Tema
¿Seguirá siendo Alemania un modelo que emular por el resto de las democracias liberales? La respuesta reside más en la economía que en la política.1
Resumen
A menudo se asume que el desempeño económico alemán es consecuencia de un modelo político que prioriza la moderación, el consenso y el pragmatismo, en claro contraste con el de otras democracias liberales que han experimentado una mayor polarización a lo largo de la última década. Pero resulta más útil entender esta relación al revés: es la propia estructura económica alemana la que facilita el entendimiento político. De cara al futuro, el modelo de crecimiento alemán se enfrentará a retos considerables: las externalidades que genera en el resto de la UE; la tentación de retornar a las políticas de austeridad; la rivalidad China-EEUU; y recuperar el terreno perdido en las transiciones verde y digital. Corregir sus desequilibrios requerirá, en primer lugar, apostar por la inversión pública y el consumo doméstico. Si las medidas para reactivar la inversión pública y la demanda doméstica vienen acompañadas de reformas fiscales a escala europea, la transformación económica de Alemania puede generar sinergias con el resto de la UE. Si Berlín opta en cambio por exportar austeridad económica, se arriesga a terminar importando inestabilidad política de vuelta. Todo ello repercutirá en las opciones de que disponen países como España a la hora de salir de la actual crisis más cohesionados.
Análisis
Con la llegada al poder de Donald Trump en 2017 se volvió común referirse a la Alemania de Angela Merkel como la potencia que “lidera el mundo libre”. Al margen de su precisión –en todo caso, Alemania sigue siendo demasiado grande para Europa y demasiado pequeña para el mundo–, ese estatus simbólico se basa en una apreciación del sistema político alemán, que parece combinar solidez y flexibilidad a partes iguales, en un momento en que muchos de sus homólogos –EEUU, el Reino Unido, Francia e Italia– sufren turbulencias políticas recurrentes. Así, el largo dominio del Merkel (2005-2021) convivió con una política flexible en lo que concierne a la formación de gobiernos de coalición. Su centro-derecha (CDU) ha gobernado con quienes en teoría son sus principales rivales, los socialdemócratas (SPD), durante tres legislaturas; y con los liberales (FDP) en 2009-2013. En el contexto de las recientes elecciones federales y la posterior formación de un gobierno, se ha vuelto habitual publicar esquemas que explican las opciones de coalición atendiendo a los colores corporativos de cada partido (“Semáforo”, la más probable, reúne a socialdemócratas, ecologistas y liberales; “Jamaica”, ensayada sin éxito en 2017, agruparía a estos dos últimos con la CDU).
Esta flexibilidad, no obstante, excluye a la extrema derecha (AfD), en torno a la cual existe un cordón sanitario. Tampoco facilita las cosas a la izquierda radical (Die Linke). Sin ser asumidos como una amenaza comparable a la extrema derecha, los post-comunistas no son valorados como un socio de coalición preferente por el SPD. Pese a contar con escaños suficientes para gobernar, los socialdemócratas renunciaron a liderar un frente de izquierdas tanto en 2005 como en 2013. Y su candidato, Olaf Scholz, ha ganado las elecciones presentándose como el sucesor más adecuado de Merkel, en cuyo último gobierno se desempeñó como ministro de Finanzas.
Todo lo anterior confiere a Alemania la imagen de una sociedad pragmática y moderada, europeísta y ajena a la polarización que ha amenazado con hacer descarrilar a más de una democracia liberal durante la última década. Esta estabilidad quedaría reflejada en el desempeño macroeconómico del país, como si la solvencia de su clase política se correspondiese con una trayectoria de desarrollo exitosa.
Sin que esta hipótesis sea falsa –aunque tanto el balance de Merkel como líder y las analogías entre el sistema de partidos alemán y los de otros países son discutibles–, tal vez sea más útil entender que se desarrolla en el sentido contrario. Es decir, que la estabilidad política alemana es el reflejo de una estructura económica particular y no al revés. Visto así, la cuestión clave de cara al futuro no es qué partido o candidato ocupa la cancillería o cómo de desarrolla el reparto de ministerios, sino qué esperar del modelo de crecimiento alemán. Y en este ámbito, el futuro plantea retos que, de no abordarse, terminarán por volver la política alemana más similar a la de sus vecinos.
Los orígenes del modelo alemán
La tipología clásica de variedades de capitalismo, desarrollada por Peter Hall y David Soskice hace ahora 20 años, presenta la economía alemana como el ejemplo de una economía de mercado coordinada. En ella, Estado, empresas y sindicatos cooperan para lograr objetivos en común. En el centro de este modelo estarían firmas y conglomerados industriales especializados en exportar productos de alto valor añadido. Eso conlleva un modo de capitalismo “paciente”, con inversiones y objetivos fijados a largo plazo, participación activa de sindicatos y agentes sociales en los consejos empresariales y modelos de relaciones industriales más asentados que los de economías de mercado liberales, como el Reino Unido y EEUU (pensemos, por ejemplo, en la diferencia entre start-ups en garajes californianos y un gigante automovilístico como Volkswagen). Es una división esquemática, pero sirve para hacerse una idea aproximada de las particularidades económicas alemanas.
El motor de crecimiento alemán son las exportaciones de productos de alto valor añadido, que proporcionan al país un inmenso superávit primario y convierten la etiqueta “made in Germany” en la denominación de origen más valorada del mundo. Esta orientación hacia mercados externos también introduce sesgos internos a favor de la moderación salarial, de modo que la economía alemana –como si fuese la de un país pequeño centrado en exportar, no uno grande con una fuerte demanda doméstica– es capaz de asimilar las políticas de devaluación interna con mayor éxito que la mayor parte de sus socios europeos.
No siempre fue así. Aunque el estatus de Alemania como superpotencia exportadora encuentra su origen en el milagro económico de la década de 1950, durante la de 1990 y principios de los 2000, su economía era descrita recurrentemente como el “hombre enfermo de Europa”. El coste de integrar a la antigua República Democrática Alemana se tradujo en una combinación de mayor gasto y posterior estancamiento económico, que forzó a Berlín a infringir el Pacto de Estabilidad y Crecimiento en 2003-2005. A menudo se identifica la clave de la pujanza alemana actual justo en este período. Concretamente, en las reformas Agenda 2010 que el SPD y Los Verdes aplicaron en 2004, desregulando partes del mercado de trabajo alemán al tiempo que se recortaban las prestaciones sociales por desempleo. El objetivo era promover el pleno empleo y la moderación salarial al mismo tiempo, de modo que una erosión de la demanda doméstica quedase compensada por la mayor competitividad-precio de los productos alemanes en mercados internacionales.
Aunque Alemania despegó de entonces en adelante, es posible que no lo hiciese exclusivamente como consecuencia de estas reformas. En primer lugar, la expansión de la UE al este de Europa proporcionó una base manufacturera eficiente y barata a las empresas alemanas. La creación del euro, además, evitó las devaluaciones de sus tradicionales socios comerciales. El entorno internacional macroeconómico mantuvo un crecimiento sostenido hasta 2008, a lo que se añadió que el Banco Central Europeo (BCE) fue acomodaticio para ayudar a la economía alemana a recuperarse. En tercer lugar, como señala el sociólogo Wolfgang Streeck, los propios sindicatos alemanes desempeñaron un papel clave asumiendo la moderación salarial a cambio de que las empresas alemanas ampliasen su presencia en los mercados internacionales. Por último, la presión salarial a la baja era una constante desde el proceso de reunificación. En cierto sentido, la Agenda 2010 no fue más que la constatación de un proceso que se remontaba década y media atrás.
Al margen de su origen, es indudable que el modelo de crecimiento alemán ha rendido durante la era Merkel. Desde 2005 la economía ha experimentado un crecimiento del 34% del PIB –frente a un 11% para España y un 2% para Italia–. Tan sólo en 2021, Alemania exportó bienes y servicios por casi un billón y medio de euros: más que Francia y Japón juntos. Estos logros han venido a la vez que el gobierno cuadraba las cuentas, en ocasiones con verdadera fijación, a través del Schuldenbremse –el freno de deuda constitucional introducido en 2009– y el schwarze Null –la política de déficit cero asociada al Ministerio de Finanzas de Wolfgang Schäuble–. El siguiente canciller heredará no sólo una economía dinámica, sino también unas cuentas públicas saneadas.
No es probable que, de puertas para adentro, este modelo se modifique de manera fundamental. Cuando un país se compromete con una senda de crecimiento específica, genera inercias difíciles de revertir, incluso cuando las elecciones producen alternancia en el poder. Un reciente estudio de Doro Bohle y Aidan Regan muestra que los regímenes de crecimiento rara vez se modifican cuando un gobierno cambia de color o incluso si la economía nacional hace frente a una crisis profunda. De hecho, como señalan Federico Steinberg y Marrias Vermeiren, Alemania está dispuesta a aceptar un BCE más heterodoxo antes que a cambiar su modelo de crecimiento basado en exportaciones.
Crisis políticas y modelos de crecimiento
Para entender la relación entre modelos de crecimiento y estabilidad política, merece la pena comparar la situación de Alemania con la de otras democracias liberales que no han logrado cohesionarse en torno a una senda de desarrollo exitosa. El contraste más llamativo con las elecciones federales alemanas son las presidenciales que tuvieron lugar hace casi un año en EEUU. Los comicios se saldaron con un asalto al Capitolio para evitar la toma de posesión de Joe Biden y con gran parte del Partido Republicano negándose a admitir su derrota electoral. No es una exageración afirmar que, de aquí a 2024, la democracia estadounidense hará frente a problemas de carácter existencial.
El auge de la polarización estadounidense obedece a múltiples variables: el efecto de las redes sociales, el aumento de la desigualdad económica y la radicalización del Partido Republicano son algunos de los más destacados. Pero como explican los economistas políticos Mark Blyth y Thomas Oatley, una de las formas más precisas de entender el proceso electoral de 2020 es como el pulso entre dos modelos de crecimiento enfrentados. Así, el Partido Republicano representa a lo que denominan una “coalición del carbono”: industrias extractivas (petróleo, minería y madereras), agroindustria, petroquímica y metalurgia, así como las pequeñas y medianas empresas que abastecen a estos sectores. El Partido Demócrata estaría vinculado a universidades, el sector mediático y de entretenimiento, las grandes tecnológicas, farmacéuticas y el sector financiero: los nichos más dinámicos de la economía del conocimiento, que no dependen de –ni quieren prolongar– un modelo de crecimiento basado en emitir CO2. De este modo, concluyen,
“[Los norteamericanos] viven en dos modelos incompatibles de crecimiento económico. Quienes permanecen vinculados a la economía del carbono buscan, de manera bastante racional, defender y renovar el modelo. En contraste, quienes han encontrado acomodo en la economía post-carbono por lo general reciben el futuro de brazos abiertos.”
Es por eso que la Green New Deal y los esfuerzos por promover una transición de modelo energético se entienden como un imperativo para los demócratas y una amenaza existencial para los republicanos. Y por lo que ambos perciben las elecciones como un pulso existencial de suma cero, que divide a la sociedad mediante brechas diferentes a las que hasta ahora articulaban el conflicto político norteamericano. El resultado es un país en el que la democracia amenaza con colapsar de aquí a 2024.
En la UE encontramos dinámicas similares. Francia, según los economistas Bruno Amable y Stefano Palombarini, acumula una inestabilidad creciente como resultado de las tensiones que genera alinear su modelo productivo –con mayor peso del Estado y orientación hacia el consumo interno– con las prescripciones europeas, que consagran a Alemania como un modelo a emular. En el bloque de la izquierda –y en especial en el hoy casi extinto Parti Socialiste (PS) –esa dinámica enfrenta a una base trabajadora vinculada a empleos de manufactura industrial, a menudo reacios a que se profundice en el proceso de integración europeo, con profesionales socioculturales favorables a la UE. La preferencia del PS por el segundo grupo confirmaría su perfil como lo que Thomas Piketty y sus coautores denominan una “izquierda brahmánica”, vinculada a votantes de alto nivel educativo.
En el bloque de la derecha, la principal brecha se encontraría entre pequeños empresarios –partidarios del proteccionismo económico– y elites financieras más partidarias de la apertura comercial. Los salarios son otro campo de batalla, en la medida en que las pymes francesas se oponen a las subidas del salario mínimo, pero no así los empleados del sector privado, de los que también depende la derecha para mantener su pujanza electoral.
Estas tensiones han fragmentado los bloques tradicionales de izquierda y derecha, aupando a políticos como Emmanuel Macron y Marine Le Pen. Pero tampoco ellos están en posición de movilizar a un bloque social lo suficientemente grande como para apoyar sus agendas (tecnocrática y liberal en el primer caso, nacionalista y reaccionaria en el segundo). Eso explica en parte la volatilidad de las encuestas de cara a las presidenciales de 2022, así como la crisis de unos partidos políticos que se ven desplazados por plataformas de candidatos hipermediáticos (como la del propio Macron en 2017). Todo lo anterior es el sujeto de estudio de la creciente literatura académica sobre nuevas brechas de competición electoral, pero también se puede explicar de una forma más accesible: estamos, en esencia, ante el argumento de la reconocida serie de HBO Baron Noir.
España no es una excepción. El resquebrajamiento del bipartidismo también puede entenderse como resultado de la implosión de un modelo de crecimiento vinculado a la especulación inmobiliaria tras la crisis financiera de 2008. La implosión de la burbuja, agravada por los ajustes fiscales promovidos de 2010 en adelante, desembocó en el movimiento de los indignados en 2011. Pero ni la recesión, ni las protestas, ni la aparición de nuevos partidos ha logrado consolidar un modelo de crecimiento alternativo. La deriva se ve agravada por la crisis del COVID-19, que ha vuelto a evidenciar lagunas del modelo de crecimiento español: excesiva dependencia en la informalidad y el empleo temporal, un tejido empresarial dominado por mini-pymes e incapacidad de incorporar a las generaciones más jóvenes tanto al mercado laboral –a través de empleos de calidad– como a la clase media mediante hipotecas.
Problemas en el paraíso
Berlín ha capeado estos temporales porque mantiene un modelo de crecimiento cohesionado. Pero eso no será así indefinidamente. En primer lugar, Alemania produce externalidades que causan problemas a sus vecinos. Recordemos que para mantener un superávit por cuenta corriente es necesario que entre en déficit otro país (o países), y con frecuencia los primeros en hacerlo han sido los socios europeos de Berlín. La crisis del euro y la posterior reorientación de las economías europeas hacia las exportaciones terminó por trasladar esta tensión fuera de la UE. Pero el proceso no ha resultado sencillo, porque no es fácil emular en unos pocos años un modelo de desarrollo que Alemania acumula décadas perfeccionando.
El futuro también presenta problemas de puertas afuera. La acción exterior alemana es con frecuencia una derivada de su política económica. Berlín no termina de apostar por la autonomía estratégica europea porque mantiene inercias atlantistas más profundas, pero también porque encuentra en Washington un proveedor de seguridad barato. Tampoco adopta una línea firme frente a Moscú, porque depende de gasoductos como el Nord Stream 2. Y no quiere confrontar con Pekín, porque China sigue siendo un socio comercial vital para Alemania. Sobre todo, destino de sus exportaciones, como quedó de manifiesto tras la crisis de 2008 cuando de manera paradójica los planes de estímulo chinos empujaron su demanda doméstica y, con ello, potenciaron el motor de crecimiento alemán.
El resultado es una posición internacional vacilante, que genera dinámicas difíciles de defender incluso en la propia UE. Uno de los motivos por los que Merkel nunca pactó con la extrema derecha alemana, pero se mantuvo como la principal valedora de Viktor Orbán mientras socavaba la democracia húngara, tiene que ver con el estatus de Budapest como destino atractivo para la inversión del sector automovilístico alemán. En ocasiones se ha descrito al país como una Suiza gigante, más preocupado por comerciar y mantenerse neutral que por imprimir rumbo y valores a su acción exterior. Como señala el economista Christian Odendahl, este modo de proceder ha dejado de ser viable en un mundo atravesado por la rivalidad China-EEUU.
De cara al futuro, mantener la pujanza alemana –de la que también dependen sus vecinos– requerirá transformaciones importantes. El país acumula tareas pendientes en los frentes de digitalización y transformación energética. Su industria del automóvil ha tardado demasiado en apostar por el coche eléctrico. Como destacan Michael Pettis y Matthew Klein en un reconocido estudio sobre comercio internacional, la fortaleza exportadora alemana se ha construido sobre la base de un mercado doméstico anémico, donde la capacidad adquisitiva de las clases medias y trabajadoras se estanca. Alemania, según Pettis y Klein, exporta así al resto del mundo los desequilibrios que genera en casa.
Hay síntomas de que esta situación tampoco es sostenible dentro del país: en encuestas recientes, sólo uno de cada cinco alemanes opinaba que la prosperidad del país se reparte de forma justa. La volatilidad electoral no es tan dramática como la de otros vecinos europeos, pero la erosión de sus dos principales partidos muestra que Alemania no es ajena a esta tendencia.
Conclusiones
Corregir los desequilibrios de la economía alemana requerirá, en primer lugar, apostar por la inversión pública y el consumo doméstico. Alemania necesita, desde hace tiempo y con urgencia, inversiones en infraestructura y aumentos salariales. Para que la reactivación económica alemana produzca además sinergias con el resto de la UE, será necesario flexibilizar las reglas de gasto europeas y convertir en programas de inversión permanentes algunas de las iniciativas –como los fondos Next Generation EU– adoptadas durante la pandemia. Esto constituiría un primer paso para dar carpetazo a la era de la austeridad.
Las buenas noticias: dos de los probables integrantes del siguiente gobierno alemán –el SPD, ganador de las elecciones, y Los Verdes– apuestan por aumentar el gasto social y reformar la arquitectura fiscal de la UE, flexibilizando tanto los límites de endeudamiento como la capacidad de inversión pública europea. Eso supondría una hoja de ruta muy distinta a la de la última vez que gobernaron juntos. Las malas noticias: juntos no suman una mayoría parlamentaria. Y Die Linke, que podría haber empujado en favor de mayor redistribución y consumo interno como tercer socio de coalición, ha quedado fuera de juego por su pésimo resultado electoral.
La opción más probable es un tripartito con los liberales, cuya vista está puesta en el poderoso Ministerio de Finanzas, desde donde apostarán por rebajas fiscales en casa y una reimposición de la austeridad a nivel europeo. Una fórmula para reconciliar sus prioridades con las del SPD y Los Verdes pasaría por entregar a estos últimos un superministerio de Transición Energética con un mandato ambicioso para llevar a cabo inversiones públicas. Al FDP, mientras tanto, se le permitiría atajar el déficit primario desde Finanzas.
Queda por ver si los liberales aceptan este intento de cuadrar el círculo, tanto a nivel alemán como europeo. Si la ambición climática de Los Verdes es reconciliable con los límites de endeudamiento legales, o si instituciones como el Bundesbank y el Tribunal Constitucional de Karlsruhe, que retienen un peso considerable en la política alemana (y europea), obstaculizan la hoja de ruta del nuevo gobierno. Lo que está fuera de duda es que retornar a las políticas de austeridad quebraría la recuperación económica de media UE. Ni siquiera beneficiaría a Alemania, cuya economía no podrá hacer frente al futuro con las herramientas que funcionaron en el pasado.
En última instancia, el futuro de Alemania pasa por asumir que sus retos internos no se pueden resolver sin una acción decidida en el plano exterior. Una noción de “soberanía inteligente”, que incluya una mirada más atenta hacia la Europa del sur, será imprescindible para afianzar la prosperidad alemana de cara al futuro. Si, por el contrario, la actual crisis se salda con otra consolidación fiscal apresurada, Berlín se arriesga a importar la política crispada de sus vecinos.
Jorge Tamames
Investigador, Real Instituto Elcano | @Jorge_Tamames
1 El autor agradece las aportaciones de Federico Steinberg, Ignacio Molina y Miguel Otero.