Tema: La reforma de la gobernanza económica de la zona euro se puede explicar en función del papel que juegan en ella las ideas y los intereses.
Resumen: Este ARI explica la reforma de la gobernanza económica de la zona euro en función del papel que juegan en ella las ideas y los intereses. Analiza las dos narrativas contrapuestas sobre la crisis y los intereses de los miembros del euro; ambos aspectos están moldeando la reforma en curso.
Análisis: El Consejo Europeo de marzo de 2011 había creado una gran expectación. Se esperaba que los países del euro dieran una respuesta definitiva a los problemas económicos de la unión monetaria, reforzando el mecanismo de resolución de crisis y bendiciendo el Pacto por el Euro. En definitiva, esta cumbre estaba llamada a forjar un gran acuerdo que permitiera a la zona euro navegar por los problemas generados por la resaca de la crisis financiera y prepararse para el siglo XXI.
Sin embargo, las conclusiones del Consejo fueron decepcionantes. Tan solo se han producido dos avances. El primero es la ampliación del fondo de rescate (denominado Facilidad Europea para la Estabilización Financiera, FEEF) hasta los 500.000 millones de euros de capacidad efectiva de préstamo. El segundo es que se han puesto los cimientos del llamado Pacto por el Euro Ampliado, que puede considerarse un intento de “alemanizar” las economías europeas, y que, por el momento, ha sido suscrito por todos los países del euro más Bulgaria, Dinamarca, Letonia, Lituania, Polonia y Rumanía, que no forman parte de la moneda única pero se han sumado a la iniciativa.
Para los más críticos, estos avances son insuficientes y demuestran la incapacidad de la UE para reaccionar ante las adversidades. Sin embargo, para los optimistas, son un paso más en la dirección adecuada, que se suma a los muchos otros que la UE ha dado en el último año para fortalecer la arquitectura del euro. En las próximas páginas se explica que la dificultad para interpretar cada uno de los elementos de la reforma radica en que cada decisión que se adopta está determinada por un rompecabezas con tres piezas: las ideas, los intereses y las instituciones. Las ideas y la ideología (sobre el diagnóstico del problema o sobre las políticas adecuadas para resolverlo) interactúan con los intereses de los Estados, de sus grupos de presión, de la Comisión, del Parlamento europeo y de la Presidencia Permanente del Consejo Europeo; y por último, los complejos procesos institucionales establecen restricciones que moldean la decisión final. Como estas tres fuerzas actúan simultáneamente y la interacción se produce a varios niveles, no resulta sencillo desentrañar el peso de las distintas variables.
¿Vaso medio lleno o medio vacío?
Es cierto que el Consejo Europeo de marzo no disipó las dudas sobre la sostenibilidad de las deudas griega e irlandesa, el rescate a Portugal y la todavía elevada debilidad de la banca en los distintos países (incluyendo Alemania). Las divisiones han impedido un gran acuerdo capaz de despejar definitivamente las dudas de los mercados financieros, completar la nueva arquitectura del euro y avanzar hacia una mayor coordinación de las políticas económicas. Para las voces más críticas el diagnóstico está claro. Para que una Unión Monetaria funcione son necesarias, además de un Banco Central, profundas reformas de las instituciones económicas nacionales y un sistema de transferencias fiscales desde unas regiones a otras. Pero las restricciones políticas internas tanto de los países más ricos, que no quieren ni oír hablar de estas transferencias, como las de los que tienen problemas, que se resisten a hacer cambios en sus instituciones económicas nacionales a la velocidad necesaria, hacen que esto sea imposible.
Sin embargo, si se mira la situación en perspectiva histórica el diagnóstico no debería ser tan pesimista. Tan solo hace un año que se comenzó a diseñar el rescate a Grecia, que en aquel entonces tuvo que hacerse con préstamos bilaterales entre los países (y apoyo del FMI) porque aún no existía la FEEF. La FEEF, que es una facilidad temporal creada a raíz del rescate a Grecia, estará vigente hasta 2013, fecha en la que la sustituirá el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEE), el fondo permanente de rescate que se incorporará en los Tratados.
En este cortísimo período de tiempo se han producido muchos avances. Primero, se ha creado el MEE, que los 27 han acordado introducir en el Tratado de Lisboa, tan solo dos años después de su turbulenta ratificación. El MEE es prácticamente un Fondo Monetario Europeo y de hecho tendrá capacidad, como ya tiene su precursora, la FEEF, para emitir títulos de deuda europeos; es decir, eurobonos “camuflados”.
Segundo, se están negociando seis propuestas legislativas para modificar las principales áreas del gobierno económico europeo. Supondrán la reforma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) de forma que sea más exigente respecto a la consolidación fiscal incluso en los casos en los que el déficit público sea inferior al 3% del PIB y que exija mayores esfuerzos de consolidación en los casos en los que la deuda pública supere el 60% del PIB; el refuerzo de los mecanismos de coordinación de las políticas fiscales a través del Semestre Europeo y un nuevo sistema para corregir a tiempo los desequilibrios macroeconómicos –déficit y superávits por cuenta corriente, entre otros–.
Tercero, los avances en materia financiera se están produciendo en distintos frentes. Por una parte, ya han entrado en funcionamiento cuatro nuevos organismos comunitarios: el Consejo Europeo de Riesgo Sistémico y las nuevas autoridades europeas de supervisión en materia de Seguros, Valores y Banca. Esta última está coordinando las pruebas de resistencia del sector financiero en todos los países de la UE, cuya segunda vuelta se realizará en junio de 2011. Además, siguiendo los principios del foro de Estabilidad Financiera y del G-20, se han aprobado directivas sobre mayores requisitos de capital para las instituciones financieras en la UE, así como nuevas reglas sobre la remuneración de los directivos del sector financiero. En definitiva, la mayoría de las iniciativas de reforma financiera en la UE han dado lugar a nuevas reglas e instituciones comunitarias.
Por último, se han puesto las bases de un pacto por la competitividad, suavizado y renombrado Pacto por el Euro Ampliado, que intenta incentivar mejor que la Estrategia UE 2020 a los gobiernos para que pongan en marcha medidas de fomento de la competitividad y de sostenibilidad de las cuentas públicas. Esto debería servir para mandar un mensaje de confianza a los mercados financieros y aumentar el potencial de crecimiento de la UE. Este Pacto, sin embargo, todavía es difuso y además no incorpora ningún mecanismo para asegurar su cumplimiento, por lo que podría correr la misma suerte que la Estrategia de Lisboa, en cuyos objetivos para lograr una mayor competitividad y dinamismo de la economía de la UE no se avanzó.
Todas estas reformas podrían haber sido más ambiciosas: el fondo de rescate podría haber sido mayor y contar con capacidad para comprar deuda o prestar directamente a las instituciones financieras en problemas, se podrían haber creado eurobonos de pleno derecho, se podría haber aumentado el presupuesto de la UE para asegurar un mayor volumen de transferencias entre los más ricos y los países en convergencia de forma continua o el Pacto por el Euro Ampliado podría haber tenido en cuenta objetivos de sostenibilidad y cohesión social. Sin embargo, lo que la zona euro ha logrado en un año, aunque imperfecto, es significativo. E incluso si se quiere medir el éxito por las reacciones de los mercados véase que ante el rescate a Portugal en abril de 2011 el euro no ha hecho más que apreciarse frente a las demás monedas (reflejando más bien poca preocupación de los inversores sobre el futuro de la moneda única) y que el contagio a España y otros países no se ha producido, lo que demuestra que los mercados empiezan a discriminar entre los distintos países.
Hay dos factores que oscurecen estos logros y alimentan la interpretación pesimista. El primero es que, efectivamente, existen conflictos entre los países miembros del euro, cuyos gobiernos difieren tanto en el diagnóstico de qué hay que arreglar en la arquitectura del euro como en cómo debe repartirse la carga del ajuste; es decir, quién debería pagar y cuánto. El segundo factor es que el laberinto institucional de la UE es muy complejo y alarga y hace opaca la toma de decisiones superando la paciencia de los ciudadanos, los mercados y los medios de comunicación. Pero mientras la UE no sea una unión política sino un conjunto de Estados-nación que ceden parcelas de su soberanía para conseguir objetivos comunes, necesitará de mecanismos de reparto de poder que sólo son viables con instituciones superpuestas donde se produce una constante negociación a varios niveles. Y esto, lógicamente, hace que los avances sean lentos y los procesos poco claros para el lego.
Ideas: dos diagnósticos sobre la crisis
Uno de los principales impedimentos para que los países de la zona euro caminen en la misma dirección en la reforma de la gobernanza económica es que no coinciden en el diagnóstico de los problemas a los que se enfrentan. Como señalara Keynes al final de su Teoría General de 1936: “Las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree. En realidad, el mundo está gobernado por poco más que esto”. En el caso que nos ocupa existen dos diagnósticos sobre la crisis que alimentan dos narrativas contrapuestas difíciles de reconciliar.
El primer diagnóstico, que podríamos calificar de ortodoxo liberal, domina el debate sobre todo en Alemania y los Países Bajos y en, general, es compartido por los países acreedores. Afirma que la crisis de la zona euro es el resultado de la falta de disciplina fiscal y del exceso de endeudamiento de los “fiscalmente irresponsables” y “poco competitivos” países de la periferia. Según esta interpretación, ni el débil diseño de la gobernanza económica del euro (que originalmente no contaba con un fondo de rescate y cuyos instrumentos de coordinación fiscal y supervisión financiera eran mucho más débiles que los de coordinación monetaria), ni la laxa política monetaria pre-crisis del BCE (más adecuada para una Alemania en recesión que para una periferia en expansión), ni la debilidad de la demanda y el exceso de ahorro de Alemania, los Países Bajos o Austria (que implicó superávits por cuenta corriente que terminaron en préstamos a la periferia y alimentaron booms inmobiliarios), ni los fallos de los mercados financieros (que no evaluaron correctamente el riesgo-país dentro de la Unión Monetaria), tendrían responsabilidad alguna.
Según esta narrativa, lo único que hace falta para fortalecer el euro y calmar a los mercados es una mayor disciplina fiscal en la periferia, que debe ser “impuesta” desde el exterior, ya que se habría demostrado que no se puede confiar en la responsabilidad de los gobiernos y electorados de dichos países para apretarse el cinturón. Si esa disciplina fiscal implica grandes recortes en el Estado del Bienestar y una prolongada recesión (incluso acompañada de deflación para recuperar la competitividad-precio de sus exportaciones) los países deben estar dispuestos a asumirlos. Tan sólo contarán con los recursos de la FEEF para poder seguir pagando su deuda si el ajuste es tan duro que les impide a corto plazo hacer frente a sus obligaciones de pago.
Pero existe otra interpretación de la crisis, la dominante en los países del sur (y en menor medida en Francia, en la Comisión y en el Parlamento europeos), que subraya que el aumento del déficit y la deuda pública son el resultado de la crisis financiera internacional (y no su causa). Dado que países como España e Irlanda eran modelos de cumplimiento de las reglas fiscales del PEC –mientras que Alemania y Francia, no–, el origen de la crisis de la zona euro no puede encontrarse en la indisciplina fiscal (salvo en el caso griego), sino en que el edificio de la gobernanza de la zona euro estaba mal diseñado. Si esto fuera así, las reformas, además de fortalecer el PEC e introducir elementos de mayor responsabilidad y coordinación en las cuentas públicas entre países, deberían centrarse en vigilar la generación de desequilibrios macroeconómicos dentro de la zona euro (lo que permitiría alertar y anticipar los problemas y exigiría soluciones que pasarían por cambios de políticas tanto en los países con déficit como en los que tienen superávit), proporcionar una línea de crédito precautoria cuando los países se vean afectados por shocks externos pero tengan fundamentos macroeconómicos sólidos y establecer mayores transferencias fiscales entre estados para compensar la pérdida de política monetaria y cambiaria que experimentan los países que se integran en una moneda única, y que son pérdidas importantes cuando aparecen shocks asimétricos.
Es imposible dilucidar cuál de los dos diagnósticos es el correcto ya que ni siquiera existe un consenso en macroeconomía sobre muchos de estos aspectos. Además, son los elementos ideológicos, que por su propia naturaleza son difíciles de modificar, los que condicionan cómo se posicionan los distintos actores en este debate (de hecho hay economistas y políticos en la periferia de la zona euro que defienden la visión ortodoxa imperante en Alemania y viceversa). En cualquier caso, este choque de narrativas sobre la crisis condiciona de forma superestructural –y en ocasiones sin que los distintos actores sean conscientes de ello– el debate sobre la reforma de la gobernanza del euro. Aunque todos los países puedan coincidir en que se debe salvar el euro a cualquier precio porque el coste político para la UE de no hacerlo sería demasiado alto, las diferencias en el diagnóstico de la crisis y en la identificación de culpables hacen muy difícil una convergencia de opinión sobre qué medidas adoptar. Cuando se introducen en el tablero los intereses, tema al que pasamos a continuación, se hace todavía más difícil alcanzar una síntesis a partir de este choque de narrativas antitéticas.
Intereses: quién paga, cuánto y cuándo
Los líderes políticos, los gobiernos que intentan representar el interés nacional y las instituciones financieras realizan cálculos coste-beneficio que determinan sus tácticas de negociación. Aunque a veces han titubeado, todos consideran que los costes de una ruptura del euro serían mucho mayores que los beneficios. Para países exportadores y con monedas fuertes como Alemania el euro ha supuesto un seguro contra las devaluaciones periódicas que los países del sur (incluida Francia) hacían con respecto al marco alemán en el pasado, lo que ha mejorado notablemente la contribución del sector exterior a su crecimiento. Para los países con monedas débiles y tendencia a la inflación el euro ha supuesto un ancla de estabilidad y una bajada en los costes de financiación que ha permitido un crecimiento muy significativo (aunque desequilibrado). Finalmente, el euro es un proyecto en el que hay invertido demasiado capital político como para permitir que fracase. Por estos motivos hay intereses convergentes en hacer lo necesario para salvar la moneda única, lo que requiere estabilizar los mercados de deuda pública de los países de la periferia.
Sin embargo, como en el contexto actual proteger al euro requiere sacrificios (ya sean en forma de contribuciones o garantías al fondo de rescate, aumentos de liquidez o compra de deuda por parte del BCE o pagos indirectos mediante reducciones de gasto en los países con problemas de deuda soberana), la cuestión es cómo se reparte la carga del ajuste y en qué momento se realizan los desembolsos y se ponen en práctica los impopulares programas de ajuste. El “cuándo” es crucial porque los ciclos electorales en la UE no están sincronizados y la política europea juega un papel cada vez más importante en el grado de aprobación que los electorados muestran hacia sus dirigentes en las elecciones nacionales y regionales.
Por último, también existe un conflicto de intereses por ganar cuotas de poder entre las distintas instituciones europeas, sobre todo entre el Consejo Europeo, la Comisión y el Parlamento. El primero representa el modelo de integración basado en el intergubermentalismo, que en los últimos años ha ganado poder. Por su parte, la Comisión y el Parlamento pretenden restar poder a los Estados-nación e impulsar lo que en la jerga de la UE se conoce como una ever closer Union (una Unión cada vez más estrecha).
En este juego de intereses el mayor poder de negociación lo tiene el gobierno alemán. Como la economía alemana es la mayor de la zona euro, la más competitiva, la que registra ahora una mayor tasa de crecimiento, un menor coste de financiación y la que es percibida por los mercados como la más creíble en sus políticas de contención del gasto, es la que tiene que contribuir en mayor medida al apoyo de los países con dificultades (fundamentalmente mediante su aportación a la FEEF y al MEE, aunque también, como en el pasado, como principal contribuyente al presupuesto de la UE). Pero el gobierno de Merkel se mueve entre dos restricciones. Por una parte, necesita estabilizar los mercados de deuda de la zona euro al menor coste posible para el contribuyente alemán, que se muestra cada vez más nacionalista y reacio a seguir transfiriendo recursos a la UE. En este sentido podría decirse que Alemania ya ha superado su complejo de culpabilidad derivado del Holocausto y la Segunda Guerra Mundial, por el cual sólo se entendía a sí misma como “encorsetada” (y a la vez protegida) por el proyecto europeo. Hoy, reunificada y fuerte, cree poder volar sola, incluso al margen de sus socios europeos si estos la presionan para pagar más. Por lo tanto, parece que aquello de “la UE es que todos se ponen de acuerdo y paga Alemania”, tiene sus días contados.
Pero al mismo tiempo, el gobierno alemán es consciente de que, como los bancos alemanes son los principales acreedores de los países e instituciones financieras de la periferia europea, si la ayuda alemana es insuficiente y estos países tienen problemas para hacer frente a sus compromisos, los bancos alemanes incurrirían en pérdidas que pondrían poner en duda su propia viabilidad, ya que muchos de ellos tienen una situación poco saneada por su elevada exposición a activos tóxicos. Este delicado equilibrio explica los titubeos de Merkel: conforme la situación en los mercados de deuda se va tranquilizando reduce su “generosidad” con el fondo de rescate para contentar a los votantes alemanes y mejorar sus perspectivas electorales, mientras que cuando las tensiones financieras aumentan se muestra más dispuesta a contribuir para evitar un efecto dominó que termine tumbando a algún banco alemán, lo que obligaría a su gobierno a gastar todavía más fondos en su rescate.
Esta misma lógica también sirve para entender la inconsistente posición alemana sobre la posibilidad de aceptar quitas en eventuales reestructuraciones de deuda para países como Grecia, Irlanda o Portugal. Por el momento, el gobierno de Merkel, en contra de la posición de la mayoría de los países, ha impuesto que a partir de 2013 podrá haber defaults dentro de la zona euro, pero no antes de esa fecha. Esto significa que se podrá obligar a un país que solicite financiación del MEE después de 2013 a reestructurar su deuda o acordar quitas con los bonistas si se considera que su problema es de solvencia y no de liquidez, lo que supondrá que los acreedores privados podrían sufrir pérdidas, reduciendo así la parte del rescate que tienen que financiar los votantes con sus impuestos (los países de la periferia se oponían a esta opción porque la mera posibilidad de defaults futuros incrementa el coste de financiación en el presente). Pero, ¿qué lleva a Alemania a querer una cosa hasta 2013 y la contraria a partir de esa fecha? Pues precisamente que los votantes alemanes están de acuerdo en que los inversores que hayan financiado a países con problemas contribuyan a la solución soportando una quita, pero Merkel necesita ganar tiempo para que los bancos alemanes limpien sus balances y tengan una situación más sólida para hacer frente a eventuales pérdidas causadas por estas quitas. Una vez más, los términos del debate quedan fijados por las restricciones y el margen de maniobra del gobierno alemán (y en mucha menor medida por los de otros países acreedores que comparten el diagnóstico alemán de la crisis y que también se resisten a desembolsar más fondos, como los Países Bajos y Finlandia).
Al otro lado se encuentran los países de la periferia que ya han pedido apoyo financiero a la Unión o que, como España, tienen situaciones macroeconómicas delicadas que requieren tanto reformas internas como apoyos puntuales por parte del BCE. Estos países son, en general, conscientes de la imperiosa necesidad de avanzar en las reformas estructurales para restablecer la confianza y aumentar el crecimiento. También sienten la presión de sus socios de la euro zona por avanzar en dichas reformas para que sus problemas económicos internos no pongan en peligro la estabilidad del euro (de hecho para Grecia, Irlanda y Portugal, esta presión de sus socios se ha convertido ya en la cesión de su política económica a Bruselas a cambio de la ayuda de la FEEF y el FMI).
Sin embargo, como sus gobiernos son conscientes de que una posición más solidaria por parte de los países del centro puede suavizar la dureza del ajuste y la velocidad de las reformas –y por tanto reducir su impacto electoral adverso– maniobran para obtener el máximo de apoyo (en forma de una FEEF mayor y más flexible, menores compromisos de reformas en el Pacto por el Euro Ampliado, o un mayor compromiso del BCE para proporcionar liquidez a sus bancos y comprar deuda pública en el mercado secundario) a cambio de el mínimo de reformas. Aunque su posición negociadora es débil intentan extraer el máximo de concesiones de Alemania. Para ello esgrimen dos argumentos. El primero es que como la interdependencia financiera dentro de la zona euro es tan elevada es una prioridad para todos los países estabilizar los mercados financieros de deuda. De hecho, este argumento puede fácilmente convertirse en una posición negociadora dura si amenazan con el default de su deuda, que ocasionaría pérdidas a los acreedores en toda Europa y crearía una enorme inestabilidad en los mercados. El segundo, basado en la narrativa de la crisis expuesta arriba, enfatiza que el mero ajuste de cinturón por parte de los países con dificultades no resolverá los problemas de la arquitectura institucional del euro a largo plazo. Sostienen que el euro del futuro necesita más transferencias fiscales entre sus Estados miembros, así como eurobonos para desterrar la especulación contra los títulos de deuda soberana de un país concreto.
Por último, Francia, que históricamente ha tenido una posición opuesta a la de Alemania y ha abogado por establecer contrapesos políticos al BCE e incrementar la coordinación fiscal (incluso con mayores fondos europeos), mantiene, en esta ocasión, una sorprendente posición de alineamiento con las tesis alemanas. Parece haber interpretado que, como se encuentra en una posición de relativa debilidad, la estrategia de alineamiento con Alemania es la única que le permite tener cierta influencia y protagonismo en la reforma de la gobernanza del euro.
En definitiva, como el equilibrio de poder en la zona euro favorece desproporcionadamente a Alemania, las reformas que están saliendo adelante van más en la dirección de a alemanizar Europa que de europeizar Alemania, lo cual representa un cambio histórico en la construcción europea.
Conclusión: A pesar de las dificultades, la reforma de la gobernanza de la zona euro avanza a buen paso. En menos de un año se han tomado decisiones importantes para fortalecer el diseño institucional de la unión monetaria en casi todas las áreas en las que se han detectados debilidades importantes (reforma financiera, coordinación fiscal, vigilancia de desequilibrios económicos, creación de un fondo de rescate permanente y acuerdos para impulsar la competitividad y el crecimiento).
La forma concreta que está adoptando la nueva gobernanza del euro responde a la interacción de tres fuerzas: (1) las ideas, que crean narrativas sobre las causas de la crisis; (2) los intereses de los principales países (posibles acreedores frente a posibles deudores), que imponen restricciones políticas y financieras; y (3) las propias instituciones europeas. La interacción de estas tres piezas moldea el resultado final.
Durante este proceso se ha vuelto a poner de manifiesto que la principal restricción a la que se enfrenta la gobernanza económica del euro es la política interna de cada país. En países acreedores como Alemania esto supone una fuerte resistencia a convertir la unión monetaria en una unión fiscal, por lo que el objetivo es hacer viable al euro con el mínimo coste para el contribuyente alemán; es decir, forzando a que los países de la periferia se aprieten el cinturón para estabilizar los mercados de deuda soberana. En los países con problemas este mismo conflicto se representa de otra forma, como bien ilustran los casos de Grecia, Irlanda y Portugal. Como la soberanía nacional reside en el nivel nacional y no en la Unión, los gobiernos se resisten a que las instituciones europea les obliguen a hacer reformas que sus poblaciones no apoyan (sean o no necesarias). Además, pueden amenazar a los acreedores con la reestructuración o el default de su deuda si no reciben suficiente apoyo europeo. Al hacerlo, están dejando claro que más allá del debate sobre comportamientos económicos virtuosos o viciosos del norte y el sur, restablecer la estabilidad financiera en la zona euro, requiere una solución compartida ya que los intereses también son compartidos.
Federico Steinberg
Investigador Principal de Economía Internacional del Real Instituto Elcano y Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid