Elecciones legislativas portuguesas 2015: expectativas frustradas y pactos postelectorales

El presidente de Portugal, Aníbal Cavaco Silva, se dirige al Parlamento Europeo en 2013. Foto: Parlamento Europeo / Flickr
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Tema

Las elecciones legislativas portuguesas del 4 de octubre de 2015 dieron la victoria a la coalición de centro-derecha del Partido Social Democrata y el Centro Democrático e Social (PSD/CDS), aunque sin mayoría absoluta. Sin embargo, la pretensión del líder socialista, António Costa, de ser primer ministro a través de pactos con las formaciones izquierdistas de la Coligação Democrática Unitária (CDU) y el Bloco de Esquerda (BE), ha alterado las coordenadas de la vida política portuguesas por primera vez en 40 años. Pese a todo, el presidente de la república, Aníbal Cavaco Silva, ha optado por encargar la formación de gobierno al actual primer ministro, Pedro Passos Coelho, líder de la coalición vencedora. Esto abre un escenario político en el que la estabilidad podría no estar garantizada, dado el rechazo frontal de la nueva “mayoría” de izquierda.

Resumen

El verdadero protagonista de este análisis no es el vencedor de las elecciones, Passos Coelho sino el líder del PS, António Costa, que quedó en segundo lugar. Por primera vez en la historia de la III República portuguesa cabe la formación de un gobierno apoyado por todas las formaciones de izquierda: Partido Socialista (PS), Coligação Democrática Unitária (CDU) y el Bloco de Esquerda (BE). Sería el resultado de una mayoría absoluta de escaños procedentes de los partidos opuestos a la política de austeridad del gobierno de centro-derecha. Esta iniciativa de Costa conlleva el riesgo de polarizar la vida política, y tampoco garantiza por completo la superación de las discrepancias previas entre los nuevos socios. En cualquier caso, estos hechos abren muchas incertidumbres en Portugal, en vísperas de las elecciones presidenciales de enero.

Análisis

Las elecciones a la Asamblea de la República fueron ganadas por Portugal à Frente (PàF), la coalición centro-derechista integrada por el Partido Social Democrata (PSD) y el Centro Democrático e Social (CDS), con 107 escaños (el 38,36% del sufragio). En segundo lugar se situó el Partido Socialista (PS), con 86 diputados (el 32,31%). A continuación, aparecieron las formaciones a la izquierda del socialismo, el Bloco de Esquerda (BE) con 19 escaños (el 10,19%) y la Coligação Democrática Unitária (CDU), que agrupa a comunistas y ecologistas, con un total de 17 diputados (el 8,25%).

La victoria del centro-derecha sorprendió, en cierto modo, al ser una creencia común que los ajustes presupuestarios duros suelen recibir en las urnas el rechazo de los electores, si bien éstos también han castigado al gobierno, no dándole los nueve diputados necesarios para tener la mayoría de 116 escaños en la Asamblea de la República. Si además las elecciones municipales y las europeas fueron ganadas por el PS, ¿por qué no habría de repetirse otro tanto en las legislativas? Muchos coincidirán en afirmar que el primer ministro Pedro Passos Coelho (PSD) no es hombre capaz de mover multitudes. Sin embargo, los resultados indican que debió haber convencido a un buen número de votantes. Pero también cabe valorar la elevada abstención, que superó el 43%, la mayor en 40 años de democracia portuguesa.

Las buenas y frustradas expectativas del centro-derecha

El mayor acierto de Passos Coelho y de su socio Paulo Portas (CDS) fue no presentarse por separado a las elecciones, aunque tuvieran el propósito de suscribir pactos postelectorales, tal y como hicieron en los comicios de 2002 y 2011. Sin embargo, de cara a las legislativas de 2015 esto podía suponer un riesgo al facilitar la dispersión del voto y la abstención. Además, ir por separado contribuía a alimentar las sospechas de discrepancias entre Passos y Portas, que ya se pusieron de manifiesto en el verano de 2013 cuando el segundo amagó con dimitir del puesto de ministro de Asuntos Exteriores. Finalmente, la crisis se cerró con una remodelación del gobierno y con el nombramiento de Portas como viceprimer ministro. Por otra parte, la puesta en marcha de la coalición PàF era la demostración de que el centro-derecha se presentaba unido frente a una izquierda moderada y otra radical que difícilmente podrían entenderse entre sí. Las encuestas de las últimas semanas daban, por lo demás, una ventaja de unos cinco puntos a los partidos gubernamentales (un 37%) frente a los socialistas, que se quedarían en un 32%-33%. Quizá esta tendencia se hubiera consolidado con el paso del tiempo, tal como demuestra el hecho de que de los cuatro diputados correspondientes a los votos de los residentes en el extranjero, tres fueron adjudicados al PSD/CDS y tan solo uno al PS.

La coalición PàF pretendió ser un proyecto movilizador para la aceleración del crecimiento económico que permitiera eliminar las medidas restrictivas de un modo gradual. Su experiencia de gobierno, con la mejora de expectativas de la situación económica, podía darle ventajas comparativas respecto a otros partidos. De ahí que Passos solicitara la mayoría absoluta en las urnas, estimulado por las buenas perspectivas de las encuestas. El primer ministro hacía una apelación a la “lógica” porque sin mayoría holgada no podrían salir adelante unos presupuestos necesarios para la recuperación de la economía. Pese a todo, Passos, por lo general en un tono comedido y sereno, decía que votar a los socialistas era abrir el camino a un frente de izquierdas, resultado de la suma de escaños socialistas con los de la CDU y el BE. Insistía en rechazar un regreso al endeudamiento y al gasto excesivo del Estado, que pondría en peligro la recuperación del empleo. Una posibilidad que alejaría a Portugal de la senda europea, llevándolo hacia el populismo y arruinando las perspectivas de salida de la crisis. Sin embargo, el primer ministro dejaba caer, de vez en cuando, su disponibilidad a llegar a pactos poselectorales, aunque sin mencionar explícitamente al PS.

La imagen del líder del PSD fue a lo largo de la campaña la del “hombre tranquilo”, del economista gestor que ofrece al público los primeros frutos de su trabajo. No quería ser recordado como el político que tuvo que gestionar el rescate sino como el líder transformador de la economía portuguesa. Por contraste, el viceprimer ministro, Paulo Portas, asumió el papel de político fustigador y combativo, dispuesto a desenmascarar una supuesta deriva radical de los socialistas.

El programa de  la coalición gobernante era muy preciso en cuanto a medidas económicas. Sus objetivos no pregonaban grandes proyectos políticos, sociales o culturales. Por el contrario, se centraban en el crecimiento y el empleo con rebaja del impuesto de sociedades, eliminación del impuesto en la compra de inmuebles, concesión de ayudas a la exportación y continuidad de las políticas de reducción del presupuesto para alcanzar el equilibrio e incluso llegar al superávit entre 2017 y 2019. La coalición también pretendió librar la batalla en el terreno de lo social con promesas de aumentar el número de médicos de familia, fomentar medidas de protección de la natalidad y políticas de envejecimiento activo, y luchar contra la pobreza infantil y el fracaso escolar. Y entre esas medidas sociales habría algunas muy populares: la reposición paulatina de los recortes de los salarios de los funcionarios públicos, así como la supresión progresiva del impuesto extraordinario sobre pensiones que debería ser eliminado definitivamente en 2017. No prometían el fin de la austeridad sino una austeridad reducida, partiendo de las cifras prometedoras de la marcha de la economía, con previsiones de crecimiento del PIB de un 1,6% para 2015 y de un 2% para 2016.

Con todo, hay que reconocer que en la campaña del PSD/CDS había una cierta apelación al voto del miedo, con tal de evitar el retorno del PS, al que acusaban de ser responsable de no haber cumplido su promesa de crear 150.000 puestos de trabajo. Los electores no deberían facilitar la vuelta de los socialistas, dándoles mayoría absoluta o un número suficiente de escaños para pactar con la izquierda radical, porque podrían poner en peligro la recuperación económica. A este respecto, el ex ministro de Finanzas del PSD, Eduardo Catroga, no dudó en acusar al candidato socialista, António Costa, de haber faltado a la verdad al afirmar que fue el gobierno de Passos Coelho el que llamó a la troika para el rescate de Portugal. En realidad, los responsables serían el primer ministro José Sócrates y el entonces ministro de Finanzas, Fernando de Teixeira dos Santos, que, por cierto, llegó a admitir públicamente en 2014 que había forzado la petición de rescate del país.

António Costa, un alcalde para primer ministro

El político que despertó mayor interés durante la campaña electoral, y más todavía en las jornadas posteriores, fue el socialista António Costa. El secretario general del PS supo sacar ventaja de su popularidad como alcalde de Lisboa, entre 2007 y 2015, para intentar dar el salto a la jefatura del gobierno. Sobre este particular, existe un precedente en su propio partido, el de Jorge Sampaio, alcalde de la capital portuguesa entre 1989 y 1995, que llegó a ganar las elecciones a la presidencia de la república de 1996 y 2001.

Costa pretendía aparecer ante los electores como un hombre cercano a la gente, alguien de gran sensibilidad e interés por la cultura. ¿No había suprimido el gobierno de Passos el Ministerio de Cultura? Todo un contraste con el “economicismo” del PSD, al parecer únicamente preocupado por los ajustes presupuestarios. Passos Coelho, el frío gestor sin alma, y Costa, el político de la empatía, sin reparo alguno en decir que fueron los ajustes los que hicieron perder a Portugal su autoestima. El líder socialista insistía en que el gobierno de centro-derecha no tomaba en consideración las inquietudes de los portugueses en educación, sanidad y seguridad social. En cambio, António Costa, el político que trasladó la sede del ayuntamiento lisboeta al histórico barrio de la Mouraria, decía apostar por convertirse en un primer ministro con un estilo de gobierno próximo al de un alcalde. Por tanto, se explica que el responsable del PS, encargado en su día de coordinar los fastos de la Expo 98 durante el gobierno de Antonio Guterres, se preocupara por rodearse de personalidades de la cultura en actos electorales y prometiera un “gobierno de cultura”, eso sí, con presupuesto.

El candidato socialista prometía una nueva etapa de estabilidad para Portugal, aunque precisaba de la mayoría absoluta, algo de lo que no ha gozado el PS desde la primera victoria de José Sócrates en 2005. Tras los años duros del gobierno PSD/CDS, considerados como un atraso económico y social, sería el turno de un gobierno ilusionante presidido por António Costa. Dicho gabinete pondría fin a la imposibilidad fatalista de cambio transmitida por la derecha. Sin embargo, el secretario general socialista no ignoraba la existencia de dos obstáculos en la captación del voto: la indecisión y la abstención. En consecuencia, se atrevió a escribir una carta abierta a los electores indecisos para que reflexionaran sobre la trascendencia de los comicios. Ni que decir tiene que les prometía una austeridad moderada, acompañada del saneamiento de las finanzas públicas, y todo ello completado con la promesa de un papel más activo de Portugal en Europa. En comparación con el estilo sobrio del programa de la coalición de centro-derecha, la oferta electoral de Costa rebosaba de proyectos a largo plazo con una apretada agenda para la próxima década. Eran iniciativas ambiciosas y más allá de las fronteras portuguesas. Por ejemplo, una carta de derechos de la ciudadanía lusófona, un reforzamiento del atlantismo portugués sin perder de vista a Europa y la potenciación del espacio ibérico con especial hincapié en la cooperación transfronteriza. Ni aun así consiguió Costa la ansiada mayoría absoluta, algo que no solo frustraba sus aspiraciones de llegar a la jefatura del gobierno sino que además cuestionaba su presencia en la secretaría general del PS.

Un giro a la izquierda en el PS

Hace poco más de un año, António Costa se convirtió en líder del socialismo luso, tras desplazar a António José Seguro. Este último había ganado las elecciones municipales y las europeas en 2013 y 2014, aunque Costa y sus partidarios no estaban convencidos de que pudiera ganar las legislativas por mayoría absoluta. Lo cierto es que Seguro no gozaba de las simpatías de los cuadros del partido que habían gobernado con José Sócrates, y sus triunfos electorales fueron presentados como insuficientes.

Por otro lado, la detención del ex primer ministro en noviembre de 2014 por su presunta vinculación en un caso de fraude fiscal, blanqueo de capitales y corrupción, no fue una buena noticia para un Costa recién llegado a la secretaría general. El líder del PS no renegó de Sócrates en sus horas más bajas, lo que podría justificarse por haber sido el número dos del ex secretario general. Nunca quiso proclamar que el socratismo era cosa del pasado y reafirmó su confianza en la inocencia de José Sócrates, lo que también le restó simpatías entre los votantes, pues el recuerdo del ex primer ministro estará siempre unido al del Portugal de 2011, un país al borde de la bancarrota.

Pero por encima del caso Sócrates, António Costa no ocultó en ningún momento su intención de captar votos a la izquierda del PS, pese a no ignorar que los electores que asocian el socialismo portugués a una formación de centro-izquierda no estarían conformes en que sus votos contribuyeran a pactos con las formaciones izquierdistas de la CDU y el BE si el PS no alcanzaba la mayoría suficiente. Costa no desconocía el riesgo de dichos pactos, que sus adversarios mostrarían como ejemplo de la radicalización del socialismo. De ahí que clamara de continuo por la mayoría absoluta, lo que implicaba hacer una campaña de signo más o menos populista, en la que era frecuente minimizar la recuperación económica. ¿No cabría interpretar este enfoque populista, que tiene muchas graduaciones, como un rasgo de la crisis interna de la socialdemocracia en las últimas décadas? Se trata de una crisis caracterizada por la rivalidad entre los defensores de un socialismo moderado o de centro-izquierda, al que sus adversarios suelen acusar de cómplice del capitalismo salvaje, y los que aspiran a hacer del socialismo la “casa común de la izquierda”.

Sin embargo, hay que reconocer que António Costa no se dejó llevar por una retórica populista de grueso calibre. Tanto es así que en los últimos días de campaña su discurso pareció moderarse en busca del voto del elector de centro, muy desconfiado ante la posibilidad de que apoyar al PS pudiera suponer la llegada de un gobierno aliado con comunistas y bloquistas. Quizá Costa tratara de hacer olvidar sus anteriores simpatías públicas por Syriza, cuando venció en las elecciones griegas de enero. Fue algo sorprendente en un político de reconocidas credenciales europeístas, pues el actual líder del PS fue ministro de Justicia y de Interior durante las Presidencias portuguesas de la UE de 2000 y 2007. La razón explicable de aquella llamativa postura radicaba en que la rebeldía de Alexis Tsipras era presentada por la estrategia socialista como la antítesis de Pedro Passos Coelho, alumno aventajado en la política de reducción del déficit impuesta por Bruselas. Probablemente el rival de Costa, António José Seguro, no habría adoptado esa actitud, pues llegó incluso a suscribir algún acuerdo puntual con el gobierno del PSD/CDS como la reforma del IRC (impuesto de rendimiento de las personas colectivas).

Los hechos apuntan a que el actual líder socialista no debía de estar muy convencido de alcanzar la mayoría absoluta. En principio, quedar en segundo lugar equivalía a una derrota. Con todo, António Costa pronto se encargó de demostrar que no tenía que ser así, aunque en la noche electoral anunciara que no iba a apoyar “mayorías negativas”. No pocos creyeron que esto significaba un reconocimiento de su derrota y su voluntad de dar paso, al menos con su abstención, a un gobierno minoritario de la coalición de centro-derecha. ¿No habían hecho otro tanto el PSD y el CDS cuando Sócrates no alcanzó la mayoría absoluta en 2009? Es lo que también se figuraba la Comisión Europea, al mostrar su satisfacción por la victoria de Passos Coelho, pues confirmaba “la voluntad de la mayoría del pueblo portugués de proseguir el camino de las reformas”.

No obstante, en el transcurso de la semana posterior a las elecciones, y pese a que Costa se reunió, primero, con representantes de la coalición gubernamental, el líder socialista fue destapando lentamente sus cartas para anunciar que alcanzaría un pacto con los partidos de izquierda para llegar a la jefatura del gobierno. La derrota llevaba camino de transformarse en una victoria. ¿Dónde quedaba aquello de la “mayoría negativa”? Para Costa, la expresión sólo podía significar no una mera conjunción de votos para apartar del poder a la lista más votada sino el hecho de que el pacto tendría muchas cosas positivas que ofrecer a una mayoría absoluta de portugueses que, con sus votos al PS, CDU y BE, habían mostrado su rechazo a un gobierno de austeridad férrea.

Las ilusiones y la estrategia de António Costa

Pese a las protestas de los partidos de la coalición de gobierno y de los medios de comunicación vinculados a ellos, en el sentido de que se trataba de un “golpe de Estado” y de que el PS, el partido más europeísta de Portugal, iba a aliarse con la izquierda radical, António Costa siguió adelante. E incluso expresó públicamente su convencimiento de que el presidente Cavaco Silva le encargaría la formación del gobierno al contar con los apoyos de una mayoría de izquierdas. El líder socialista hizo oídos sordos a las críticas de quienes le acusaban de apartarse de la tradición socialdemócrata de un partido que, hace 40 años, en plena efervescencia de la Revolución de los Claveles, se caracterizó por plantar cara a los comunistas. Pero António Costa no es el Mário Soares de 1975, ni ve a otro Álvaro Cunhal en el líder comunista, Jerónimo de Sousa. ¿Y qué decir de los dirigentes bloquistas como Catarina Martins? ¿Acaso no representan a medio millón de portugueses? Lo cierto es que Costa ha intentado tranquilizar a todos, desde militantes de su partido a las altas instancias de Bruselas, en el sentido de que hace tiempo que se produjo la caída del muro de Berlín. No hay peligro de que lleguen los rojos. Se harán acuerdos muy puntuales, que cuestionarán algunas medidas de austeridad del gobierno de Passos y esto permitirá aprobar los presupuestos. Los años duros de la austeridad se habrían acabado. Así lo habría pedido una mayoría absoluta de votantes de la izquierda. Los pactos representarán incluso una gran oportunidad para “moderar” a quienes discrepaban abiertamente del sistema. Y puestos a soñar lo que en política hace poco parecía imposible: ¿por qué no pensar en pactos para los cuatro años de legislatura? De hecho, Costa parece difundir la sensación de que no pasaría nada con un gobierno de izquierdas, pues la troika y las agencias de calificación ya se encargarían de poner las cosas en su sitio. Esta es una de las ventajas de haber cedido a Europa parcelas de soberanía en el ámbito económico y financiero. Por si fuera poco, el dirigente socialista puede esgrimir el precedente de Syriza, que aceptó las duras condiciones del tercer rescate en julio, y que ganó las elecciones en septiembre. Por tanto, sería arriesgado sostener, como han hecho algunos analistas, que el PS se fracturará y que los diputados seguristas no secundarán a Costa. Es más previsible que éstos últimos estén a la espera de los acontecimientos y aguarden con paciencia un eventual fracaso del líder socialista, aunque sea a medio plazo, pues un cisma no beneficiaría al partido en las próximas convocatorias electorales.

Ni que decir tiene que el encargo de formar gobierno del presidente Cavaco Silva a Passos Coelho, en la noche del 22 de octubre, con la finalidad de garantizar la “estabilidad política”, ha provocado virulentas críticas de Costa y sus nuevos socios. No habrá dicha estabilidad, pues los 122 diputados de la “mayoría” parlamentaria en ciernes harían caer al gobierno con una moción de censura. De hecho, han dado muestras de su poder al elegir como presidente de la Asamblea de la República a Eduardo Ferro, del ala izquierdista del PS. A Costa tampoco le ha convencido el argumento de Cavaco Silva de que el jefe del Estado debe confiar la formación del gobierno al partido más votado en las elecciones, conforme al art. 187 de la Constitución, y menos todavía que el presidente parezca poner en duda las credenciales europeístas del PS por aliarse con la izquierda radical, a la que nadie debería discriminar en un sistema democrático. Tampoco le seduce el llamamiento del jefe del Estado a la unión de todas las fuerzas políticas europeístas para formar una nueva mayoría. Seguramente piensa que el PS solo tendría en ella un papel subordinado.

Al secretario general del PS se le consideró el gran derrotado de la noche electoral. Entonces parecía tener únicamente la alternativa de apoyar un gobierno minoritario del PSD/CDS, y acto seguido poner fin a su carrera dejando el liderazgo del partido. Sin embargo, cuando en aquella jornada Costa anunció que no pensaba dimitir, cabe pensar que tenía en mente otros planes que suponían no solo la conservación de la secretaría sino la conquista de la jefatura del gobierno. La búsqueda de una nueva “mayoría” le daba esa oportunidad, y la negativa de Cavaco Silva a nombrarle primer ministro ha servido para reafirmarle en su proyecto. Por un lado, consigue aglutinar a los socialistas en torno a su persona, poniendo en sordina las tensiones internas, y por otro se ve encumbrado en la jefatura del gobierno tras la previsible caída del gobierno de Passos. ¿No dijo el propio presidente en su intervención que la responsabilidad corresponde ahora a los diputados? En otras circunstancias, el jefe del Estado habría podido convocar nuevas elecciones, pero no puede hacerlo en el último semestre de su mandato, como es el caso actual, ni tampoco han pasado los seis meses desde la elección del parlamento (art. 172 de la Constitución). En consecuencia, Cavaco Silva no tendría más remedio que designar a Costa por el mero hecho de contar con una mayoría absoluta que le respalda.

Conclusiones

Dada su supuesta capacidad de anticipar escenarios futuros, António Costa también debería tener en cuenta que el centro-derecha, vencedor nominal de las elecciones de 2015, nunca le perdonará su actitud. Con independencia de que Bruselas no se inquietara demasiado con la aparición de un ejecutivo de izquierdas, siempre y cuando modere su discurso, los electores portugueses tienen una nueva cita en las urnas con las elecciones presidenciales de enero. El favorito es el candidato del centro-derecha y antiguo líder del PSD, Marcelo Rebelo de Sousa, un intelectual popular por sus apariciones en televisión. El futuro presidente está llamado a ser el árbitro de la situación y, muy probablemente, podría terminando utilizando su prerrogativa de disolver el parlamento y convocar elecciones anticipadas para clarificar un escenario político que puede tornarse inestable. ¿No disolvió el presidente socialista Jorge Sampaio la Asamblea de la República en 2005 aunque el PSD y el CDS contaban con mayoría absoluta? Pero antes de que esto suceda, Costa y sus aliados de la izquierda necesitarán de un candidato común para forzar a Rebelo de Sousa a una segunda vuelta. Una victoria del candidato izquierdista podría alejar el fantasma de unas posibles elecciones anticipadas.

Sin embargo, Costa ha asumido un riesgo de envergadura para su futuro político: al pretender formar un gobierno con el apoyo de la CDU y del BE, y quizá patrocinar un candidato común para la presidencia, aunque fuera en la segunda vuelta, esto servirá para que una gran parte de la opinión pública, alentada además por sus adversarios políticos, le considere como un político radical y alejado de la socialdemocracia. ¿Le servirá su estrategia para obtener mejores resultados en las urnas que en las elecciones del 4 de octubre?

Antonio R. Rubio Plo
Analista de política internacional y profesor de Política Comparada y Política Exterior de España
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