Tema
El cumplimiento de objetivos, las novedades en la escena internacional y las contradicciones políticas han dejado a la diplomacia cultural española ante la necesidad de abordar un nuevo paradigma con un espíritu innovador y mediante un debate colaborativo con las diplomacias culturales de los países que trabajan con el fomento del español y de las culturas hispánicas en el complejo contexto actual de la globalización.
Resumen
Tras una primera fase de recuperación y adaptación a las prácticas democráticas, la diplomacia cultural española acertó a diseñar, a finales de los 80 y primeros años 90 del siglo pasado una arquitectura institucional y un paradigma de actuación con el iberoamericanismo como clave de bóveda que ha sido una historia de éxito durante casi dos décadas. A pesar de las sucesivas adaptaciones, la evolución de la escena internacional, el cumplimiento de objetivos y las contradicciones políticas hacen preciso ser coherentes con las transformaciones y dar respuesta a las innovaciones mediante un debate colaborativo que culmine en una reforma institucional y fije un nuevo paradigma.
Análisis
Elaborado a finales de los años 80 y principios de los 90, el paradigma que ha regido durante los últimos 30 años la diplomacia cultural española ha sido una demostración de resiliencia y durabilidad en el campo de las estrategias de políticas públicas.
Como sucede con los paradigmas —con Thomas S. Kuhn, hablamos de un conjunto de referencias, modos de pensar y estrategias compartido por la comunidad que actúa en un campo de conocimiento o de acción, en este caso, la diplomacia cultural— también éste se fue configurando gracias a un proceso acumulativo, con ensayos y errores, durante los años de la Transición y sustituyó a aquel otro, completamente obsoleto ya desde mucho antes, que el régimen franquista había mantenido en pie con respiración asistida.
Creado con una administración socialista en el poder y en un momento de gran brillo internacional de España, su lanzamiento coincidió con los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y el V Centenario del descubrimiento de América. Se construyó a partir de una lectura inteligente del estado de las relaciones internacionales y de la evolución de la cultura y fijaba unos objetivos ambiciosos y flexibles. Combinó una conceptualización acertada y una arquitectura institucional eficaz.
Se deja resumir en cuatro conceptos: idioma, Iberoamérica, Europa y UNESCO. Ponía el acento en el idioma español, aprovechaba la posición ventajosa que en aquellos momentos tenía España como líder de las culturas del español y del portugués, hacía valer nuestra condición de enlace con las instituciones europeas y asumía la filosofía de la UNESCO que priorizaba la cooperación y la diversidad cultural.
Aceptada como estrategia de Estado, gozó de un alto consenso político durante sus primeros 15 años, un período en el que hubo alternancia de partidos en el Gobierno, una segunda oleada de creación institucional y un aumento de la participación de los gobiernos autonómicos y locales. También creció el protagonismo de las grandes empresas multinacionales españolas, de los proyectos del tercer sector y de instituciones culturales no gubernamentales como la asociación hispanoamericana de Academias de la Lengua (ASALE). Y tuvo que dar una respuesta ex novo a los primeros grandes desafíos con origen en el proceso globalizador y en la impresionante irrupción de la galaxia digital en el mundo de la cultura.
En los 30 años transcurridos, se han cumplido muchos objetivos del paradigma. Desde la consolidación y expansión del Instituto Cervantes hasta una docena de programas de cooperación, de los que recordamos Ibermedia como ejemplo; desde la Asociación de Academias de la Lengua hasta la impresionante difusión del español en las cuatro esquinas del mundo.
Pero, tras 15 años de logros, en la segunda etapa de la vida del paradigma, las relaciones internacionales cambiaron, la cultura dio un giro espectacular y empezaron a acumularse hechos o innovaciones, para los que los recursos paradigmáticos no ofrecían una respuesta adecuada. Durante los últimos años, por la fuerza de la crisis económica y la subordinación de una estrategia específica a las exigencias impuestas por el rigor de las haciendas, la propia y la de la UE, la utilidad del paradigma se ha reducido aún más.
Ciertamente, muchos de los fallos del paradigma se han detectado y han sido sometidos a debate. La producción de conocimiento sobre la diplomacia cultural de 2004 a 2014 ha visto un persistente, e interesante, debate referido muchas veces al reparto de competencias y la arquitectura institucional.
En simultáneo, también ha habido formulaciones nuevas de interés en el conjunto de las instituciones. Iniciativas que tal vez no han llegado a completar su desarrollo pero que han ido poniendo en pie los factores de renovación suficiente para alimentar un paradigma emergente llamado a sustituir al aún en vigor.
La salida de la crisis económica y la llegada de nuevos responsables, con nuevas ideas, a las instituciones de la diplomacia cultural coinciden, desde mi punto de vista, con una necesidad perentoria de desarrollar hasta sus últimas consecuencias las tendencias emergentes y consensuar entre todos los agentes de la acción cultural exterior, tanto públicos como privados, una nueva estrategia que sustituya a la de los años 90.
Dicho en términos kuhnianos, estamos ante la oportunidad de hacer efectivo un cambio real de paradigma.
Conceptos y contextos
En el contexto actual de la globalización, la diplomacia cultural se revela como una de las apuestas estratégicas de los gobiernos para alcanzar una mejor posición de los países en un tablero internacional multilateral, de perfiles confusos y sometido a un devenir poco previsible en el plano de las noticias, la comunicación y la imagen o reputación. También es un elemento clave para facilitar el entendimiento de los Estados y mejorar la comunicación entre las sociedades contribuyendo a los avances en pos de una gobernanza global o de una solución de los conflictos y desafíos que afectan al conjunto de la humanidad tal y como quedan reflejados en la Agenda 2030.
Aunque podemos retrotraer el origen de sus prácticas a la edad clásica con momentos de esplendor en la edad moderna —al anunciar la ampliación del Museo del Prado prevista para 2019 alguien recordaba cómo los monarcas españoles usaron ese espacio para recibir a los embajadores y mostrarles el poder que expresaban las obras que les rodeaban firmadas por pintores de enorme reputación en su momento—, la noción de diplomacia cultural que manejamos actualmente fue acuñada en los años 40 del siglo XX.
Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, y estando en vigor el ideal de construir un sistema de relaciones internacionales que hiciera imposible o alejara la amenaza de una nueva guerra, se pusieron en práctica dos líneas de acción en la diplomacia de las grandes potencias en las que la cultura jugaba un papel importante.
En la primera, se utilizaba la información y la propaganda para dulcificar el impacto de la fuerza militar en las opiniones públicas, influir en el escenario internacional o neutralizar a los adversarios y ampliar el número de aliados. En la segunda, se usaba la cultura nacional como una herramienta que facilitaba el entendimiento mutuo, la comunicación entre los Estados y las relaciones profundas y a largo plazo entre las sociedades.
En este contexto, a finales de 1949, Francia crea la figura de los “asesores culturales” en sus embajadas y durante esos años se reinterpreta el papel de los institutos culturales que se habían creado mucho antes o inmediatamente antes (Fundación Humboldt, Alianza Francesa y la Dante Alighieri a finales del XIX, el British Council en los años 30) y aparece la primera generación de institutos culturales tal y como los conocemos.
Los argumentos acuñados por Joseph Nye a partir del concepto de soft power o poder blando han tenido la fortuna de generar un paradigma de gran alcance mediático o académico, aunque su poder de explicación no haya llegado en ningún momento a ser completo.
Con ese contexto, al mencionar “diplomacia cultural” la primera asociación dirige a una fuente de poder que los gobiernos ponen en acción mediante el recurso a la cultura (y también a los valores que priman en la política interior y al modelo que se defiende en la política exterior) para ganar prestigio y obtener la confianza de los demás en las relaciones internacionales.
La diplomacia cultural es un componente fundamental de la diplomacia pública y sirve a las otras dimensiones de la diplomacia de una nación al ser una manifestación fácil de asimilar por cualquier público —desde los gobiernos a las grandes multitudes anónimas—, con espacio “gratuito” en los medios de comunicación y perfectamente configuradas para transmitir mensajes positivos apareciendo como una fuente casi natural de admiración.
Ángel Badillo resume las líneas de actuación y el lugar de la diplomacia cultural: (a) la difusión y enseñanza del idioma propio; (b) la cooperación internacional para el desarrollo del campo cultural; y (c) la difusión del patrimonio cultural y la creación cultural contemporánea. La diplomacia cultural forma parte de la política comunicacional exterior y en la misma la cultura desempeña una tarea central pero quedando subordinada a objetivos vinculados a la imagen exterior del país.
La diplomacia cultural es una actividad compleja. Relacionada directamente con las relaciones culturales internacionales y con la difusión o venta de productos culturales en el mercado global, exige el manejo de nociones, estrategias y exigencias éticas que deben ser conocidas por los profesionales que la ponen en práctica.
Diferentes expertos insisten en que el éxito de una diplomacia cultural depende en gran medida de que sus contenidos sean conocidos y asumidos por todos los actores no gubernamentales del país que participan de alguna manera en las relaciones internacionales y destacan también la idoneidad de intentar que haya la mayor coherencia posible entre la cultura que se hace viajar y la cultura que se promueve por medio de las políticas internas.
Fundamentadas en una filosofía compartida pero no siempre coincidente, durante las últimas décadas han proliferado diferentes maneras de diseñar y aplicar la diplomacia cultural creando un extenso rango de prácticas que podemos situar entre las estrategias de China y de Jamaica, quedando las opciones de EEUU y de los grandes países europeos como los referentes de un cierto estilo clásico.
En este sentido, los modelos francés y alemán apuestan por el idioma, el modelo británico por la mutuality y la educación, y el modelo chino por la revitalización de grandes proyectos que vinculan la cultura y el comercio, como sucede con la Ruta de la Seda.
La perspectiva española
Desde un punto de vista español, y al igual que sucedió con la política cultural, el uso de la cultura en el ejercicio de la diplomacia experimentó un proceso de profunda transformación cuando el régimen franquista fue quedando atrás y avanzaron las prácticas de la democracia.
La gran mutación llegó en la segunda mitad de los años 80 con la creación de la AECI —en la que se integró poco después la Dirección General de Relaciones Culturales— y en los primeros años 90 coincidiendo con un momento de gran irradiación internacional de España.
Esa primera oleada de institucionalización, según la terminología usada por Elvira Marco, incluyó la creación del Instituto Cervantes, el inicio de los Congresos de la Lengua, la puesta en marcha de las Cumbres Iberoamericanas, la apertura de las casas de América y Árabe y la cada vez mayor integración de la cultura española en los programas y proyectos europeos.
En el trasfondo de aquella gran operación política hubo un paradigma que contenía una lectura del estado de la cultura en el mundo, una afirmación del posicionamiento de nuestro país en el tablero internacional y una definición de objetivos y la estrategia para conseguirlos. Simultáneamente, y con el espíritu de la Transición aún vivo, hubo también una firme voluntad de preservar es paradigma como una política de Estado ya desde el principio.
La historia de ese paradigma es una historia de éxito, desde la promoción del español y de las culturas hispánicas en el mundo, la cooperación cultural con América Latina y el Caribe y el Instituto Cervantes. Esta es una valoración en la que coinciden la mayoría de los historiadores, los analistas y los que han participado en ella.
Durante las casi tres décadas transcurridas, los cambios de gobierno tuvieron un impacto mayor o menor pero el modelo pervivió. Es algo que puede decirse al considerar la segunda oleada de reformas institucionales sucedida en torno al año 2000, con la creación de las sociedades estatales para la acción cultural exterior (SEACEX, SECC y SEEI).
Y también se puede afirmar cuando se analiza con suficiente perspectiva la oscilación y la rivalidad del protagonismo entre los Ministerios de Cultura y de Asuntos Exteriores en este dominio. El cambio de Gobierno en 2004 tuvo un impacto particular y agudizó una disputa de competencias entre Ministerios que llegó a su más alto grado en 2009. Pero se resolvió con una mini crisis ministerial y con la apertura de una reflexión de conjunto sobre la arquitectura institucional y de competencias que culminó con la aprobación del Plan de Acción Cultural Exterior (PACE) en 2010.
No obstante, la suerte del PACE no fue la mejor. Llegó con la crisis económica instalada en el país y se quiso llevar a la práctica cuando en el conjunto del sector público no sólo cultural se abordaba una reducción administrativa y se tenía que hacer frente a unos cortes de financiación que iban a ser el mayor condicionante de las políticas culturales durante los años siguientes.
A lo largo de la crisis, hemos asistido a una tercera oleada de institucionalización con la fusión de las tres agencias estatales citadas en una sola empresa, Acción Cultural Española, que ha puesto en pie y mantenido el Programa de Internacionalización de la Cultura Española. También hemos visto la creación de un Alto Comisionado del Gobierno para la Marca España, —que llegó con competencias pero sin presupuesto, y que desarrollaba una idea lanzada desde el Real Instituto Elcano años antes— para potenciar la promoción de la marca España conjugando todos los intereses y con prioridad para los económicos y los métodos de las relaciones públicas.
El Cervantes reaccionó ante la amenaza real que se insinuaba para el liderazgo de España en el dominio iberoamericano creando un oportuno espacio de colaboración con el SIELE y estableciendo una colaboración estrecha con los institutos de México, el Caro y Cuervo colombiano y el Inca Garcilaso de la Vega peruano. Con ello se estaba creando el embrión de lo que, —según lo expuesto por el nuevo director del Cervantes, Luis García Montero, ante la reunión del Patronato en octubre de 2018—, puede convertirse en un futuro EUNIC iberoamericano o panhispánico.
AECID centró una parte de sus esfuerzos en la elaboración del nuevo plan estratégico de cooperación, con un cambio de acento en la cooperación cultural atento a la Agenda 2030 y a las nuevas realidades de la comunicación Sur-Sur.
Por otra parte, la reflexión estratégica —siempre fundamental en este dominio— tuvo su continuación con aportaciones valiosas, pero con efecto limitado sobre las políticas —como sucedió en 2014 con el documento dedicado a la acción exterior en su conjunto promovido por el Instituto Elcano—. Pero señaló salidas de futuro en medio del duro impacto que la crisis económica tenía, y siguió teniendo, debido a la austeridad de los recursos y la subordinación de la diplomacia cultural a la diplomacia económica.
Conclusiones
Todos estos son elementos que podemos considerar propios de una situación de crisis, pero también factores característicos de un paradigma emergente.
Por lo demás, la creación de un nuevo paradigma no depende sólo de la creación institucional ni del reparto de competencias. Es extraordinariamente importante que acierte a la hora de identificar los cambios y las innovaciones que se han producido o se están produciendo en el campo en que nos movemos y de la capacidad que tenga para darles una respuesta adecuada. Innovaciones que, sin ánimo de ser exhaustivo, podrían incluir las siguientes:
- Una nueva valoración y nuevo uso, tanto social como político, de la identidad cultural de las naciones (o comunidades supra o subnacionales) condicionados en gran medida por ciertas dinámicas de la globalización, el impacto de las migraciones y el crecimiento de los movimientos xenófobos.
- La extensión de las políticas culturales a nivel mundial, gracias en parte al empuje de la UNESCO, que incluye una mayor conciencia de la importancia que la diplomacia cultural tiene para todos los países, también los más pequeños. En ese mismo sentido, la necesidad de incorporar todas las prácticas culturales, también las de acción exterior, a los objetivos de la sostenibilidad.
- El reforzamiento de los mecanismos y experiencias de cooperación, intercambio y coproducción en el campo cultural con la incorporación cada vez más sólida de las dinámicas Sur-Sur.
- El fortalecimiento de una visión distinta de la dinámica de las culturas conforme se van asentado más y más los efectos de la dialéctica entre lo global y lo local.
- La transformación profunda de las redes y los medios digitales de distribución y difusión de la cultura con el crecimiento de las grandes plataformas y la hipertrofia de “la cultura del autorretrato” como una de las prácticas omnipresentes en las redes sociales.
- La dificultad cada vez mayor para establecer un canon o un repertorio de cada cultura nacional con un alto nivel de consenso entre académicos, instituciones y creadores. De manera paradójica, esas elecciones se hacen automáticas cuando se recurre pura y simplemente a la agitación de los “estereotipos nacionales”.
- Los cambios en el escenario de la diplomacia cultural global con la ofensiva de China, la irrupción de los BRIC, los nuevos ensayos de la UE y la consolidación de los países del África subsahariana como actores de interés para el diálogo intercultural.
- La evolución del concepto mismo de diplomacia cultural con la separación entre una visión teórica dominante y un conjunto de prácticas cada vez más heterogéneas y complejas.
- El cuestionamiento cada vez más firme de la idea de que el liderazgo de la promoción global del español le corresponde a España por ser el único Estado con capacidad y recursos para hacerlo.
- Unido a los progresos de la diplomacia cultural en países como México, Colombia, Perú y Chile y la aparición de una visión diferente de los recursos y de las relaciones desde Iberoamérica con los países de la Cuenca del Pacífico. Y todo ello ligado a los avances sustantivos de la diplomacia cultural la región América Latina de la mano de la SEGIB y gracias a otras dinámicas regionales.
- La entrada de otros países de la UE, (Francia, Italia y Alemania) en programas de colaboración hasta hace poco sólo iberoamericanos, junto al nuevo papel de España en la relación de la UE con América Latina y el Caribe.
- Los cambios en la demografía de las lenguas con las excelentes perspectivas de la lusofonía en África. Un hecho que merece la revisión de las relaciones entre las políticas de promoción del español y del portugués y que podrían afectar a la continuidad de las políticas iberoamericanas según se vienen practicando desde los años 90 del siglo pasado.
- Los cambios notables de la situación del español y de las culturas hispánicas en EEUU y Brasil con retrocesos y desafíos que exigen respuestas de nuevo tipo.
- Los reajustes de la cooperación cultural europea motivados por el Brexit y el nuevo reparto de cartas que supone la entrada en acción de los mecanismos culturales del Servicio Exterior Europeo.
- Por último, pero no en último lugar, un hecho nuevo pero de enorme importancia para la acción cultural exterior española lo constituye la dinámica de la diplomacia cultural impulsada por el gobierno de coalición de la Generalitat de Cataluña. La nueva diplomacia cultural española debe encontrar una solución inteligente e innovadora también para este tipo de cuestiones.
No es una panorámica exhaustiva ni pretende serlo. Pero contiene bastantes de los hechos, de las preguntas, que, correctamente interpretados, deben ser tenidas en cuenta en ese proceso de producción de un nuevo paradigma de la diplomacia cultural española en el que están embarcados los agentes gubernamentales de la diplomacia española.
Los cambios anunciados en la política presupuestaria, y una percepción generalizada de que España está dejando atrás la crisis económica, coinciden con la renovación en la dirección de las instituciones públicas y con la sensación de que hemos entrado en una coyuntura en la que se puede abordar la cuarta oleada de reforma institucional —un proceso iniciado con el salto de Marca España a España Global— al tiempo que se forja un nuevo consenso con la participación de los agentes públicos y la sociedad civil.
Transformar el paradigma emergente al que me he referido hasta consolidarlo como un nuevo paradigma normalizado para los próximos 10 o 15 años es una tarea que adquiere, además, toda su dimensión cuando se piensa como tarea española y como tarea de todos los países históricamente condicionados a actuar en el seno de una alianza de diplomacias culturales.
Una alianza que tendrá como prioridad la continuidad de proyectos tan interesantes y exigentes como la difusión del español en medios donde crecen los obstáculos del ultranacionalismo, obligada a actuar en momentos en que los circuitos digitales desvalorizan la dimensión presencial de la distribución cultural o inmersa en un contexto global desde el que parece obligado dirigir todas las miradas, también las de la acción cultural exterior, a las prioridades de la Agenda 2030.
Joan Álvarez Valencia
Director de la Cátedra de Diplomacia Cultural del Instituto Europeo de Estudios Internacionales