Tema
La segunda presidencia de Donald Trump debilitará las relaciones transatlánticas, pero ofrece también una oportunidad para la autonomía estratégica europea.
Resumen
Las primeras semanas del segundo mandato de Donald Trump confirman el cambio de paradigma en las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Europea. Washington considera que la competición con actores contrahegemónicos, sobre todo China, desafía su posición y busca reforzar el control sobre su esfera de influencia, siendo Europa la región más relevante en ese esquema de dominación revisado.
Ante este escenario, los Estados miembros tienen preferencias distintas sobre cómo lidiar con Washington. La posición de partida más amplia es la de evitar la confrontación y buscar un acomodo. Sin embargo, las actuaciones de Trump pueden convencer a los tradicionalmente más alineados con Washington, de modo que su presidencia puede ser un revulsivo para que la Unión se tome en serio su autonomía estratégica y así pueda ejercer como actor global con capacidad y voluntad de actuar. España, como actor puente, también puede tener un papel importante que desempeñar a favor de la autonomía estratégica europea.
Análisis[1]
1. Donald Trump, un shock para Europa
La vuelta de Donald Trump a la Casa Blanca ha sido recibida como un revés mayor de lo esperado en la Unión Europea (UE). De un alcance muy superior al que puede abordarse con una task force, los europeos creyeron que la primera victoria del líder republicano fue un accidente de la Historia y que, con la llegada de Joe Biden a la presidencia, todo volvería a la “normalidad”. La contundente segunda victoria de Donald Trump rompió con esas aspiraciones. Las amenazas del presidente republicano a Dinamarca, a cuenta de Groenlandia, y las negociaciones directas con Rusia muestran un cambio de visión de las relaciones transatlánticas. Las declaraciones del 12 de febrero del secretario de Defensa estadounidense, Peter Hegseth, confirmaron el deseo estadounidense de retirarse de Europa dejando claro que China es su prioridad estratégica: “Estoy hoy aquí para expresar directamente y sin ambigüedades que las crudas realidades estratégicas impiden que EEUU sea el principal garante de la seguridad en Europa”.Y la segunda parte del mes de febrero trajo dos momentos singularmente traumáticos: un polémico discurso del vicepresidente J.D. Vance en Múnich criticando la supuesta falta de libertad de expresión en Europa y las erradas políticas migratorias, y, sobre todo, el encontronazo en el despacho oval entre Trump y el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski.
Es verdad que durante la Administración Biden ya hubo tensiones entre Washington y los países europeos: la crisis de Afganistán de 2021, con la retirada estadounidense sin coordinarse con sus aliados europeos; la Inflation Reduction Act (IRA), que deterioraba las relaciones económicas-comerciales; y la crisis de los submarinos en el contexto del tratado del AUKUS, que París calificó de “puñalada por la espalda”. EEUU hace tiempo que ha dado un giro hacia un mayor unilateralismo, fruto del contexto geopolítico de competición entre potencias en un mundo multipolar.
Sin embargo, la vuelta de Trump supone un nuevo enfoque de EEUU en sus relaciones con Europa, particularmente marcado por el hecho de que el nuevo presidente no percibe a sus aliados europeos como socios imprescindibles, más bien como una carga por su incapacidad de defenderse sin la ayuda estadounidense. Trump es la expresión más radical de ese cambio hacia el America First y un intento de una mayor subordinación de Europa.
Asimismo, Donald Trump ve a la UE como un rival comercial que provoca el desequilibrio en la balanza comercial de EEUU. El presidente es abiertamente hostil a las instituciones europeas, ha afirmado que el proceso de integración se hizo para fastidiar a su país e incluso se ha referido a Bruselas como un enemigo. El propio Trump declaró el 27 de febrero que “la UE se formó para joder a Estados Unidos, ese es su propósito”. Washington ya ha asegurado que impondrá aranceles a los productos europeos (que podrían ascender al 25%), destacando que Europa no compra “nada” a EEUU. Estas amenazas estadounidenses corren el riesgo de desatar una guerra comercial entre ambos socios, que tendría graves consecuencias. Según datos del gobierno estadounidense, en 2024 EEUU importó productos europeos por un valor de 605.800 millones de dólares. En ese mismo año, las importaciones de la UE de productos estadounidense ascendieron a 370.200 millones.
Todo apunta a que la estrategia que seguirá la Administración Trump con Europa es la de divide et impera, es decir, bilateralizar las relaciones con los Estados miembros en un esfuerzo por dividir al bloque ignorando a las instituciones europeas. El enfoque será transaccional y de coerción con un Washington que utilizará su posición de fuerza para doblegar las resistencias de la UE, recurriendo si es necesario a las amenazas.
Otros de los apartados en donde incidirá Donald Trump será en la inversión en defensa. Washington considera que está subvencionando la seguridad europea y por ello ve necesario que Europa aumente su inversión en defensa considerablemente y que incremente significativamente sus compras de material militar estadounidense. Realmente, esto no es una ruptura con lo anterior, ya que tanto Obama como Biden presionaron en el mismo sentido, pero el tono discursivo más hostil de Trump sí es un cambio de dinámica importante. Principalmente por el hecho de que la nueva Administración estadounidense ha amenazado con acabar con las garantías de seguridad de los Estados miembros que no aumenten sus presupuestos en defensa. La cifra que ha puesto sobre la mesa Washington es del 5% del PIB en defensa, una inversión muy contundente que tensionaría los presupuestos nacionales europeos. A su vez, EEUU anunció que disminuirá su presupuesto de defensa con una propuesta de una reducción de 50.000 millones anuales en el Pentágono en un período de cinco años.
En esta línea, la política trumpista entronca con la necesidad de dejar de gastar recursos en Europa, que los países europeos asuman la carga que les corresponde y que se comporten como “buenos aliados”, lo cual permitiría a EEUU centralizar los recursos en la contención de China, que es su principal reto estratégico. Esta visión también reconoce la realidad de que la potencia norteamericana no tiene la capacidad de luchar en varios frentes simultáneamente.
Asimismo, la actitud de EEUU supone un nuevo enfoque ante la competición geopolítica imperante. Washington está afrontando mayores dificultades a la hora de mantener su posición hegemónica, sobre todo por el ascenso de un difuso bloque contrahegemónico compuesto, entre otros, por China, Rusia, Corea del Norte e Irán. Estas potencias comparten el deseo de cambiar el orden internacional a su favor en detrimento de Occidente. Ante este desafío, EEUU cree que debe reforzar el control sobre su esfera de influencia, empezando por territorios cercanos como Canadá, Panamá y Groenlandia.
Desde la perspectiva estadounidense, y sobre todo la de Trump, no es suficiente el statu quo que impera en dichos territorios y es necesario un mayor control para poder defender los intereses nacionales de Washington. Esto se podría enmarcar como un cierto regreso a la estrategia de hegemonía sobre el continente americano que ya practicó EEUU en el siglo XIX cuando se opuso a la intervención de las potencias europeas. De hecho, el propio asesor de seguridad nacional, Mike Waltz, mencionó el término “Doctrina Monroe 2.0” en referencia a la política estadounidense de aumentar su control en el hemisferio occidental ante el ascenso de la influencia de China y Rusia en la zona. Asimismo, EEUU buscará que América Latina se convierta en una esfera de influencia privilegiada en la que ni China ni la UE tengan cabida como socios por encima de Washington. Los recursos naturales y las infraestructuras estratégicas quedarían reservados en preferencia para EEUU.
Este nuevo enfoque más unilateral ha provocado que EEUU haya amenazado directamente a un aliado europeo como Dinamarca, que ostenta la soberanía sobre Groenlandia, si no le vendía-cedía la isla. Washington desea obtener una mayor influencia sobre Groenlandia debido a su ventajosa posición geoestratégica en el Ártico y a sus vastos recursos minerales. A EEUU parece importarle poco los argumentos sobre soberanía internacional esgrimidos por Copenhague y sus apelaciones al hecho de ser “buenos aliados”, ya que la cuestión principal radica en que Washington mira por sus propios intereses y no le importa que vayan en detrimento de los de sus socios europeos.
Con respecto a Ucrania, la situación también es preocupante para Europa. Donald Trump ha destacado en varias ocasiones su deseo de poner fin al conflicto, principalmente mediante la diplomacia. La estrategia de EEUU consiste en negociar directamente con Rusia para poner fin a la guerra, presionar a los europeos para que adopten un papel protagonista en el escenario postbélico y poder así desentenderse de la cuestión. Del mismo modo, y tal y como se presenció en la discusión en el despacho oval el 28 de febrero entre Trump, Vance y Zelenski, EEUU busca presionar a Ucrania para que acepte un acuerdo de alto el fuego sin garantías de seguridad estadounidenses.
Los términos de la paz o el acuerdo del alto el fuego estarán determinados por la dinámica en el campo de batalla, donde Rusia consolidaría todo lo conquistado desde 2014. Las bases de éste parece que ya están más claras tras las declaraciones de Trump y Hegsteh; Ucrania no ingresaría en la OTAN, Rusia lograría una parte importante del territorio ucraniano (que se calcula en un 18%) y Europa tendría que pagar por la reconstrucción de Ucrania y procurar fundamentalmente las garantías de seguridad. Ante este escenario, los principales líderes europeos y de la OTAN (sin EEUU) se reunieron el 2 de marzo en una cumbre en Londres para discutir la situación en Ucrania. Aunque los presentes acordaron seguir apoyando a Ucrania, la realidad es que los aliados son conscientes de que necesitan las garantías de seguridad estadounidenses debido a la incapacidad militar europea. Así, en Londres los aliados se centraron en un plan para aumentar drásticamente la inversión en defensa además de buscar reparar las relaciones entre Kyiv y Washington.
No se trata, desde luego, del desenlace deseado por Ucrania ni por sus aliados europeos; lo que podría llevar a lamentar el no haber optado antes por la vía negociadora, cuando el presidente de EEUU era Joe Biden y la situación sobre el terreno algo más propicia. Hay algunos análisis que sostienen que se habría conseguido un acuerdo más satisfactorio incluso en un momento tan temprano como primavera de 2022, tal y como especula una investigación de Foreign Affairs. Es posible que, una vez superado el primer embate de la guerra, hubiera exceso de autoconfianza en Kyiv (alimentado por Londres, la misma Washington y las capitales más orientales dentro de la UE) sobre las posibilidades reales de derrotar a Rusia, lo que redujo la capacidad de definir una posición europea más realista. También es cierto que los incumplimientos previos de Moscú y la falta de garantías de seguridad de cara al futuro tampoco proporcionaban confianza suficiente.
En cualquier caso, lo importante es que Trump no parece que vaya a contar con las voces europeas en su diplomacia con Moscú. Aun así, Washington pretende que sea Europa quien se encargue del futuro postconflicto de Ucrania. La debilidad estratégica de la UE ha provocado que EEUU negocie sobre el equilibrio de seguridad europeo con Rusia, sin Europa. Washington ha declarado en varias ocasiones que los europeos no participarán directamente en las negociaciones por Ucrania. Pero, aun así, EEUU espera que sean los europeos quienes se ocupen de la reconstrucción de Ucrania y provean las garantías de seguridad.
Como ya ocurrió en 2016, en Bruselas y en muchas capitales europeas se podría tener la tentación de pensar que Trump es una figura transitoria y que sólo hace falta aguantar cuatro años hasta que la relación transatlántica vuelva a mejorar. Sin embargo, los cambios son más profundos y no es sólo una cuestión de un presidente estadounidense, sino una nueva visión compartida por una parte de la élite en Washington. Asimismo, para desgracia de Europa, el mundo actual es diferente al de 2017, cuando tomó posesión Donald Trump por primera vez. El contexto internacional es más inestable y militarizado debido a la competición geopolítica, hay una guerra de alta intensidad en suelo europeo, una crisis importante en Oriente Medio, China es más fuerte y el riesgo de que se esté produciendo el declive europeo.
2. División europea ante la vuelta de Donald Trump
El principal problema de la política exterior europea es la división de sus Estados miembros. Es una ardua tarea que los Veintisiete adopten una posición común en el actual contexto geopolítico, lo que muchas veces deriva en actuaciones poco decisivas y una lenta toma de decisiones. La respuesta a Donald Trump no es una excepción. Las capitales europeas tienen una visión diferente sobre su relación con EEUU, desde la defensa de la autonomía estratégica por parte de Francia hasta la acomodación de Polonia y los bálticos e incluso la afinidad ideológica con Trump de Viktor Orbán y Georgia Meloni.
Uno de los Estados miembros que más está empujando para que la UE desarrolle el proyecto de autonomía estratégica es Francia. En París creen que la actitud de Washington refuerza sus tesis sobre la necesidad de que Europa actúe como una potencia global con mayor autonomía. Francia proyecta sus intereses nacionales en la autonomía estratégica europea, pues los franceses son conscientes de que por sí solos ya no tienen capacidad para tener una importante influencia en los asuntos internacionales y eso genera lógicas suspicacias en el resto de los Estados miembros. En los últimos tiempos, el presidente francés, Emmanuel Macron, ha sido un firme defensor de la necesidad de priorizar los productos europeos –en particular, en el sector de la defensa, donde Francia posee una industria relevante– con la política del Buy European. Asimismo, los franceses han sido muy directos en su crítica a la crisis sobre Groenlandia, llegando a ofrecer un despliegue de tropas en la isla. Por último, Macron, ha apoyado la necesidad de reaccionar ante la imposición de aranceles para que Europa “se haga respetar” como potencia. Sin embargo, estos discursos europeístas no esconden la realidad de que París mira por sus intereses nacionales, aunque a veces puedan ir en detrimento de la autonomía estratégica europea, como la protección de su sector de defensa y su escasa voluntad de integrar a España dentro de la red energética de Europa.
Alemania, por su parte, parece que también está en una línea de creciente claridad rompiendo con la tradición previa de alineamiento con Washington. En el debate post electoral del 23 de febrero, el futuro canciller alemán, Friedrich Merz, declaró que: “después de las últimas declaraciones hechas por Donald Trump la semana pasada, está claro, que a los estadounidenses –a esta Administración– en su mayoría no les importa el destino de Europa de una manera u otra… Tendremos que poner en marcha una capacidad de defensa europea, esa es mi absoluta prioridad”. La realidad es que Alemania representa mucho de lo que Trump le critica a Europa: economía orientada a la exportación, que genera un desequilibrio en la balanza comercial y una baja inversión en defensa y, como consecuencia, la dependencia de la seguridad de EEUU. Friedrich Merz, liderará una coalición entre democristianos y socialdemócratas capaz de transformar la clásica orientación atlantista de Berlín. Es verdad, no obstante, que los intereses comerciales también le aconsejen evitar una excesiva presión de Trump comprando más gas natural licuado (GNL) y material militar estadounidense. Todo bajo amenaza de aranceles. Por eso, no es descartable que Berlín, con el objetivo de evitar un gran coste, prefiera practicar una política exterior ambivalente, con el riesgo de no satisfacer a nadie. Aun así, las declaraciones de Merz, junto con el momento geopolítico actual, pueden significar que Alemania está dispuesta a realizar cambios estructurales para mejorar su posición estratégica, y, por ende, la europea.
Por otro lado, hay Estados miembros que se sitúan del lado de Trump, como Hungría, Eslovaquia (ambos países han apoyado “la diplomacia” estadounidense) e Italia. De hecho, Roma y Budapest se han negado a firmar una declaración de apoyo a la Corte Penal Internacional (CPI) después de que Trump anunciara sanciones contra el tribunal. Igualmente, tras el incidente del 28 de febrero en el despacho oval, 20 Estados miembros apoyaron expresamente a Zelenski, mientras seis (Italia entre ellos) prefirieron callar y Hungría se decantaba por Trump. Esto son ejemplos claros de la división europea respecto a EEUU. También cabe destacar que dentro de este grupo se encuentran los partidos de derecha radical que se encuentran alineados con los EEUU de Donald Trump; Vox en España es un claro exponente.
No todos los Estados miembros parecen secundar la posición más confrontacional de Francia y Alemania. Por ejemplo, sobre los aranceles, países como Finlandia, Austria y Lituania han mostrado un discurso mesurado hacia Washington, asegurando que la guerra comercial no beneficia a nadie, proponiendo que Europa compre más GNL, más armas e incluso firmar acuerdos de libre comercio que impliquen a la industria automovilística. En definitiva, hay más deseo de acomodamiento que de confrontación. También dentro de las instituciones europeas se ha repetido este mensaje: la alta representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Kaja Kallas, ha defendido que EEUU es “el aliado más fuerte” de la UE y debe seguir siéndolo. Polacos y bálticos defienden una posición de alineamiento con EEUU, particularmente por el hecho de que no confían en las garantías de seguridad que podrían proporcionarles Francia o Alemania. Su visión es la de intentar buscar una relación con Washington basada en el pragmatismo, apelando a que en Donald Trump se impondrá la mentalidad práctica transaccional con el objetivo de evitar una retirada estadounidense de Europa, si bien es cierto que las últimas declaraciones del presidente estadounidense han obligado a estos países a replantearse su posición. Así, el primer ministro polaco, Donald Tusk, ha defendido la necesidad de que Europa actúe como una potencia global que alcance “la independencia en defensa” aunque destacando la importancia de mantener una estrecha alianza con EEUU.
En este sentido, España se encuentra entre los países que ejercen de puente entre varios Estados miembros. A pesar de la posible percepción de lejanía en el conflicto, España apoya diplomáticamente a Ucrania siendo uno de los actores más visibles en las recientes cumbres de aliados. Asimismo, tiene un planteamiento económico más abierto y por ende mantiene buenas relaciones con los Países Bajos y Alemania en este aspecto. Por último, el liderazgo socialdemócrata le proporciona una importante presencia en las instituciones europeas –Pedro Sánchez es el principal líder socialdemócrata europeo– y una buena sintonía con los países escandinavos.
3. La vía de la autonomía estratégica europea
Ante este contexto de competición geopolítica y con un EEUU abiertamente hostil hacia la UE, los europeos podrían percibir que para poder influir en los asuntos internacionales tienen que dejar de ser un tablero de juego de otras potencias. La opción es apostar por el proyecto de la autonomía estratégica europea, que permita a Europa convertirse en un actor global y que pueda así defender sus intereses; si bien, plantea enormes dificultades, ya que no sólo sería necesario reflexionar profundamente sobre el proyecto europeo, sino poner de acuerdo diferentes Estados miembros con intereses y visiones divergentes en muchos ámbitos. El desafío merece la pena en tanto que Europa se pueda constituir en un polo autónomo que sea más resiliente a las contingencias externas. Esto requeriría, por supuesto, una gran ambición y voluntad política de la cual, por el momento, se carece. En gran medida está la dificultad de poner de acuerdo a los Veintisiete Estados miembros, además de la cuestión del funcionamiento institucional europeo que requeriría una reforma en profundidad para adaptarse. Aun así, la fuerza de los acontecimientos ante un momento crítico puede empujar a los europeos a ese cambio estructural.
Asimismo, Europa debería desarrollar una mentalidad estratégica, es decir, un plan a medio-largo plazo que repensase sus intereses y objetivos. En definitiva, una hoja de ruta. Se requeriría desarrollar una política internacional más pragmática y versátil que pueda afrontar los desafíos actuales y futuros. Es decir, en vez de intentar resucitar un orden internacional en claro declive, ser un actor proactivo e influyente en el nuevo orden que se está gestando. EEUU está configurando la realidad internacional rechazando muchas bases del orden internacional liberal porque ya no cumple con sus intereses. Sin Washington, no existe orden liberal y esto es algo que debe entender Europa.
Donald Trump se puede convertir en ese revulsivo para que Europa se tome en serio la autonomía estratégica. En este sentido, las declaraciones de Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, de apoyarse en actores como la India y América Latina, ante las amenazas de guerra comercial de Washington, señala un camino proactivo También las relaciones con China pueden ser un contrapeso a EEUU, pero sin exponerse abiertamente y entendiendo que Pekín tiene sus intereses y no tienen por qué coincidir con los de Europa. El objetivo no debe ser verse envuelto en el centro de la competición sinoestadounidense, sino llevar a cabo una política exterior más cohesiva y realista que permita flexibilidad a la hora de tomar posición en según qué escenario. La hostilidad de Trump con otros países, como México y Canadá, supone una oportunidad para que la UE establezca acuerdos ventajosos para sus intereses. Por ejemplo, una task force sobre la cadena de suministro en el marco del Acuerdo Económico y Comercial Global UE-Canadá permitiría explorar nuevas oportunidades de mercado que puedan suplir el comercio perdido con EEUU.
Sobre la cuestión de la política de defensa, Europa debe tomarse en serio su seguridad e invertir más, pero no porque lo exija EEUU, sino porque es necesario en el contexto geopolítico actual. La política de defensa debe estar enmarcada en una estrategia de política exterior y no al revés. La dirección política es la que diseña la estrategia y las necesidades en defensa. Más allá de eso, la posición de los países bálticos y Polonia de anunciar un gasto en el PIB del 5% en defensa podría ser ineficiente, particularmente si tenemos en cuenta la problemática de medir la capacidad en defensa en función del PIB. Invertir mucho y muy rápido puede conducir al malgasto de recursos. La medida más inteligente es una planificación a largo plazo, que asegure una coherencia de los esfuerzos y permita mantener en el tiempo los aumentos en la inversión, bajo una auditoría que permita saber qué se necesita y para qué. Una capacidad de defensa se construye paulatinamente. Es mejor menos, pero con coherencia a lo largo de varios años, que un gasto masivo seguido de recortes abruptos. A modo de ejemplo, los países de la UE tienen 12 tipos de carros de combate, mientras que EEUU sólo tiene uno.
La UE tampoco puede centrarse en comprar grandes cantidades de material militar estadounidense, que es lo que busca Washington, porque eso en definitiva debilitará a la industria de defensa europea. Asimismo, la idea de favorecer a los campeones europeos podría beneficiar a países como Alemania y Francia, que cuentan con empresas muy potentes, pero debilitaría al conjunto de la Unión. El Mercado Único es una de las grandes fortalezas del bloque, integrar a la industria de defensa permitiría aumentar la eficiencia y generar una mayor capacidad industrial debido a la unión de esfuerzos y recursos. En este sentido, los Estados miembros podrían especializarse en un área industrial –como es el caso de España e Italia en la industria naval–, fomentando así la coordinación de esfuerzos y una mayor integración que involucrase a los diferentes Estados miembros.
Para poder desarrollar una autonomía estratégica hacen falta recursos. Tanto el Informe Draghi como el Informe Letta ponen sobre la mesa una multitud de políticas y respuestas ante el debate de la falta de competitividad europea. Se puede plantear la unión fiscal como medida de recaudación para desarrollar la autonomía estratégica. Como especifican ambos informes, el Mercado Común es uno de los grandes activos que tiene la UE y está infrautilizado. El Fondo Monetario Internacional (FMI) calcula que las barreras internas de Europa equivalen a un arancel del 45% para las manufacturas y del 110% para los servicios. Estas barreras internas son perjudiciales para el crecimiento europeo; una mayor integración ayudaría al bloque a reducir las trabas y aumentar los recursos. También existe la propuesta de mutualización de la deuda –como los fondos Next GenerationEU– mediante eurobonos para financiar la inversión en defensa y tecnología, lo cual podría reforzar las áreas en las que los europeos dependen más de EEUU, como son los aviones de transporte, el transporte aéreo estratégico y las capacidades en inteligencia, vigilancia y reconocimiento (ISR).
Conclusiones
La UE se encuentra ante un momento decisivo para repensar su papel en un mundo que ha cambiado significativamente y, por tanto, debe adaptarse a los nuevos desafíos que se plantean. Para ello, parece necesaria una reforma del proyecto europeo que pueda dotar a Europa de capacidades y de voluntad de actuar. Esto último se antoja difícil, ya que sería necesario un cambio estructural tanto en cómo se percibe a sí misma y funciona la UE como sobre su relación con los actores externos. La dificultad principal no sólo está en cómo conjugar la posición de los Veintisiete, sino en los problemas institucionales que acarrean las competencias nacionales y la necesidad de unanimidad. Aun así, el momento es crítico y tal y como declaró el arquitecto fundador de la UE, Jean Monnet: “Europa se forjará en las crisis y será la suma de las soluciones adoptadas para esas crisis”.
Los críticos con la autonomía estratégica señalan, con parte de razón, que las diferencias profundas entre los Estados miembros hacen muy improbable que la vuelta de Trump y el contexto geopolítico, supongan un game changer para la defensa europea. Sin embargo, la declaración directa de que EEUU ya no va a ser el garante de la seguridad en Europa deja a los europeos con poco margen de maniobra.
La UE debe buscar su espacio y su importancia en el sistema internacional, dotándose de herramientas e instrumentos que reduzcan su dependencia de China y EEUU. Ello requiere visión a largo plazo, algo que es muy complicado que tenga resonancia debido a los múltiples desafíos que entraña un cambio tan estructural. Ante estas dificultades y recuperando la integración diferenciada, se podría plantear la puesta en marcha de cooperaciones reforzadas entre los Estados miembros que deseen empujar aún más profundamente la autonomía estratégica (y aprovechar para reconectar con el Reino Unido como potencia asociada). Implica muchos costes, pero ante un mundo cada vez más hostil y donde cada actor busca sus intereses, parece la estrategia más coherente. Un escenario ideal sería que la UE buscase una estrategia variable entre los distintos polos, que se apoyara en cada gran actor según sus intereses. Buscar la flexibilidad y la maniobrabilidad debería ser una prioridad, además de intentar tejer unas mejores relaciones con el llamado “sur global” y otras potencias emergentes como la India. El acuerdo con el Mercado Común del Sur (Mercosur) refleja esta visión de diversificar y profundizar las relaciones con diferentes actores. España, como actor puente, no sólo entre Estados miembros sino en su relación con parte del sur global, puede desempeñar un papel muy relevante dentro de esta flexibilidad y autonomía estratégica europea.
La que fuera ministra española de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, Arancha González Laya, durante la primera Administración Trump, sugiere que la mejor manera de negociar con él es “con la pistola cargada y colocada sobre la mesa”, pero el problema es que la UE no tiene ni la pistola, ni la munición, ni parece haber sido invitada a sentarse.
[1] El autor agradece a Ignacio Molina, Miguel Otero y Raquel García por sus valiosos comentarios que han mejorado notablemente el texto. El autor es el único responsable del contenido, así como de cualquier error u omisión.