Tema: El Sistema Monetario Internacional se encuentra en un momento de transición. Este trabajo analiza las posiciones de la zona euro, EEUU y China y sostiene que es poco probable que se produzcan cambios radicales en el corto y medio plazo.
Resumen: El Sistema Monetario Internacional (SMI) se encuentra en transición. Desde China y otros países emergentes se reclaman cambios sustanciales en su funcionamiento, así como en el papel cuasi-hegemónico que el dólar sigue jugando en el mismo. Este trabajo muestra que pese a la retórica del enfrentamiento entre grandes potencias es improbable que se produzcan situaciones desestabilizadoras porque los principales actores encuentran el statu quo más ventajoso de lo que muestran sus declaraciones públicas. Se analizan las posiciones de EEUU y China en relación al debate sobre la reforma del SMI, así como las distintas posiciones que existen dentro de la zona euro, que hacen difícil que Europa sea una región más influyente en asuntos monetarios internacionales.
Análisis
Introducción
El Sistema Monetario Internacional (SMI), definido como el conjunto de reglas e instituciones que regulan los intercambios económicos entre países, se encuentra en transición. La creciente multipolaridad que caracteriza a la economía mundial, que se ha acelerado desde el estallido de la crisis financiera global en 2008 por el fuerte crecimiento de los países emergentes y la debilidad de las economías occidentales, hace que las reglas de juego del actual sistema y la centralidad del dólar estadounidense en el mismo estén siendo cada vez más cuestionadas.
Los países emergentes son cada vez más críticos con la política económica norteamericana. Las protestas de China por la irresponsable política fiscal de EEUU (que pone en riesgo sus activos en dólares) o las de Brasil por la apreciación del real que se produce cada vez que la Reserva Federal activa una nueva ola de expansión monetaria, se han vuelto habituales. Pero EEUU, lejos de ejercer un liderazgo responsable en asuntos monetarios internacionales como el que tuvo tras la Segunda Guerra Mundial, ha entrado en este juego de confrontación y viene acusando desde hace años a China de “jugar sucio” y no permitir una reducción de los desequilibrios macroeconómicos globales al mantener su tipo de cambio fijo con respecto al dólar y acumular ingentes cantidades de reservas. Como respuesta, y para intentar protegerse de las “ráfagas” de liquidez que le envía EEUU, China, además de mantener sus controles de capitales, ha iniciado lentamente la internacionalización del yuan, que por el momento se centra más en los aspectos comerciales (más fáciles de controlar) que en los financieros (que exigirían la flexibilización del tipo de cambio y la apertura del sistema financiero, algo que las autoridades chinas todavía no están dispuestas a hacer). A todas estas tensiones hay que añadir las que emanan de la inestabilidad de la crisis de la deuda soberana en la zona euro (ZE). La moneda única europea se ha convertido en la segunda moneda de reserva global, por lo que sus problemas internos representan un riesgo sistémico para el SMI. Además, el Banco Central Europeo (BCE), con sus inyecciones de liquidez en forma de préstamos a tres años al sistema bancario de la ZE iniciadas en diciembre de 2011, parece haber entrado también en la “guerra de divisas”. Esta política monetaria expansiva tiene como efecto indirecto una tendencia a la depreciación del euro, que deleita a los países periféricos pero preocupa a Alemania. Por último, en el Fondo Monetario Internacional (FMI), que es uno de los polos desde los que se ejerce la gobernanza del SMI, se están agudizando las luchas de poder entre los países emergentes y los europeos por modificar las cuotas y votos dentro de la institución. Todos saben que el FMI no es una institución capaz de ejercer poder sobre los países grandes, pero, aun así, todos quieren tener una mayor representación.
En definitiva, aunque el SMI experimentará cambios a largo plazo, es difícil de precisar hacia dónde se dirige, y si sus ajustes serán fruto de las negociaciones internacionales en el G-20 o de la rivalidad geopolítica y el conflicto entre grandes potencias. En el futuro, el SMI podría evolucionar hacia un sistema multi-divisa (donde los Derechos Especiales de Giro –DEG– del FMI también podrían actuar como una de las monedas globales), hacia uno vinculado al oro (especialmente si los altos niveles de deuda en los países desarrollados hacen que los inversores pierdan la confianza en el papel moneda), o mantenerse en la situación actual, con un patrón-dólar flexible que no contenta a nadie pero que no tiene alternativas viables.
En todo caso, lo que sí parece claro es que pasarán años hasta que se produzcan cambios sustantivos en el SMI. La continuidad será la característica fundamental del sistema por varios motivos. Primero, porque los países emergentes no tienen la capacidad de proponer alternativas y además, como veremos, algunos de ellos están más cómodos de lo que parece con el actual statu quo. Segundo, porque EEUU, aunque utilizará su poder monetario para retrasar su ajuste fiscal y obligar a otros a sufrir pérdidas (mediante la depreciación del dólar), todavía está lejos de haberse colocado en un punto de no retorno que lleve a una pérdida de confianza total en el billete verde (algo que sí podría suceder en una década si no pone en orden sus cuentas públicas). Tercero, porque la ZE, que es el único bloque que podría llegar a plantar cara a EEUU, está demasiado enfrascada en sus problemas internos como para poder hablar con una sola voz, por lo que su perfil en el debate de la reforma del SMI seguirá siendo bajo.
Lo que seguramente sí irá ganando cada vez más intensidad en los próximos años será la retórica del enfrentamiento entre grandes potencias, con acusaciones mutuas que pueden llevar a picos de tensión en determinadas situaciones pero que es improbable que deriven en situaciones desestabilizadoras. De hecho, como mostraremos a lo largo de este trabajo, la actual configuración del SMI, aunque imperfecta, sirve bien a los intereses de los principales países, en especial los de EEUU y China (pero también a algunos países de la ZE, como Alemania), por lo que, en cierta medida, la retórica del enfrentamiento puede calificarse como hipócrita: responde más a contentar a ciertos grupos de la opinión pública dentro de los países que a un genuino interés por reformar el sistema.
¿Qué tiene que hacer el SMI?
El SMI tiene tres funciones principales: (1) facilitar el ajuste; (2) proveer liquidez; y (3) asegurar la confianza. El ajuste se refiere al mecanismo por el que se resuelven los desequilibrios de balanza de pagos entre países, y depende de forma crucial del régimen de tipos de cambio. La liquidez se refiere a la gestión de la oferta de medios de pago, que son necesarios para que países, empresas y particulares lleven a cabo sus transacciones y financien sus proyectos de inversión. Por último, la confianza hace referencia a la composición de la liquidez, concretamente, al grado de credibilidad de los principales instrumentos financieros, y muy especialmente de las monedas de reserva internacional.
En su actual configuración, el SMI cumple con desigual suerte estas tres funciones. El ajuste de los desequilibrios macroeconómicos globales se ve dificultado porque no existen unas reglas de juego comúnmente aceptadas (como las que, por ejemplo, hubo durante el período de Bretton Woods (1944-1971) o durante el patrón oro del siglo XIX). Los países avanzados y los principales emergentes latinoamericanos tienen tipos de cambio flexibles, mientras que China y los países exportadores de energía de Oriente Medio fijan sus monedas al dólar y otros países emergentes asiáticos intervienen esporádicamente en los mercados de divisas para frenar la tendencia a la apreciación de sus monedas, seguir teniendo unas exportaciones dinámicas y acumular reservas a fin de estar protegidos contra las crisis financieras. Además, en los últimos años, países avanzados como Japón y Suiza han intervenido en los mercados cambiarios para debilitar sus divisas mientras que EEUU y el Reino Unido (y en menor medida la ZE) han impulsado políticas monetarias expansivas que tienen como objetivo generar crecimiento y empleo pero que también tienden a generar la depreciación de sus monedas.
Este mosaico de intervenciones es lo que se conoce como la “guerra de divisas”. Como no existe nada parecido a un gobierno financiero mundial, el SMI no tiene ningún mecanismo ni para coordinar a los distintos países para que eviten los conflictos cambiarios ni para “obligar” al ajuste de los desequilibrios de balanza de pagos (como explicamos abajo, ni el FMI ni el G-20 pueden cumplir esta función). Los ajustes, cuando se producen, llegan de forma abrupta y mediante crisis financieras; es decir, son las salidas bruscas de capital desde los países con déficit púbico y externo las que reducen los desequilibrios por cuenta corriente mundiales (como, por ejemplo, está sucediendo en la periferia de la ZE). Sin embargo, el gran país deficitario (EEUU) sortea el ajuste porque los inversores siguen confiando en el dólar (lo que le permite mantener sus déficit de forma indefinida, es decir, ejercer su poder monetario), mientras que los países con superávit por cuenta corriente como China y Alemania no sienten presión alguna por ajustarse. Ni el FMI ni el G-20 son capaces de imponer los ajustes puesto que en el campo financiero, al contrario de lo que sucede con el comercial, los países son muy reacios a ceder soberanía a instituciones supranacionales (de hecho, sólo lo hacen cuando no les queda más remedio, es decir, cuando necesitan un rescate).
En relación a los elementos de liquidez y confianza del sistema, EEUU como país y el dólar como moneda siguen siendo los grandes protagonistas (como muestra la Tabla 1 la divisa estadounidense es la moneda dominante en las transacciones y reservas internacionales, lo que convierte a la Reserva Federal en el principal proveedor de liquidez global).
Tabla 1. Monedas internacionales, en porcentaje del total mundial (2010)
Dólar | Euro | Yen | Otras | |
Reservas internacionales | 62 | 27 | 3 | 8 |
Usos en mercados cambiarios (/200%) | 85 | 39 | 19 | 57 |
Títulos de deuda emitidos | 46 | 31 | 6 | 17 |
Préstamos bancarios internacionales | 54 | 16 | 4 | 27 |
Facturación de flujos comerciales (1) | 48 | 29 | – | – |
(1) Datos de 2007.
Fuente: BCE y Fondo Monetario Internacional (2010).
Pero el billete verde ya no está solo. El euro, pese a sus problemas, se ha consolidado como la segunda moneda de reserva internacional y otras divisas como el yen japonés, la libra británica, el franco suizo y el dólar australiano también se utilizan para la diversificación de carteras. Por su parte, el yuan chino está comenzando a emplearse para algunas transacciones comerciales pero no está claro que, por el momento, China esté interesada en promover su uso como moneda de reserva, ya que para ello tendría que liberalizar su sistema financiero y flexibilizar su tipo de cambio.
En definitiva, aunque EEUU no es ni la sombra de la potencia que era en 1945, el dólar continúa siendo la moneda hegemónica porque los demás países no se han mostrado ni capaces ni dispuestos a promover de forma decidida el uso de sus monedas como activos de reserva del SMI (téngase en cuenta que emitir la moneda de reserva, además de ventajas –ingresos por señoriaje, menor coste de financiación y poder monetario– lleva asociados costes, como una alta volatilidad del tipo de cambio (sobre todo con apreciaciones inesperadas que perjudican a las sus exportaciones) y la responsabilidad de jugar un papel estabilizador del SMI en momentos de incertidumbre mediante la provisión de liquidez. Por ello, Japón o Alemania nunca se han mostrado interesados en internacionalizar sus monedas.
Pero que el dólar siga siendo la moneda dominante no significa que este exenta de problemas. De hecho, tanto los altos niveles de deuda y déficit en EEUU como las incertidumbres que rodean a la ZE hacen que exista un creciente problema de confianza en las dos principales monedas de reserva del SMI (dólar y euro). La pérdida de la máxima calificación crediticia por parte de la mayoría de los países avanzados (incluido EEUU), el elevado precio del oro y la aparición de burbujas en los mercados inmobiliarios y de activos de algunos países emergentes indican que el SMI está sometido a elevados niveles de incertidumbre y a una desconfianza en los activos refugio que no hemos visto en décadas. Esto no significa que sea inminente una súbita huida del papel moneda (que, recordemos, desde que se rompió el patrón oro-dólar en 1971, depende enteramente de la confianza), pero sí que alerta sobre una situación que, de continuar durante unos cuantos años más, podría terminar de forma abrupta con una nueva crisis financiera.
Hipocresía en el G-2
Desde hace años, y especialmente desde el estallido de la crisis financiera global en 2008, la simbiótica relación financiera entre EEUU y China está en el centro del debate sobre la reforma del SMI. China acusa a EEUU de abusar del “exorbitante privilegio” del que disfruta por emitir la principal moneda global y de seguir políticas monetarias y fiscales expansivas irresponsables para generar crecimiento, exportando inflación en vez de ajustar sus precios y salarios y aumentar su tasa de ahorro para ganar competitividad y sanear sus desequilibrios macroeconómicos. Por el contrario, EEUU acusa a China de manipular su tipo de cambio para obtener una ganancia artificial de competitividad, reprimir el consumo interno (a favor del ahorro y la inversión, es decir, a costa del bienestar de sus ciudadanos), “robar” empleos al resto del mundo, exportar una indeseable deflación que no facilita el proceso de desapalancamiento post-crisis y, en definitiva, no asumir que su moneda debe apreciarse reflejando el enorme crecimiento de su economía (y que eso sería bueno para ella y también para el mundo, porque generaría una necesaria nueva fuente de demanda para los productos de los demás países).
A pesar de esta retórica del conflicto ambos países han optado por no emprender acciones para modificar la actual situación. China no ha vendido sus títulos denominados en dólares y EEUU no ha impuesto aranceles unilaterales para las importaciones chinas ni ha clasificado al país oficialmente como “manipulador de tipo de cambio”. El análisis de la economía política de esta relación de interdependencia –es decir, quién gana con el statu quo y quien perdería si éste se modificara– ayuda a entender el comportamiento de ambas potencias y pone en evidencia que existe un elevado grado de hipocresía en sus recriminaciones mutuas. Un yuan subvaluado es más conveniente que dañino para la mayoría de ciudadanos y empresas estadounidenses y la política económica expansiva norteamericana es la que permite que China mantenga un nivel de crecimiento elevado, que es la principal fuente de legitimidad de su gobierno autoritario. Una eventual apreciación del yuan encarecería los productos chinos en EEUU, lo que equivaldría a un aumento del impuesto sobre el consumo y a una importante reducción de beneficios de las empresas estadounidenses que producen en China y exportan al mercado mundial. Además, la apreciación de la moneda china probablemente no terminaría con el déficit por cuenta corriente de EEUU porque los empleos de baja cualificación en el sector exportador chino no regresarían a Norteamérica (que tiene unos costes laborales elevados), sino que se trasladarían a otros países con salarios bajos como Vietnam (de hecho, esto, en parte, ya está sucediendo porque los salarios en China están aumentando).
Desde el punto de vista chino, políticas fiscales y monetarias más restrictivas en EEUU supondrían una reducción de la demanda para sus productos por parte de su principal mercado (recordemos que el consumidor estadounidense, aunque mermado en su capacidad de gasto, sigue siendo el consumidor de último recurso de la economía internacional, y muy especialmente de las manufacturas chinas). Sin la demanda externa de EEUU, el crecimiento chino se reduciría, lo que podría general inestabilidad política, que es precisamente lo que el gobierno quiere evitar.
En definitiva, aunque ambos países ven ciertos riesgos en el equilibrio actual (que además en el largo plazo debería ser insostenible porque los pasivos externos de EEUU no pueden crecer indefinidamente), consideran que las alternativas son peores, especialmente en un entorno de incertidumbre como el actual, con perspectivas de crecimiento más débiles que antes de 2007 en ambos países. Por ello, la actual retórica de enfrentamiento debe entenderse en clave de consumo interno. Para las autoridades estadounidenses es útil culpar a los productos chinos de los problemas del desempleo en EEUU y para las autoridades chinas resulta conveniente cohesionar al país ante los aparentes abusos que la vieja potencia hegemónica en declive (EEUU) impone sobre una China en ascenso.
Desunión en la zona euro
La ZE, además de atravesar una crisis interna de grandes proporciones que está poniendo en duda la propia viabilidad de la unión monetaria, no ha logrado en su primera década larga de existencia definir su posición en relación al SMI. Así, resulta llamativo que, igualando en tamaño a la economía de EEUU (y superándola en cuota del comercio mundial) y triplicando a la de China, esté prácticamente ausente del debate sobre la reforma del SMI. Esto se explica porque dentro de la ZE hay posiciones enfrentadas tanto sobre qué papel debe jugar el euro en el mundo como sobre cuál es la mejor forma de gestionar el sistema multilateral de tipos de cambio.
Además de como un impulso a la integración europea, todos los países de la ZE concibieron la creación de la moneda única como un instrumento para ganar autonomía (y en mucha menor medida influencia) en asuntos monetarios internacionales con respecto a EEUU (dada su elevada interdependencia comercial, los países europeos siempre han preferido los tipos de cambio fijos, por lo que desde la ruptura del sistema de Bretton Woods en 1971 optaron por la coordinación de sus políticas cambiarias, que desembocó en la creación del euro casi tres décadas después). Sin embargo, nunca ha habido acuerdo sobre cuál debería ser el papel internacional del euro, por lo que no existe una posición oficial con respecto a la internacionalización de la moneda única, no ha sido posible que la ZE tenga una voz única en el FMI (y en el G-20 solo se ha llegado compromisos de mínimos) y ha tendido a producirse cierta cacofonía en las declaraciones sobre el tipo de cambio del euro, que hacen que desde fuera se perciba que no queda claro quién manda dentro de la ZE.
Las mayores tensiones dentro de la unión monetaria se han producido entre Alemania y Francia (a la que, en ocasiones, se ha sumado España). Alemania siempre ha preferido un euro fuerte que ayude a controlar la inflación porque, en general, sus exportaciones no compiten por precio. Tampoco se ha mostrado demasiado entusiasmada por la idea de que el euro compita con el dólar como la moneda de reserva mundial, ya que esto incrementaría su volatilidad cambiaria, introduciría incertidumbre sobre los flujos comerciales de la ZE y obligaría al BCE a jugar un papel de estabilizador del SMI en momentos de falta de liquidez, que podría entrar en colisión con su mandato anti-inflacionista. Por su parte, Francia, que desde los años 50 ha intentado actuar como un contrapeso geopolítico a la hegemonía estadounidense, siempre se ha mostrado partidaria de que el euro gane peso como moneda global para poder utilizarla como arma geopolítica. Asimismo, cada vez que la moneda única se ha apreciado con fuerza, los países mediterráneos han demandado al BCE una expansión monetaria que contribuyera a la depreciación del tipo de cambio para dinamizar las exportaciones (aunque ello implicara ciertos riesgos inflacionarios), lo que ha causado la indignación de Alemania. Todo ello hace que no exista una visión clara y homogénea sobre qué tipo de reformas en el SMI interesarían más a la ZE. Esto ha llevado los países del euro a sentirse cómodos alineándose con la posición estadounidense sin hacer demasiado ruido (de hecho, nunca han apoyado la propuesta china de comenzar a reducir el papel del dólar como fuente principal de liquidez mundial y sustituirla por los DEG del FMI).
Por último, los países del euro son conscientes de que están sobrerrepresentados tanto en el FMI como en el G-20, por lo que a medio y largo plazo no les quedará más remedio que ceder cuotas de poder a los países emergentes. Por ello han preferido mantener un perfil más bien bajo en ambas instituciones para que no se los acuse de intentar imponer sus posiciones por disfrutar de una “injustificada” posición de privilegio. Lo que la ZE sí ha intentado es exportar su propio modelo de supervisión macroeconómica (que, por otra parte, ha mostrado deficiencias en su funcionamiento dentro de la ZE) promoviendo en el FMI y en el G-20 un mayor diálogo multilateral y el examen mutuo de las políticas macroeconómicas de los países considerados sistémicos (lo que se conoce como el Mutual Assessment Programme –MAP– del G-20, que pretende asegurar un crecimiento equilibrado y sostenible para la economía mundial). Sin embargo, como EEUU, China, Brasil y la India no se han mostrado dispuestos a ceder mayores cuotas de soberanía monetaria a las instituciones financieras internacionales, los esfuerzos de la ZE por multilateralizar bajo un nuevo marco de reglas comunes la resolución de los desequilibrios macroeconómicos globales sólo ha experimentado mínimos avances.
Si la ZE logra resolver sus problemas internos y avanza hacia una unión fiscal será más fácil que pueda adoptar una posición común en relación a la reforma del SMI. Pero mientras esto no ocurra seguirá siendo un actor secundario en los debates clave. Esto resulta paradójico ya que, tanto por peso económico como por legitimidad, la ZE está mucho más capacitada que China para actuar como contrapeso a EEUU en la reforma del SMI. Además, la propia crisis de la deuda en Europa ha incrementado el peso del euro en las reservas internacionales porque los países de la ZE han realizado numerosas emisiones que algunos países emergentes han aprovechado para diversificar sus activos más allá del dólar.
Conclusión: El actual SMI se encuentra en transición porque el cambio en el equilibrio de poder que está teniendo lugar en la economía mundial a favor de las potencias emergentes también tiene su plasmación en asuntos monetarios. Asimismo, las actuales reglas de funcionamiento del SMI se han mostrado poco efectivas para resolver los desequilibrios macroeconómicos globales de forma coordinada (algunos de ellos se han reducido por el propio efecto de la crisis pero no por la cooperación entre Estados) y plantean dudas sobre los elementos de liquidez y confianza debido a que el dólar está cada vez más cuestionado como moneda de reserva global. Sin embargo, como hemos explicado, la continuidad será la tónica general del sistema, tanto porque no se vislumbran alternativas claras al actual patrón flexible basado en el dólar como porque el actual statu quo sirve bien a los intereses de corto plazo tanto de EEUU como de China.
En la ZE, mientras no se resuelvan los problemas de la crisis de la deuda soberana, será difícil que pueda adoptarse una posición común y firme en asuntos monetarios internacionales que permita ganar poder e influencia a la ZE. Sin embargo, si la crisis del euro sirve para fortalecer los mecanismos de gobernanza internos de la moneda única y avanzar en reformas que permitan a las economías europeas aumentar su potencial de crecimiento, se allanaría el camino tanto para que el euro tenga un mayor peso internacional como para que la ZE pueda moldear los cambios que en el futuro se habrán de producir en el SMI.
Federico Steinberg
Investigador principal de economía internacional, Real Instituto Elcano, y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid