España y el Reino Unido ante el futuro de la Unión Europea

España y el Reino Unido ante el futuro de la Unión Europea

Tema: En la IV Cumbre bilateral hispano-británica, celebrada los días 27 y 28 de febrero de 2003, se aprobaron tres documentos conjuntos sobre las instituciones de la Unión Europea, la reforma económica de Europa y la cooperación en la lucha contra la inmigración ilegal que se analizan a continuación.

Resumen: La cuarta cumbre hispano-británica se celebró en Madrid al cierre de la semana en la que ambos países, junto con Estados Unidos, habían anunciado la presentación de una nueva resolución al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en relación con la crisis de Irak. Inevitablemente, los tres documentos conjuntos presentados a la opinión pública quedaron totalmente eclipsados por los acontecimientos relacionados con la crisis. No obstante, merece subrayarse que reflejan un grado de compenetración sin precedentes entre los gobiernos de Madrid y Londres, aunque hayan podido defraudar a quienes esperaran encontrar en ellos una ‘visión de Europa’ alternativa a la franco-alemana.

Análisis: Además del motivo ya aducido, es posible que el texto dedicado a las instituciones de la Unión Europea haya suscitado poco interés porque no contiene grandes novedades. Al parecer, existía originalmente la intención de que lo firmaran también un país pequeño (como Dinamarca) y un país candidato de peso (como Polonia) para hacerlo más representativo de la heterogeneidad de la UE, pero en vista del revuelo suscitado hace unas semanas por la ‘carta de los ocho’ y el abismo abierto entre las ‘dos Europas’ por la crisis de Irak, al final se prefirió preservar su carácter estrictamente bilateral.

Al igual que otros muchos de los presentados a la Convención durante estos meses, en su introducción, el texto hispano-británico se refiere a la necesidad de respetar los equilibrios básicos del “triángulo institucional” (formado por el Consejo, la Comisión y el Parlamento Europeo), así como a la de preservar las características esenciales del actual “método comunitario”. Sin embargo, tras esta manifestación de corrección política comunitaria más o menos formal se afirma sin ambages que “debe quedar claro que estas condiciones o requisitos son incompatibles con una división clásica de poderes al estilo de la existente en los Estados miembros”, lo cual lleva implícito un rechazo del modelo federal y un reconocimiento de la naturaleza sui generis de la Unión como ente político.

Si bien en la introducción el Consejo figura el primero entre las instituciones que constituyen el “triángulo institucional”, el texto analiza en primer lugar a la Comisión, gesto que refleja el interés de los autores por disipar los recelos de quienes suponen a priori que una propuesta firmada por Aznar y Blair no puede sino adolecer de un intergubernamentalismo enfermizo. En realidad, la propuesta hispano-británica aboga por una Comisión “fuerte e independiente”, con un mayor poder de iniciativa tanto en el ámbito de los asuntos de Justicia e Interior (una tradicional aspiración española) como a la hora de proponer el programa de trabajo estratégico plurianual (objetivo planteado anteriormente por Londres). De forma menos taxativa, el texto afirma asimismo que la Comisión debería ser “un órgano ágil y dinámico”. Para lograrlo, Madrid y Londres “apoyan los esfuerzos en curso para su reforma” sin pronunciarse sobre ninguna de las alternativas posibles. Ello parece sugerir que o bien los gobiernos firmantes tienen visiones contrapuestas en asuntos clave como la futura composición de la Comisión, o bien estiman que todavía no ha llegado el momento de mostrar sus cartas al respecto. En cambio, sí existe un pleno acuerdo sobre la elección del Presidente de la Comisión. Según la visión hispano-británica éste debería ser designado por el Consejo Europeo por mayoría cualificada y posteriormente sometido a la aprobación del Parlamento Europeo, si bien los firmantes aclaran que “estamos dispuestos a examinar otros procedimientos de nombramiento”, aunque estos deberán respetar “los principios básicos de legitimidad democrática e independencia respecto de interferencias políticas”. En suma, Madrid y Londres temen que la elección del presidente de la Comisión por parte del Parlamento Europeo politizaría en exceso a la primera, pero parecen reconocer que la apuesta franco-alemana en este sentido tiene muchas posibilidades de salir adelante.

En lo que al Parlamento Europeo se refiere, el documento acepta como algo inevitable (y deseable) que la próxima reforma de los tratados conlleve un aumento de sus poderes. Ello sucederá como resultado automático de la aplicación del procedimiento de codecisión y del voto por mayoría cualificada a “algunas nuevas áreas”, que no se especifican en el texto, pero que presumiblemente incluirían el ámbito de Justicia e Interior que tanto preocupa a España. En cambio, sí se enumeran como tareas futuras del Parlamento la mejora de la supervisión de la normativa de ejecución a través de un sistema de ‘advocación’ (‘call back’) para los actos jurídicos delegados, la participación en la planificación y ejecución del programa estratégico del Consejo Europeo y la exigencia de responsabilidades a la Comisión. Por último, también se considera deseable una mayor participación del Parlamento en el procedimiento de aprobación del presupuesto de la Unión por medio de una colaboración más eficaz con el Consejo.

Como es sabido, desde hace más de un año tanto Aznar como Blair vienen apoyando la existencia de una presidencia más permanente del Consejo Europeo. En este texto, los firmantes abogan por un presidente (o chairman, palabra imposible de traducir al español, ya que tiene connotaciones algo distintas) de dedicación exclusiva, que sería designado por cuatro años, mediante un proceso que respetara el principio de igualdad de los Estados miembros. Al igual que en la propuesta franco-alemana, sus principales funciones serían las de preparar y presidir las reuniones del Consejo Europeo, efectuar el seguimiento de las decisiones adoptadas, reforzar la representación de la Unión en el exterior e informar al Parlamento Europeo sobre sus trabajos. A diferencia de la fórmula presentada por París y Berlín en enero, sería el presidente del Consejo Europeo (y no el secretario general del Consejo) quien presidiría el Consejo de Asuntos Generales, lo cual le garantizaría una imbricación más directa con las instituciones de la Unión, permitiéndole apoyarse en los funcionarios del Consejo.

El texto también dedica un apartado al “tantas veces denigrado” Consejo de Ministros, comentario un tanto sorprendente pero muy propio de quienes se sienten asediados por los supuestos guardianes de la ortodoxia comunitaria. En lo que a la presidencia semestral del Consejo se refiere, España y el Reino Unido temen que en una Unión de 25 miembros el Consejo pasaría a ser un elemento meramente ‘reactivo’ del triángulo institucional, limitando gravemente su capacidad para presentar fórmulas de compromiso. En vista de ello, el documento propone que sea sustituido por un sistema de ‘equipos presidenciales’ en el que varios Estados miembros desempeñarían una presidencia colectiva durante un periodo de dos años. El reparto de puestos o ‘carteras’ dentro de cada ‘equipo presidencial’ podría fijarse de antemano, de tal manera que en un equipo de cuatro Estados miembros cada uno presidiría dos formaciones del Consejo durante seis meses, lo cual significaría que al cabo de los dos años todos habrían presidido los ocho Consejos existentes. (Recuérdese que en el Consejo Europeo de Sevilla se acordó rebajar el número de formaciones del Consejo de 16 a 9, una de las cuales –la de Asuntos Generales– tendría como presidente al del Consejo Europeo). Lo ideal, en opinión de los autores, sería que cada periodo presidencial coincidiera con la duración de uno de los programas plurianuales estratégicos cuya adopción se acordó en Sevilla, motivo por el cual el mandato del Presidente del Consejo Europeo podría ser de cuatro años (y no de cinco, como había propuesto inicialmente el presidente Aznar en su conferencia de Oxford en mayo de 2002), lo cual le permitiría supervisar el trabajo de dos equipos presidenciales.

El tándem hispano-británico también es partidario de reforzar la figura del Alto Representante para la PESC, con el objetivo de convertirlo en un auténtico Ministro de Asuntos Exteriores/Representante Exterior de la Unión, que presidiría las reuniones del Consejo de Relaciones Exteriores y asistiría a las reuniones de la Comisión en las que se debatan propuestas relativas a la acción exterior de la Unión, disponiendo además de un derecho formal de iniciativa propia en materia de PESC. Al igual que la propuesta franco-alemana presentada en enero, esta fórmula sigue planteando dudas sobre su compatibilidad con la existencia de un Presidente del Consejo Europeo deseoso de proyectar su influencia en el exterior, y tampoco aclara cómo se evitarían los roces con la Comisión.

En lo que concierne al papel de los parlamentos nacionales, el texto hispano-británico hace suya la que ya empieza a conocerse como ‘fórmula Méndez de Vigo’ para controlar el respeto al principio de subsidiariedad por parte de la Comisión, a la vez que suscribe la conclusión básica de la Convención en el sentido de que su papel debe centrarse sobre todo en el control eficaz de sus respectivos gobiernos nacionales. Como ilustra sobradamente el papel de las Cortes Generales en este ámbito, “no todos los parlamentos nacionales sacan provecho de las posibilidades que ya existen para ello”, pero no es menos cierto que ninguno de los dos grandes partidos políticos españoles ha mostrado mucho interés por mejorar su funcionamiento. Los gobiernos europeos saben muy bien que el déficit democrático empieza en casa, pero son muy pocos los que están dispuestos a remediarlo. Al igual que la propuesta franco-alemana, la hispano-británica tampoco descarta la creación de un Congreso europeo en el que participarían representantes del Parlamento Europeo y de los parlamentos nacionales, y que se podría reunir una vez al año para debatir las orientaciones del Consejo Europeo y el programa de trabajo de la Comisión. Al parecer, el presidente de la Convención, Giscard d’Estaing, tiene un interés especial en que salga adelante esta propuesta, lo cual podría explicar el deseo de los principales gobiernos europeos por complacerle, si bien el documento hispano-británico se refiere al posible Congreso de forma un tanto lacónica, como “una idea también merecedora de reflexión si se llega a un acuerdo sobre un papel útil para el mismo”.

Por último, el texto también aporta ideas sobre la reforma del Tribunal de Justicia europeo. Más concretamente, sus autores proponen una división de funciones más eficiente entre el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, el tribunal del Primera Instancia y las Salas Jurisdiccionales previstas en el Tratado de Niza, de tal manera que el primero pudiese dedicarse en exclusiva a los casos más importantes. Además, el Tratado de Niza podría enmendarse en lo que se refiere al establecimiento de las citadas Salas Jurisdiccionales, haciendo posible la creación de nuevas Salas por el Consejo, por mayoría cualificada, sobre la base de una propuesta de la Comisión. Finalmente, el documento aboga por reforzar el respeto al Derecho comunitario racionalizando los mecanismos existentes para sancionar a los Estados miembros en caso de incumplimiento de sentencias del Tribunal de Justicia.

En la cumbre hispano-británica también se quiso reafirmar el apoyo de Blair y Aznar a la llamada agenda de Lisboa en vísperas del Consejo Europeo de primavera, que tendrá lugar en Bruselas el 21 de marzo, mediante la aprobación de un documento titulado “Un nuevo impulso para la reforma económica de Europa”. El texto recuerda que desde 1999 ambos gobiernos vienen apoyando la aplicación de reformas estructurales en los mercados de productos, del trabajo y de capitales, y ello “no por razones ideológicas”, sino por ser la mejor respuesta que pueda darse a la existencia de 13,5 millones de parados en la UE. Partiendo de esta premisa, la agenda de Lisboa no sería incompatible con el llamado ‘modelo social europeo’, ya que lejos de ser conceptos contrapuestos, “el dinamismo económico y la inclusión social son objetivos que pueden ser logrados simultáneamente”.

A pesar de que un 30% de los cinco millones de empleos nuevos creados en la UE desde el Consejo Europeo de Lisboa de 2000 beneficiaron a ciudadanos españoles y británicos, el documento considera que todavía queda mucho por hacer en este campo. Por ello estima necesario revisar la actual Estrategia Europea de Empleo a fin de alcanzar un mejor equilibrio entre flexibilidad y seguridad, lo cual exigiría medidas tales como la reforma de los sistemas de impuestos y prestaciones “para que compense trabajar”, la eliminación de incentivos para la jubilación anticipada, una mejor atención infantil para potenciar el empleo femenino, y una reducción de los costes no salariales del trabajo. Estas reformas podrían impulsarse si el próximo Consejo Europeo de primavera aprobara la creación de una nueva ‘taskforce’ europea sobre el empleo, que podría proponer una batería de medidas concretas a los Estados miembros en la primavera de 2004. La tarea del ‘taskforce’ consistiría en ir más allá de las tradicionales políticas centradas en el mercado de trabajo, analizando las trabas de todo tipo que todavía dificultan la creación de nuevos empleos.

En la cumbre hispano-británica también se aprobó una declaración conjunta sobre cooperación en la lucha contra la inmigración ilegal que refleja la sintonía existente entre ambos gobiernos que ya se manifestó en el Consejo Europeo de Sevilla el año pasado. Fiel al espíritu que se quiso imponer en Sevilla, el documento subraya la necesidad de otorgar más peso a la cooperación en la repatriación de los inmigrantes ilegales en las relaciones de la UE con terceros países, a la vez que plantea diversas iniciativas para reprimir el tráfico ilegal de personas. En lo que al primer ámbito se refiere, la propuesta hispano-británica insta a la Comisión a crear un fondo para la repatriación de inmigrantes en situación ilegal, y a colaborar con el Parlamento Europeo en la dotación de un instrumento financiero adecuado a fin de hacer posible la aplicación inmediata del Programa de Acción de Retorno acordado en noviembre de 2002. En línea con este objetivo, también se anima a la Comisión a iniciar la negociación de acuerdos de readmisión con China, Turquía, Albania y Argelia, así como a concluir las conversaciones en curso con Marruecos y Ucrania antes de finales de año. Para limitar los flujos ilegales de personas, el documento apuesta por el control de las fronteras marítimas mediante iniciativas como la Operación Ulises, cuya segunda fase se centrará en las islas Canarias, o como la futura creación de un centro coordinador europeo en Algeciras. Aunque el documento también hace referencia a la necesidad de abordar las causas de la inmigración ilegal y ayudar a los inmigrantes a contribuir al desarrollo de sus países de origen, entre los numerosos proyectos enumerados sólo hay uno que persiga explícitamente este fin, y que se desarrollará en un Estado del África Subsahariana cuyo nombre ni siquiera se menciona.

Conclusiones: Los tres documentos hispano-británicos demuestran lo falaces que pueden ser algunos estereotipos. No hay nada en estas propuestas que no sea plenamente compatible con la letra y el espíritu del proyecto europeo, sino simplemente una visión propia de cuáles deben ser sus prioridades. Obsérvese, por ejemplo, que el documento sobre la inmigración reconoce explícitamente que, al igual que otros fenómenos transnacionales, éste sólo tendrá un tratamiento eficaz si se plantea desde la UE. Algo parecido se desprende del texto sobre las reformas económicas y la creación de empleo: aunque ésta es una tarea que compete ante todo a los Estados miembros, también aquí se exige a las instituciones comunitarias una mayor implicación. El hecho de que España y el Reino Unido no apoyen la elección del Presidente de la Comisión por el Parlamento (algo que tampoco ha defendido en el pasado la propia Comisión, y que podría debilitarla) no significa que sean menos partidarios de unas instituciones eficaces que Francia o Alemania.

Aunque de un tiempo a esta parte se considere políticamente incorrecto plantearlo siquiera, es posible que los intereses de España en Europa se encuentren más próximos a los de ciertos países atlánticos (y semi-periféricos) como el Reino Unido y Portugal, que a los de las grandes potencias continentales, Francia y Alemania. Reconocer esta posibilidad resulta doloroso para quienes preferirían seguir viendo a España bajo la tutela del eje franco-alemán, pero debe recordarse que no fue Aznar, sino su predecesor, quien inauguró el eje hispano-británico (con un gobierno Tory) en el Consejo Europeo de Ioannina en 1994. En suma, el hecho de que sucesivos gobernantes españoles hayan encontrado importantes puntos de coincidencia con dirigentes británicos de ideología distinta a la suya difícilmente puede atribuirse al azar.

Charles Powell
Analista Principal, Estudios Europeos
Real Instituto Elcano

Charles Powell, director del Real Instituto Elcano y profesor de Historia Contemporánea de la Universidad CEU San Pablo

Escrito por Charles Powell

Charles Powell es director del Real Instituto Elcano desde 2012 y profesor de Historia Contemporánea de la Universidad CEU San Pablo desde 2001. Nacido en 1960 de padre inglés y madre española, es licenciado en Historia y Literatura y doctor en Historia por la Universidad de Oxford. En dicha universidad fue también profesor de historia contemporánea [...]