Tema
En Libia las fracturas en la autoridad nacional se han convertido en una constante en medio de un conflicto fluido. Las prácticas adoptadas desde 2011 para el reconocimiento internacional de sus gobiernos se han enfrentado a dilemas que emanan de tres dicotomías: reconocimiento internacional vs. interno; legitimidad vs. eficacia; y coherencia vs. inclusividad en la mediación en el conflicto y las negociaciones de paz.
Resumen
Doce años después de que prendiera la mecha de la revolución y se produjera la intervención militar internacional que derrocó el régimen de Muamar el Gadafi en 2011, lejos de ver la luz al final del túnel, Libia se encuentra inmersa en una agitación constante y una guerra civil intermitente. Estaba previsto que se celebraran elecciones parlamentarias y presidenciales el 24 de diciembre de 2021, pero a falta de tres días[MOU1] [FMI2] , el Alto Comité Electoral Nacional suspendió el proceso en su totalidad. Acordada por el Foro de Diálogo Político Libio (FDPL), esta hoja de ruta electoral despertó en los libios una cierta esperanza de dejar atrás el conflicto y la fragmentación. Desde su fracaso, el país ha visto cómo se fracturaba el nuevo gobierno siguiendo la estela de las divisiones en la autoridad de 2014-2015 y 2016-2021. Desde febrero-marzo de 2022 vuelven a operar en Libia dos Ejecutivos paralelos en Tripolitania (oeste) y Cirenaica/Barqa (este), aumentado así el riesgo de volver a un conflicto violento.
Análisis
Contexto y reconsideraciones analíticas del conflicto libio
Durante los últimos 12 años, Libia ha vivido las turbulencias de la revolución, una intervención militar internacional y una guerra civil en tres actos (febrero-octubre de 2011, mayo de 2014-diciembre de 2015 y abril de 2019-octubre de 2020), así como interludios relativamente más tranquilos consagrados a la estabilización, la transición política, la reforma del sector de la seguridad (RSS) y los intentos de construcción del Estado (octubre de 2011-mayo de 2014, diciembre de 2015-abril de 2019 y octubre de 2020-actualidad). Ahora bien, ninguno de estos esfuerzos ha resultado en ningún momento en una resolución sostenible del conflicto. En un contexto de una fragmentación política creciente y una hibridación de la gobernanza de la seguridad en el país –fruto de unas fronteras borrosas entre los actores estatales y no estatales–, el fracaso de la resolución del conflicto se ha asociado de manera evidente, a nivel institucional, a fracturas recurrentes en la autoridad y disputas por el reconocimiento internacional.
La fractura de 2014 surgió de una controversia sobre la extensión del mandato del Congreso General Nacional (CGN) designado en 2012, así como la validez de los resultados de las elecciones celebradas para reemplazarlo por una nueva Cámara de Representantes (CdR). Los dos parlamentos rivales acabaron operando de forma paralela desde Trípoli y Tobruk respectivamente, cada uno de ellos apoyando a su gobierno electo correspondiente. Asimismo, cuando estalló la segunda guerra civil libia (mayo de 2014-diciembre de 2015), cada uno recibió el apoyo armado de actores armados no estatales “removilizados” por las coaliciones Amanecer de Libia (pro-CGN) y Operación Dignidad (pro-CdR), estando esta última encabezada por el general Jalifa Haftar y lo que la CdR designaría como el “Ejército Nacional Libio”, también conocido como Fuerzas Armadas Árabes Libias (FAAL).
Una segunda controversia de reconocimiento gubernamental surgió apenas se cerraba la primera. A finales de 2015 se constituyó un Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN) en Trípoli bajo los términos del Acuerdo Político Libio auspiciado por las Naciones Unidas. Ahora bien, pese a ser respaldado –si no creado– por un fuerte consenso de reconocimiento internacional, el reconocimiento interno del GAN nunca fue total, lastrado por la falta de consentimiento de la CdR y sus aliados armados. Como resultado, siguieron operando un gobierno y una administración paralelos en el este desde Bayda, si bien con una importancia política menguante en comparación con Haftar, sus FAAL y la propia CdR. La tercera y última brecha gubernamental es la que condujo al punto muerto en la hoja de ruta de la transición al término de la tercera guerra civil (abril de 2019-octubre de 2020). La unificación y exclusividad logradas por el Gobierno de Unidad Nacional (GUN) interino designado en marzo de 2021 por el FDPL, bajo el liderazgo de Abdul Hamid Dbeiba, apenas duró. Transcurrido tan sólo un año, surgió un nuevo competidor en el este en un contexto de desacuerdos sobre la extensión irregular del mandato del GUN en ausencia de elecciones parlamentarias, cuando la CdR nombró al ex ministro del Interior Fathi Bashagha para que formara un nuevo gobierno.
Este patrón de divisiones y polarización, tanto a nivel ejecutivo como legislativo, se ha convertido en una constante en un conflicto fluido cuyos parámetros y marcos discursivos fundamentales han cambiado de forma significativa desde 2011.
Si bien la identidad colectiva y el propósito perseguido por la mayoría de los actores armados no estatales era principalmente local en origen y dependía de su “arraigo social”,[1] su posicionamiento a mayor escala dentro del juego más amplio del conflicto obedecía en gran medida al reconocimiento y apoyo externo recibidos en distintos momentos. Esto es aplicable a la visión de la guerra civil de 2011 basada en la contraposición revolución vs. régimen de Gadafi, que se tradujo en una dicotomía entre revolucionarios y contrarrevolucionarios en las dinámicas políticas de transición postbélica, así como a las oposiciones superpuestas oeste vs. este e islamistas vs. laicistas que han prevalecido desde la guerra civil de 2014-2015. Este último marco discursivo, en concreto, reflejaba en menor medida la composición real de los dos bandos y alianzas armadas –en vista de que ambos abarcaban una variada representación de fuerzas islamistas y no islamistas– que las inclinaciones ideológicas de los apoyos regionales de cada bando, véanse Turquía y Qatar en el caso del CGN/Amanecer de Libia y posteriormente el GAN, y Egipto, Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Arabia Saudí en el caso de la CdD/Operación Dignidad y las LAAF de Haftar.
En realidad, la principal fractura política –y también la más prolongada– que ha moldeado el enfrentamiento post-2011 en Libia ha sido la existente entre los modos horizontal y vertical de gobernanza autoritaria. Tripolitania ha estado dominada por una forma de autoritarismo “de carácter populista que se presenta a sí mismo a menudo como revolucionario” y “deja espacio a los acuerdos horizontales entre rivales y un pequeño grado de tolerancia hacia la iniciativa política de ciudadanos y líderes locales”. Por otro lado, a diferencia de esta gobernanza relativamente más plural e impredecible, el modelo alternativo consolidado por Haftar y sus seguidores en Cirenaica es “más vertical”, y “no tolera prácticamente ninguna oposición, por moderada que ésta sea”.[2]
En lo referente a las dinámicas de conflicto violento, resulta también útil reconsiderar los prismas analíticos a través de los cuales la comunidad internacional ha abordado el caso libio durante estos años en al menos dos formas. En primer lugar, aunque se trata sin duda de una guerra civil internacionalizada, particularmente en su iteración de 2019-2020 como consecuencia de la intervención (para)militar extranjera y manifiesta de Rusia –a través del Grupo Wagner– y Turquía, describirla como una guerra subsidiaria (proxy war) resulta poco preciso y engañoso en la medida en que minusvalora la agencia nacional. De hecho, en lugar de actuar a iniciativa o en nombre de potencias regionales o mundiales, los “actores locales libios desempeñaron un papel fundamental en la internacionalización del conflicto al solicitar y manipular el apoyo extranjero para sus propios intereses y agendas”.[3] Desde el punto de vista de la economía política, la autonomía de dichos actores locales, que incluyen actores armados no estatales, se ha visto preservada y reforzada gracias a la naturaleza persistentemente rentista del Estado libio y sus retazos institucionales. El petróleo y los ingresos derivados del mismo gestionados por el Banco Central de Libia han seguido fluyendo incluso en las condiciones más precarias hasta todo tipo de actores locales (para)estatales y de naturaleza dual.
En segundo lugar, en lugar de encasillar al país en la problemática categoría de los Estados fallidos, el resultado de la creciente fragmentación libia puede entenderse mejor como la consolidación de múltiples áreas de estatalidad limitada. Definidas como “partes del territorio o ámbitos políticos en los que el gobierno central carece de la capacidad para ejecutar decisiones o en los que su monopolio sobre los medios de la violencia se ve desafiado”, la cuestión clave sobre las áreas de estatalidad limitada es que “ni están sin gobernar ni son ingobernables”,[4] y que no siempre están necesariamente asociadas al conflicto violento.
Dilemas y escollos en el reconocimiento internacional de los gobiernos (2011-2019)
Otro aspecto de la implicación internacional en la Libia post-2011 que merece mayor atención es el amplio repertorio de prácticas de reconocimiento internacional de gobiernos adoptadas durante el curso de este conflicto, que abarca desde el nivel macro hasta el nivel micro, y desde procedimientos altamente formalizados con implicaciones jurídicas hasta modos de intervención deliberadamente no oficiales. El repertorio incluye prácticas declarativas, diplomáticas, contactos informales, cooperación intergubernamental y prácticas de apoyo. Además, en un contexto de fracturas recurrentes en la autoridad nacional y áreas de estatalidad limitada, estas prácticas se han enfrentado a tres dilemas que emanan de las brechas o tensiones que se producen entre el reconocimiento internacional vs. interno, la legitimidad vs. la eficacia y la coherencia vs. la inclusividad.
En primer lugar, la falta de alineación entre el reconocimiento internacional e interno ha resultado evidente en situaciones en las que el primero ha precedido al segundo, pero el gobierno apoyado externamente ha demostrado en última instancia ser incapaz de alcanzar un contrato social viable con los principales colectivos sociales y actores políticos en el seno del país. Este déficit de reconocimiento interno ha afectado, en mayor o menor medida, a todos los gobiernos internacionalmente reconocidos en la Libia post-2011. Esto es algo que ya preocupaba al Consejo Nacional de Transición (CNT) establecido en Bengasi tras el levantamiento contra Gadafi en febrero de 2011. Inicialmente concebido como una herramienta de diplomacia rebelde de cara a la comunidad internacional, el CNT debía aportar gobernanza en paralelo en zonas bajo control rebelde durante la guerra civil de 2011, y terminó convirtiéndose en el gobierno del país durante casi 10 meses una vez finalizada la guerra civil. Las tensiones entre los dos roles eran inevitables. Con todo, el CNT las mitigó gracias a una combinación de legitimidad revolucionaria y los efectos legales de un reconocimiento internacional cada vez más formal, que le permitió acceder a parte de los activos libios congelados en el extranjero y poder seguir así pagando los salarios públicos a nivel interno.
La brecha entre el reconocimiento internacional e interno fue mayor en el caso del GAN establecido a finales de 2015. Esto se debió a las prisas que llevaron a un poderoso grupo de actores internacionales –que incluía organizaciones multilaterales como Naciones Unidas, la UE, la Liga Árabe o la Unión Africana– a “prometer su apoyo” al futuro gobierno central unificado antes incluso de la firma por parte de los actores libios del Acuerdo Político Libio (el acuerdo de Sjirat) que lo fundó. La urgencia procedía sobre todo del enfoque de crisis occidental tanto hacia la toma de la región de Sirte por parte de Estado Islámico (EI) como el incremento de los flujos migratorios por vía marítima desde la costa de Libia hasta Italia. Se necesitaba un gobierno libio estable como socio para impulsar de forma eficaz y legal los esfuerzos de cooperación internacional en la lucha contra el terrorismo y la inmigración. Sin embargo, el fuerte espaldarazo inicial al GAN por parte de la comunidad internacional y la UE no tuvo su correlato a nivel interno. El acuerdo de reparto de poder de la élite libia se truncó cuando la CdR –la autoridad legislativa (transitoria) del país en virtud del Acuerdo Político Libio– negó su consentimiento al GAN. Además de generar un nuevo cisma de gobierno oeste-este, la falta de reconocimiento interno del GAN se vio reflejada en sus dificultades para establecerse físicamente en Trípoli y operar desde la ciudad, controlando de forma efectiva a los actores armados no estatales que controlaban la seguridad de la capital. En mis entrevistas a diplomáticos y profesionales internacionales dedicados a Libia desde Túnez a principios de 2019, existía un reconocimiento generalizado a posteriori de que el GAN había sido “una de esas ficciones en las que la comunidad internacional ha de creer”.[5]
En segundo lugar, la relación entre la legitimidad y la eficacia de los distintos aspirantes a gobiernos de Libia es sin duda compleja y los actores extranjeros han debido encontrar un equilibrio entre ambos tipos de criterios. En el caso del GAN, tras echar a andar gracias al apoyo externo, su legitimidad fue algo que acabó dando por sentado y priorizando la comunidad internacional, que esperaba que se produjera un círculo virtuoso en virtud del cual la eficacia acabaría colocándose al mismo nivel. Sin embargo, a partir de 2016, el GAN no ganó en eficacia en su gobierno sobre el territorio y la población libios. Más bien al contrario, las FAAL de su rival Haftar consolidaron y ampliaron su control en el este y sur del país. Como consecuencia de ello, los contactos internacionales con este rebelde anti-GAN pasaron gradualmente de ser contactos informales a convertirse en prácticas diplomáticas cada vez más oficiales, mermando la exclusividad del reconocimiento del GAN en varios aspectos.
Las prácticas diplomáticas hacia Haftar fueron adquiriendo mayor relevancia, desde las visitas bilaterales por parte de aliados regionales como Egipto y EAU hasta las invitaciones oficiales de Rusia en 2016 y la participación en igualdad de condiciones con el líder del GAN, Fayez Serraj, en las cumbres multilaterales centradas en Libia y organizadas por Francia e Italia en 2017 y 2018. Entre los argumentos esgrimidos para justificar dicha evolución que recogí en mi trabajo de campo destaca que Haftar “no podía ser ignorado” como una “parte sobre el terreno” efectiva y “uno de los actores” con mayor “influencia en el proceso de paz”. La naturaleza no gubernamental de este actor resulta útil en la medida en que permitía argumentar que al negociar con él no se estaba incumpliendo el consenso de reconocimiento internacional. En cualquier caso, el reconocimiento internacional basado en la eficacia de Haftar funcionó como una profecía autocumplida que consolidó un hecho consumado diplomático hasta como mínimo la guerra civil de 2019-2020.
En tercer lugar, la capacidad de veto de facto de las FAAL del general Haftar y otros actores armados no estatales libios planteaba un dilema entre la coherencia y la inclusividad en la mediación en el conflicto y las negociaciones de paz. Esto concernía, sobre todo, a los esfuerzos de mediación realizados por la Misión de Apoyo de Naciones Unidas a Libia (UNSMIL) tras la creación del GAN, cuando Naciones Unidas dio su espaldarazo a este gobierno y fue por consiguiente vista como parcial por otros actores libios. No obstante, desde mediados de 2017 en adelante, las preocupaciones sobre los efectos colaterales contraproducentes de este enfoque llevaron a la UNSMIL a reconsiderar y reformular su mandato, haciendo mayor hincapié en la necesidad de interactuar con “todos los actores políticos libios” y “salvar la brecha inter-Libia”. Este cambio de planteamiento se vio influenciado por la preferencia del representante especial del secretario general Ghassan Salamé por iniciativas de mediación de abajo arriba y diálogo de bases con actores no estatales, como parte de su hoja de ruta para la Conferencia Nacional Libia que debía haberse celebrado en la primavera de 2019. El objetivo de este proceso amplio de consultas preparatorias era que la conferencia nacional refrendara un plan de transición prenegociado que gozara de ese amplio consenso y reconocimiento a nivel interno que no lograron cosechar el Acuerdo Político Libio y el GAN tres años atrás.
Una hoja de ruta para la transición que se desmorona y una nueva fractura en la autoridad (2020-2022)
Podría decirse que algunas de las lecciones de los dilemas de reconocimiento internacional de gobiernos y del proceso de paz de la década anterior ya habían sido aprendidas al inicio de la nueva etapa de transición al término de la guerra civil de 2019-2020. Se pasó página definitivamente en lo que se refiere a la coherencia sobre el reconocimiento internacional de un GAN insuficientemente eficaz. La inclusividad fue el lema en el FDPL lanzado por las Naciones Unidas en noviembre de 2020, cuyos 75 participantes representaban en teoría “el espectro político y social al completo de la sociedad libia”. El primer resultado de dicho diálogo fue lo que la UNSMIL describió como una “hoja de ruta hacia unas elecciones nacionales creíbles, inclusivas y democráticas”. Dichas elecciones incluían tanto elecciones parlamentarias como presidenciales, que debían celebrarse de forma conjunta en la simbólica fecha del 70º aniversario de la independencia libia, el 24 de diciembre de 2021.
Además, el mismo FDPL designó al GUN como nuevo gobierno unificado provisional de Libia para el período preelectoral, nombrando a Dbeiba primer ministro. El gobierno de Dbeiba destacaba así como el primer gobierno unificado del país desde 2014. A diferencia del proceso de negociación que condujo a la creación del GAN en 2015, en esta ocasión el reconocimiento interno prevaleció sobre el reconocimiento internacional. Asimismo, el primero fue alcanzado plenamente en términos institucionales, habida cuenta de que el GUN obtuvo la confianza parlamentaria de la CdR con una mayoría aplastante en marzo de 2021 –poniendo de paso fin a la existencia de un gobierno paralelo en el este–. Otra cuestión diferente es si los delegados del FDPL, los miembros de la CdR y la elite política libia a la que estos representaban podrían encarnar de forma genuina y proporcionar reconocimiento interno en el sentido de un contrato social más amplio. Los esfuerzos de negociación de Naciones Unidas seguían centrándose en un pacto de elites y las mismas dinámicas de poder internas que se produjeron en el momento de la creación del GAN en 2016 se observaron de nuevo poco después de la investidura del GUN.[6] Además, dejando de lado la legitimidad, la eficacia del GUN en términos de control territorial y monopolio sobre el uso de la fuerza seguía siendo tan parcial y deficiente como la del GAN. Y las áreas de estatalidad limitada seguían marcando la tónica de la gobernanza libia.
Tal y como predijeron con tino varios analistas libios, la hoja de ruta del FDPL estaba condenada a fracasar en menos de un año. Sus debilidades surgieron en primer lugar en relación con el proceso electoral, para el que el FDPL fue incapaz de establecer un marco jurídico.
Esto, combinado con la ausencia aún más fundamental de una constitución, hizo que afloraran viejos desacuerdos sobre la secuencia de las elecciones o, dicho de otra forma, el orden en el que debían celebrarse las elecciones parlamentarias y presidenciales y si éstas debían estar precedidas necesariamente por un referéndum constitucional. Aprovechando la oportunidad de este vacío legal, el presidente de la CdR –y aliado de Haftar– Aquila Saleh promulgó una “ley electoral presidencial” unilateral y sesgada en septiembre de 2021. Además de no ser aprobada mediante una votación parlamentaria normal, la ley de Saleh era controvertida por dos motivos principales: primero, porque revocaba el acuerdo del FDPL de celebrar elecciones presidenciales y parlamentarias al mismo tiempo al establecer que las primeras debían preceder a las segundas; y, en segundo lugar, porque suavizaba los criterios de elegibilidad de tal forma que permitía tanto a Haftar como al propio Saleh presentarse a la presidencia al tiempo que mantenían sus cargos oficiales.
Dos desarrollos problemáticos adicionales que coincidieron con las maniobras de Saleh fueron los anuncios de las candidaturas presidenciales del primer ministro Dbeiba y el hijo del ex dictador, Saif al-Islam Gadafi. El primero se desdecía así de un compromiso previo de no presentarse mientras que el segundo, buscado por el Tribunal Penal Internacional, provocó un fuerte rechazo en numerosos círculos tanto dentro como fuera de Libia. Reinaba pues un clima de gran tensión política cuando el Alto Comité Electoral Nacional, a falta de tres días para las elecciones del 24 de diciembre de 2021, suspendió el proceso en su totalidad.
Apenas dos meses más tarde, el GUN perdió también su breve condición de gobierno unificado de Libia. Con el proceso electoral congelado y el mandato interino del GUN prolongado sine die bajo el liderazgo de un Dbeiba dispuesto a perpetuarse en el poder, en febrero de 2022 la CdR tomó la decisión de reemplazar este gobierno por uno nuevo encabezado por Bashagha. Al término de la guerra de 2019-2020, el que fuera ministro de Interior del GAN había alcanzado un acuerdo político con su hasta entonces rival Saleh –y, por tanto, con Haftar–, que permitió que tanto Bashagha como Saleh encabezaran la que se antojaba como la lista favorita para el GUN en el FDPL. La alienación de este dúo/trío debido al inesperado nombramiento de Dbeiba por parte del FDPL culminaría en la toma de posesión en la CdR del llamado Gobierno de Estabilidad Nacional (GEN) de Bashagha en marzo de 2022. Como era de prever, el GUN de Dbeiba se negó a ceder el poder a su competidor, resistiendo a la presión política y parando –con algo de ayuda por parte de Turquía– una ofensiva militar en ciernes en Trípoli que buscaba desalojarlo del poder en el verano.
Los enfrentamientos en la capital en el verano de 2022 aumentaron los temores de la comunidad internacional de que se produjera una nueva fractura en el gobierno libio y una crisis de legitimidad que desestabilizara aún más el país, provocando el retorno a la guerra civil. Ahora bien, en estos momentos no parece que la coyuntura política internacional y regional apunte en esta dirección. La entente entre Turquía y Rusia, que contribuyó en gran medida al fin de la guerra de 2019-2020, ha estado acompañada de una oleada de reconciliaciones entre los apoyos regionales a los bandos rivales del conflicto libio, incluido el fin del bloqueo de Qatar por parte de Arabia Saudí y EAU, y la reparación de las relaciones entre Egipto y Turquía. Con todo, la actual estabilidad refleja “más que un acuerdo, un impasse”.[7]
En este delicado contexto, en septiembre de 2022 el senegalés Abdoulaye Bathily fue nombrado nuevo representante especial del secretario general y líder de la UNSMIL. Bathily hizo un llamamiento para que se agilizara la organización de las elecciones aplazadas con miras a evitar que el país se colocara “en riesgo de partición”. Acto seguido, tras una intensa ronda de consultas en febrero de 2023, ha propuesto crear un panel de pilotaje de alto nivel que se encargue de acordar un marco jurídico así como una hoja de ruta con hitos temporales para la celebración de elecciones presidenciales y legislativas en 2023.
Conclusiones
Si bien los actores externos han desempeñado un papel crucial a la hora de congelar o descongelar el conflicto libio en varios momentos, la clave para resolverlo sigue siendo en primer lugar, y por encima de todo, de índole nacional. No nos encontramos ante una guerra subsidiaria y tanto la elite política libia como los actores armados no estatales parecen por lo general satisfechos con el statu quo en vista del nivel limitado de violencia de la actualidad y, de manera no menos importante, los crecientes precios mundiales de la energía desde que estallara la guerra rusa contra Ucrania. Esto explica la ausencia de un compromiso real para relanzar la hoja de ruta de la transición y las elecciones. Las protestas del verano pasado por parte de jóvenes libios desencantados en múltiples ciudades del país, desde Tobruk hasta Trípoli, se dirigían de hecho al conjunto de la elite política nacional, revelando problemas de reconocimiento interno y de contrato social más profundos que afectarán a cualquier resolución del conflicto y gobierno libio en el futuro.
La comunidad internacional ha aprendido sólo la mitad de las lecciones de la última década de fracturas gubernamentales y dilemas de reconocimiento internacional en Libia (2014-2015, 2016-2021 y 2022-actualidad).
Tras el final de la guerra civil de 2019-2020, cuando se creó el FDPL, el sentimiento mayoritario era que el reconocimiento interno debía prevalecer siempre sobre el internacional, la legitimidad de la gobernanza no puede prosperar por sí sola si no viene acompañada de eficacia y la coherencia en las posiciones de reconocimiento internacional de un gobierno puede obstaculizar la inclusividad –y el éxito– de la mediación en el conflicto y las negociaciones de paz. Sin embargo, el problema de esa inclusividad actualmente proclamada –común tanto al FDPL como al nuevo panel electoral de alto nivel de Bathily– es que sigue siendo parcial y susceptible de ser secuestrada por parte de miembros de la elite política libia que tienen un interés escaso en que se produzca una transición exitosa. Dejar atrás este círculo vicioso no se antoja fácil, pero es evidente que la única salida pasa por la celebración de unas elecciones democráticas. Al fin y al cabo, los intentos de crear un gobierno libio unificado y viable por otros medios han fracasado una y otra vez.
Para apoyar de forma activa a la UNSMIL y el plan de Bathily de celebrar elecciones antes de finales de 2023, los esfuerzos de la UE en los próximos meses deberían centrarse en garantizar una unidad política en el seno de la UE y a nivel internacional que disuada a posibles saboteadores. Al mismo tiempo, si se materializa, la conferencia de reconciliación nacional para Libia que la Unión Africana ha anunciado que acogerá también debería recibir un fuerte apoyo por parte de la UE. Por último, deberían contemplarse formatos de dialogo complementarios para aportar algo de oxígeno internacional a una juventud y sociedad civil libias crecientemente ignoradas.
[1] Wolfram Lacher (2020), Libya’s Fragmentation: Structure and Process in Violent Conflict, I.B. Tauris, Londres.
[2] Jalel Harchaoui (2022), “Libya’s electoral impasse”, Noria Research, noviembre.
[3] Alessia Melcangi y Karim Mezran (2022), “Truly a proxy war? Militias, institutions and external actors in Libya between limited statehood and rentier state”, The International Spectator, vol. 57, nº 4, pp. 121-138.
[4] Tanja A. Börzel y Thomas Risse (2021), Effective Governance Under Anarchy: Institutions, Legitimacy, and Social Trust in Areas of Limited Statehood, Cambridge University Press, Cambridge.
[5] En el marco del proyecto de investigación “The Transnational Politics of Recognition in the Libyan Civil War”, financiado por una beca de investigación de la British Academy/Leverhulme (SRG18R1\181252).
[6] Emadeddin Badi (2021), “Libya’s government of national (dis)unity: the misleading choreography of conflict resolution”, Confluences Méditerranée, nº 118, pp. 23-35.
[7] Wolfram Lacher (2023), “Libya’s new order”, New Left Review, nº 139, enero-febrero.