Tema: Varios artículos de prensa han coincidido en señalar que la política española en relación a la crisis de Irak afectará negativamente las tradicionales relaciones entre España y América Latina. Sin embrago, el problema ofrece numerosas aristas, muchas de las cuales dependen del comportamiento de los distintos actores en el futuro próximo.
Resumen: Numerosas voces han señalado que la clara toma de postura del Gobierno español en el conflicto iraquí, a partir de una reinterpretación de las relaciones transatlánticas y de las consecuencias que se deben extraer para nuestro país, tendrá graves repercusiones en las relaciones con América Latina. Más allá de las generalizaciones, no siempre factibles, el problema no sólo debe ser visto desde una perspectiva global, sino también bilateral, país a país, y aquí es donde fallan tanto los análisis mencionados como la política española. Uno de los principales elementos de juicio para sostener esta tesis es el fracaso diplomático cosechado con el viaje del presidente Aznar a México. El principal problema aquí planteado es la forma en que se abordaron las relaciones transatlánticas y si a la hora de hacerlo se tuvo en cuenta a América Latina y su especial vínculo con España.
Análisis: En los últimos días, al socaire de la crítica efectuada a la política exterior del Gobierno, varios dirigentes socialistas, como Felipe González o el embajador Máximo Cajal, señalaban que una de las víctimas colaterales de la fuerte apuesta del presidente Aznar en el conflicto de Irak, materializada en la cumbre de las Azores, habían sido nuestras tradicionales relaciones con América Latina. De este modo, proseguía el análisis, la opción atlantista estaría amenazando las conquistas logradas desde el inicio de la transición en América Latina, no sólo desde el punto de vista de nuestros intereses diplomáticos o económicos, sino también desde una perspectiva mucho más amplia. Hay quienes todavía van más allá y se preguntan en qué medida esta situación puede afectar, o ya está afectando, negativamente la imagen de España y, por ende, el futuro de las empresas y de las inversiones españolas en la región.
Las cuestiones levantadas por los dirigentes socialistas no son en absoluto baladíes y merecerían una amplia reflexión, con el fin de poder determinar la validez de estas afirmaciones. En el supuesto de que sean ciertas es indudable que se deberán adoptar las medidas adecuadas para revertir una situación que, supongo, no ha sido buscada ni deseada, aunque nada indica que en el momento de formulación de la política atlantista se haya reflexionado al respecto con la necesaria profundidad, como para valorar adecuadamente las consecuencias no deseadas de actos tan trascendentes. En el caso de una respuesta negativa, las preguntas siguen siendo relevantes ya que permiten revisar algunos capítulos centrales de la política española hacia América Latina.
De momento, un cierto estado de desconcierto ante la política española es lo que mejor caracteriza la postura de numerosos Gobiernos latinoamericanos, expresada a través de políticos, diplomáticos, intelectuales o académicos. Una de las primeras muestras de alarma ante las posiciones adoptadas por el Gobierno de Madrid la dio el mexicano Miguel León-Portilla al quejarse amargamente del uso del concepto América en aquella ya lejana “Carta de los Ocho” (“Europa y América deben permanecer unidas”). De ahí que la pregunta inicial presente en las conversaciones mantenidas con ellos sea ¿por qué España mantiene sus actuales posiciones? Este interrogante va acompañado de otros: ¿para qué?, ¿qué se pretende con ello? y sobre todo ¿hacia donde va España de la mano de EEUU? Si bien han surgido algunas muestras de antiespañolismo, todavía pequeñas, de momento el antinorteamericanismo es un valor más poderoso y enmascara o esconde otras pulsiones negativas de la opinión pública latinoamericana que pueden emerger en cualquier momento.
Un reciente artículo de Andrés Oppenheimer alertaba precisamente sobre los riesgos que podría suponer para América Latina continuar alentando el sentimiento antinorteamericano. Citando a una fuente mexicana, se preguntaba si el Gobierno de Vicente Fox no debería haber hecho más para evitar que su oposición a la guerra en Irak no degenere en un masivo delirio antinorteamericano. “¿Cómo vamos a volver a colocar el genio en la botella?” Por eso, para valorar mejor el futuro de nuestras relaciones con América Latina, es necesario sopesar adecuadamente los pros y los contras de mantener un vínculo demasiado carnal con EEUU, recogiendo la ya famosa definición del tristemente fallecido Guido di Tella, ministro argentino de Exteriores durante el gobierno de Menem. Sin embargo, para que esa valoración tenga sentido, es necesario definir previamente y de forma clara los objetivos y expectativas de la política española hacia América Latina.
Señalaba más arriba la dificultad de generalizar sobre la región, teniendo en cuenta que un análisis demasiado agregado dificultaría cualquier proceso de toma de decisiones. Esto se observa con más detenimiento si se analizan las reacciones oficiales de los Gobiernos latinoamericanos en relación al conflicto iraquí y a la postura de Estados Unidos. Según un estudio de la sede chilena de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), de 17 países latinoamericanos analizados, 7 aprobaron explícitamente la acción militar de Estados Unidos (Colombia, Costa Rica, Honduras, Panamá, El Salvador, República Dominicana y Nicaragua); otros 7 “lamentaron” (Chile, México y Perú) o “rechazaron” (Argentina, Brasil, Cuba y Venezuela) el inicio del conflicto, mientras que otros tres (Bolivia, Ecuador y Uruguay) adoptaron posiciones más ambiguas.
Ante tal estado de cosas, facilitada por los profundos cambios que se están viviendo en el panorama internacional, la única receta válida que tiene a su alcance el Gobierno Aznar, si quiere acabar con tanto desconcierto y facilitar las relaciones con los distintos países latinoamericanos, es explicarle a cada uno de sus Gobiernos las causas y las motivaciones de la actual política española. Si alianza y amistad no implican sumisión, es de suponer que en tanto nuestros actos tengan motivaciones válidas, éstos podrán ser comprendidos en América Latina. El mismo argumento utilizado respecto a la opinión pública española (la falta de explicaciones y un mayor esfuerzo didáctico por parte del Gobierno para hacer comprender sus objetivos y puntos de vista) valdría para los amigos latinoamericanos, con quienes no se tuvo la deferencia, en los últimos meses, de presentarles directamente los motivos de nuestro giro en política exterior. Quizá la acción que mejor sintetiza lo que aquí se pretende decir sea el último viaje del presidente Aznar a México para captar su voto en la que debería haber sido una de las votaciones cruciales del Consejo de Seguridad sobre las inspecciones en Irak.
A todas luces se trató de un viaje mal diseñado, mal planteado y mal presentado a los mexicanos, que con tales condicionantes nunca podría haber obtenido, como así fue, los resultados esperados. El viaje se hizo tarde (no se debió haber esperado al último momento) y con un itinerario mal escogido. México debía haber sido el destino final o una etapa de un trayecto que también contemplara la visita al presidente Lagos en Santiago de Chile, pero nunca un mero tránsito hacia Tejas, para colmo de males antiguo territorio mexicano. Los simbolismos de esta actitud, en un país tan dado al realismo mágico como es México, son abundantes. Para colmo, el antinorteamericanismo de buena parte de su opinión pública es proverbial y superior a los estándares existentes en España. Por eso, la foto de Fox, en atuendo deportivo, recibiendo al presidente Aznar trajeado y encorbatado, escenifica sin matices el mensaje de desagrado que los mexicanos querían transmitir.
Si se quería ganar el voto de México y Chile, los dos países latinoamericanos miembros no permanentes del Consejo de Seguridad, el mismo estatus que España, tenía que haberse puesto a trabajar mucho antes. Se ha criticado a la diplomacia norteamericana por no haber hecho lo suficiente para lograr un amplio consenso internacional en su lucha contra el despótico régimen de Sadam Husein y lo mismo se puede decir de la diplomacia española. Algo similar se podría afirmar de la política española respecto a la próxima votación de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas sobre la situación existente en Cuba. A la luz de la represión contra los periodistas disidentes y de los fusilamientos de los secuestradores del ferry sería de esperar una actitud más contundente de los Gobiernos iberoamericanos al respecto, y aquí una clara postura española, que incluya negociaciones con los gobiernos latinoamericanos, sería de gran importancia.
Por todo esto, no basta con que el secretario de Estado de Cooperación e Iberoaméricase prodigue en la región, si sus visitas no van acompañadas de una presencia al más alto nivel. Si vemos cuál es la repercusión mediática que tienen en España las llamadas telefónicas o los encuentros con el presidente Bush, pensemos el impacto que acciones semejantes pueden tener en América Latina. Por eso, convencer a nuestros amigos en casos como éste es una labor que corresponde al presidente del Gobierno o, en su ausencia, a la ministra de Asuntos Exteriores. Mucho se echó en falta la asistencia del presidente Aznar a la toma de posesión del presidente Lula a comienzos de este año. Más allá de las diferencias ideológicas que separan al uno del otro, no debe perderse de vista que Brasil es el país más importante de América del Sur y el que alberga las mayores inversiones españolas en la región.
De ahí que sea necesario asumir que la construcción iberoamericana no debe quedar relegada al plano de la retórica o a la asistencia, una vez al año, a la Cumbre correspondiente. Resulta paradójico que uno de los mayores lastres de nuestra política latinoamericana sea su globalidad. Por un lado tenemos la opción por las Cumbres Iberoamericanas (y por la construcción de la Comunidad Iberoamericana de Naciones) y la defensa del conjunto de América Latina (algo no muy frecuente en otras latitudes). Esta situación contrasta, por otro lado, con la falta de políticas bilaterales con cada uno de los países de la región, o al menos con los más importantes. Si bien una cuestión no excluye la otra, desde hace décadas se ha intentado encubrir la falta de objetivos concretos, más allá de respuestas meramente coyunturales, con una retórica global e iberoamericanista.
En la Cumbre de Bávaro, República Dominicana, se optó por reformar el sistema de cumbres, con el fin de garantizar su existencia futura, una misión encomendada de forma unánime al presidente Fernando Henrique Cardoso, quien ya está trabajando al respecto. Los mayores críticos del sistema de cumbres, como Raúl Sanhueza, señalan que se trata de un instrumento de la política española y que no ha terminado de ser asumido como algo propio por los latinoamericanos. Por eso, si realmente se quiere consolidar el sistema de cumbres, es necesario asumir las responsabilidades políticas y económicas inherentes al liderazgo español y responder adecuadamente a quienes advierten del giro de la política española, explicando las razones que lo motivaron o abandonar la empresa si no se cosechan los apoyos suficientes, asumiendo las consecuencias de semejante paso.
Con el ánimo de provocar reacciones positivas de los latinoamericanos hacia nuestra política iberoamericana serían necesarios algunos gestos que dejaran clara una buena voluntad y una actitud carente de paternalismo. Por eso, y sin intentar volver sobre la disputa nominalista, creo que una buena muestra de realismo y modestia hacia América Latina sería llamar a los latinoamericanos como ellos quieren llamarse y no como nosotros pretendemos. Resulta paradójico que en un país como éste, que en los últimos años ha aceptado (más o menos resignadamente, pero sin grandes alharacas) que Álava se llame Araba, Gerona Girona, o La Coruña A Coruña, entre otros múltiples ejemplos, se insista tanto en mantener vigentes los viejos clichés del pasado. El principal problema del concepto de Iberoamérica es que alude simultáneamente a dos realidades diferentes: por una parte a la totalidad de América Latina más España y Portugal (la Comunidad Iberoamericana de Naciones) y por la otra se utiliza sólo como sinónimo de América Latina. Esta polisemia no sólo no resulta útil en el esfuerzo de construir la Comunidad Iberoamericana, sino también agrega confusión.
¿Puede tener el giro atlantista español consecuencias positivas para América Latina? En caso afirmativo, como decía más arriba, hay que explicarlas, especialmente en un momento tan sensible como éste, en el que el conflicto de Irak se superpone a la inminente ampliación de la Unión Europea, un proceso vivido con bastante preocupación en buena parte de las cancillerías latinoamericanas. Por eso, vale la pena ver cómo los latinoamericanos están leyendo el conflicto de Irak, más allá de las manifestaciones de sus Gobiernos, apuntadas más arriba, y cómo creen que éste ha afectado las relaciones entre los propios europeos. Un buen exponente es Carlos Fuentes, quien, en un artículo titulado Los Estados Unidos de Amnesia, recriminaba al Gobierno de Washington, y de paso a la sociedad norteamericana, su olvido respecto al papel clave de Francia en la independencia de Estados Unidos y en otros momentos de su vida nacional.
Al oponerse a Estados Unidos y a los países de la “nueva Europa”, el eje franco-alemán ha sabido ganarse los corazones de buena parte de los latinoamericanos contrarios a la guerra, aunque se deje de lado que la postura de Francia y Alemania sobre la ampliación resulta contraria a los intereses de la América Latina, de modo que la “vieja Europa” (de acuerdo con la infeliz definición de Rumsfeld), se inclinaría por el Este (y más allá), situándose de espaldas al Atlántico, y no sólo al Atlántico Norte, lo que también afectará a América Latina. A esto se añade el hecho de que Francia es una decidida partidaria de la PAC (Política Agraria Común), la principal responsable del cierre de los mercados comunitarios a buena parte de la producción agrícola o ganadera latinoamericana. Y no es que España no lo sea, pero si se pretende jugar en la primera división internacional habría que mantener una postura mucho más favorable a su rápido desmantelamiento, uno de los caminos más cortos para demostrar a los latinoamericanos la sinceridad nuestras posiciones. Son muchos quienes al otro lado del charco insisten una y otra vez que no quieren ayuda, sino libre acceso a los mercados.
En el caso de que el Gobierno surgido de las elecciones generales de 2004 mantenga la postura de reforzar la relación transatlántica, España debe necesariamente incluir en ella a América Latina. España es un país atlántico no sólo por su geografía, sino también por su historia y su tradición, lo que convierte en algo normal su mirada al occidente, una postura en la que coincide con Gran Bretaña, según recordaba Emilio Lamo de Espinosa en junio pasado en ABC. Esa postura favorable a potenciar las relaciones con Estados Unidos es compartida por la mayor parte de los países de la ampliación. De este modo, España estaría en mejores condiciones para volver a situar a América Latina en la agenda internacional, y especialmente en la de Estados Unidos, de la que se vio traumáticamente apartada después de los brutales atentados del 11-S. A la vieja Europa, comenzando por Francia y Alemania, no le interesan los intereses latinoamericanos en su conjunto, sólo Brasil, México y poco más; mientras que para una parte de la Europa periférica (España, Portugal y, en menor medida, Italia), la idea de América Latina como unidad regional sigue teniendo sentido. De modo que si España quiere sacar partido de su actual apuesta iraquí debe manifestar claramente que el acercamiento a Estados Unidos será para reforzar los lazos con América Latina y mantener el carácter de puente entre ambas orillas del Atlántico (comenzando por Europa y siguiendo por los Estados Unidos). Y ello debe ser realizado hablando clara y francamente a los distintos Gobiernos latinoamericanos.
Conclusiones: De momento, la apuesta transatlántica española no ha supuesto consecuencias irreparables para la política exterior hacia América Latina, más allá de algunas reacciones marginales y, sobre todo, de un gran estupor e incomprensión ante la posición del Gobierno Aznar. Por eso resulta urgente una actitud mucho más activa de la diplomacia y del Gobierno españoles en la tarea de explicar las motivaciones profundas de semejante actitud y, sobretodo, un gran esfuerzo para incorporar a América Latina en el diálogo transatlántico. Medida semejante debe ser acompañada de hechos concretos, como una presencia constante del presidente y la ministra de Exteriores en la región, así como otros pasos más simbólicos, como la adopción del concepto América Latina. De este modo, los intentos de reformar y afianzar el sistema de Cumbres Iberoamericanas, sintetizados en la tarea que afronta el ex presidente Cardoso, cobrarían una dimensión mayor y permitirían dotar de contenido claro a la política española hacia América Latina.
Carlos Malamud
Investigador principal, América Latina
Real Instituto Elcano