Tema: Una abstracción durante medio siglo, Cuba sin Fidel Castro, está tocando a la puerta. ¿Sucesión, transición, cambio pacífico u otra vuelta a la cíclica violencia nacional? Muchos actores dentro y fuera de la Isla, incluida Europa, influyen desde ahora en el incierto porvenir cubano.
Resumen: El fin cercano de la dictadura por la previsible muerte de su creador es esperado hoy con ansia y expectación por los cubanos y la comunidad internacional. El castrismo –despojado del pretexto marxista y reducido a su identidad caudillista– carece de las raíces necesarias para la continuidad, aunque sus efímeros herederos se preparen para ello. La herencia de Fidel Castro es una sociedad quebrada en sus valores éticos esenciales y un proyecto económico híbrido, mutilado, en crisis y sin estrategia de futuro. Una Cuba diferente, sin apenas parentesco con la república de 1958 ni el mundo actual, espera transformaciones necesarias y traumáticas. La oposición democrática interna, el exilio y la comunidad internacional comparten, como actores principales, responsabilidades por el destino de la Cuba “del día después”.
Análisis: Durante el escaso siglo transcurrido desde que Cuba se constituyó como Estado independiente de la metrópoli española y la posterior tutela militar norteamericana, Fidel Castro ha decidido el destino de la isla durante los últimos cuarenta y cinco años. Su impronta sobre la convulsa vida de la república cubana no tiene paralelo en el continente y muy escasas comparaciones fuera de él. No es arriesgado predecir que el vacío de poder que abrirá su muy esperado fin biológico –percibido justamente como la manera más probable en que concluirá la dictadura– será de iguales proporciones. Los posibles escenarios que seguirán a esa muerte anunciada dominan ya la escena política nacional.
El tiempo transcurrido desde la implosión del socialismo europeo ha redibujado la imagen de un régimen político inicialmente presentado y aceptado como una revolución social de profunda raíz popular e ideas progresistas. El caprichoso dominio personal sobre todas las esferas de la vida del país, la ausencia de una estrategia coherente para la salida de la crisis económica, el control más rígido del conjunto social, la represión selectiva e implacable de cualquier distanciamiento de la unanimidad forzosa y el progresivo abandono del discurso socialista en favor de un nacionalismo exacerbado caracterizan el ocaso del castrismo.
La ola represiva de abril último, inexplicable si se desconoce la recurrente y hasta ahora exitosa táctica de la huída hacia delante y la provocación política desde situaciones extremas, terminó con la percepción de la situación de Cuba como un remanente de la Guerra Fría, o una causa legítima y defendible pese a sus errores, para una buena parte de los intelectuales y la izquierda tradicional europea y norteamericana.
Fidel Castro, que nunca concedió mucha importancia al porvenir sin su presencia, no enfrenta el final previsible “con la paciencia de Job y la sonrisa de la Mona Lisa” como se describió a sí mismo ante el monarca español y los líderes iberoamericanos reunidos por única vez en La Habana en 1999. Con sus últimas acciones el dictador cubano no solo ha hecho explícita su opción de poder hasta la muerte. Al exigir a los actores políticos de su entorno un apoyo manifiesto y el endoso legal de sus excesos como precio por el ejercicio de cargos y privilegios, ha proyectado otra sombra sobre el futuro.
Oposición, desigualdad y la novísima clase
En algo más de una década, dos elementos cruciales se han hecho evidentes en la isla: la polarización de la sociedad en virtud de las posibilidades económicas de sus integrantes y la presencia pública de una oposición democrática y pacífica. Ni desigualdad ni oposición son temas inéditos para los cubanos. La diferencia radica en el carácter protagónico que ambas han adquirido y en su proyección hacia los escenarios del cambio.
La apertura de la isla a variantes controladas de inversión extranjera y la “dolarización” de una parte de la economía interna, entre otras apresuradas reformas económicas, abrieron una clara brecha entre la mayoría de la sociedad que depende aún de las magras opciones que ofrece ahora el “estado socialista protector”, por una parte, y quienes, por otra, tienen acceso al sector privilegiado de la economía en moneda dura o reciben remesas familiares, primera fuente de divisas del país. El abismo entre “pobres y ricos” volvió, junto a otros males, a su sitio prerrevolucionario. Una consecuencia del actual experimento económico ha sido la formación de una generación empresarial, proveniente en buena medida de los rangos militares, diferente pero vinculada a la clase política dominante, y que aspira a perpetuar sus privilegios más allá de cualquier cambio político.
En la base del esquema de sucesión se encuentran las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y el Partido Comunista (PCC), en ese orden las dos instituciones básicas del régimen. Las FAR del nuevo milenio distan mucho del más poderoso ejército de la América hispana que participó en aventuras extracontinentales cuando los subsidios soviéticos cubrían los descalabros económicos y las actividades militares. Reducidas en la última década a menos de 50.000 efectivos, carentes de piezas de recambio para el anticuado armamento y con sus fuerzas de aviación y marina en clara extinción, recibieron a finales de 2001 un último y brusco corte con la clausura de la base de Lourdes, la mayor instalación de espionaje electrónico fuera de las fronteras rusas, cuya explotación proporcionaba unos 200 millones de dólares anuales en suministros militares. Aún así, el aparato militar profesional representa una formidable fuerza de disuasión interna, al que se integran y subordinan, además, las fuerzas de seguridad, policiales, de patrullaje de costas y otras, que conforman el Ministerio del Interior, controlado directamente por las FAR.
Una nueva generación de altos oficiales y generales ha ocupado progresivamente posiciones de mando directo de tropas, desde finales de los años 80, cuando recibió por primera vez los grados de general un militar sin participación en la guerrilla de la Sierra Maestra. Las principales jefaturas de ejércitos y los más altos cargos ministeriales permanecen, sin embargo, en manos de leales “guerrilleros históricos”, cuya continuidad en los mandos impide el normal reemplazo de la estructura militar. De igual modo, las fuerzas destinadas específicamente a actividades represivas –tales como las llamadas Fuerzas Especiales, brigadas de Boinas Negras o de Policía Especializada– son comandadas por jefes estimados incondicionales de los hermanos Castro. La actitud ante los cambios de esas dos generaciones de militares es una de las más importantes interrogantes del futuro inmediato.
En el Partido Comunista los elementos más renuentes a los cambios han avanzado en los últimos años en su férreo control del “aparato” partidario, bloqueando cualquier posible atisbo reformista en su seno. En 1997, el V congreso redujo en un tercio los miembros de su Comité Central, al tiempo que renovó a la mayor parte de la anterior dirección. Seis años después, cuando se debía haber celebrado ya un nuevo congreso, su convocatoria parece cada día más remota. La carencia de una estrategia ante las dificultades económicas, la creciente oposición interna y el aislamiento internacional parecen ser la única explicación plausible para ello. Desde la segunda mitad de 2003 numerosos cambios en cargos claves en las provincias y algunos en el Buró Político, el principal órgano de dirección, indican claramente la decisión de promover, en vísperas de la sucesión, a los dirigentes más “leales y confiables”, entre ellos representantes de nuevas generaciones, escogidos esencialmente por su “incondicionalidad” al castrismo.
Legitimado por Fidel Castro como sucesor, designado como heredero de los máximos títulos del Estado, el partido único y el gobierno, el hermano menor y ministro de las Fuerzas Armadas, General de Ejército Raúl Castro, se encuentra también convenientemente situado a la cabeza de los nuevos “soldados empresarios” en el proyecto de sucesión. La novísima clase surgida de la agudización de las desigualdades por la voluntad de una sociedad totalitaria no debe ser validada como posible continuación del poder en ninguna circunstancia. Sin embargo, su valor en una transición negociada frente al rígido esquema continuista, efímero pero susceptible de generar en su estertor un último ejercicio de violencia, tampoco puede ser subestimado.
Frente a esa sucesión, en realidad escasamente planeada y de muy incierta duración, aparece como primera y más legítima opción la creciente oposición interna. El exilio tradicional concentró por razones históricas las manifestaciones más visibles de resistencia a la dictadura, pero fue derrotado en los campos militar y político en fecha tan temprana como la década de los 60. En su seno gana hoy importantes espacios la comprensión del papel protagónico de los opositores internos como elemento central del cambio y garante de la futura gobernabilidad del país.
La existencia de esa oposición interna con creciente reconocimiento internacional es el hecho político más importante de la última década. Su vigor ha quedado demostrado con la continuación del apoyo al Proyecto Varela que reclama reformas dentro de las propias leyes del sistema. La presentación de 14.000 nuevas firmas ante el parlamento en su favor y el fracaso del Gobierno en su intento por suprimir la prensa independiente luego de la represión de la primavera pasada, demuestran la extensión y arraigo de las fuerzas opositoras. Ningún instrumento mejor que el eficiente sistema de información y represión gubernamental que cubre todos los espacios de la sociedad cubana para calibrar la extensión real de esta oposición democrática. Haber apreciado su avance como una amenazante alternativa de poder puede ser la clave que explique la decisión de Fidel Castro de dictar contra la oposición pacífica medidas de castigo semejantes a las utilizadas contra los opositores armados durante los primeros años de su poder, con el altísimo precio de aislamiento que ha debido pagar a cambio.
En el momento de la ola represiva de abril del pasado año se conocían cerca de tres centenares de organizaciones opositoras, un número realmente sorprendente para las circunstancias cubanas, aunque muchas de ellas fueren de escasa membresía. En los últimos dos años este amplio abanico ha iniciado un proceso de integración –en el que conservan sus respectivas autonomías organizativas– hacia tres frentes opositores: la Asamblea para Promover la Sociedad Civil, el Arco Progresista y el Proyecto Varela. Este último ha sido el más pujante y visible esfuerzo opositor.
El movimiento democrático incluye partidarios de muy diversas tendencias políticas contemporáneas, muchas de ellas sin antecedentes en la isla. Su interacción con el también múltiple espectro político del exilio ha motivado en su seno innecesarios ecos de las divisiones que afectan a los grupos en el exterior. Lo que lo distingue hoy, sin embargo, es una creciente definición independiente de sus prioridades y propósitos. El reciente documento titulado Diálogo Nacional, un programa para la transición propuesto por el también promotor del Proyecto Varela, Oswaldo Payá, constituye el más reciente y abarcador proyecto de invitación al debate originado dentro de la isla y una demostración de la madurez del pensamiento opositor. No son pocos, sin embargo, los desafíos de la oposición democrática. Es imprescindible dejar atrás la fragmentación y división interna y definir más claramente estrategias que la identifiquen como vehículo efectivo de los cambios que espera la mayoría de los ciudadanos. La táctica de descrédito y contaminación que el aparato de propaganda y los órganos represivos del sistema ha empleado con éxito, caracterizándola como marginal y minúscula, no puede ocultar la experiencia histórica de los bruscos virajes en Europa Oriental, donde grupos clasificados de igual manera se convirtieron en el factor primordial del fin del comunismo.
El nuevo enemigo de quince cabezas
La posición de Europa hacia los cambios en Cuba puede tener un considerable impacto en el ritmo y el rumbo de los futuros cambios. Al romper lanzas contra la Unión Europea por su críticas en materia de derechos humanos y castigar a los socios comerciales más antiguos con incesantes compras al contado en el mercado norteamericano, Castro ha hecho una nueva apuesta, confiado en que su intransigencia y el tiempo atenuarán la crisis. Atizar diferencias en el seno de la UE, o entre europeos y norteamericanos, dio abundantes dividendos en el pasado. Los gestos políticos de fin de año de la cancillería cubana hacia los “gobiernos europeos más cercanos”, hundiendo la daga entre la posición comunitaria y las relaciones bilaterales indican este propósito. La posición expresada por Irlanda, al iniciar su actual presidencia de la UE, de no volver a la mesa de diálogo sin movimientos positivos previos del gobierno cubano debe ser cumplida sin matices. La Posición Común hacia la isla, que será revaluada antes del próximo verano, debe tener muy en cuenta la continuación de la represión y del trato inhumano a los opositores encarcelados. No quebrar el aislamiento internacional en que se ha situado el gobernante cubano en las vísperas del inevitable ocaso del régimen puede ser una contribución decisiva hacia una apertura verdadera tras la desaparición del dictador. Los herederos de legitimidad reducida deben recibir de inmediato un claro aviso de la necesidad de cambios.
La sociedad cubana carece de una verdadera experiencia democrática. Lo demuestran el errático desempeño de la casi totalidad de los gobiernos anteriores a 1959, la corrupción generalizada en esa primera república y los escenarios de violencia tras la caída de las dictaduras de Gerardo Machado y Fulgencio Batista. El largo poder de Fidel Castro ha ignorado toda regla democrática y propiciado una corrupción más aguda, extendiéndola a todas las capas sociales.
La contribución europea a la difusión de patrones democráticos, el equilibrio entre los factores internacionales que una presencia activa de Europa puede aportar durante la crisis ineludible del cambio y la exigencia de transparencia en la gestión económica pueden ser decisivos en la futura gobernabilidad del país. España, por sus lazos históricos, su propia experiencia de transición y su posición en la UE tiene una responsabilidad particular en el camino hacia esa Cuba sin Castros, la única que garantizará realmente la paz y el desarrollo de la Isla.
Conclusiones: El castrismo desparecerá con Fidel Castro. Su legado político carece de la legitimidad necesaria para preservar la continuidad de un sistema de gobierno que se basó precisamente en la carencia de un modelo. Son varios los posibles desenlaces de una Cuba después de Fidel Castro. Todos apuntan a la quiebra final del régimen y las atrofiadas instituciones en que se apoya. La duración de un transitorio escenario de sucesión y el modo del cambio dependerán entre otros factores internos del desempeño de la economía nacional, hasta ahora siempre al borde del precipicio, ante las tardías reformas que los nuevos gobernantes intentarán seguramente ensayar. Frente al proyecto sucesorio se consolida la opción de una oposición pacífica y democrática que expresa el ansia de libertad reprimido en la sociedad cubana.
En esa coyuntura será decisiva la influencia de varios factores externos. El exilio histórico, el primero de ellos. Aunque está lejos de una aproximación única al escenario de cambio, gana terreno en su seno la tendencia a una transformación pacífica, al frente de la cual se encuentre la oposición interna. Estados Unidos ha elaborado sus propias opciones para el desenlace de la situación cubana que no necesariamente coinciden con los intereses de la oposición interna ni la mayoría del exilio. Europa, y en particular España, tienen una importante influencia y responsabilidad en la futura evolución política pacífica de la isla. Es imprescindible que la Unión Europea trace desde ahora, y mantenga, un rumbo inequívoco en favor del cambio que necesita Cuba.
Alcibíades J. Hidalgo
Periodista y ex diplomático cubano. Hasta 1994 fue Representante Permanente de Cuba ante la ONU en Nueva York y miembro del Comité Central del Partido Comunista hasta 1997