Tema
La gobernabilidad en América Latina ha sido otra víctima de la pandemia, que no sólo ha desencadenado una profunda crisis económica con un notable incremento de la pobreza y la desigualdad, sino también ha situado la recuperación de la estabilidad político-institucional como uno de los principales desafíos que debe afrontar la región a corto plazo.
Resumen
Los problemas de gobernabilidad que el COVID-19 ha agudizado en los países de América Latina explican dos de los fenómenos político-sociales que están marcando la actual dinámica política regional. En primer lugar, el persistente voto de castigo a los oficialismos (ningún gobierno ha ganado las elecciones presidenciales desde 2019); y, segundo, el retorno de las protestas sociales y políticas, que ya se habían vivido de forma intensa a finales de 2019, y que ahora regresan con más fuerza a causa de los déficit acumulados y no resueltos en el último bienio, y agravados durante la pandemia.
Análisis
La pandemia ha tenido efectos especialmente graves en América Latina y ha acelerado y profundizado problemas preexistentes (de amplio recorrido histórico) y de carácter estructural. De esta manera, el coronavirus ha convertido el bajo crecimiento económico arrastrado desde 2013 en la mayor crisis desde que se tienen datos –mayor que la de los años 30 y la “década perdida”–. El COVID-19 ha transformado el deterioro social del periodo 2017-2019 en un retroceso de décadas en cuanto a reducción de la pobreza y la desigualdad. Finalmente, ha acelerado una serie de procesos políticos que no sólo han profundizado la desafección y el malestar de la ciudadanía hacia las instituciones, sino también han deteriorado la gobernabilidad, como muestran las nuevas movilizaciones sociales, que no son sino una continuidad de las ocurridas hace dos años.
En esta nueva oleada de protestas tienen especial protagonismo las generaciones más recientes, con presencia de los hijos de las últimamente ascendidas y más vulnerables clases medias, surgidas durante la etapa de bonanza de las materias primas (2003-2013). Estas protestas surgen por las mismas causas que las anteriores, aunque agravadas por el deterioro social y económico producido por la pandemia y el desgaste político-institucional de los diferentes gobiernos, producto de la mala gestión ante la expansión del virus y también de su fracaso para negociar la obtención de vacunas.
La pandemia ha puesto sobre la mesa la necesidad de impulsar una agenda de cambio y transformación estructural para alcanzar un crecimiento económico sólido (por encima del 4,5%-5%), continuado (durante más de un lustro) y sostenible social y medioambientalmente. Sin él, los países de América Latina tendrán dificultades para canalizar las crecientes demandas sociales, asegurar la estabilidad político-institucional y vincularse a las grandes tendencias económicas mundiales. Lograr ese cambio estructural supone una condición sine qua non: una sólida y consolidada gobernabilidad que genere un ambiente propicio y aporte seguridad jurídica para estimular inversiones y atraer capital extranjero.
Sin embargo, la gobernabilidad se ha convertido en un bien escaso en la actual coyuntura, cuando los gobiernos arrastran una doble debilidad. Primero, debilidad política al no contar con la mayoría parlamentaria o con el respaldo legislativo suficiente y encontrar dificultades para alcanzar amplios consensos debido a la alta fragmentación y a la polarización en los extremos del espectro ideológico. Segundo, la debilidad social por la creciente desafección ciudadana que alimenta a las movilizaciones y protestas. Son estas las que acaban conduciendo al fracaso a las distintas iniciativas gubernamentales y paralizando los proyectos de reforma que se buscan impulsar.Los gobiernos aparecen desgastados, políticamente débiles y con escaso margen de acción. Carecen de recursos financieros y fiscales para afrontar las demandas de la población y los déficit sociales y económicos, a los que se añaden ahora los problemas provocados por las crisis sanitaria y económica.
(1) Gobiernos desgastados y con reducido nivel de apoyo
En la actual coyuntura, los gobiernos, desde el propio acto electoral de donde nace su legitimidad, parten no sólo con bajos niveles de respaldo ciudadano, sino que congregan apoyos volátiles y condicionados. Estos se van desgastando a gran velocidad prácticamente a partir del mismo momento en que inician su gestión, al carecer de capacidad política y fiscal para canalizar demandas y encontrar soluciones viables.
Algunos de los candidatos triunfadores llegan al poder con escaso respaldo popular y tras ganar en la segunda vuelta de un modo más holgado; y resultan victoriosos más por representar un mal menor y liderar una coalición negativa que por la capacidad de atracción de su proyecto. Son casos como el del guatemalteco Alejandro Giammattei, quien obtuvo en primera vuelta sólo el 12% de los votos, el de Guillermo Lasso en Ecuador, con el 19% en primera vuelta, y en Perú donde el respaldo que recibieron los dos candidatos que disputaron la segunda vuelta, Pedro Castillo y Keiko Fujimori, no superó en cada caso el 20%.
Es frecuente que los candidatos que pasan a segunda vuelta, como ocurrió con Giammattei y Lasso, pero también con Castillo y Fujimori, acaben encarnando una coalición negativa más que liderar un proyecto con personalidad propia capaz de congregar a la mayoría de la población. A su vez, Giammattei canalizó en segunda vuelta el rechazo a Sandra Torres, su rival en el balotaje, y Lasso reunió el voto anticorreista y, sobre todo, también se benefició de la abstención de todos aquellos que en la primera vuelta habían respaldado al candidato indigenista Yaku Pérez (19,3%), muy alejados ideológicamente de Lasso, pero contrarios al candidato de Rafael Correa.
Ese escaso apoyo inicial –en primera vuelta– y posterior sufragio condicionado y puntual –en el balotaje– provoca que en poco tiempo el respaldo electoral coyuntural se transforme en rechazo a la gestión del nuevo gobierno. Rápidamente emergen grandes dificultades (escaso apoyo parlamentario y reducido margen fiscal) para atender los reclamos heterogéneos de los sectores que confluyeron circunstancialmente en la segunda vuelta. La popularidad presidencial, lastrada por la mala gestión de la pandemia, suele estar en mínimos. El chileno Sebastián Piñera, en abril de 2021, alcanzó un 70% de rechazo a su gestión y se convirtió en el político peor valorado en su país según el Centro de Estudios Públicos (CEP), con sólo un 11% de menciones positivas.
Toda esta situación, que se ha ido complicando cada vez más a lo largo de 2020, ha desembocado bien en un constante voto de castigo a los oficialismos, bien en un renacimiento de la oleada de protestas de 2019, que están volviendo a extenderse por toda la región. La protesta se ha visto agravada por el deterioro económico-social, la fatiga pandémica y el desgaste de unos gobiernos que en su mayoría han fracasado en su lucha por contener la expansión del virus. Muchos de ellos –salvo Chile y Uruguay– también fallaron en la obtención de vacunas suficientes como para inmunizar a una parte importante de su población.
Ernesto Zedillo y Mauricio Cárdenas apuntan a que el fracaso de las administraciones públicas latinoamericanas ha sido el principal responsable de que la región haya acabado como la más afectada sanitaria y económicamente por el virus en todo el mundo: “El desastre latinoamericano no se puede atribuir de ninguna manera a las condiciones en las que la pandemia encontró el estado de nuestras economías o de nuestros sistemas de salud. Otros países con economías más pobres y una infraestructura de salud más modesta han hecho un trabajo mucho mejor en la protección del bienestar de sus poblaciones y sus economías. En consecuencia, la explicación de por qué nuestros países tienen la dudosa distinción de estar entre los más golpeados por la pandemia, debe referirse a las malas estrategias y políticas de gobiernos incompetentes que han fallado miserablemente a sus ciudadanos”.
En lo que se refiere al voto de castigo a los oficialismos, en ninguna de las nueve elecciones presidenciales celebradas desde 2019 ha ganado el candidato o partido incumbente. Incluso, en estos procesos se ha visto como han acabado largas hegemonías políticas, como la del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) que gobernaba desde 2004, la del Frente Amplio (FA) en Uruguay desde 2005, la del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en el poder en El Salvador desde 2009 y la del correísmo en Ecuador, que había ganado todos los comicios desde 2007. Figura 1. Derrotas de los oficialismos en comicios presidenciales latinoamericanos (2019-2021)
País | Año | Triunfo |
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Argentina | 2019 | Opositor (victoria kirchnerista sobre el presidente Mauricio Macri, en el poder desde 2015). |
Uruguay | 2019 | Opositor (derrota del Frente Amplio, en el poder desde 2005, frente a una coalición de centroderecha encabezada por Luis Lacalle Pou). |
Panamá | 2019 | Opositor (victoria del principal partido de la oposición, el PRD de Laurentino Cortizo, sobre la oficialista CD en el poder desde 2014). |
Guatemala | 2019 | Opositor (victoria del opositor Alejandro Giammattei). |
El Salvador | 2019 | Opositor (victoria de Nayib Bukele tras 10 años en el poder del FMLN). |
Bolivia | 2020 | Opositor (victoria electoral del MAS, desalojado del poder en 2019, y derrota de las diversas opciones antimasistas una de las cuales –la de Jeanine Áñez– ocupaba la presidencia). |
República Dominicana | 2020 | Opositor (derrota del PLD, en el poder desde 2004 y triunfo de un nuevo partido encabezado por Luis Abinader). |
Ecuador | 2021 | Opositor (Guillermo Lasso acabó con 13 años de victorias electorales del correísmo). |
Perú | 2021 | Opositor (los dos candidatos que pasaron a segunda vuelta, Pedro Castillo y Keiko Fujimori, provienen de partidos de la oposición). |
Fuente: elaboración propia.
(2) La doble debilidad (política y social) de los gobiernos
La mayoría de gobiernos de la región ven limitada y constreñida su capacidad de gestión y su iniciativa política por una doble debilidad que reduce su margen de acción, así como su capacidad de impulsar una agenda legislativa propia. En primer lugar, sufren una marcada debilidad política, producida por el hecho de no contar con mayoría parlamentaria propia o con el respaldo legislativo suficiente para poder legislar en función de sus intereses, a la vez que afrontan dificultades para alcanzar los consensos necesarios debido a la alta fragmentación partidista y a la polarización que se produce en los extremos del espectro ideológico.
Esa debilidad ha impedido, desde hace casi 20 años, poner en marcha una reforma fiscal en Costa Rica o ha paralizado las reformas en Perú desde 2016. En este último país, entre 2016 y 2020, la parálisis se produjo a causa de la pugna entre los diferentes ejecutivos y un Congreso en manos de la oposición fujimorista, que contaba con mayoría absoluta y desplegó una estrategia abiertamente obstruccionista. Desde 2020 la parálisis ha sido causada por la extrema fragmentación de la nueva cámara legislativa. Otros gobiernos, como el de Argentina, padecen fuertes tensiones internas entre sus diversas sensibilidades (el peronismo que encarna el presidente Alberto Fernández frente al kirchnerismo que lidera la vicepresidenta Cristina Fernández), lo cual acaba paralizando o, al menos, dificultando, la labor gubernamental y lanzando sombras de duda sobre la gobernabilidad y la viabilidad para afrontar el pago de su deuda y el control de sus cuentas internas.
La contracara de este proceso la encarnan aquellos gobiernos que cuentan con un amplio apoyo social, legislativo y político, como Nayib Bukele en El Salvador o Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en México. López Obrador y Bukele obtuvieron victorias plebiscitarias (superando el 50% de los votos en primera vuelta) y mayorías absolutas en los legislativos. Sin embargo, esas mayorías, en vez de servir para profundizar la gobernabilidad y desplegar una agenda de reformas estructurales, son utilizadas para socavar la institucionalidad democrática. Ambos mandatarios ven en el entramado institucional, en la división de poderes y en el sistema de pesos y contrapesos propios de cualquier sistema democrático un obstáculo para sus proyectos y, por eso, desarrollan una dinámica de enfrentamiento con aquellos poderes que no controlan (sobre todo el Judicial y el Electoral), provocando constantes tensiones y roces institucionales (México) o forzando el marco legal y constitucional con el riesgo de desencadenar una crisis institucional de consecuencias imprevisibles. En El Salvador, la Asamblea, dominada por los seguidores de Bukele, forzando la Constitución, destituyó a comienzos de mayo de 2021 a los cinco magistrados de la Sala de lo Constitucional y al fiscal general, para designar a figuras cercanas al propio presidente.
En segundo lugar, la otra debilidad que maniata a los gobiernos regionales es de tipo social. Las administraciones se ven lastradas por la creciente desafección ciudadana (superpuesta a un importante sentimiento anti elitista y anti establishment) que alimenta las distintas movilizaciones y protestas que están teniendo lugar, las cuales acaban paralizando o llevando al fracaso a las diversas iniciativas gubernamentales de contenidos reformistas.
Como se viene apuntando, ya desde 2019 han naufragado las distintas iniciativas reformistas implementadas por algunos gobiernos. Esto ocurre no sólo por carecer de apoyos legislativos, sino también por las movilizaciones sociales que han provocado la retirada de sus proyectos: casos de Chile, Colombia y Ecuador en 2019, Perú y Guatemala –donde la protesta contra la corrupción fue el principal detonante de las movilizaciones– en 2020, y en 2021 en Colombia. La calle acaba marcando el derrotero y la agenda de los gobiernos: las movilizaciones en Chile de octubre de 2019 dieron paso a la reforma constitucional que ahora se pone en marcha y que no estaba en la agenda del gobierno de Sebastián Piñera.
Estas protestas han dejado tocados a los gobiernos, sin posibilidad ninguna de impulsar su propia agenda y con un reducido margen de acción. Como apunta Kenneth Bunker para el caso chileno, “el gobierno hace rato pasó a ser un gobierno administrativo. Incluso yo diría que el gobierno de Piñera pasó a ser irrelevante después del estallido social, no tiene mucho sentido que el gobierno aspire a retomar la iniciativa o controlar la agenda. A diez meses del cambio de mando, lo central es asegurar un mínimo de gobernabilidad”. De forma similar, la oleada de movilizaciones hundió en 2019 el segundo proyecto de reforma fiscal de Iván Duque y el paquete de subida de impuestos de Lenín Moreno en Ecuador.
La pandemia, debido a los confinamientos y las restricciones, acható la curva de la protesta y paralizó aquella primera oleada de movilizaciones. La fatiga frente a los efectos del virus ha provocado ciertas mutaciones en la forma de protestar y de evidenciar el desánimo y la frustración imperantes, lo que ha provocado un resurgimiento de las manifestaciones de descontento a fines de 2020 y en 2021. En 2020 las protestas en Guatemala obligaron al Congreso a dar marcha atrás en la aprobación de los presupuestos, cuyo polémico tratamiento parlamentario originó una multitudinaria manifestación –con incendio incluido de un parte del Congreso–. La respuesta ciudadana en Perú provocó la renuncia del presidente interino Manuel Merino tras sólo una semana en el cargo. En mayo de 2021 se reanudaron las movilizaciones en Colombia, que vivió fenómenos similares en 2019 y 2020. Las protestas y disturbios han conducido al presidente Duque a retirar la reforma tributaria con la que buscaba reducir el elevado déficit público.
Duque vio como se hundía su proyecto, con escaso apoyo político (dos fuerzas opositoras que podían haberlo respaldado –el Partido Liberal y Cambio Radical– le retiraron su respaldo en el Parlamento) y carente de respaldo popular. En una encuesta de Invamer, el 80% de los encuestados desaprobaba la reforma presentada y en otra medición de Cifras y Conceptos el rechazo aumentaba al 82%. La debilidad del gobierno de Duque, que ha afectado su capacidad para garantizar la gobernabilidad del país, ha sido triple. Al problema de no contar con mayoría suficiente en el Congreso se le ha unido una clara falta de pedagogía y de oportunidad políticas a la hora de presentar los proyectos de reforma (lo que explica en parte la contundente respuesta social). El contexto elegido para impulsar esta iniciativa no era muy propicio dado el intenso clima preelectoral que vive Colombia. En este contexto, los partidos y sus dirigentes ya están pensando y posicionándose de cara a las elecciones legislativas y presidenciales de 2022. Por eso son muy remisos a apoyar a un gobierno que está de salida y a concederle una victoria al uribismo, y a sus fuertes aspiraciones de retener la presidencia.
La nueva oleada de protestas supone un reinicio de las manifestaciones vividas en 2019 y 2020, si bien en una peor coyuntura, dadas las consecuencias económicas y sociales de la pandemia. La caída del 6,8% del PIB, la existencia de casi 4 millones más de pobres y la llegada de más de un millón y medio de inmigrantes venezolanos, muchos de ellos en condición irregular, han incrementado las demandas sociales acumuladas, exacerbado el malestar ciudadano y la desafección hacia los partidos, la clase política y un aparato del Estado ineficiente. En todos estos estallidos hay otros elementos comunes, como el protagonismo juvenil, que conformó la columna vertebral de las protestas en Perú en 2020, lo cual se repite ahora en Colombia. El desempleo juvenil (que ronda el 25% en el caso colombiano) y el sentimiento de exclusión ante un panorama laboral donde escasean las oportunidades explica la escasa conexión con el mundo de la política y la baja confianza en las instituciones democráticas.
El gobierno de Guillermo Lasso en Ecuador es un ejemplo de este triple problema de gobernabilidad (escaso apoyo político, legislativo y social, y ausencia de suficientes recursos financieros) que afecta a una buena parte América Latina. En primer lugar, Lasso con sólo el 19% de los votos en la primera vuelta asumió el pasado 24 de mayo tras haber ganado con el 52%, pero sabiendo que el 47% que votó en contra y apoyando a Andrés Arauz lo hizo por un modelo de país radicalmente diferente. Su triunfo se debió no tanto a haber congregado el respaldo mayoritario en torno a su programa, sino a conformar una coalición negativa (de votos anti-correistas) y a la abstención del voto indigenista que, alejado ideológicamente de Lasso, no sufragó por Arauz por sus desavenencias históricas con el expresidente Correa.
En segundo lugar, Lasso afronta su gobierno con gran debilidad y falta de apoyos legislativos. A priori contaba con 12 diputados y 18 aliados del Partido Social Cristiano (PSC), en total 30 en una cámara de 130. Pero, como se verá, las cosas están cambiando. Por su parte, el correísmo, la principal fuerza opositora, es la primera minoría (49 diputados) y Pachakutik la segunda (27). La búsqueda de gobernabilidad ya ha causado, aún antes de asumir el nuevo gobierno, la primera crisis política, y provoca serias dudas sobre la posibilidad de que las fuerzas partidarias sean capaces de alcanzar entre si acuerdos duraderos capaces de preservar la estabilidad y de poner en marcha las reformas más urgentes. Las diferentes estrategias del PSC y de Lasso para conseguir mayor base de apoyo legislativa ya ha provocado que el PSC haya anunciado su ruptura con el nuevo gobierno.
Finamente, Lasso asumió el gobierno con un estrecho margen de acción financiero y económico que limita sus alternativas. Ecuador, cuya economía ha caído un 7,8% en 2020, necesitará captar deuda externa por unos 5.000 millones de dólares adicionales para este ejercicio, según calcula el FMI, y otros 2.600 millones de endeudamiento interno para cerrar un año con un déficit fiscal que podría alcanzar los 6.000 millones de dólares. La brecha entre ingresos y gastos que arrastra el país desde 2014 ha elevado el endeudamiento a 63.000 millones, un 63% de su PIB.
Conclusiones
La volatilidad que padece América Latina, unida a la alta fragmentación y a la fuerte polarización en los extremos del espectro político desemboca en la elevada incertidumbre que lastra la gobernabilidad de sus países. La dificultad para formar gobiernos con una amplia base social y un sólido respaldo legislativo les impide poner en marcha sus agendas de reformas estructurales, que terminan descarrilando por su debilidad original (Perú, desde 2016, y Guatemala), la resistencia social expresada a través de movilizaciones (Colombia, 2019 y 2021, y Chile, desde 2019) o las divisiones internas dentro del gobierno (Argentina, 2021).
Este panorama crea un contexto de baja o débil gobernabilidad, que muestra la incapacidad para impulsar una agenda legislativa propia. Así, decrece la confianza en gobiernos e instituciones, lo que se convierte en la antesala para que la inversión local no se active y la internacional no llegue. De hecho, la parálisis económica de la región desde 2013 unida a la inestabilidad política ha provocado que la Inversión Extranjera Directa (IED) lleve años bajando. En 2019, antes de la pandemia, América Latina y el Caribe recibieron 160.721 millones de dólares de IED, un 7,8% menos que en 2018. La caída se agudizó en 2020: como consecuencia de la crisis derivada del COVID-19 se produjo una disminución de entre un 45% y un 55%.
El principal reto de la región es crecer de forma sólida y a largo plazo para, desde esa expansión económica, reducir los desequilibrios sociales y medioambientales mientras se transforma y moderniza la matriz productiva. Ese objetivo –abordar grandes cambios estructurales y diseñar de ese nuevo pacto social– resulta inviable sin estabilidad política, gobernabilidad institucional y consensos inter partidarios, así como entre los principales agentes sociales, comenzando por el compromiso de las elites. A corto plazo se abre una ventana de oportunidad para la región: tras el final de la pandemia el previsible boom económico –mundial y latinoamericano– que va a suceder a la crisis de 2020 otorga mayor margen de maniobra a unos gobiernos hasta ahora limitados y acosados por el malestar social y la insuficiencia de recursos. En un contexto de fuerte crecimiento (por encima del 4% en América Latina y en torno al 6% en el resto del mundo) las presiones sociales probablemente puedan disminuir y los ejecutivos podrán contar con más recursos para atender las demandas y empezar a planear y diseñar reformas estructurales destinadas a modernizar sus economías.
Es una ventana de oportunidad, de cuya duración no hay certezas, que no podrá ser aprovechada en toda su extensión sin la construcción de amplios acuerdos y consensos que garanticen la gobernabilidad y la continuidad de las políticas de Estado. En la actual coyuntura de la economía mundial, los binomios gobernabilidad/estabilidad y crecimiento/desarrollo económico son, más que nunca, elementos no sólo interrelacionados sino también retroalimentados.
Carlos Malamud
Investigador principal, Real Instituto Elcano | @CarlosMalamud
Rogelio Núñez
Investigador senior asociado del Real Instituto Elcano y profesor colaborador del IELAT, Universidad de Alcalá de Henares | @ RNCASTELLANO