Europa, más allá de la COVID-19

Sede del Parlamento Europeo en Bruselas. Fuente: European Parliament- © European Union 2020

Versión original en francés: “L’Europe, par delà le COVID-19”Politique étrangère, vol. 85, n° 3, otoño 2020 en L’Institut français des Relations internationales (Ifri).

El acuerdo presupuestario europeo de julio de 2020 es inédito: creará por primera vez un endeudamiento común que permitirá reactivar las economías afectadas por la crisis de la COVID-19. Es el fruto del dinamismo franco-alemán y de ambiciones reiteradas de la Comisión Europea. En un mundo en el que las tensiones se afilan, Francia necesita a Europa para mantener su soberanía. La Unión Europea debe seguir evolucionando para afianzarse como potencia y responder a las expectativas de los ciudadanos.

Unas semanas después del acuerdo presupuestario más ambicioso que se haya alcanzado jamás y que adoptó el Consejo Europeo el 21 de julio de 2020, resulta tentador pensar que, fielmente a un principio muy sabiamente repetido, “Europa sólo avanza con las crisis”, la COVID-19 lo ha cambiado todo en la Unión Europea (UE). Como todos los tópicos, éste también tiene algo de verdad. El salto en integración que se ha dado con el endeudamiento común de la UE es la fase de integración europea más importante que se ha producido desde la del euro; sin esta crisis hubiera resultado imposible. Pero, sobre todo, es cierto y también menos visible que este gran avance le debe mucho a un triángulo áureo que, por primera vez, ha recobrado el vigor de los años noventa: la pareja franco-alemana, estrechamente asociada a una Comisión Europea ambiciosa.

Representa una herramienta de continuidad subestimada que se combina ahora con una verdadera novedad, también minimizada: actualmente los ciudadanos esperan más de Europa. No la critican tanto por su invasión de las competencias nacionales, sino por su inacción ante los desafíos comunes: ayer se trataba de las migraciones, hoy de la salud, desde la falta de armonización de las medidas de cuarentena hasta la búsqueda común de una vacuna. A día de hoy, de Europa se espera que actúe, y se la critica cuando no lo hace, lo hace escasamente, o lo hace tarde.

De hecho, la crisis ha desvelado que su eficacia parece corresponderse con sus competencias: ha dado muestra de su capacidad de reacción en el ámbito económico (suspensión de las normas presupuestarias o las ayudas estatales, apoyo monetario masivo); en muy gran parte, de su impotencia en lo relativo a la coordinación de las restricciones fronterizas; y de su cuasi inexistencia en el núcleo sanitario de la crisis. Por último, con toda la prudencia que exige cualquier ficción política, no resulta baladí señalar que, si el Reino Unido siguiera siendo miembro de la UE, el acuerdo sobre el presupuesto y un plan de recuperación de este calado habrían sido, a ciencia cierta, inalcanzables.

Estas tres cuestiones, necesidad de un programa europeo común, expectativas crecientes de los ciudadanos y renovada relevancia del motor franco-alemán, perfilan la matriz de un proyecto europeo que debe replantearse tanto sus métodos como su sustancia para encarnar una potencia firme, ágil y audible en un mundo brutal que los europeos están redescubriendo, como descubre el emperador de China de los Cuentos orientales de Marguerite Yourcenar, furibundo, que el mundo real no es el de los magníficos lienzos que su viejo pintor Wang-Fô le había descrito de forma ideal.

¿Cuál es el proyecto europeo de Emmanuel Macron?

Empecemos por el método europeo del presidente de la República Francesa, no sólo porque es muy revelador del fondo del proyecto, sino también porque aporta la novedad más importante de la acción europea de los presidentes franceses desde François Mitterrand. Esta ruptura metodológica todavía no se ha percibido o comentado demasiado. Se basa en la combinación permanente de tres elementos.

Ante todo, el pilar franco-alemán

Nada muy original, dirán. Cierto, pero Emmanuel Macron, al contrario que sus predecesores, ha evitado la tentación de buscar una alternativa. La historia de la Unión Europea nos enseña que dicha tentación está doblemente abocada al fracaso: nunca aporta la misma eficacia que la pareja Francia-Alemania y, una vez asumido lo anterior y después de este escarceo, obliga a volver a forjar la confianza con Berlín. De todos modos, el aliado británico no estaba en condiciones de ofrecer una alternativa en el contexto del brexit y la idea romántica de la alianza latina, al no haber tenido nunca traducción real alguna, jamás ha penetrado la política europea de Emmanuel Macron.

La verdadera innovación franco-alemana del presidente de la República consiste en rechazar al mismo tiempo los dos extremos que rigen tradicionalmente la relación entre París y Berlín: celebración y confrontación. La confrontación es la tentación permanente de una clase política francesa que achaca a Bruselas o a Berlín las dificultades con las que se topa, confundiendo a menudo el mal con su raíz –reformas económicas, recuperación de las finanzas públicas… A la izquierda, actualmente a la extrema izquierda, le gusta especialmente la idea de cambiar las tornas. Y es tanto más decepcionante en cuanto que se limita a la retórica: una vez en el poder, la izquierda coopera con Alemania y no las cambia. Por una sencilla razón. Hay una triple condición para el cambio en Europa: constancia en las propuestas y “lucha europea”; compromiso con la propia Alemania, y más cuando los desacuerdos iniciales son grandes; y credibilidad política y económica interior. El otro escollo franco-alemán, casi tan dañino como el primero, reside en una suerte de celebración permanente. Se trata de la diplomacia de la “foto de recuerdo” en un intento de imitar a François Mitterrand y a Helmut Kohl en Verdún. Despejemos cualquier malentendido: la dimensión simbólica es imprescindible. El presidente Macron la ha asumido plenamente, y por ello completó el Tratado del Elíseo con el Tratado de Aquisgrán y conmemoró el centenario del Armisticio de 1918 en Rethondes con la canciller alemana Angela Merkel.

Pero esta dimensión simbólica nunca es suficiente, y no sustituye a aquello que, desde hace seis décadas, dota de una fuerza irremplazable a la relación entre ambos países: una relación de trabajo que se desarrolla en todos los estratos de la vida política y administrativa y cuya fuerza deriva, precisamente, de la capacidad de ambos países para superar, en los momentos clave, las divergencias de sus puntos de vista y arrastrar a los demás. Así ha sido, desde el euro hasta el último acuerdo sobre la deuda común.

Esconder las divergencias significa condenar al motor franco-alemán a la impotencia y a Europa al inmovilismo. Por ello, en todo momento importante, identificado con grave parsimonia, la Francia de Emmanuel Macron ha asumido que debe manifestar su discrepancia inicial con respecto a Alemania. Lo hizo con la reforma de la zona del euro, con el objetivo de una economía baja en carbono para 2050, con el proyecto energético Nord Stream II, o, en la primavera de 2020, con la necesaria solidaridad europea. Y, sin haber logrado todos sus objetivos, el valor de esta forma de actuar consiste en haber sabido trabajar después para superar los obstáculos y alcanzar acuerdos.

Retomemos cronológicamente en pocas palabras la consecución del plan de recuperación: a finales de marzo, firma pública de una carta por nueve países, entre los que figuraba Francia pero no Alemania, carta contraria a su postura de entonces, en la que se llamaba al endeudamiento europeo común; negociaciones con Alemania para superar el desacuerdo antes de la presidencia alemana de la UE; acuerdo sobre una iniciativa de recuperación común el 18 de mayo; propuesta de la Comisión el 27 de mayo, que recogía y ampliaba la ambición franco-alemana; y, por fin, acuerdo de los 27 Estados miembros el 21 de julio.

La eficacia franco-alemana radica en otros dos parámetros que el modelo centralizado de Francia pasa a menudo por alto. Para convencer a Alemania se necesita paciencia y constancia. El acuerdo franco-alemán del 18 de mayo no surge de tres semanas de negociaciones, sino de tres años de trabajo, de contactos de carácter técnico y político y de un clima de confianza entre la canciller Merkel y el presidente Macron. Y para convencer a Alemania no sólo hay que marcarse como objetivo Berlín o la Cancillería. Hay que hablar a todas las partes, conocer a los ministros-presidentes de los länder, hablar con los socios de la coalición, dialogar con los sindicatos y las organizaciones profesionales, dirigirse a la opinión pública y a los grandes medios de comunicación… Emmanuel Macron ha tejido una red alemana al servicio de su proyecto europeo, empezó a tejerla cuando pasó por el Ministerio de Economía, al comprender que la Quinta República Francesa no se puede extrapolar del otro lado del Rin.

“Hablar con todos”

Esta fórmula no se ha limitado únicamente a Alemania. Este enfoque se lleva aplicando desde 2017 con todos nuestros socios de la UE, porque, si bien el pilar franco-alemán es siempre necesario, nunca es suficiente. ¿Cae por su propio peso? Debería. Pero Francia ha vivido en la negación de la Europa de los 27. Los mandatarios franceses, señalando con acierto las graves fallas de una UE mal concebida para tal tamaño y heterogeneidad, han actuado como si siguiéramos siendo seis o doce. No se cambia la realidad negándola. Por ello, el presidente de la República Francesa ha emprendido una gran labor bilateral, sobre todo con aquellos países con posturas de partida diametralmente opuestas a las nuestras: desde 2017, se ha reunido diez veces con el primer ministro de los Países Bajos, ese mismo verano realizó una gira por los países del este de Europa (sin la cual habría sido imposible lograr la reforma sobre los trabajadores desplazados), el verano siguiente, por los países del norte de Europa… En total, más de veinte visitas bilaterales, participación o reactivación de múltiples formatos de cooperación, desde el grupo de Austerlitz hasta el de los países mediterráneos.

Esta extensión condiciona la eficacia del motor franco-alemán, en el que Francia tiene peso porque cuenta con otros aliados de distintas regiones, distintos tamaños, distintas familias políticas. Sin este encaje de bolillos, Alemania no se habría alineado con nosotros sobre el plan de recuperación en mayo de 2020; sin este despliegue previo, no habría habido unanimidad en el plan de recuperación tan sólo dos meses después. Esta red europea a todos los niveles seguirá siendo imprescindible a la hora de enfrentarnos a los desafíos que están por llegar: refuerzo de los compromisos climáticos, unidad y firmeza frente al Reino Unido para aplicar el brexit, definición de una política migratoria europea, etc.

La última pieza del rompecabezas perfila las instituciones europeas

También en esto, la implicación de Francia ha vuelto a resultar imprescindible. Cuando asumió el cargo, Emmanuel Macron no había participado en la elección de la Comisión Europea de Jean-Claude Juncker, ningún representante de su familia política en el Parlamento Europeo podía trasladar nuestras posiciones y las delegaciones existentes eran débiles, en términos de tamaño, en sus grupos parlamentarios. Históricamente, Francia tiende a considerar que una intervención del comisario francés o una llamada al presidente de la Comisión pueden solucionar cualquier asunto de sensibilidad nacional. Desatender la complejidad de un sistema fragmentado, entre un colegio de 27 comisarios, un Parlamento Europeo cuyo papel dista mucho del papel de figurante que se le sigue atribuyendo en París, y las familias políticas europeas, mal conocidas pero influyentes, no puede sino restarle peso a Francia y a sus ideas, de forma dramática.

La preparación de las elecciones europeas y de la renovación institucional de 2019 fue por tanto central en el programa del presidente de la República. Primero, había que evitar que todas las familias políticas apoyaran el principio tergiversado del Spitzenkandidat. ¿Cómo defender un cabeza de lista común sin una lista europea común? En segundo lugar, había que subrayar la importancia que revestían las elecciones, lo que permitió obtener una tasa de participación que no se alcanzaba desde 1994, con una delegación “Renacimiento” de apoyo al proyecto presidencial, que representa la fuerza más importante de un nuevo grupo político central imprescindible para la nueva Comisión. En tercer lugar, implicándose, sobre todo, en la elección de los puestos clave: inédito éxito franco-alemán con la llegada de una alemana francófila a la cabeza de la Comisión, y con la de una francesa muy respetada en Alemania a la del Banco Central Europeo. Un dúo que se vio completado por un presidente del Consejo Europeo francófono, procedente de la familia política de Emmanuel Macron, y un alto representante para la política exterior español, próximo a las preocupaciones francesas en lo que se refiere al Mediterráneo y a África. Sin este fundamental marco institucional, repitámoslo, la respuesta económica a la crisis de la COVID-19 en el plano presupuestario y monetario se hubiera quedado en un sueño de Francia.

Una estrategia de cambio

Otro punto del método, que también traduce ese fondo que emerge a la superficie, merece ser subrayado o esclarecido. Apostar por la cooperación europea traduce una estrategia de cambio y no una voluntad de conservar el sistema existente. Por ello, hace tres años que la acción europea de Francia aúna cooperación diaria e interpelación periódica. El discurso de la Sorbona de septiembre de 2017, el que pronunció Emmanuel Macron ante la canciller alemana en Aquisgrán en mayo de 2018, la Carta a los europeos de marzo de 2019, la entrevista en The Economist en noviembre de ese mismo año… Todos ellos contienen propuestas concretas para no limitarse a discursos editoriales o de meras visiones, propuestas que persiguen a la vez despertar a los europeos ante la necesidad de una Europa poderosa, que no se disculpe por existir y consciente de que su destino no puede y no debe delegársele a ninguna potencia exterior.

Este enfoque traduce precisamente el programa europeo que Emmanuel Macron lleva defendiendo desde la campaña presidencial de 2017. “Los verdaderos soberanistas son los proeuropeos”, escribía el candidato1 . Refleja dos certezas fundamentales: Europa no significa dilución de la soberanía francesa en el mundo actual, sino que es requisito de esta última; y si actualmente no cumple esta promesa, puede ser reformada. Dicho de otra manera: nos negamos a elegir entre una Europa débil y el repliegue nacional; porque Francia puede cambiar a Europa. Este reformismo europeo no se funde con los conceptos clásicos, tan cambiantes como imprecisos, del europeísmo, el federalismo; nadie sabría hoy definirlos, quizás tan solo unos pocos radicales entusiastas o acusadores. En el fondo, este reformismo es la mejor ilustración del gaullismo-mitterrandismo que defiende Emmanuel Macron. Radica en tres pilares: independencia, potencia e identidad.

Independencia, potencia e identidad

La primera certeza es que la independencia francesa en el mundo tiene una dimensión europea ineludible. Ésta es de hecho la obsesión de De Gaulle y de Mitterrand, derivada de lo acontecido en 1940: las herramientas diplomáticas, militares, económicas, científicas y morales de la independencia son el primer requisito para protegerse de otro derrumbamiento. Por ello, fiel a su gestión pragmática de la grandeza, De Gaulle, que afirmó que “rasgaría” el Tratado de Roma de 1957 si volvía al poder, acabó preservándolo y apoyándolo, porque permitía modernizar la industria francesa mediante una competencia controlada y un mercado ampliado. Compensó hábilmente esta concesión con la implementación de la Política Agrícola Común para apoyar a la vez a los dos sectores de la transformación económica de la posguerra. La misma lógica condujo a Mitterrand y Delors a preconizar la creación del mercado único en los años ochenta, acompañándolo de una política de solidaridad para las regiones más pobres. Tanto Mitterrand como De Gaulle vieron también en el marco europeo la única forma de devolver su honor al socio alemán sin humillación ni ingenuidad, para reforzar una potencia que era necesaria para Francia, dándole un marco que resultaba igual de necesario. Construcción europea e interés de Francia se confundían fácilmente… Y sigue siendo así.

Actualmente, el fortalecimiento de Francia a través de Europa adquiere una dimensión mundial: ¿cómo desarrollar los sectores industriales estratégicos, desde las baterías eléctricas hasta las medicinas fundamentales, con la autarquía nacional en lugar de con la autonomía europea? ¿Cómo obtener acuerdos comerciales que regulen la globalización a escala de un único país? Para el Reino Unido ha sido un aprendizaje doloroso. Sería igual de ingenuo creer en la impotencia de los Estados naciones que en la inutilidad de la escala europea. Al fin y al cabo, Singapur, Israel o Corea del Sur se desenvuelven admirablemente bien en el concierto globalizado de las naciones. Estaríamos olvidando algo rápido que su apertura y su dependencia del exterior, económica y geopolítica, son inmensas. Por tanto, resulta paradójico defender una Francia soberana y apoyarse en países que no podrían sobrevivir sin un mercado mundial abierto y una protección estratégica existencial (estadounidense, la mayoría de las veces). Claro que desde De Gaulle existe una complementariedad entre las herramientas nacionales (disuasión nuclear, asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, etc.) y europeas (mercado ampliado, política comercial unificada, moneda común, etc.), y todas ellas son garantes de una misma independencia.

Si la independencia va dirigida a proteger tanto de los riesgos internos de Europa como de los externos a ella a través de la cooperación en la UE, la potencia tiene que ver con la proyección exterior. Más que cualquier otro país europeo, Francia quiere tener peso en el curso mundial, por interés y por convicción. Desde 1950, Francia ve Europa como un generador de potencia. La decepción francesa con respecto a Europa procede de esa zona gris de la que volveremos a hablar. Francia sola no puede desplegar la potencia de la escala continental pero la UE todavía no ha tomado ese relevo como potencia que nuestros conciudadanos esperan. No es menos cierto que las seis dimensiones de la potencia contemporánea que el presidente de la República presentó en su discurso de la Sorbona exigen una ambición europea: seguridad y defensa, migraciones y fronteras, transición ecológica, transformación digital, soberanía alimentaria y poder económico e industrial.

Por último, no debe abandonarse a los antieuropeos el concepto de identidad, como tampoco el de soberanía. Emmanuel Macron no ha redescubierto uno u otro a la luz de la crisis de la COVID-19, ambos temas fueron centrales en su primer discurso europeo de conjunto, pronunciado en septiembre de 2016 en Lyon. Porque Europa no surgió en 1950. No es una invención tecnocrática o una simple construcción racional. Europa es cultura, es historia, es diversidad y es identidad. Reflexionar acerca del destino europeo de Francia tiene por tanto poco sentido: ¿quién puede pretender que, desde el imperio romano a la revolución industrial, nuestro país pudiera ser una península aislada del continente?, Para bien y para mal, nuestra historia es intrínsecamente europea. El modelo europeo consiste precisamente en buscar un equilibrio, todavía inestable, entre apertura al otro y protección de uno: Europa ha inventado el tratado y la frontera, el mercado y la norma. El equilibrio es la definición misma de dicho modelo único en el mundo: una combinación de libertad individual y de solidaridad de grupo, de unidad cultural y de diversidad local a partes iguales. En total, son más los puntos que tienen en común Estocolmo y Nápoles que los que comparten Berlín y Pekín. O Moscú. O Washington. Actualmente, esta identidad se enriquece con una sensibilidad similar ante el cambio climático o la repercusión de la revolución digital (en cuanto a imposición o protección de los datos personales, por ejemplo). “mm”

Estas cuestiones, independencia, potencia e identidad están reunidas en el concepto de “soberanía europea”, a veces mal entendido por nuestros socios de la UE, aunque cada vez más retomado. En el fondo, la soberanía es la capacidad de defender o promover los intereses y los valores de uno; lo que Europa aún no se atreve a hacer o pensar sin algo de pudor por su desacierto colonial, el derrumbamiento de las guerras mundiales y sus experiencias totalitarias. Sin embargo, la Europa “geopolítica” deseada por Ursula von der Leyen en particular es la verdadera clave de los próximos diez años: existir en el mapa o sufrir la ley de los demás.

Radiografía de la Europa de 2020

Dialéctica potencia/cooperación

La Europa de 2020 no está exenta de defectos que habrá que corregir.El primero de ellos me parece ser la dificultad para conciliar potencia y cooperación. Si nos limitamos a los últimos dos siglos, los países de Europa jamás supieron combinarlos. Llamando a los historiadores a dar muestra de indulgencia ante esta simplificación, digamos que Europa ha pasado por dos fases. Potencia sin cooperación, con la dominación económica e industrial, y después colonial, que en el siglo XIX fue tan clara, que los países europeos, lejos de tener que entenderse, podían rivalizar por la hegemonía en el continente y en el mundo. Este periodo caracterizado por una sobrepotencia acaba primero con la Primera Guerra Mundial y definitivamente con la Segunda, que marca el acmé y el final de la guerra civil europea.

Se abre entonces una fase radicalmente opuesta: Europa, vacunada contra la potencia, se aleja de ella voluntaria e involuntariamente; adviene la cooperación sin potencia. El proyecto europeo nace de este trauma. El impulso de unas pocas mentes genialmente lúcidas permitió, ya en 1950, construir un proyecto de cooperación europea sobre los escombros de la guerra. El proyecto es una obra de reconciliación, lo que en sí mismo es una inmensa hazaña. Está orientado hacia la propia Europa, Europa que desea recomponer, y no hacia el vasto mundo del que Europa no puede ni quiere ocuparse. El acercamiento de Francia y de Alemania, la creación de un mercado pacificador, la unión por la norma y el derecho de aquellos que se entremataron con una violencia desmedida: todo ello ideado hacia dentro. La potencia exterior, en particular la defensa y la seguridad, no compete a las comunidades europeas. Esta potencia debe delegarse, a Estados Unidos y a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), en una guerra fría en la que la Europa política está anclada y reducida a Occidente; y, en lo que les queda a los europeos, al Estado, que sigue siendo el estricto marco de una potencia reducida. Para Francia, único gran país del continente europeo reconocido en el orden mundial de la posguerra, no hay duda de que Europa significa reconciliación, pero también es una esperada herramienta de potencia; de ahí la ambigüedad fundadora que, actualmente, podría por fin superarse.

Ahora todos los desafíos europeos son externos, y las crecientes expectativas de los ciudadanos, no sólo franceses, tienen que ver con la relación de Europa con el mundo: migraciones, protección de las fronteras, seguridad y defensa (en particular, frente al terrorismo), cambio climático, cambio radical digital, globalización comercial, etc. La actuación de las distintas partes lo certifica: Europa ya no está a la sombra o al abrigo de una benevolencia estadounidense adquirida en materia de seguridad; no puede contentarse con su relación de creciente dependencia con China; y debe enfrentarse por sí misma a los turbulentos imperios de proximidad, Rusia y Turquía. Los europeos saben que deben volver a hablar el idioma de la potencia sin perder la gramática de la cooperación. Sienten el vértigo de aquél que sabe que tendrá que saltar.

¿Un lugar vacío de poder?

El segundo defecto, derivado del primero, es el vacío de poder: en la UE no hay lugar ni momento que representen el poder de actuación. La renuncia al poder, amplificada por la voluntad paralela de no provocar a las estructuras estatales, ha cobrado cuerpo en el léxico europeo que se va estableciendo a partir de los años cincuenta: “alta autoridad” para no hablar de “gobierno”, “comisarios” por no atreverse a llamarlos “ministros”, “colegio” para no tener “jefes”, “directiva” o “reglamento” (¿de la comunidad de propietarios?) para no pronunciar el término sagrado, la “ley” … Esto podría ser objeto de un libro entero2, pero la propia arquitectura de los edificios de las instituciones europeas da fe de su alergia a la potencia y a la representación del poder.

Esta conclusión ha exigido remedios a medida que Europa se iba (pre)ocupando del mundo que la rodeaba. Con el establecimiento del Consejo Europeo en 1974 se creó un primer lugar de poder. Y después, a partir de 1979, las elecciones europeas por sufragio universal directo perseguían aportar una dimensión democrática necesaria para una Europa cuyas competencias y cuyo presupuesto iban ampliándose. De mediados de los años ochenta a mediados de los años 2000, hasta el muro de la “Constitución” europea, el cambio de tratado se convirtió en la forma de expansión controlada del poder europeo, dando fe del carácter intrínsecamente jurídico de la construcción europea.

Esta misma lógica ha llevado a la UE a multiplicar los presidentes: a la presidencia de la Comisión y del Parlamento europeos se les sumó hace diez años la del Consejo Europeo, la del Eurogrupo para la zona del euro y también hay un alto representante para la política exterior. Pero no ha sido suficiente: el Consejo Europeo gestiona principalmente las crisis sin cumplir una función prospectiva y la inflación de los puestos es una paradójica confesión de lo difícil que resulta hallar la representación de un poder fuerte. Europa tiene varios números de teléfono, pero no tiene una línea directa, podría afirmar hoy Henry Kissinger. Esta pluralidad de interlocutores es más difícil de aceptar para el ciudadano francés, acostumbrado a la Quinta República, que para cualquier otro europeo.

En Europa tampoco hay un momento decisivo que determine un programa de actuación para cuatro o cinco años, como sí lo hay en Francia, con las elecciones presidenciales, o en los demás países con las legislativas. Las elecciones europeas son uno de sus componentes, pero la verdad nos obliga a decir que no pueden perfilar una orientación colectiva clara por la naturaleza misma del sistema europeo (inexistencia de una lista común transnacional, desconocimiento de las familias políticas europeas, falta de conexión directa con la elección del ejecutivo europeo, de forma más estructural, diversidad de las lenguas y las culturas políticas, comprensión muy parcial de los temas europeos sin espacio común para el debate, etc.). Sin embargo, el repunte de la participación en las elecciones de 2019 demostró que Europa puede movilizar a los ciudadanos cuando las cuestiones clave se entienden mejor (preocupación por el clima, auge del nacionalismo, etc.).

Por lo tanto, el desinterés político europeo no es una fatalidad. El vacío de poder puede ser colmado a condición de no caer en la imitación de los sistemas estatales: la UE no pretende en absoluto convertirse en un sistema estatal más. Una solución 100 % europea consistiría en añadir un “presidente de presidentes” a las muchas cabezas que representan Europa; en realidad, los líderes sobresalen cuando lo exigen las circunstancias: Angela Merkel ha dibujado un liderazgo de razón en época de crisis, aunque se ha resistido a encarnar un liderazgo de visión una vez pasada la tormenta; Emmanuel Macron lleva asumiendo ese papel, no sin una inevitable fricción, desde 2017. La existencia de políticas más ambiciosas, dado el caso en formatos restringidos, conllevará naturalmente la emergencia de líderes, aunque esto signifique multiplicarlos. Para lograr un foro europeo adecuado, lugar y momento de orientación política reunidos, habrá que innovar: las conferencias diplomáticas no son un marco suficiente y aceptado para el cambio del curso de Europa; el intento de ampliación y democratización de los debates a través de la Convención de 2001-2003 ha sido una experiencia útil, pero quedó deslegitimada en el futuro por el fracaso de los referendos de 2005. Hay que idear algo distinto que responda al espacio de deliberación abierta que se necesita actualmente: la Conferencia sobre el Futuro de Europa propuesta por Francia va en este sentido.

La pasión europea por la ampliación

Esta pasión se debe, en primer lugar, al hecho de que la ampliación llama a la ampliación, porque cada recién llegado tiene su propia zona de vecindad e influencia, que ve como la siguiente frontera que traspasar; cada país procura no estar en la marca del imperio. Europa, por sus orígenes, está centrada en sí misma: no piensa su relación con el exterior en términos de fronteras, interfaz necesaria para la cooperación y las tensiones. Europa se vive como un espacio de prosperidad que habría que extender. En sus albores, la Comunidad Europea no tenía política exterior. Además de los acuerdos comerciales, que la UE tardó en percibir como herramientas de influencia o de presión útiles para defender sus intereses y valores, Europa cuenta con dos medios de actuación centrales: el dinero y el mercado (único), medios que pueden dilatarse sin gran dificultad. A ello se añade una dimensión más profunda: para los países conocidos como “del Este”, que son actualmente la mitad de los miembros de la UE, al igual que para los países balcánicos que están llamando a nuestra puerta, la Europa política es un horizonte de libertad, de paz y de prosperidad que la historia les ha negado de forma arbitraria e injusta. Ven en ello una reparación que se les debe y que sería egoísta rechazar.

Francia siempre ha desconfiado de la ampliación, que, intuitivamente, consideraba como una dilución que retrasaría la unión política; el entusiasmo de los británicos por la expansión no hacía sino agudizar legítimamente nuestras reticencias. Aquí hay que admitir un fracaso de Francia: llevamos desde François Mitterrand alertando con acierto sobre el riesgo que suponía una expansión rápida, si no iba acompañada de reformas institucionales ambiciosas, con, en la práctica, ajustes o amontonamientos (como el principio de un comisario por país), exceptuando el beneficioso retroceso de la decisión por unanimidad. Pero no hemos sabido ni explicar cuáles eran las razones válidas de esta prevención, ni proponer una alternativa creíble. Peor aún, hemos abierto aún más la brecha, ignorando a los que entraban en lugar de convertirlos en valiosos aliados. A principios de 2020, a iniciativa de Francia, se dio un paso muy importante con el endurecimiento de las negociaciones de adhesión. Pero la UE ya ha dejado de poder alcanzar sus nuevas aspiraciones en las condiciones actuales, entre 27 miembros; y, ahora que debe pensar en su relación con el exterior, también debe dotarse de fronteras claras. Con esa condición, los europeos, y no sólo los franceses, sentirán que pertenecen a una comunidad política y sentirán que les puede proteger.

Si vamos más allá de los defectos de la construcción del proyecto político, al final hallamos un imaginario europeo enraizado, que bebe de un doble sentir paradójico. Por una parte, hay un miedo algo depresivo al declive; nadie lo ha descrito mejor que George Steiner3: los nombres de nuestras calles traducen nuestra obsesión por la gloria y las heridas del pasado, cuando los americanos, a imagen de Henry Ford, piensan que “la historia es una broma”. Por otra parte, una cómoda sensación de vivir en paz, en una burbuja protectora, propia de una determinada idea de “fin de la historia”. La reunión de ambos tiene nombre: el discreto encanto de la decadencia. Cada vez que Europa se ha complacido en él, se ha llevado a sí misma a la ruina. Por tanto, ha de recuperar el sentido del mundo y el gusto por el futuro.

Recuperar el sentido del mundo y el gusto por el futuro

Diseñada como un proyecto de reconciliación interna, la Europa política debe dotarse hoy de cuatro componentes imprescindibles para cualquier comunidad política que perdura y se afirma: fronteras, instituciones adaptadas, una agenda de potencia y un sentimiento de pertenencia.

Orientada hacia su reconstrucción política y económica, delimitada en la práctica por la Guerra Fría, Europa nunca ha tenido que enfrentarse a la cuestión de las fronteras. Tres realidades han convertido esta cuestión en un asunto ineludible: su tamaño actual y la pesadez inducida por su funcionamiento; las crecientes tensiones con Turquía y la crisis migratoria, que ha demostrado que la gestión de las fronteras no podía ser una competencia anecdótica de la UE.

Establecer fronteras no significa cerrar una sociedad, sino organizar su relación con el mundo: esto es precisamente lo que necesitan los europeos. Para la UE, también es la condición necesaria para que la política exterior sea sólida y se distinga de una política de ampliación. Por tanto, resulta importante afirmar, tal y como hizo el presidente de la República Francesa en la Sorbona, que la ampliación a los Balcanes occidentales es la última etapa: con ella debe acabar la extensión de la UE. Y cabe señalar que dicha ampliación no está garantizada. Por ello, a petición de Francia se ha reformado el método de negociación en lo que se refiere a los países en debate (Macedonia del Norte, Albania) y a aquellos que, alineados con este nuevo enfoque, ya están en proceso de negociación (Serbia, Montenegro). Posibilita la reversibilidad del proceso, con un control político que se aleja de la automaticidad actual. Más importante aún, la ampliación debe estar estrictamente condicionada por una reforma del funcionamiento de la UE; fronteras e instituciones van a la par.

Entonces, ¿qué relación hemos de forjar con nuestros grandes vecinos? La pregunta empieza con Turquía, que en 1963 empezó un proceso de negociación que, digámoslo también, reposaba en un proyecto profundamente distinto, mucho menos integrado y objeto de una cómoda hipocresía mutua, por europeos que no se atreven a cortar los lazos por temor a romper un diálogo que se reanuda periódicamente cuando necesitamos a Ankara, y por turcos que, en esta última época, encuentran en los titubeos europeos una eficaz válvula de escape nacionalista. Hay que ser claros y trabajar en otro tipo de asociación que no sea la adhesión a la UE. Emmanuel Macron fue franco al señalarlo durante la visita del presidente turco a París en enero de 2018. Esta asociación (aunque pueda cambiarse el término, ya que Turquía lo siente a veces como una afrenta), económica, energética, de seguridad, migratoria, cultural, sólo podrá salir adelante si las actuales provocaciones en el Mediterráneo oriental cesan.

¿Será éste un modelo extrapolable a otros vecinos? En realidad, lo que necesitamos alcanzar con nuestros vecinos son acuerdos a medida, como cualquier gran potencia. Podemos utilizar los marcos existentes para algunos de ellos: Asociación Oriental con Ucrania, Bielorrusia, Armenia, Azerbaiyán, Georgia y Moldavia; alianza mediterránea al Sur, todavía insuficiente a pesar de los esfuerzos de Francia bajo la presidencia de Nicolas Sarkozy, retomados por Emmanuel Macron. Rusia plantea una dificultad rotundamente distinta, pero negarse a dialogar con ella nos abocaría a la impotencia: en este sentido, Emmanuel Macron impulsó una iniciativa en agosto de 2019. Causó mucho revuelo al Este de la UE, donde a veces se considera que Francia es prorrusa. Sin embargo, no hay ingenuidad alguna en la iniciativa. Por ejemplo, Francia nunca ha cuestionado las sanciones europeas comunes contra Rusia, ningún responsable político francés de primera importancia conoce mejor que Emmanuel Macron los ciberataques y la desinformación. Sin olvidar que Francia ha intensificado las normas europeas a las que se somete el proyecto gasístico Nord Stream II, que podría acrecentar nuestra dependencia energética de Rusia. Si hubiera que volver a empezar, habría, sin duda, que invertir el orden de los factores: en primer lugar, debate colectivo en el Consejo Europeo, después, viaje a Polonia y a los países bálticos y, por último, establecimiento de un diálogo nuevo con Moscú.

Y, por supuesto, la principal incógnita de la ecuación fronteriza tiene que ver con el Reino Unido. La negociación de la futura relación, actualmente bloqueada, demuestra, en primer lugar, la pertinencia de los parámetros mencionados: imposibilidad de pensar la vecindad de la UE en términos de ampliación, puesto que el Reino Unido “desamplía” Europa, y necesidad de asociaciones ad hoc. Plantea otra vez más la cuestión fundamental de las fronteras: en una comunidad política, el interior y el exterior no son idénticos. Por ello, Francia defiende con una firmeza que no es punitiva sino vital, que el Reino Unido no obtenga lo mejor de ambos mundos, que no pueda tener acceso libre a nuestro mercado sin respetar plenamente nuestras reglas. De lo contrario, los nacionalistas podrían aprovechar para presentar la UE como un edificio vacío o como una vaca lechera. Pero sería paradójico hablar con Moscú, reforzar los vínculos con Kiev, negociar con Belgrado e ignorar aquello que nos une al Reino Unido. Si logramos equilibrar el acceso al mercado europeo y el respeto de las reglas de competencia justa, añadiéndoles una asociación de seguridad, habremos construido un nuevo modelo de vecindad y de influencia para Europa. En el fondo, sumando acceso regulado al mercado único y pertenencia al Consejo de Europa, perfilamos un marco europeo de cooperación económica y política útil para el futuro y extrapolable, mutatis mutandis, a otros países cercanos.

Marco institucional único, formatos diferenciados

Un proyecto político delimitado también debe ser dirigido. No se le puede reprochar a Europa su desinterés por las instituciones, le apasionan. Los debates sobre los tratados y los “círculos” llevan setenta años animando la vida de Bruselas. Pero el reto consiste en reubicar el problema de forma pragmática, siguiendo una línea sencilla: un marco institucional único y formatos diferenciados.

A los alemanes, y a los franceses aún más, se les ocurre periódicamente crear clubs o círculos de países europeos, no sin una suerte de nostalgia de una Europa más pequeña y homogénea. Un “núcleo duro” podría encarnar el espíritu europeo y la ambición original. Podría tratarse de los seis miembros fundadores, o de los doce que marcaron la era Delors. Pero no volveremos a encontrar esa Europa. ¿Implantaremos la necesaria armonización fiscal con los Países Bajos o Luxemburgo? ¿No está Francia más cerca de Varsovia que de Dublín en este ámbito? Los formatos históricos, las fracturas Este-Oeste o Norte-Sur no resumen la UE. Ahí radica su oportunidad y la condición para que sobreviva. Porque si dos o tres clubs fueran contrarios en todos los asuntos, no tardarían en separarse.

En una Europa de 27 países, hay que construir equipos de proyecto según los asuntos; de ahí la absoluta necesidad de “hablar con todo el mundo”. Esto puede traducirse en alianzas temporales sencillas dirigidas a que una idea avance: Francia reunió a cuatro, y después a nueve países en la primavera de 2019. Primero sin Alemania, asociándola después, para que se adoptara el objetivo de neutralidad en carbono para 2050 a nivel europeo. Esta diferenciación también podrá implicar acuerdos de cooperación más duraderos, presentes de hecho en toda la historia de la UE, desde Schengen hasta el euro y pasando, actualmente, por el ámbito de la defensa.

Según una aparente paradoja, una diferenciación de este tipo sin que se produzca una desintegración sólo puede obtenerse si se conserva un marco institucional único: una única Comisión, un único Consejo, un único Parlamento, un único Tribunal de Justicia y un único Banco Central. El marco en sí mismo debería ser más flexible para permitir que la diferenciación sea justa y eficaz. De esta manera, el Parlamento Europeo debería reunirse en un formato “Parlamento de la zona del euro” en el que sólo estuvieran representados los países interesados, para votar, mañana, un presupuesto específico para los países que comparten una moneda común. De la misma manera, el Consejo podría cambiar su formato en función de los temas a debate. Se necesitará cambiar el tratado para diseñar esta unidad diferenciada; mientras tanto, hay soluciones pragmáticas, como la del Eurogrupo, que permiten ir avanzando.

Otros dos cambios de orden institucional parecen imprescindibles si se quiere que la toma de decisiones de la UE en una familia de 27 miembros sea más eficaz. Por una parte, la reducción del tamaño de la Comisión, puesto que el principio de un comisario por país actualmente no permite ni garantizar la cohesión necesaria para un ejecutivo atípico y, por tanto, frágil, ni fomentar el espíritu europeo, que resulta imprescindible para establecer un interés común, puesto que cada capital ve a su comisario como su portavoz y su protector. Y, por otra parte, el final de la unanimidad en los ámbitos que se mantienen, por ejemplo, la fiscalidad, puesto que este modo de decisión sólo se justifica para las cuestiones de índole constitucional, o constitutiva, como son la ampliación, la modificación de los tratados y, de manera más discutible, el presupuesto y sus recursos.

¿Tres Europas?

En la práctica, a través de los grandes ámbitos de cooperación, en la UE se perfilan tres Europas. Primero, la Europa de los valores y el mercado, fundamento de las comunidades europeas desde 1950: es la UE de los 27, que puntualmente traspasa sus límites y llega hasta sus vecinos siguiendo la lógica de las asociaciones que mencionamos anteriormente. En ella se encuentran o encontrarán, en una superposición cada vez más clara, el propio mercado único, el espacio Schengen que se amplía (la lógica del mercado interior y de la libre circulación en realidad no pueden distinguirse), y la zona del euro, que se extiende y cubre una inmensa parte de la UE post-Brexit. En su seno, una Europa de la defensa y la seguridad está empezando a ver la luz en torno a la Iniciativa Europea de Compromiso Estratégico lanzada en 2017 por el presidente de la República; deberá volver a pensarse teniendo en cuenta el brexit, porque éste es el ámbito en el que el anclaje europeo del Reino Unido presenta un interés estratégico común fundamental. La propuesta de Emmanuel Macron y Angela Merkel va en este sentido: un Consejo de Seguridad europeo, instancia de coordinación que asocie a Londres al ámbito de la política exterior y de seguridad (posiciones compartidas, sanciones comunes, etc.).

En los demás ámbitos, en particular en el de la cooperación industrial, predominará la cooperación pragmática, el formato ad hoc, con un apoyo (en particular, financiero) de la UE. Buenos ejemplos de ello son los “proyectos importantes de interés común europeo” lanzados por Francia y Alemania en el ámbito de las baterías eléctricas con el apoyo de la Comisión Europea y una derogación de las reglas de ayudas estatales. No toda forma de cooperación europea aspira a generar un tratado propio, instituciones propias; no todo proyecto europeo debe recabar la aceptación de todos y cada uno de los miembros. Europa debe volver a tener ganas de emprender y desear: los que avanzan arrastrarán a los que esperan; es una ley europea bien establecida. Las instituciones deben aligerar y facilitar las cosas, y no tanto querer encarnar ellas mismas el proyecto europeo en todos sus puntos. En el fondo, sólo se necesita una única avanzadilla, que debe asumir su responsabilidad. Y, una vez más, se trata del pilar franco-alemán.

Ése es exactamente el espíritu de la Conferencia sobre el Futuro de Europa que debería arrancar en otoño de 2020 bajo la presidencia alemana de la UE y concluir en la primavera de 2022 bajo presidencia francesa. Puesto que a la UE le faltan lugares y momentos de poder, puesto que ya no funciona el cambio por el progreso institucional, resulta fundamental abrir un amplio tiempo de reflexión sobre el fondo de las políticas y de las acciones que se llevan a cabo. Asociando a las instituciones europeas y nacionales, y sobre todo a los ciudadanos, mediante deliberaciones profundas, como se hizo recientemente en la Convención Ciudadana por el Clima, este ejercicio sin precedentes permitirá reflexionar sobre cuestiones que nunca hemos debatido juntos, a la vez, a escala europea: política migratoria, política alimentaria, política sanitaria, política comercial…  Algunos sonreirán al oír hablar de este ejercicio, como no podía ser de otra manera con cualquier experiencia de este tipo. Es una apuesta, pero, desde las elecciones europeas hasta las marchas por el clima, los últimos meses han dejado patente que a los europeos les falta un proyecto común y que anhelan comprometerse. Para asegurarnos esta participación, hay un requisito imprescindible: los Estados y las instituciones europeas deben comprometerse a retomar lo antes posible gran parte de las propuestas resultantes de la Conferencia.

Una agenda de potencia

Para Europa, la mayor novedad consiste en desarrollar una agenda de potencia. Esta idea no ha tardado en ir abriéndose camino estos últimos años, bajo el impulso de las propuestas francesas, de un aggiornamento progresivo alemán y de las sacudidas derivadas de los encontronazos de China y Estados Unidos. Los ámbitos de la potencia, que ya hemos mencionado de acuerdo con las líneas presentadas por Emmanuel Macron en septiembre de 2017, están bien identificados. La crisis de la COVID-19 ha acentuado la concienciación respecto de los mismos, en particular en lo que respecta a la independencia industrial y la protección de los sectores económicos estratégicos, entre los que figura la salud. Otros tres puntos de los que se habla menos a menudo merecen algo de atención.

Estos últimos años, la UE, de acuerdo con una forma de retirada, o de apertura benevolente, que caracteriza su historia reciente, ha tenido tendencia a existir en el tablero internacional como un honest broker, a igual distancia de los grandes actores, en particular Estados Unidos y China. De forma algo paradójica, esto incluye a varios países muy apegados a la relación transatlántica, al Este de Europa, que en materia económica o tecnológica rechazan cualquier enfrentamiento con China. Pero optar sistemáticamente por la equidistancia es la opción de aquellos que no son una potencia. El ámbito comercial brinda el mejor ejemplo de todos: bajo la anterior Comisión, la UE habría debido buscar establecer una agenda común para reformar la Organización Mundial del Comercio (OMC), nada más empezar el mandato de Donald Trump, y reconocer que, sin compartir ni el estilo ni el método de Estados Unidos, Bruselas llegaba a las mismas conclusiones que Washington en lo que respectaba a los comportamientos anticompetitivos agresivos de Pekín. La UE prefirió evitar la cuestión, sufriendo al mismo tiempo la rivalidad comercial con China y los aranceles de Estados Unidos y multiplicando acuerdos comerciales con cualquier otro socio disponible (Canadá, Vietnam, Mercosur, etc.). A la inversa, la UE no debe sentir apuro por trabajar estrechamente con China en cuestiones climáticas, puesto que los estadounidenses se han autoexcluido del Acuerdo de París. Elegir qué combates librar y qué socios tener, situándose a la vez en un marco conceptual claro (autonomía europea, relación privilegiada con Estados Unidos, cooperación circunstancial con otros actores) es la esencia misma de una política de potencia, cuya guía es, en todo momento, la defensa de sus valores y sus intereses.

Para actuar de esta manera, la UE debe, ante todo, inventariar sus fuerzas. Su principal punto fuerte sigue siendo su mercado interior, el mayor mercado abierto del mundo, con 450 millones de personas. Es una herramienta de fuerza interna y de potencia externa a la que se asocian las grandes políticas europeas integradas, la competencia y el comercio internacional. Es la razón por la cual el refuerzo del mercado interior, por ejemplo, por la unificación del derecho mercantil, la regulación bancaria y financiera o las normas relativas a las grandes plataformas digitales no es un proyecto superado, acabado, sino eminentemente actual en lo que se refiere a nuestro crecimiento y nuestra competitividad.

Su potencia, e incluso su supervivencia, exigen adaptaciones fundamentales. Por una parte, la lucha contra el dumping interno europeo, que complica su aceptación a largo plazo por parte de los ciudadanos: en ese sentido va la reforma del trabajo desplazado, que entró en vigor el 30 de julio de 2020 y que debe ampliarse mediante una lucha descarnada contra el fraude y las “sociedades fantasmas”. También es un imperativo, aunque todavía titubeante, para la convergencia fiscal, en particular en lo que se refiere al impuesto sobre las sociedades y al sector digital. Por otra parte, la política de competencia, bien diseñada al principio como una regulación interna que posibilita una competencia no falseada que estimula la innovación, pero que actualmente no se ajusta a la competencia mundial, que exige que se luche a igualdad de armas contra grandes empresas extranjeras muy subvencionadas o cautivas de los mercados estratégicos. Por último, resulta fundamental un cambio programático en el ámbito comercial: puede ser una herramienta crucial para la defensa de nuestros intereses y la promoción de nuestros estándares, en materia alimentaria, medioambiental o sanitaria, pero los acuerdos actuales, que no obligan a respetar estrictamente el Acuerdo de París o las cláusulas medioambientales que contienen, dejarán muy pronto de ser aceptables a ojos de los ciudadanos europeos y no traducen el peso que realmente tiene la UE en los intercambios comerciales.

Un desafío de potencia que se suele ignorar o desdeñar tiene que ver con el aspecto demográfico. En 2050, la UE será el único bloque regional cuya población esté en declive con respecto a hoy. ¿Se trata de una herramienta de potencia obsoleta? Claramente no, porque el declive demográfico, además del peso directo que confiere la riqueza creada de forma colectiva, encierra a las sociedades en un repliegue casi inevitable, puesto que se ven privadas del dinamismo de la juventud y se centran en un miedo a desaparecer que Europa ya desprende. Parte del éxito nacionalista y ultraconservador al Este de la UE se basa en la huida de los jóvenes. Las políticas que afectan a la familia son políticas nacionales y así debe ser, puesto que afectan a modelos locales sensibles. Pero, tal y como subrayó el presidente de la República en Cracovia el pasado 5 de febrero, la UE podría dar apoyo financiero a las políticas demográficas de los Estados miembros, respetando rigurosamente nuestros valores comunes, en particular la igualdad de género.

No hay proyecto político, no hay comunidad que perviva sin creer en su futuro y sin un sentimiento de pertenencia compartido. No es ni un lujo ni una extravagancia “europeísta”, sobre todo cuando los fundamentos de la identidad común están fuertemente arraigados en nuestra arquitectura, nuestra literatura, nuestros idiomas y nuestros paisajes. Ignorando esta herencia, la construcción europea ha acabado siendo un objeto frío, fácilmente denunciable por los detractores de un aparato burocrático. Ningún europeo convencido lo es porque se le hayan demostrado las bondades económicas del euro. Personalmente, he llegado a ese punto por la senda de la política y la historia, durante un viaje a Berlín unas semanas después de la caída del Muro: Europa significaba esperanza. Otros creen en ella por una historia familiar, porque son trabajadores fronterizos, por la literatura, por la financiación europea de un proyecto, o por el sentimiento difuso de que el mundo no puede estar dominado de forma razonable por un condominio de Estados Unidos y China.

El programa Erasmus podría generalizarse esta década: avanzamos en esa dirección, no tan rápido como hubiéramos deseado. Puesto que cada país busca la vía hacia un nuevo crisol para sus jóvenes, ¿por qué no crear un servicio cívico europeo? La lucha por la democracia pluralista y el Estado de derecho es importante por ello; conforma nuestra identidad común. A menudo hay una idea que resurge, porque traduce esa necesidad de encarnación que no puede sino acentuarse a medida que se recorren los pasillos tristemente pálidos o atrozmente coloridos de los edificios de Bruselas: la idea de marcar los billetes con lugares y con rostros conocidos. El euro no debe limitarse a los puentes y las ventanas, como si Europa volviera a tener demasiados hombres y mujeres grandes como para saber elegirlos. Europa es ese continente que sólo sabe avanzar cuando se enorgullece de su pasado: demos pues cuerpo a nuestros objetos comunes. La pertenencia adopta una multitud de formas, no hemos dado más que unos ejemplos, pero no son ni mucho menos anecdóticos. Que concluyan con una última consideración: puesto que, en el fondo, debemos sentirnos orgullosos juntos para proseguir esta aventura, los europeos necesitan compartir una gran meta. Seguimos teniendo la industria más avanzada del mundo en el ámbito espacial. Aun así, los chinos y los americanos hablan de una nueva conquista espacial, mientras que los europeos no se atreven a hacerlo. Deberíamos proclamar que el primer hombre que pise Marte será europeo. La ambición y el sueño no son un privilegio ajeno.

***

La lucha librada por Francia para no dejar el concepto de soberanía en manos de aquellos que no la defienden realmente y para que Europa no permita que sean los demás los que hablen el idioma de la potencia en su lugar, da sus frutos. Mediante un compromiso europeo constante, franco-alemán primera, aunque no exclusivamente, mediante reformas que restauran nuestra credibilidad, mediante la defensa permanente de los intereses de Europa en el mundo, porque coinciden con los de Francia, Emmanuel Macron ha obtenido resultados, al menos en base a tres criterios.

Más de la mitad de las propuestas del discurso de la Sorbona están en funcionamiento, desde las universidades europeas hasta la protección de los derechos de autor, desde la reforma laboral del personal desplazado hasta el Colegio de Inteligencia en Europa, desde una fuerza europea de protección civil hasta la Iniciativa Europea de Compromiso Estratégico: no todas ellas son visibles y, a veces, aunque lo sean, no se percibe su dimensión europea. Debemos encarnarlas, explicarlas, ampliarlas.

Entre estas propuestas se han aprobado y se están aplicando algunos grandes cambios: es así, sobre todo, en lo que se refiere al acuerdo presupuestario de julio de 2020 que, por primera vez, creó un endeudamiento común de Europa para financiar la recuperación de las economías europeas. Sobre todo, se está produciendo un cambio del programa europeo: países considerados liberales, del norte de Europa, por ejemplo, defienden la protección de los sectores estratégicos contra las inversiones extranjeras; ningún Estado se niega a responder a los ataques comerciales que afectan a la UE, incluso cuando proceden del otro lado del Atlántico; Alemania asume su responsabilidad en seguridad y defensa en mayor medida; no cabe duda de la necesidad de una actuación conjunta y firme frente a China; y la unidad europea en la negociación del brexit supuso el test de soberanía más claro que estamos superando juntos.

Europa ha sobrevivido a una década de crisis, ha entendido que su transformación de espacio a potencia es inevitable. No se trata en absoluto de convertirla en un “Superestado” ni de negar las diferencias nacionales. Al contrario, hallará su fuerza y su liderazgo en una diferenciación asumida.Que Francia haya tomado las riendas de la ayuda europea en el Líbano es algo que no sorprende; que España dé el tono en la crisis de Venezuela también es una oportunidad para la afirmación europea… Desde este modelo original, a condición de volver a erigir su propio cuadrado mágico con fronteras claras, instituciones eficaces, agenda de potencia y sentimiento de pertenencia, Europa hallará la fuerza necesaria para volver a resplandecer. Habrá que añadir lo que no puede faltar a ninguna potencia: saber que va a durar. La Conferencia sobre el Futuro de Europa debe ahora abrir esta proyección al largo plazo.

Clément Beaune
Secretario de Estado de Asuntos Europeos, Ministerio para Europa y Asuntos Exteriores de Francia | @CBeaune


1Macron, Emmanuel (2016), Révolution, XO Editions, p. 230.

2 Véase el análisis de L. Lamant (2018), Bruxelles Chantiers, une critique architecturale de l’Europe, Lux Editeur.

3 G. Steiner (2005), Une certaine idée de l’Europe, Actes Sud.

Sede del Parlamento Europeo en Bruselas. Fuente: European Parliament- © European Union 2020