Tema: En Occidente existe la convicción generalizada de que el terrorismo sólo puede ser combatido eficazmente si se hace con pleno respeto a las restricciones éticas y jurídicas impuestas por los principios que rigen nuestra convivencia. La lectura de Clausewitz parece conducir a la conclusión contraria. El presente trabajo analiza, con una visión exclusivamente estratégica, la oportunidad de aceptar estas restricciones.
Resumen: La guerra contra organizaciones terroristas, si quiere ser eficaz, no ha de ser dirigida con la máxima violencia de que se disponga. Parece que se hace así porque lo exigen las leyes y la ética. Además, existen razones estratégicas de peso que justifican moderar la violencia empleada. Sin embargo, no deben confundirse unas y otras motivaciones porque puede llegar el momento, y en la actual guerra contra el terrorismo es probable que ese momento esté a punto de llegar, en que la estrategia exija emplearse con más violencia de la que los límites éticos y jurídicos hoy consienten.
Análisis: Antes de iniciar la exposición del problema y su análisis es conveniente examinar algunas categorías que se van a emplear para dejar claro desde el principio de qué se está hablando.
La palabra terrorismo tiene coloquialmente una connotación peyorativa. Es decir, el terrorismo se considera, per se, con independencia de los objetivos que persigan quiénes lo emplean, un recurso táctico ilegítimo. La consecuencia práctica de que la palabra tenga esta connotación es que, cuando alguien encuentra que un determinado grupo está legitimado para emplear el terrorismo en la persecución de tal o cual objetivo político, en vez de hablar de terrorismo, emplea la expresión lucha por la libertad o cualquier otro eufemismo con connotaciones positivas. Aquí, la palabra terrorismo se emplea desprovista de cualquier connotación, como mero recurso táctico que emplean determinadas organizaciones no estatales en la guerra que han declarado a los EEUU y otros países occidentales, entre ellos, el nuestro.
El terrorismo es una forma de hacer la guerra. En efecto, si la guerra consiste en el empleo de la violencia organizada (o la amenaza de su empleo) con el fin de alcanzar objetivos políticos, no cabe duda de que el terrorismo, con independencia de su legitimidad, es una forma de hacer la guerra, que se caracteriza, siguiendo a Byman y al matrimonio Lutz, por perseguir repercusiones psicológicas de largo alcance más allá de las inmediatas víctimas u objetivos y por ser empleada por organizaciones no estatales (el llamado terrorismo de Estado es en realidad algo diferente) para enfrentarse a enemigos que son en todo caso Estados. Se entiende que es una forma de guerra irregular o asimétrica desde el momento en que uno de los bandos, la organización terrorista, dispone de muchos menos recursos que su enemigo, uno o varios Estados.
Si el terrorismo es una forma de hacer la guerra, carece de sentido hablar de guerra contra el terrorismo. Más correcto es decir que ésta en la que hoy se ve envuelto Occidente es una guerra contra una o varias organizaciones islamistas radicales no estatales que emplean como recurso táctico principal el terrorismo. Es verdad que casi todos los que emplean la expresión guerra contra el terrorismo (war on terror, en los documentos estratégicos norteamericanos) saben perfectamente de lo que están hablando, pero, dada la naturaleza esencialmente analítica de este trabajo, merece la pena emplear unas líneas en describir con rigor aquello de lo que se habla.
Existe en Occidente la convicción de que la presente guerra contra estas organizaciones islamistas radicales debe dirigirse aceptando ciertos límites de naturaleza ético-jurídica que no pueden ni deben sobrepasarse. Debate diferente será el que se ocupe de determinar cuáles deben ser esos límites y quiénes, los Estados o las organizaciones internacionales, tienen legitimidad para fijarlos. Es evidente la preocupación que existe entre la opinión pública occidental acerca de que esos límites se respeten debidamente como demuestra la alarma creada a consecuencia de las informaciones relativas al maltrato de prisioneros en Irak, a las condiciones de los presos en Guantánamo, a la posibilidad de que existan cárceles de la CIA en países del este de Europa, a los vuelos que se supone han hecho escala en aeropuertos europeos mientras trasladaban presos a estas cárceles, la posibilidad de que los gobiernos occidentales estuvieran al corriente de los vuelos, de sus pasajeros y de sus destinos, la derrota que en el Parlamento británico ha sufrido la “avanzada” legislación antiterrorista propuesta por Tony Blair tras el atentado del 7 de julio y los debates que se desenvuelven en el seno de la sociedad norteamericana sobre la prórroga de las medidas más agresivas de la Patriot Act (que vencen el 31 de diciembre próximo), las escuchas telefónicas sin control judicial o la tortura como medio de obtener información sobre futuros atentados.
Aceptar que esta guerra va a combatirse con estas limitaciones ético-jurídicas supone restringir nuestra capacidad de emplear la violencia frente a un enemigo que, si bien es mucho más débil, es obvio que no va a imponerse ningún límite que no se derive de la escasez de sus recursos o de sus planteamientos, con abierto desprecio a cualquier otro de naturaleza moral, ética o legal.
¿Es esta una buena estrategia para ganar la guerra? El maestro Clausewitz nos dice: “Dado que el uso de la violencia física en todo su alcance no excluye en modo alguno la participación de la inteligencia, aquel que se sirve de esa violencia sin reparar en sangre tendrá que tener ventaja si el adversario no lo hace. Con eso marca la ley para el otro, y así ambos ascienden hasta el extremo sin que haya más barrera que la correlación de fuerzas inherente. Así es como hay que ver esta cuestión, y es una aspiración inútil, incluso falsa, dejar fuera de consideración la naturaleza de un elemento por repugnancia ante su crudeza”. Dicho de otra manera, en una guerra, imponerse límites a la violencia a emplear por consideraciones éticas tiene unas consecuencias estratégicas que pueden ser de la máxima gravedad.
Pues bien, a pesar de la evidente sabiduría de las palabras del estratega alemán, en Occidente tenemos la certidumbre de que combatir a las organizaciones terroristas sin respeto hacia los principios que imperan en nuestras avanzadas sociedades occidentales es, de algún modo, una manera de garantizarse la derrota en esa guerra. No sólo eso, sino que muchos están convencidos de que no se puede ser eficaz en la lucha contra una organización terrorista si no se respetan nuestros valores ético-jurídicos: no hay atajos en la lucha antiterrorista. Los que así piensan se preguntan: ¿puede ganarse una guerra para defender determinados valores mediante recursos que exigen el desprecio de los mismos? Rebajar nuestras exigencias éticas y jurídicas hasta igualarnos con los terroristas, ¿no es un modo de cederles la victoria?
En el ámbito académico, Manwering, en un estudio comparativo publicado en noviembre de 2004, llegó a la conclusión de que la diferencia entre el éxito obtenido por el Estado italiano en su guerra contra las Brigadas Rojas y otras organizaciones terroristas de extrema izquierda y el fracaso cosechado por Argentina en la guerra contra los montoneros y por Perú en la guerra contra Sendero Luminoso estriba en el hecho de haber respetado el primero y violado los otros dos sus propias legislaciones o sus principios ético-jurídicos, imperantes en el seno de sus respectivas comunidades.
¿Hay que concluir, pues, que, al menos cuando se trata de enfrentarse a organizaciones terroristas, Clausewitz estaba completamente equivocado?
No hay propiamente una equivocación. Lo que ocurre es que la guerra contra una organización terrorista presenta características que aconsejan, con independencia de consideraciones éticas o jurídicas, moderación en la violencia a emplear.
Las organizaciones terroristas persiguen objetivos políticos que son sencillamente inalcanzables de manera directa e inmediata por medio del empleo exclusivo del terrorismo, sea cual sea la reacción del Estado agredido. Ahora bien, ello no excluye que estos objetivos puedan alcanzarse de forma mediata, donde las acciones terroristas tan sólo sirven para desencadenar un proceso que mal que bien ha de conducir a la consecución del objetivo propuesto o, al menos, a favorecer su logro. De hecho, es necesario tener bien presente que los últimos beneficiarios de la realización de los objetivos políticos que se proponen los terroristas no son las organizaciones terroristas mismas, ni sus miembros, individual o colectivamente considerados, sino comunidades mucho más amplias, constituidas unas veces por los ciudadanos de una nación o los habitantes de un territorio y otras por los que profesan una determinada religión o hablan una determinada lengua o pertenecen a una determinada raza.
Se trata de comunidades en cuyo favor se combate incluso sin tener el unánime apoyo de las mismas, pero siempre con cierto respaldo por parte de una considerable parte de ellas, si no respecto a los métodos, sí en cuanto a los objetivos. Por eso, con frecuencia, la estrategia de estas organizaciones consiste en tratar de provocar un proceso de acción/reacción/acción que termine, o bien por enfrentar al Estado enemigo con la comunidad por la que se combate, y que sea ésta la que en una guerra ya no tan irregular alcance los objetivos fijados, o bien por hacer que el Estado agredido, a fin de evitar ese enfrentamiento, ceda y permita que se alcancen por el enemigo esos objetivos en todo o en parte. En consecuencia, en muchas ocasiones, una manera de negar a la organización terrorista enemiga la consecución de su objetivo inmediato, necesario para desencadenar el proceso que permita lograr el que en última instancia se persigue, consiste en reaccionar a la violencia de la acción terrorista con calculada moderación.
Ahora bien, reaccionar con calculada moderación, sin emplear toda la violencia de la que se es capaz por razones estratégicas, esto es, para romper el proceso de acción/reacción/acción moderando precisamente la “reacción”, no tiene nada que ver con autoimponerse límites de naturaleza ético-jurídica. Lo que en la práctica ocurre es que los que dirigen la lucha por parte del Estado o Estados agredidos hacen de la necesidad virtud, esto es, reaccionan con moderación porque entienden que “conviene” estratégicamente hacerlo y “venden” esta moderación presentándola como fundamentada en razones ético-jurídicas que nada tienen que ver con el fundamento real de la estrategia que se está siguiendo. Luego, cuando las circunstancias aconsejan relajar esa moderación e incrementar el grado de violencia, los que pechan con la responsabilidad de tomar las decisiones se ven atados de pies y manos porque los límites ético-jurídicos que se autoimpusieron para justificar sus primeras reacciones ahora deben ser sobrepasados y la comunidad en cuya defensa se van a sobrepasar no comprende por qué debe hacerse así y tiende a no respaldarlo.
Para entender correctamente el problema es necesario, antes de alcanzar alguna conclusión, hacer alguna consideración más. Interesa, en efecto, llamar la atención sobre el hecho de que aceptar restricciones de naturaleza ético-jurídica en la guerra contra una o varias organizaciones terroristas puede tener, y de hecho tiene, cierto sentido estratégico. No es posible que unas fuerzas armadas ganen una guerra si no cuentan con el respaldo de la comunidad a la que defienden. Si sobrepasar determinados límites ético-jurídicos ha de tener como consecuencia la pérdida de ese respaldo, estratégicamente, aparte de consideraciones morales, es aconsejable mantenerse dentro de esos límites. Hay que aceptar, sin que haya ahora espacio para discutir si es algo bueno o malo, que cuando la comunidad agredida es occidental y percibe que los objetivos perseguidos por el agresor terrorista no ponen en peligro su existencia ni nada de lo esencial del marco en el que se desenvuelve su vida, esa comunidad prefiere ser derrotada y ceder, antes que cargar con la responsabilidad de haber combatido sin respeto hacia las reglas morales, éticas y jurídicas, que se ha autoimpuesto por considerar que su violación acarrearía a la larga más perjuicios que beneficios debido a las graves pérdidas de autoestima y de respeto hacía sí misma que tal violación conllevaría.
Al contrario, cuando la comunidad perteneciente al Estado agredido percibe que la amenaza terrorista es lo suficientemente grave como para poner en peligro su existencia misma, el respaldo a los responsables de combatir a las organizaciones terroristas enemigas no disminuye apenas si, por considerarlo conveniente desde el punto de vista estratégico, aquéllos sobrepasan durante la lucha las restricciones ético-jurídicas en principio imperantes. El caso israelí es suficientemente ilustrativo al respecto.
La gravedad del problema, sin embargo, no estriba en que la comunidad occidental agredida prefiera perder antes que pelear sucio si perder es cuantitativa y cualitativamente aceptable. Lo grave es que los objetivos de las organizaciones terroristas son de largo alcance y las consecuencias de permitir, por decirlo gráficamente, que se salgan con la suya, siquiera limitadamente, van mucho más allá de los objetivos y beneficios que de forma inmediata alcanzan y reciben. En definitiva, el problema está en que en nuestras sociedades occidentales a veces la opinión pública no percibe con la suficiente claridad el alcance de los perjuicios estratégicos que, a la larga, puede inflingir el terrorismo.
Es verdad que, históricamente, hay pocos ejemplos en los que el terrorismo haya ayudado de forma concluyente al logro de objetivos políticos preseñalados. El caso más llamativo es el del asesinato del archiduque Francisco Fernando el 28 de junio de 1914 en Sarajevo. Aquel atentado fue perpetrado por jóvenes terroristas serbo-bosnios que soñaban con una Gran Serbia. Es imposible que ellos calcularan lo que luego ocurrió, pero lo cierto es que, con aquel atentado y por medio de un proceso de acción/reacción/acción, se puso en marcha una cadena de acontecimientos que acabó en 1919 con la creación, con el nombre de Yugoslavia, de la Gran Serbia que soñaran los terroristas. Es verdaderamente difícil en otros supuestos encontrar tan directa conexión entre una acción terrorista y el logro último del objetivo idealizado que movió a los ejecutores, pero sí es fácil encontrar casos en los que el terrorismo logró que un proceso, de alguna manera ya en marcha, se acelerara, como es el caso de la formación del Estado de Israel, o que el objetivo político propuesto se alcanzara sólo a medias, como es el caso de la amplia autonomía de la que goza el País Vasco y la aun más amplia que es previsible que goce en el futuro.
Conclusión: la opinión pública occidental exige a los que combaten a las organizaciones terroristas respeto a los límites éticos y jurídicos que imperan en nuestras avanzadas comunidades. Por otra parte, Clausewitz nos enseña que aceptar la imposición de estos límites puede tener un coste; Sin embargo, en la práctica y no obstante la afirmación de Clausewitz, es también constatable que cierta moderación en la violencia a emplear puede aumentar la eficacia estratégica cuando se combate contra organizaciones terroristas. La verdadera naturaleza estratégica de esta moderación es en realidad un medio de impedir el desencadenamiento de un proceso de acción/reacción/acción. Es, pues, evidente que esta moderación de fundamento estratégico no debe confundirse con las limitaciones ético-jurídicas que las comunidades occidentales desean autoimponerse en esta lucha; Mientras la comunidad defendida quiera que la lucha se mantenga dentro de esos límites ético-jurídicos no pueden sobrepasarse los mismos so pena de perder el respaldo de ella y con él, la guerra. Pero dado que el terrorismo es un instrumento, si bien limitado, capaz a largo plazo de favorecer la consecución de objetivos estratégicos de considerable valor, se hace necesario plantearse, con una visión exclusivamente estratégica, qué hacer si en esta guerra contra las organizaciones islámicas radicales llega a parecer que no es posible vencer si la lucha se mantiene dentro de los límites ético-jurídicos ahora vigentes.
Una opción a considerar es la de aceptar la derrota si ganar exige luchar sin restricciones ético-jurídicas. Pero antes de aceptar resignadamente esta solución, merece la pena ver si no hay alguna otra.
Desde luego, cualquier otra solución que pueda encontrarse debe garantizar conservar el respaldo de la comunidad a la que se defiende. Basta recordar la guerra de Vietnam para darse cuenta de las ruinas a las que puede quedar reducido lo que los norteamericanos llaman muy gráficamente el home front, si se olvida este aspecto esencial de toda guerra. Por eso, no se puede recurrir a la solución de violar encubiertamente los límites ético-jurídicos en principio vigentes porque, si se hace a gran escala, será imposible mantenerlo oculto en sociedades como las nuestras, que son de opinión pública y en las que se goza de una generosa libertad de prensa garantizada judicial y constitucionalmente. Un rosario de revelaciones acerca de sucesivas violaciones sistemáticas y conscientes de las restricciones ético-jurídicas por parte de los responsables de dirigir la defensa sería letal para ese respaldo, que, como se ha visto, es indispensable para la victoria.
Por eso, cualquier otra solución que no sea aceptar los límites y disponerse a perder si no se es capaz de vencer actuando dentro de ellos exige un paso previo: convencer a la comunidad de la importancia del peligro que representan las organizaciones islámico-radicales y la gravedad de los daños que a la larga puede producir el que alcancen algunos objetivos políticos, por pequeños y limitados que aparenten ser. Si este objetivo se alcanza, entonces se puede empezar a pensar en combatir elevando el techo de los límites ético-jurídicos ahora exigibles, siempre conscientes de que la victoria no tiene por qué exigir que no haya ninguna restricción, sino que lo correcto es sustituir las existentes por otras que, respetando los valores y principios esenciales que rigen la convivencia en nuestras sociedades, permitan combatir esta guerra con mayor eficacia.
Desde esta perspectiva hay que considerar el camino emprendido primero por la Patriot Act y luego por las iniciativas de Blair, aunque estas propuestas sigan siendo objeto de intenso debate debido, sin duda, a las divergencias en la percepción del peligro entre partidos y sectores sociales.
De modo que el responsable político se enfrenta a dos tareas imprescindibles: una pedagógica, consistente en explicar la necesidad de la victoria, y otra jurídica, de imaginación legislativa, para fijar unas reglas que sin comprometer los principios no obstaculicen el desarrollo de la lucha.
Emilio Campmany
Jurista, historiador y escritor