriz como para el conjunto de los otros miembros (puesto que el poder es una suma cero que, en este caso, perjudica a los demás considerando el máximo de 751 diputados en el Parlamento y las reglas de votación en el Consejo donde no es indiferente el número de Estados que apoyan una decisión). Tampoco resultaría sencillo, en el caso concreto escocés, que el resto de Estados miembros y las instituciones aceptaran un reingreso rápido donde se respetaran los distintos privilegios y exenciones (opt-outs) que disfruta en este momento Escocia como parte del Reino Unido.
[13] Nótese que los aspectos relativos a la pertenencia tienden más bien a ser interpretados de manera literal e incluso rígida por el Derecho de la UE. Por ejemplo, sobre la base de los tratados, se suele señalar que Grecia tendría que abandonar por completo la Unión, si eligiese salir de la Eurozona.
[14] Una hostilidad que, dependiendo de cómo se desarrollara el proceso, no sería descartable por parte de Londres hacia una posible secesión escocesa pero que parece más previsible en el caso catalán, donde el desafío soberanista a Madrid se ha iniciado de manera particularmente abrupta. Con todo, las hipótesis contempladas en este análisis parten de la premisa de que –por muy áspero que pueda ser el proceso de secesión– en ningún caso se produciría una ruptura unilateral. Un desarrollo así supondría con casi total seguridad que el territorio independizado no podría convertirse en estado soberano. Apelando al antes mencionado art. 4.2 del TUE bastaría entonces con que el Estado miembro (en este caso España) etiquetase la separación como un atentado a su integridad territorial para que la UE no pudiera aceptar al pretendiente (en este caso Cataluña) como Estado y tampoco como candidato. El muy dificultoso proceso de obtención de reconocimiento internacional por parte de Kosovo –pese al fuerte apoyo europeo y norteamericano y las enormes particularidades de ese caso que deberían hacerle merecedor de un tratamiento excepcional, al margen de la voluntad de Serbia– sugieren que, casi con total seguridad, ese territorio secesionado de un Estado miembro de la UE no sería reconocido por los socios europeos, pero tampoco por el grueso de la comunidad internacional.