Tema: Este análisis estudia la cuestión de si, habiendo incumplimiento por parte de Irak de las obligaciones que le impuso el Consejo de Seguridad, Estados Unidos puede atacar a ese país y si para ello basta la existencia de la resolución 1441 y el cuerpo de resoluciones existente o si es necesaria una nueva resolución que ampare expresamente un ataque. Aquí se considera si en el supuesto de que la resolución 1441 no autorice la guerra, la misma pueda ser lícita bajo otros argumentos distintos del conjunto de resoluciones sobre el caso de Irak.
Resumen: Este análisis examina cuál es el contexto normativo y cuáles son los criterios interpretativos para resolver la cuestión de si es necesaria una nueva resolución para atacar a Irak. A tal efecto se estiman cuatro posibilidades. La primera es la de interpretar el conjunto de las resoluciones sobre Irak y la Carta de Naciones Unidas con un criterio sistemático para concluir que el ataque sería lícito sin ninguna nueva resolución. La segunda es la de interpretar la 1441 literalmente para deducir que un ataque a Irak requeriría una nueva resolución. La tercera es la de considerar que, al margen de las resoluciones del Consejo de Seguridad, una interpretación de los principios de la Carta de las Naciones Unidas con un criterio teleológico avalaría la legalidad del ataque sin necesidad de resolución alguna. La cuarta y última es la de evitar la opción del Consejo de Seguridad para afirmar la legalidad del ataque en el derecho a la legítima defensa, cuyo sentido debería actualizarse a la luz de la nueva realidad sociológico-internacional.
Análisis: El conflicto desatado tras la invasión de Kuwait por Irak en 1990 ha producido un rosario de resoluciones del Consejo de Seguridad cuya última cuenta es, hasta el momento, la resolución 1441. Esta concatenación de resoluciones es objeto de preocupación de algunos analistas que se preguntan si “la característica respuesta que el alto organismo da a la reiterada violación de sus resoluciones es una nueva resolución que multiplica las fórmulas exhortativas que instan una vez tras otra al cumplimiento de lo previamente incumplido” (Manuel Coma, “Irak bajo el régimen de inspecciones”, ARI 3/2003). Otros, sin embargo, haciéndose eco de las tesis anglo-americanas defienden que, si tras una discusión en el Consejo de Seguridad no se adoptase ninguna nueva resolución autorizando el uso de la fuerza, EE.UU. y el Reino Unido “entienden que podrán acogerse al derecho de autodefensa y a las resoluciones ya existentes, incluida la 1441, y defender por la fuerza el cumplimiento de las obligaciones iraquíes”. Incluso avanzan la posibilidad de que, aun no estando prevista expresamente la posibilidad del uso de la fuerza, ésta fuese legítima sin resolución alguna, basándose en dos precedentes: la operación “Zorro del desierto” contra Irak en 1998 y los bombardeos de la antigua Yugoslavia en 1999 (Rafael L. Bardají, “Irak, Naciones Unidas y el uso de la fuerza”, ARI 5/2003)
El análisis jurídico de la cuestión de la licitud del uso de la fuerza por la alianza anglo-americana contra Irak en el momento presente se realizará con arreglo a las siguientes pautas: en primer lugar, determinando el cuadro normativo aplicable y, en segundo lugar, interpretando el mismo con los métodos propios de la ciencia del Derecho. A partir de ahí intentaremos extraer algunas conclusiones.
El marco normativo del caso
Se ha discutido si la licitud de la guerra contra Irak debe examinarse “sólo” a través de la resolución 1441 (2002) o también a la luz de todas las demás resoluciones dictadas contra Irak. Para el caso que nos ocupa, las resoluciones quizá más relevantes son la 660 (1990), que condena la invasión y ordena la retirada de Kuwait al amparo de los arts. 39 y 40 de la Carta de las Naciones Unidas; la 661 (1990), que aduciendo el Título VII de la Carta de Naciones Unidas crea un comité en el seno del Consejo de Seguridad para vigilar la marcha de las sanciones que esta resolución impone (aunque aún no autorizaba el uso de la fuerza); la 678 (1990), que también con la cobertura del Título VII autoriza el uso de la fuerza (“autoriza a los Estados miembros […] el uso de todos los medios necesarios” para “hacer cumplir la resolución 660” y “para restaurar la paz y la seguridad en el área”, además de requerir a los Estados que provean un adecuado apoyo al empleo de todos esos medios; y la 687 (1991), que también bajo el Título VII exige a Irak la declaración y eliminación de sus armas de destrucción masiva y proclama que, en el momento en el que Irak notifique al Secretario General y al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas su aceptación de las exigencias contenidas en esta resolución 687, se establecerá un alto el fuego formal entre Irak y Kuwait y los demás Estados que ayudaron a Kuwait.
Pero todas estas resoluciones tienen una fuente normativa, la Carta de las Naciones Unidas, de 1945. Por ello, un correcto entendimiento de las implicaciones de las mismas y del caso que nos ocupa exige prestar atención a las disposiciones de la Carta misma.
Los criterios interpretativos del caso
La teoría clásica del Derecho contemplaba cuatro criterios básicos para interpretar las normas jurídicas: el literal (atender al sentido propio de las palabras utilizadas en las normas), el histórico (que examina no sólo la diferencia entre la nueva norma y la antigua, si la hay, sino también las razones argüidas en los debates que llevaron al texto definitivo de la norma), el sistemático (que busca el sentido de la norma en su conexión con el resto de normas) y el teleológico (que pretende encontrar el verdadero significado del Derecho en la identificación de los fines que persigue la norma). Junto a estos criterios, más modernamente se habla de un criterio sociológico, según el cual el sentido de la norma debe hallarse en las ideas que tiene la sociedad en general sobre la misma. ¿Cuál de los criterios se impone? Sencillamente, el que el decisor (o “juez”) considere que tiene más peso. Problema distinto es el de quién es el decisor, es decir, quién determina lo que significa el Derecho: en algunos supuestos es el propio Consejo de Seguridad, en otros, cada Estado (legítima defensa).
La tesis de la suficiencia de la 1441 y demás resoluciones existentes sobre Irak.
La Carta de Naciones Unidas, si bien no prohíbe la guerra, tiene como objetivo impedir la misma en la mayor medida posible. En su Preámbulo habla de la necesidad de “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra” y, en su art. 2, de que “los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas”. Pero que pretenda impedir la guerra no significa que la prohíba absolutamente. Ahora bien, la misma queda notoriamente limitada. Al margen del supuesto de legítima defensa (art. 52 de la Carta) sólo el Consejo de Seguridad puede decidir que se emprenda una guerra (art. 42: el Consejo de Seguridad “podrá ejercer, por medio de fuerzas aéreas, navales o terrestres, la acción que sea necesaria para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales”). Esas medidas bélicas las adopta el Consejo de Seguridad en el marco del título VII de la Carta. Todas las resoluciones sobre Irak están dictadas en este marco. La primera, la 660 (1990), aduce únicamente los dos primeros preceptos de este Título (arts. 39 y 40, medidas coercitivas para prevenir la guerra); pero todas las demás se refieren genéricamente al Título VII.
La tesis que defiende la licitud de la guerra contra Irak sin necesidad de una nueva resolución, basándose únicamente en los textos ya aprobados, se argumenta de este modo. La resolución 678 (1990) autorizaba a los Estados miembros “el uso de todos los medios necesarios” para conseguir dos fines: primero, “hacer cumplir la resolución 660” (retirada de Irak) y segundo, “para restaurar la paz y la seguridad en el área”. Con la autorización de esta resolución se llevó a cabo el primer fin mediante la operación “Tormenta del desierto” que supuso la derrota de Irak y su retirada de Kuwait. Conseguido ese objetivo, pretendido por la resolución 660, la resolución 687 estableció un “alto el fuego” a condición de que Irak aceptara declarar y eliminar sus armas de destrucción masiva nucleares, biológicas y químicas. Con ello se pretendía garantizar el segundo fin, “restaurar la paz y la seguridad” que no quedarían restablecidas en tanto en cuanto Irak poseyese esos armamentos. El incumplimiento por parte de Irak de las obligaciones asumidas en la resolución 687 (que la resolución 1441 no hace más que detallar) conllevaría la anulación de la condición suspensiva de la guerra. De esta manera, el incumplimiento por parte de Irak de las obligaciones impuestas por la resolución 1441 (en relación con las inspecciones) supondría también un incumplimiento de la resolución 687. Al incumplirse la 687, se violaba una de las condiciones bajo las que se impuso el alto el fuego. En consecuencia, la autorización para “el uso de todos los medios necesarios” para “restaurar la paz y la seguridad en el área”, prevista en la resolución 678, volvería a tener plena eficacia. La guerra, en consecuencia, no necesitaría argumentarse en una autorización expresa y literal por la resolución 1441, sino que se basaría en una interpretación sistemática del conjunto de resoluciones. De hecho, y no por causalidad, el primer párrafo de la parte dispositiva de la resolución 1441 afirma que Irak ha quebrantado y sigue quebrantando las obligaciones que le incumben en virtud de importantes resoluciones “incluyendo la resolución 687 (1991)”. El inconveniente de esta tesis se hallaría en que al permitir deducir implícitamente la legalidad de la medida más grave que existe en el Derecho Internacional, que es la guerra, se estaría introduciendo un factor de inseguridad en las relaciones internacionales.
La tesis de la necesidad de una nueva resolución
Frente a la posición anterior, otra tesis, basada en una interpretación literal de la resolución 1441, sostendría que esta última establece que Irak “afrontará serias consecuencias” como resultado de las continuas violaciones de sus obligaciones (nº 13 del dispositivo de la resolución). Un análisis literal de esta frase revelaría dos cosas. En primer lugar, que esas consecuencias no estén previstas en una norma del pasado, sino que en el futuro se determinarán esas “serias consecuencias” que deberá afrontar Irak. Si se hubiese considerado que el incumplimiento de la 1441 abre paso al uso de la fuerza automáticamente se habría dicho que el Consejo de Seguridad advierte que, por sus incumplimientos, Irak “afronta” ya esas serias consecuencias. Además, en segundo lugar, se advierte desde esta posición que el incumplimiento dará lugar a “serias consecuencias” pero no dice cuáles. A diferencia de lo que se decía en la resolución 678, en la que se hablaba de autorización para “el uso de todos los medios necesarios”, aquí se omite esta expresión. Por consiguiente, habría que concluir que, según esta tesis, “serias consecuencias” no es lo mismo que “uso de todos los medios necesarios”. Esas “serias consecuencias” podrían consistir en un agravamiento del embargo, pero no necesariamente en la guerra convencional. De haberse querido autorizar la guerra se habría utilizado la expresión ya utilizada en la 678; al no hacerse así, habría que entender que no hay autorización para la guerra (para “todos” los medios), sino para usar otros medios que, eso sí, provocarían “graves consecuencias”. El criterio de interpretación literal primaría aquí sobre cualesquiera otros. El inconveniente de esta tesis es que el literalismo en la interpretación produciría un efecto paralizante de la eficacia de las resoluciones del Consejo de Seguridad y un tremendo desgaste político del mismo.
La tesis de la guerra sin resolución alguna
Junto a las anteriores se ha avanzado una tercera posibilidad, que es la de llevar a cabo la guerra sin necesidad de resolución alguna. Los argumentos principales de esta tesis se vertebran en torno a dos ejes.
En primer lugar, se sostendría que es posible una intervención militar que no tenga carácter de legítima defensa siempre y cuando la misma se haga para defender los principios consagrados por la Carta de las Naciones Unidas. Se pondría como ejemplo el caso de los bombardeos de la antigua Yugoslavia por la OTAN. Estaríamos ante un tercer tipo de guerra distinto de los dos previstos hasta ahora: el autorizado por el Consejo de Seguridad y el de la legítima defensa. Esta tesis se argumentaría fundamentalmente con un criterio teleológico o finalista de interpretación de las normas que primaría sobre los criterios literal o sistemático. Ahora bien, cuando el principio general de la Carta de las Naciones Unidas es la restricción de la guerra, cabría entender que la misma sólo es lícita cuando expresamente ha sido permitida, y la Carta sólo permite los dos tipos de guerra mencionados. El precedente de la guerra de la OTAN contra la antigua Yugoslavia es problemático; de hecho, en este momento está pendiente de ser juzgado por el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya (casos de Yugoslavia contra Bélgica, Canadá, Francia, Alemania, Italia, Holanda, Portugal y el Reino Unido sobre la legalidad del uso de la fuerza).
Precisamente por lo problemático de encontrar un “tercer” tipo de guerra distinto de los anteriores, Estados Unidos está construyendo una argumentación alternativa al uso de la fuerza mediante el Consejo de Seguridad. Para ello, acuden al otro tipo de guerra legal: la legítima defensa. El art. 51 de la Carta. Este artículo dispone que: “Ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inmanente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado contra un Miembro de las Naciones Unidas, hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales”. Como es sabido, ante la ausencia de un ataque armado consumado, Estados Unidos está defendiendo el concepto de “legítima defensa preventiva” con el argumento de que si no se defienden antes (preventivamente), después no será posible hacerlo (legítima defensa “represiva”) al tratarse, supuestamente, de armas de destrucción masiva. Se trataría de dar un nuevo sentido a la legítima defensa de acuerdo con la realidad social contemporánea. La dificultad de esta construcción está en lo novedoso de la misma (al menos en el Derecho Internacional). Sin embargo, la legítima defensa ofrece una considerable ventaja sobre todos los otros supuestos anteriormente indicados y, en particular, sobre el tipo de guerra autorizado por el Consejo de Seguridad: quien decide si se ha producido el supuesto de hecho de la norma, quien resuelve sobre la licitud de la guerra, quien lleva a cabo la guerra no es el Consejo de Seguridad, es el Estado. Es éste y no aquél quien juzga, sentencia y ejecuta. La legítima defensa, por tanto, exime de las complicaciones político-jurídicas de conseguir la mayoría necesaria en el Consejo de Seguridad y de esquivar eventuales vetos. Se alegaría como inconveniente que esta medida es “unilateral”, pero sería discutible si esto es necesariamente un inconveniente.
Conclusión: La decisión de si es lícita la guerra contra Irak en el caso de nuevos incumplimientos por su parte de las obligaciones impuestas por el Consejo de Seguridad es, como todo en Derecho, discutible. Existen poderosos argumentos para defender que el “arsenal” de resoluciones del Consejo de Seguridad sobre Irak ya existente habilita legalmente para emprender la guerra contra Irak. Existen también argumentos (más débiles en mi opinión, pero no inexistentes) para sostener que el incumplimiento de la 1441 no legalizaría una guerra contra Irak, pues el Consejo de Seguridad tendría que determinar qué “serias consecuencias” conllevarían los incumplimientos. Igualmente se ha formulado el argumento (creo que más débil aún) de que en nombre de los principios generales de Naciones Unidas sería posible hacer la guerra contra Irak. Finalmente, ante la relatividad de todos estos títulos, emerge poderosamente una nueva lectura del derecho a la legítima defensa que, al hacer depender la acción de la guerra sólo del juicio y decisión del Estado, evita el eventual coste político de una derrota ante el Consejo de Seguridad.
Carlos Ruiz Miguel,
Catedrático de Derecho Constitucional, Universidad de Santiago de Compostela