Tema: El nuevo gobierno de Mariano Rajoy tendrá que reformular la política mediterránea española y adaptarla a las realidades de un vecindario norteafricano en profunda transformación.[1]
Resumen: Tanto si los procesos políticos que han desencadenado las revueltas árabes generan libertad y desarrollo como si acaban produciendo frustración y caos, la posición geoestratégica de España se verá afectada a medio y largo plazo. La inesperada y arrolladora ola contra el autoritarismo iniciada en 2011 muy probablemente seguirá recorriendo el Magreb y Oriente Medio durante años, y no es de esperar que esa tendencia se vaya a revertir. Eso debería llevar a una redefinición de la política exterior española hacia la región. Muy probablemente España sea el país de la UE que más tenga que ganar, en términos relativos, si las transiciones árabes conducen a una mayor prosperidad, más estabilidad y más democracia. Es el momento de que la política mediterránea española esté guiada por un enfoque realista, práctico y más coherente que el empleado durante los últimos años.
Análisis: El nuevo gobierno de Mariano Rajoy tendrá que reformular la política mediterránea española y adaptarla a las realidades de un vecindario norteafricano en profunda transformación. La inesperada y arrolladora ola contra el autoritarismo iniciada en 2011 muy probablemente seguirá recorriendo el Magreb y Oriente Próximo durante años, y no es de esperar que esa tendencia se vaya a revertir. Esta nueva etapa representa un gran desafío para los gobernantes a ambas orillas del Mediterráneo. Por un lado, las transiciones ya en curso en Túnez, Egipto y Libia –y aquellas que puedan sumarse en los próximos meses o años– se enfrentan a dificultades colosales, aunque no por ello imposibles de superar. Por otro lado, los diferentes ritmos de los cambios en función de cada país hace imposible diseñar una misma política para toda la región. Sin embargo, la llamada “primavera árabe” ha marcado un punto de inflexión que ofrece una oportunidad histórica para transformar el modelo de estabilidad en torno al Mediterráneo.
Frente a la crisis económica y a las incertidumbres políticas en las dos orillas del Mediterráneo, parece haberse instalado en el norte cierto pesimismo –en ocasiones rozando el fatalismo– sobre la inevitabilidad de que las transiciones árabes conduzcan al caos o al triunfo de opciones políticas contrarias a los intereses europeos. Sea ésa la estación final de la “primavera árabe” o no (y nada determina que tenga que serlo), ni el pesimismo ni la apatía son una opción para Europa si no se quiere que el peor escenario posible se convierta en una profecía autocumplida. Tampoco una actitud del tipo “esperar y ver qué pasa” contribuirá a construir una nueva estabilidad regional basada en el respecto a la dignidad de las personas y en la búsqueda de intereses comunes.
Es el momento de que la política mediterránea española esté guiada por un enfoque realista, práctico y más coherente que el empleado durante los últimos años. A pesar de los enormes esfuerzos realizados y de contar con excelentes profesionales de la diplomacia, la política mediterránea del gobierno socialista estuvo demasiada absorbida en dos ámbitos: los repetidos intentos de mediar en el conflicto de Oriente Medio y los esfuerzos por ubicar y conservar la Secretaría de la Unión para el Mediterráneo (UpM) en Barcelona. Siendo tan loables como legítimos ambos objetivos, ni España tenía la capacidad ni los medios para solucionar los conflictos israelo-árabes, ni la UpM ha generado resultados ni buena imagen en sus tres años y medio de existencia (sólo hay que recordar que su copresidente durante dos años y medio fue el depuesto Hosni Mubarak).
¿Qué está cambiando en los países árabes?
Un primer balance de lo ocurrido durante 2011 en los países árabes es, sin duda, sobrecogedor. Durante mucho tiempo, el mundo se había acostumbrado a la estabilidad que parecían garantizar unos Estados árabes fuertes y autoritarios. Sin embargo, en cuestión de un año cayeron tres dirigentes que llevaban décadas ejerciendo un poder casi absoluto; se iniciaron otras tantas transiciones políticas; se celebraron elecciones más democráticas de lo habitual y otras fueron programadas para los siguientes meses; se produjo una intensa pero corta guerra civil y se crearon las condiciones para que otras estallen; se llevaron a cabo una intervención militar extranjera y otra regional; dos revueltas sangrientas se alargaron sin visos de solución rápida; se realizaron reformas constitucionales de emergencia y otras se pusieron en marcha; se remodelaron algunos gobiernos impopulares; se celebraron dos referéndums constitucionales; y se tomaron medidas económicas para tratar de mitigar el descontento social. Todo eso en menos de un año.
A pesar de que esa primera oleada de cambios está acompañada de grandes incertidumbres y dudas sobre lo que pueda venir después, es evidente que se ha roto el statu quo que reinaba en el mundo árabe, y con él la apariencia de estabilidad de sus regímenes políticos y la imagen de apatía de sus poblaciones. Hubo quienes quisieron ver lo ocurrido en Túnez como un caso aislado, pero el tiempo se encargó de demostrar que era una consecuencia de fenómenos más profundos que harán insostenibles las actuales formas de gobernar en la región, basadas en el autoritarismo y la imposición. Un año después de que la sociedad tunecina forzara la caída del presidente Ben Ali el 14 de enero de 2011, ya no se puede vaticinar que cualquier otro país árabe pueda quedar al margen de la actual ola de cambios, por más que sus dirigentes anuncien reformas u ofrezcan subsidios a la población.
Cualquier diagnóstico que se haga sobre la evolución de las revueltas antiautoritarias árabes deberá tener en cuenta que los factores que han llevado a la profunda transformación social y política están ahí para quedarse y, en todo caso, para ir a más. Factores como la demografía, el papel más activo de las mujeres en la sociedad y la mayor conexión de los ciudadanos árabes con el mundo exterior gracias a las nuevas tecnologías de la información son una realidad incuestionable y tienen un gran poder de transformación estructural. En el fondo de las protestas está el malestar por una corrupción extendida y poco disimulada, por una clase gobernante depredadora de la riqueza nacional, por la ausencia de justicia social y por la falta de garantías para hacer respetar las libertades individuales y los derechos humanos.
Las movilizaciones prodemocráticas en los países árabes han demostrado la existencia de valores políticos comunes entre Europa y sus vecinos del sur más compartidos de lo que muchos creían. Eso debería dar paso a un mayor grado de confianza y cooperación del que existía con los regímenes autoritarios. Una vez perdido el miedo a pedir nuevos sistemas de gobierno más participativos y menos corruptos, las demandas de amplios sectores sociales árabes son claras y concretas: que las personas vivan con dignidad y tengan oportunidades para progresar y encontrar empleo, de modo que contribuyan al desarrollo de sus países y a su propia prosperidad personal y familiar. Los gobiernos que surjan de las actuales y futuras transiciones tendrán que responder a estas demandas con hechos concretos y resultados tangibles. De lo contrario, tendrán a las poblaciones en su contra.
¿Cómo pueden afectar esos cambios a España?
Tanto si los procesos políticos que han desencadenado las revueltas árabes generan libertad y desarrollo como si acaban produciendo frustración y caos, la posición geoestratégica de España se verá afectada a medio y largo plazo. Como puente de paso natural entre el norte de África y Europa y como único país de la UE que tiene frontera terrestre con el mundo árabe, ni puede ni debe abstraerse de las transformaciones en su vecindario meridional. Muy probablemente España sea el país de la UE que más tenga que ganar, en términos relativos, si las transiciones árabes conducen a una mayor prosperidad, más estabilidad y más democracia en la región. Contrariamente, también puede estar en la primera fila de los países europeos afectados en caso de estancamiento económico o de mayor represión en el sur, debido al aumento de la presión migratoria por razones económicas y políticas, así como de fenómenos asociados a la radicalización por la falta de expectativas.
En el actual contexto de dificultades para la economía española y la posición internacional del país, asumir un papel de liderazgo en la política euromediterránea puede ser vital para enganchar de nuevo a España al corazón de la UE y para recuperar peso internacional. En 1995 el gobierno de Felipe González tuvo un papel central en el diseño y lanzamiento del Proceso de Barcelona, la iniciativa más ambiciosa y mejor articulada hasta el momento para construir una región euromediterránea más próspera y estable. La conceptualización y el arranque del Proceso de Barcelona fueron posibles gracias a la coordinación de visiones y objetivos entre España y sus principales socios europeos, especialmente con la Alemania de Helmut Kohl. A partir de 1995, la combinación de un contexto regional cada vez más adverso y la falta de voluntad política a ambas orillas impidieron avanzar hacia el objetivo de crear una zona de paz, estabilidad y prosperidad en torno al Mediterráneo, tal como recogía la Declaración de Barcelona.
No obstante, a lo largo de 2011 se ha iniciado un cambio profundo en la relación entre los Estados y las sociedades del sur, desde el momento en que muchos árabes han pedido dejar de ser tratados como súbditos para convertirse en ciudadanos. El nuevo gobierno español presidido por Mariano Rajoy tiene una oportunidad como pocas para retomar el liderazgo español en el Mediterráneo con propuestas ambiciosas, valientes y acordes a las necesidades de una región cambiante. Semejante posición, bien coordinada con el resto de socios, redundaría en beneficio de los intereses españoles, de la UE y de la región mediterránea.
Definir objetivos, diseñar políticas
El gobierno español salido de las urnas a finales de 2011, junto con las fuerzas políticas y sociales que lo deseen, debería redefinir los objetivos de nuestro país en el entorno mediterráneo y, a partir de ahí, diseñar una nueva política de Estado hacia la región árabe. Las políticas aplicadas hasta la fecha por los anteriores gobiernos han mostrado sus limitaciones y su incapacidad de contribuir a un mayor grado de prosperidad y democracia en los países del sur, a pesar de los frecuentes discursos oficiales autocomplacientes en el sentido contrario.
Frente a los cambios históricos en un vecindario tan estratégico, cabe plantear algunas preguntas, de cuyas respuestas dependerá en buena medida si España será visto como un actor internacional fiable, eficaz y comprometido con valores universales como la libertad y la democracia en su entorno inmediato: ¿qué prioridad se debe conceder a las transiciones árabes dentro de la agenda internacional española?, ¿es suficiente adherirse a las propuestas que salgan de Bruselas o es necesario asumir un papel de líder para consensuar políticas europeas más ambiciosas que produzcan resultados?, ¿tiene España realmente interés en el éxito de transiciones genuinas hacia la democracia en el mundo árabe?, ¿cuáles deberían ser los objetivos a corto y medio plazo desde una perspectiva española?, y ¿qué hacer con iniciativas existentes como la UpM?
La posición geoestratégica de España adquirió mayor relevancia internacional desde la transición democrática con su incorporación a la Comunidad Europea y la adopción de la moneda única. Pocos acontecimientos en la historia moderna del país tienen el potencial de alterar esa posición como la ola de antiautoritarismo que se está extendiendo por el sur del Mediterráneo, tanto si se consolida como si fracasa. Durante el año transcurrido desde que se inició la “primavera árabe”, se han tomado algunas medidas simbólicas, como la visita del ex presidente del gobierno José Luis Rodríguez Zapatero a Túnez, y se ha ofrecido asistencia –más voluntarista que eficaz, dadas las dimensiones de los retos– a algunos países del norte de África. Da la impresión de que aún no ha calado en el pensamiento político y estratégico de nuestro país una noción de los cambios que se avecinan, así como el vínculo existente entre la seguridad y el bienestar futuros de los españoles con lo que ocurra en las sociedades árabes cercanas.
Durante décadas, EEUU y Europa buscaron la estabilidad del Magreb y Oriente Medio mediante el apoyo a regímenes represivos y deslegitimados internamente. A cambio, esos regímenes debían garantizar la estabilidad de sus países, permitir el acceso a recursos (principalmente energéticos), mantener relaciones económicas y comerciales y no cuestionar las políticas de Israel. El problema de fondo es que ese apoyo, tanto europeo como estadounidense, no se tradujo en avances sustanciales hacia el buen gobierno y el Estado de derecho, ni contribuyó a generar oportunidades en unas sociedades repletas de jóvenes con muchas más aspiraciones que expectativas de una vida digna. Por ello, las nuevas realidades aconsejan revisar ese modelo de estabilidad cada vez más criticado y obsoleto. Sin duda, existe la tentación de buscar una versión más benévola de un autoritarismo menos feroz. Sin embargo, si se examinan bien las alternativas junto con las causas del profundo malestar, puede que unas democracias árabes no sean tan malas para los intereses occidentales, incluidos los de España.
Hay numerosos ejemplos de transiciones o revoluciones que empiezan con una agenda liberal y que luego tienen una deriva autoritaria como resultado de la gravedad de los retos políticos, económicos y de seguridad a los que se enfrentan las sociedades en transición. Ése es un escenario que desde España se debe evitar a toda costa que ocurra en su vecindario sur, con todas las medidas que estén a su alcance, tanto en sus relaciones bilaterales como a través de las políticas comunitarias. Para ello, es clave fijar una serie de objetivos, entre los que deberían figurar: la promoción de instituciones inclusivas y de la cultura democrática, donde los gobernantes sean responsables ante los ciudadanos; el diseño de políticas económicas viables y generadoras de prosperidad, mejorando su gobernanza económica y creando mecanismos de control y transparencia; impedir reveses antidemocráticos y prevenir la erupción de la violencia; y, en el corto plazo, evitar el colapso económico y el deterioro de las condiciones de vida.
Las economías de aquellos países árabes que han iniciado sus transiciones están sufriendo las consecuencias de la inestabilidad política, el frenazo en las inversiones, la caída del turismo y las movilizaciones laborales. Sin embargo, las actuales vacilaciones pueden dar lugar a un clima más beneficioso para una región cuyo rendimiento económico ha sido muy inferior al de otros mercados emergentes. En la mayoría de los países, los problemas económicos no proceden tanto de la falta de recursos como del mal reparto que se hace de los existentes. Hay una percepción generalizada de que sólo una minoría próxima al poder es la que se beneficia del crecimiento económico, mientras las clases medias se van reduciendo. La lucha contra la corrupción y el nepotismo serán aspectos clave para legitimar los gobiernos árabes. Los socios internacionales deben contribuir para que haya mayor transparencia y responsabilidad en la gestión de los asuntos públicos en esos países.
Para evitar el colapso de las economías de los países en transición, resulta imprescindible crear instrumentos de financiación específicos para la región. Entre otras cosas, urge facilitar créditos a los jóvenes y a las pequeñas y medianas empresas, que son las que pueden crear un mayor número de empleos. Ahí será importante el papel del Banco Europeo de Inversiones, el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, el Banco Mundial y también la banca comercial y los fondos de inversión. Es cierto que existe un amplio escepticismo en las sociedades árabes en relación con el papel de las instituciones financieras internacionales y con las intenciones de los gobiernos occidentales. De ahí que los actores extranjeros deban actuar con cautela, construyendo nuevas relaciones de confianza a base de hechos.
Ha quedado patente que muchas de las reformas anunciadas por algunos regímenes árabes y alabadas por la UE fracasaron a la hora de crear sistemas políticos y económicos más inclusivos. Varios países árabes introdujeron medidas de liberalización económica desde principios de los años 90 que sólo sirvieron para favorecer a algunas elites y contribuyeron a aumentar la brecha entre ricos y pobres. El sector privado que surgió de esas medidas exhibe con frecuencia las peores facetas del “capitalismo amiguista”. Mientras los sistemas políticos árabes no ofrezcan más oportunidades y no garanticen más libertades a sus ciudadanos, habrá cada vez más contestación social. En ese caso se puede optar por reformar profundamente los sistemas políticos o por una mayor represión contra las poblaciones. Es cierto que las transiciones iniciadas se pueden truncar, pero no es realista pensar que, a la larga, la represión y la corrupción no conllevan un coste para los regímenes que las practican.
El delicado y complejo proceso de negociación de las Perspectivas Financieras de la UE para el período 2014-2020 será fundamental para la configuración de la política mediterránea de la UE. En este terreno, España debería tener un papel militante para que una importante cantidad de los recursos destinados a la Política Europea de Vecindad (PEV) se asignen de forma eficaz al norte de África. Esos fondos deben contribuir a que países como Egipto, Túnez y Libia tengan más opciones de éxito en sus transiciones hacia la democracia, pero también para que el resto de los países vean que existen incentivos serios para avanzar en la apertura política y transformar sus sistemas de gobierno. Más allá de los fondos que la UE pueda destinar a estos países, a la larga será mucho más importante intensificar las relaciones comerciales –incluida la revisión de los acuerdos agrícolas y la movilidad de las personas– que conceder ayudas.
Diseñar unas nuevas políticas hacia el Mediterráneo que sean realistas y orientadas a obtener resultados requiere replantearse seriamente la utilidad de la UpM con su actual estructura institucional –sumamente compleja y creadora de obstáculos y disfunciones–, así como el coste económico y político de mantenerla en el estado de cuasi hibernación en el que lleva desde sus inicios. Se hace necesario abrir un debate sobre qué puede aportar la UpM en el nuevo contexto regional y de crisis financiera, así como prever en qué condiciones empezaría a dar resultados concretos y a servir de marco útil para el diálogo político y la integración regional. En un momento como el actual, sería un desatino tratar de reactivar la UpM sin antes conocer la evolución de los nuevos sistemas políticos de la región. Si la Secretaría es capaz de encontrar socios para lanzar proyectos técnicos de cooperación que sean eficaces y viables, entonces debería contar con el apoyo necesario. De lo contrario, la UpM será un lastre para la política exterior española y un elemento distorsionador de las relaciones euromediterráneas, lo que requeriría “recomunitarizar” ese ámbito de la política exterior de la UE.
Hacia un mejor conocimiento de las sociedades árabes
Durante 2011 quedó en evidencia la limitación generalizada de los análisis y previsiones hechas sobre el mundo árabe, puesto que nadie fue capaz de prever la llamada “primavera árabe” ni de actuar con rapidez una vez que se había iniciado. Varios motivos pueden explicar esa incapacidad de previsión: el conocimiento incompleto y sesgado de las transformaciones ocurridas en las estructuras, preferencias y valores de esas sociedades durante los últimos años; los análisis basados en paradigmas obsoletos que ignoraban a las opiniones públicas de esos países; la corrección política que ha impedido plantear escenarios incómodos, aunque probables; y la confusión entre el deseo y la realidad en los procesos de toma de decisión. Está claro que cualquier política eficaz en el futuro tendrá que fundamentarse en un mejor conocimiento de las sociedades árabes, y no sólo en la información inmediata y en las ideas que transmitan sus elites. Sólo a partir del diálogo y del conocimiento se podrán analizar las oportunidades y riesgos y, de ese modo, será más fácil escoger las opciones políticas óptimas a corto plazo y que generen resultados a más largo plazo.
Nunca antes España había tenido tantos especialistas en el mundo árabe contemporáneo en los ámbitos de la administración, del mundo académico, de los think tanks, del periodismo, de las fuerzas armadas y de la cooperación, y nunca antes esos especialistas habían estado tan conectados a redes internacionales como ahora. Aún así, falta mucho por hacer para mejorar el conocimiento de las sociedades y de los sistemas políticos árabes a partir de un cuestionamiento crítico de lo que se da por hecho, basado en datos y en realidades concretas, y alejado de las visiones estereotipadas y de las explicaciones exclusivamente religiosas o culturales. Eso implica, entre otras cosas, que hace falta que muchos más españoles conozcan la lengua árabe y sus dialectos, así como los contextos sociales y culturales.
El nuevo gobierno del Partido Popular debería disponer de la experiencia que acumulan las instituciones españolas dedicadas al análisis de las relaciones internacionales y los instrumentos de diplomacia pública que trabajan con el mundo árabe. Los cambios regionales deben favorecer que desde el gobierno, las empresas y la sociedad civil española se apoyen las transiciones árabes, tanto por consideraciones morales como para defender mejor los intereses nacionales. A pesar de las dudas y de la complejidad de la situación actual, éste es el momento adecuado para que España se posicione y ofrezca asistencia a las sociedades árabes. Sólo mediante la búsqueda de intereses compartidos se podrá disipar la desconfianza y establecer nuevas relaciones más equitativas y mutuamente provechosas. El escenario contrario implica enfrentamiento y un terreno fértil para el radicalismo y la demagogia de quienes no desean el triunfo de las opciones democráticas.
Nuestro país cuenta con numerosos factores a su favor ante la nueva etapa, empezando por su propia experiencia de un rápido desarrollo económico y social tras una exitosa transición hacia la democracia. Haber pasado de un régimen autoritario a una monarquía parlamentaria le confiere un interés especial para los demócratas árabes, así como por demostrar que tener una monarquía y un gobierno responsables ante el pueblo no son realidades excluyentes. También cuenta con la experiencia de una eficaz reforma militar y del sector de seguridad, aspecto clave en el futuro de los países del Magreb y Oriente Medio. A eso hay que sumar que, en términos generales, España goza de buena imagen entre las sociedades árabes. En el plano económico, España cuenta con empresas altamente internacionalizadas en sectores vitales para dar respuesta a las demandas sociales en el sur del Mediterráneo, como son la construcción, las infraestructuras, el transporte, las manufacturas, las energías convencionales y renovables, el turismo, el sector bancario, la consultoría, entre otros. Las transformaciones regionales pueden traducirse en posibilidades de inversión, aumento de intercambios comerciales, transferencia de conocimiento, proyectos conjuntos y en otras ventajas económicas para nuestro país dentro del contexto europeo y mediante relaciones triangulares con otras regiones como América Latina.
Del mismo modo que las transiciones iniciadas en algunos países árabes requerirán muchos esfuerzos y aprender de los errores, Europa debe reflexionar sobre sus políticas del pasado para darse cuenta de que, cuanto más satisfechos vivan los habitantes del sur del Mediterráneo en sus propios países, mejor nos irá a un lado y al otro. Las transiciones políticas son períodos de inestabilidad, pero también ofrecen oportunidades. El año 2011 ha demostrado que algunos cambios antes impensables pueden ocurrir en el mundo árabe y que en ningún sitio está escrito de antemano que siempre tengan que ser a peor.
Conclusiones: Hay mucho en juego para el futuro de la sociedad y de la economía españolas, tanto si se truncan los procesos antiautoritarios en el mundo árabe, por la frustración y el radicalismo que eso necesariamente generaría entre sus poblaciones, como si avanzan gradualmente hacia sistemas participativos con separación de poderes y donde el desarrollo económico y social sea inclusivo. Contribuir al éxito de esas transiciones traerá grandes oportunidades para las economías europeas –y más si cabe para la española por su mayor exposición a los países árabes–. Por el contrario, permitir que dichas transiciones descarrilen hacia un autoritarismo renovado o hacia opciones políticas excluyentes o populistas sólo producirá inestabilidad y mayor malestar social. Si los acontecimientos van en esa dirección, en el peor de los casos España se encontraría en la frontera de una brecha más profunda entre el norte y el sur del Mediterráneo.
El nuevo gobierno español presidido por Mariano Rajoy tiene una oportunidad como pocas para retomar el liderazgo español en el Mediterráneo con propuestas ambiciosas, valientes y acordes a las necesidades de una región cambiante. Semejante posición, bien coordinada con el resto de socios, redundaría en beneficio de los intereses españoles, de la UE y de la región mediterránea. Cualquier política eficaz en el futuro tendrá que fundamentarse en un mejor conocimiento de las sociedades árabes. Sólo a partir del diálogo y del conocimiento se podrán analizar las oportunidades y riesgos y, de ese modo, será más fácil escoger las opciones políticas óptimas a corto plazo y que generen resultados a más largo plazo. Para ello, el nuevo gobierno debería disponer de la experiencia que acumulan las instituciones españolas dedicadas al análisis de las relaciones internacionales y los instrumentos de diplomacia pública que trabajan con el mundo árabe.
Los cambios regionales deben favorecer que desde el gobierno, las empresas y la sociedad civil española se apoyen las transiciones árabes, tanto por consideraciones morales como para defender mejor los intereses nacionales. A pesar de las dudas y de la complejidad de la situación actual, éste es el momento adecuado para que España se posicione y ofrezca asistencia a las sociedades árabes. Sólo mediante la búsqueda de intereses compartidos se podrá disipar la desconfianza y establecer nuevas relaciones más equitativas y mutuamente provechosas. El escenario contrario implica enfrentamiento y un terreno fértil para el radicalismo y la demagogia de quienes no desean el triunfo de las opciones democráticas.
Haizam Amirah Fernández
Investigador principal de Mediterráneo y Mundo Árabe, Real Instituto Elcano, y profesor de Relaciones Internacionales en el Instituto de Empresa (IE)
[1] Una versión anterior de este ARI fue publicada en la sección “Estudios Elcano”, Política Exterior, nº 145, enero-febrero 2012, pp. 142-152, véase http://www.politicaexterior.com.