Tema[1]: La crisis de la zona euro está alemanizando Europa y haciendo a la UE perder apoyo ciudadano. Es necesaria una nueva narrativa sobre la necesidad de la UE en un mundo globalizado.
Resumen: La crisis de la zona euro ha dado lugar a una UE de acreedores y deudores, donde los acreedores están impulsando la alemanización de las economías del sur, al tiempo que las autoridades europeas intentan avanzar hacia una unión bancaria, fiscal, económica y política que permita la supervivencia del euro y de la UE. Sin embargo, al mismo tiempo, la ciudadanía se muestra crítica con la UE. Se impone, por tanto, además de completar la unión monetaria, generar una nueva narrativa ilusionante sobre la necesidad de Europa en un mundo globalizado.
Análisis:
Introducción
La crisis del euro se está convirtiendo en una pesadilla tanto para los ciudadanos como para los líderes políticos de la zona euro. Por una parte, los países del sur están sufriendo una severísima y prolongada crisis económica con tasas de paro inéditas y con un fuerte impacto sobre la cohesión social, que en buena medida asocian a las políticas impulsadas por la UE. Los ciudadanos se sienten apabullados por los recortes y no ven una salida a la crisis ni entienden por qué no se puede adoptar otra estrategia económica para superar los obstáculos. Por otra parte, los países del norte de Europa, aunque no sufren las penalidades económicas de forma significativa, también están cada vez más descontentos con Bruselas. Sus ciudadanos tienen la creciente sensación de que se les está exigiendo que rescaten a los países en dificultades cuando nunca fueron conscientes de haberse comprometido a tener que hacerlo.
Pero los líderes y las instituciones europeas continúan impulsando la integración. Ante la evidencia de que el diseño original del euro era incompleto y de que el coste de no salvar la moneda única sería demasiado elevado, han hecho de la necesidad virtud y se han lanzado a poner los cimientos de los Estados Unidos de Europa. Como en anteriores pasos de la integración, y siguiendo la lógica funcionalista según la cual cada paso adelante en la creación de una unión más estrecha lleva al siguiente, se ha optado por empezar por la unión bancaria para seguir con la fiscal, la económica y, finalmente, algún tipo de unión política que permita legitimar la enorme cesión de soberanía a las instituciones europeas que se está produciendo.
El problema es que el modo en el que se está llevando adelante el proyecto no responde a la lógica tradicional europea, basada en la solidaridad, la confianza y la igualdad entre Estados. Sigue las pautas marcadas por una Alemania cada vez más hegemónica pero incómoda en su papel de líder, lo que genera desconfianza entre los gobiernos del norte y del sur y un creciente rechazo de una ciudadanía que no encuentra una explicación convincente de por qué “más Europa” es lo que le conviene.
En las próximas páginas analizamos estos asuntos. Tras exponer cómo ha ido tomando forma una unión de acreedores y deudores y mostrar cómo para Alemania la austeridad es más una estrategia política que económica, se analiza cómo sería la presencia internacional de unos Estados Unidos de Europa si alguna vez llegaran a completarse.
Una unión de acreedores y deudores
Durante los primeros años de la crisis financiera global (2007-2009) el euro pareció ser un escudo protector ante el tsunami que provenía de EEUU. Gracias a la moneda única, se decía entonces, se han evitado devaluaciones competitivas y es posible coordinar la respuesta a la crisis. Sin embargo, a partir de los problemas de Grecia a finales de 2009, se pusieron de manifiesto las dificultades para dar una respuesta permanente y creíble a los problemas de financiación soberana y bancaria de los países de la periferia europea. Uno tras otro, los distintos países experimentaron el contagio de la crisis griega, que se plasmaron en aumentos del riesgo soberano alimentadas por fuertes salidas de capital (lo que los economistas llaman un sudden stop). En un primer momento se improvisaron soluciones parciales, siempre a la espera de que pasara el temporal. Incluso se titubeó con la opción de que algún país abandonara el euro. Pero poco a poco, ante la sucesión de rescates y el riesgo de que países sistémicos tuvieran problemas para financiar su deuda, los líderes europeos fueron tomando la determinación de establecer una hoja de ruta para estabilizar los mercados financieros y asegurar la supervivencia de la moneda única. Así, se aprobaron un mecanismo de rescate temporal (el FEEF) y otro permanente (el MEDE), un nuevo pacto fiscal, importantes reformas en la gobernanza económica del euro (six pack y two pack) y se lanzó el proyecto de unión bancaria. Al mismo tiempo, se inició un proceso de consolidación fiscal y reformas estructurales sin precedentes en Europa que, por el momento, no está permitiendo sacar a la zona euro de la recesión y amenaza con deslegitimar las políticas europeas a ojos de los ciudadanos. Y, finalmente, en verano de 2012, el BCE se comprometió a actuar como prestamista de última instancia de los países del euro mediante el programa OMT.
Pero lo más importante y peligroso es que la crisis ha cambiado la lógica de funcionamiento de la UE, ha abierto un cisma entre los países del euro y el resto y ha reabierto el viejo problema de Europa, que Alemania es demasiado grande para Europa pero demasiado pequeña para el mundo. Durante sus primeros 50 años de existencia, la Unión se ha caracterizado por la igualdad entre sus Estados miembros, que actuaban de forma cooperativa adoptando acuerdos cuando había intereses comunes mediante el método comunitario, donde la Comisión Europea lideraba y un Consejo Europeo –donde Francia y Alemania tenían un poder similar– le daba la réplica (con el Tratado de Lisboa el Parlamento Europeo adquirió el poder de codecisión, lo que complicó aún más el laberinto comunitario).
Sin embargo, desde que comenzó la crisis, se ha impuesto una lógica de confrontación entre países acreedores y deudores que difumina cada vez más los intereses comunes y que se plasma en un intergubernamentalismo asimétrico donde los acreedores dictan las reglas y los deudores las acatan. El lenguaje de la cooperación ha dado lugar al de la confrontación y el binomio solidaridad-confianza, que tan bien había funcionado en el pasado entre el norte y el sur, ha sido sustituido por el lenguaje de la condicionalidad, más propio de los programas de rescate del FMI en países en desarrollo que de un conjunto de Estados que pretenden avanzar hacia la unión política. Por último, también se ha producido la ruptura del consenso ideológico que siempre ha tendido a aglutinar tanto a partidos de centro-derecha como de centro-izquierda en torno al proyecto europeo y las opciones anti europeístas están ganando apoyos a gran velocidad, desde Grecia hasta Finlandia.
Esto ha conducido a que el principal país acreedor, Alemania, haya aumentado su poder de forma desproporcionada, lo que le ha permitido ir imponiendo poco a poco su narrativa de la crisis, que identifica como culpables esencialmente a los países del sur. Según el relato dominante en Alemania, la crisis es el resultado de la falta de disciplina fiscal y del exceso de endeudamiento de los “fiscalmente irresponsables” y “poco competitivos” países de la periferia. Según esta interpretación, ni el débil diseño de la gobernanza económica del euro, ni la laxa política monetaria pre-crisis del BCE, ni la debilidad de la demanda y el exceso de ahorro de los países del norte, ni los fallos de los mercados financieros (que no evaluaron correctamente el riesgo país dentro de la Unión Monetaria) tendrían demasiada responsabilidad.
Según esta narrativa, que –al estar apoyada también por el BCE– crea un nuevo eje Berlín-Frankfurt que difumina el clásico eje París-Berlín, lo esencial para fortalecer el euro y estabilizar los mercados financieros es una mayor disciplina fiscal en la periferia, que debe ser “impuesta” desde el exterior, ya que se habría demostrado que no se puede confiar en la responsabilidad de los gobiernos y electorados de dichos países para apretarse el cinturón. Si esa disciplina fiscal implica grandes recortes en el Estado del Bienestar y una prolongada recesión, los países tendrán que estar dispuestos a asumirlas. Tan sólo contarán con recursos europeos para poder seguir pagando su deuda si el ajuste es tan duro que les impide a corto plazo hacer frente a sus obligaciones..
De hecho, la austeridad que impone Alemania debe ser entendida como una estrategia política y no como una receta económica. Las elites políticas en Alemania son perfectamente conscientes de que los recortes de gasto público reducen el crecimiento (aunque haya un debate sobre en qué cuantía), pero también saben que los gobiernos de los países del sur solo recortarán sus Estados del Bienestar y profundizarán en las reformas estructurales si siguen con la soga al cuello; es decir, si no crecen y continúan financiándose a tasas elevadas. Además, desde la lógica ordoliberal alemana, se considera que no debe usarse el gasto público para contrarrestar una caída de la actividad privada porque, dado que el motor de la economía alemana son las exportaciones, nunca se han sentido cómodos aplicando políticas keynesianas que pueden generar deuda e inflación. Para los países del sur de Europa (o para EEUU y el Reino Unido) esto es difícil de comprender. Al fin y al cabo, se supone que las políticas económicas de demanda están para suavizar el ciclo económico. Sin embargo, el hecho de que ante las elecciones alemanas de septiembre de 2013 ningún partido político haya hecho campaña electoral con propuestas de expansión fiscal es buena muestra de que la mayoría de los alemanes tiene otra forma de ver la política económica.
En suma, para Alemania, austeridad y crecimiento no serían antitéticos porque la austeridad llevaría, en última instancia, al crecimiento. Además, la austeridad, la recesión y la presión de los mercados financieros sería la mejor fórmula para asegurar que los países del sur (Francia incluida) profundicen en las reformas, que son consideradas por las elites alemanas como imprescindibles para que el euro sea viable en su configuración actual.
En todo caso, Alemania se siente incómoda teniendo que ejercer un liderazgo que nunca buscó y está cansada de que se la perciba como imperialista en los países del sur, por lo que ha optado por intentar plasmar sus preferencias en nuevas reglas de obligado cumplimiento. Así, el Pacto Fiscal y el resto de reformas de la gobernanza económica europea, los mecanismos de decisión y actuación del MEDE, la forma de abordar la Unión Bancaria o la idea de incorporar “contratos” entre la Comisión Europea y los Estados miembros para asegurar el avance de las reformas estructurales, además de responder a los intereses de corto plazo de Alemania, le permiten fijar un marco de actuación que restringe el margen de maniobra de sus socios para realizar políticas que considera inadecuadas, sin la necesidad de estar vetándolas continuamente. Así, las soluciones de salida de la crisis a la americana (vía impulsos fiscales o política monetaria expansiva heterodoxa) o a la japonesa (vía adopción de objetivos más elevados de inflación para acelerar el desapalancamiento financiero y, de paso, promover las exportaciones) han sido prácticamente desterradas del debate en Europa. Alemania está consiguiendo que las nuevas reglas económicas que se están construyendo para la unión monetaria fijen de forma inamovible una doctrina económica particular, que se asemeja al modelo ordoliberal germánico.
Más allá de que la estrategia alemana de afrontar la crisis tenga finalmente éxito, por el momento ha servido para debilitar el sentimiento de unión y solidaridad en la UE, algo que resulta peligroso en un momento en el que se pretende hablar de mayor integración y de unión política. Por paradójico que resulte, el euro ha servido más para separar Europa que para unirla. Hoy, la mayoría de los ciudadanos del sur de Europa no parecen entender por qué se está siguiendo la política económica de austeridad o cuál es el objetivo último de las reformas. Y, en el norte, tienen cada vez más la sensación de que se están viendo obligados a rescatar a unos países del sur que no han sabido entender que el euro requería que hicieran profundas reformas en sus economías y que optaron por no hacerlo ante el boom de crédito barato que llegó del norte al crearse la unión monetaria. En todo caso, lo que es más grave es que, lejos de ver a Europa como parte de la solución, casi todos la ven cada vez más como parte del problema. Poco a poco, está desapareciendo del discurso un relato convincente sobre por qué es necesaria Europa, y sólo ese relato puede devolver la legitimidad al proyecto europeo y hacer comprensibles para los ciudadanos el proceso de reformas económicas y cesión de soberanía en la que Europa se ha embarcado.
Una nueva narrativa que justifique la necesidad de Europa
A día de hoy, tras más de tres años de crisis del euro lo que parece claro es que todavía aguardan a Europa muchos años de bajo crecimiento, austeridad, reformas estructurales, tensiones en los mercados financieros, fricciones entre países acreedores y deudores y debilitamiento de la cohesión social en los países del sur. Pero aun suponiendo que los ciudadanos europeos estén dispuestos a asumir una década perdida en términos de crecimiento y no den su apoyo en las urnas a partidos anti-euro que lleven al desmantelamiento de la unión monetaria, resulta imprescindible construir una nueva narrativa que sirva para devolver el apoyo al proyecto europeo.
A lo largo del proceso de integración europea ha estado claro que el objetivo último de la Unión era desterrar definitivamente la guerra de Europa. En palabras de Ulrich Beck, se trataba de “convertir a enemigos en vecinos”. Así, a lo largo de cinco décadas, la UE ha fascinado al mundo por su capacidad de resolver los conflictos de forma pacífica y por construir un complejo entramado institucional plagado de pesos y contrapesos capaz de generar crecimiento económico y cohesión social. No era un Estado sino una construcción postmoderna y post-westphaliana en constante evolución, fundada sobre la paz, la cooperación y la igualdad entre los Estados miembros, lo que la diferenciaba del resto de Estados-nación clásicos, que estaban diseñados para la guerra.
Antes de la crisis financiera global, autores como Mark Leonard se permitían aventurar que Europa dominaría el siglo XXI porque su modelo para resolver los conflictos mediante el diálogo, la cooperación, la soberanía compartida, el respeto a las reglas comúnmente acordadas y el gobierno multinivel se revelarían como la mejor forma de ordenar unas cada vez más caóticas relaciones internacionales caracterizadas por la creciente interdependencia económica.
Pero todo esto ha cambiado. Hoy es necesario reconstruir la narrativa de la necesidad de Europa. Sin olvidar que la unión sigue siendo una garantía de paz y estabilidad que no se debería dar por sentada, es necesario buscar nuevos argumentos para frenar el creciente anti europeísmo que está apareciendo en el continente, especialmente entre los jóvenes, que ven las guerras europeas de los siglos pasados como demasiado lejanas. De no hacerlo, los vecinos corren el riesgo de convertirse de nuevo en enemigos.
Esta nueva narrativa pasa necesariamente por reconocer que sólo una Europa unida y fuerte permitirá a los ciudadanos europeos tener una voz en la globalización y dar forma al proceso de acuerdo con sus valores e intereses. Todas las previsiones indican que ningún país europeo, ni siquiera Alemania, estará entre las mayores economías del mundo en 2050. Pero además del auge de las potencias emergentes, los países europeos se enfrentan al envejecimiento de sus poblaciones y a problemas estructurales de crecimiento complicados por altos niveles de endeudamiento público y privado. Por lo tanto, los Estados-nación europeos parecen condenados a la insignificancia en las relaciones internacionales a menos que logren forjar unos Estados Unidos de Europa mediante los que articular una voz común, dejando así de ejercer su poder e influencia de forma fragmentada, como sucede ahora.
Desde el Real Instituto Elcano se ha cuantificado cuál sería la presencia global de estos Estados Unidos de Europa en el caso de que llegaran a existir. Sobre la base del Índice Elcano de Presencia Global, un índice sintético que ordena, cuantifica y agrega la proyección exterior de diferentes países sobre la base de su presencia en los ámbitos económicos, de defensa y de poder blando[2], se observa que la si la UE fuera un país tendría la mayor presencia global del mundo, superando ligeramente a EEUU, pero a gran distancia de China, Rusia, Japón y Canadá, que ocuparían los siguientes puestos en el ranking (véase la Tabla 1).
Tabla 1. Ranking del Índice Elcano de Presencia Global (20 primeras posiciones) incluyendo la Unión Europea (y excluyendo, por tanto, a los países europeos de forma individual)
2012 | 2011 | 2005 | ||||
Puesto | País | IEPG | Puesto | Δ | Puesto | Δ |
1 | Unión Europea | 1.088,3 | 1 | = | 2 | +1 |
2 | Estados Unidos | 1.012,3 | 2 | = | 1 | -1 |
3 | China | 308,4 | 3 | = | 5 | +2 |
4 | Rusia | 243,7 | 5 | +1 | 4 | = |
5 | Japón | 237,4 | 4 | -1 | 3 | -2 |
6 | Canadá | 194,1 | 6 | = | 6 | = |
7 | Arabia Saudí | 152,1 | 9 | +2 | 8 | +1 |
8 | Australia | 149,4 | 7 | -1 | 7 | -1 |
9 | Corea del Sur | 146,1 | 8 | -1 | 9 | = |
10 | India | 108,0 | 10 | = | 14 | +4 |
11 | Singapur | 106,3 | 11 | = | 13 | +2 |
12 | Suiza | 97,0 | 12 | = | 10 | -2 |
13 | Brasil | 94,2 | 13 | = | 17 | +4 |
14 | Emiratos Árabes Unidos | 82,3 | 15 | -1 | 15 | +1 |
15 | Noruega | 80,2 | 14 | +1 | 12 | -3 |
16 | México | 76,2 | 16 | = | 11 | -5 |
17 | Malasia | 71,4 | 17 | = | 18 | +1 |
18 | Indonesia | 63,1 | 19 | +1 | 21 | +3 |
19 | Turquía | 59,2 | 18 | -1 | 16 | -3 |
20 | Tailandia | 58,3 | 20 | = | 19 | -1 |
Fuente: Real Instituto Elcano 2013.
Esta presencia se sustenta fundamentalmente en las variables económicas y de carácter blando. En el ámbito económico destaca el dinamismo de las exportaciones de servicios y manufacturas, así como las inversiones directas extra europeas. En cuanto al poder blando destacan su desempeño en deportes, cooperación al desarrollo, tecnología, ciencia, turismo y, en menor medida, migraciones, cultura y educación. Contrariamente, la presencia militar europea ha decrecido tanto en términos absolutos como en relativos en la última década.
Estos datos muestran que la UE tiene el potencial para ser un actor global de primer orden. Cosa distinta es que consiga transformar esa presencia, que es un dato objetivo, en poder e influencia. Para lograrlo, el único camino posible es salir de la burbuja de pesimismo en la que está inmersae ir, poco a poco, consolidando unos Estados Unidos de Europa sobre la base de las reformas de la gobernanza del euro que la crisis ha hecho inevitables.
Federico Steinberg,
Investigador principal del Real Instituto Elcano especializado en Economía Internacional y Profesor del Departamento de Análisis Económico de la Universidad Autónoma de Madrid
[1] Este artículo apareció publicado originalmente en la Revista Economía Exterior Nº66 Otoño 2013 pg. 37-47.
[2] Para un análisis detallado de la metodología y las variables que incluye este índice, véase web del IEPG.