Tema: Las últimas elecciones en Israel y las implicaciones para el conflicto palestino-israelí.
Resumen: Tras cinco años sin negociaciones y de decisiones unilaterales, Israel se ha visto abocado a abordar una nueva fase en la ocupación de Cisjordania y en sus relaciones con los palestinos. Sin que suponga una propuesta de resolución del conflicto, pretende emprender una transformación de la ocupación, retirándose de algunas áreas, evacuando una pequeña parte de los colonos, haciendo del muro de separación la nueva frontera y anexionándose otras áreas. Para ello ha presentado los resultados de las elecciones del pasado 28 de marzo como la legitimación democrática de tal plan. Ahora espera contar con la aquiescencia tácita de la comunidad internacional.
Análisis: Desde el otoño de 2000, con la crisis definitiva de Oslo y el estallido de la segunda Intifada, la situación en los Territorios Palestinos ha ido en continuo deterioro. A ello ha contribuido esencialmente la negativa israelí a reconocer como interlocutores legítimos a las autoridades palestinas y el consecuente cese de las negociaciones, y de manera especial el unilateralismo israelí materializado en la represión, en la construcción del muro (verja de seguridad en la terminología israelí) en Cisjordania, la retirada de Gaza y la intensificación de la colonización. El desorden en el campo palestino y los problemas en el seno de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) han agravado el escenario. En este contexto se explica el fracaso de iniciativas internacionales como la Hoja de Ruta del Cuarteto.
De ahí que tras las elecciones palestinas de enero de 2006 que dieron la victoria a Hamás, la ruptura del Likud y la creación de Kadima, las elecciones del 28 marzo de 2006 en Israel hayan sido objeto de una gran atención, especialmente en lo que puedan mantener o modificar la política israelí en cuanto al conflicto. De hecho, la campaña electoral tuvo como uno de sus puntos centrales la cuestión de la separación, un término nada novedoso pero que por primera vez se impuso como eje del debate.
Estos comicios han puesto en evidencia varios problemas de orden interno que el nuevo Gobierno de coalición deberá abordar de una u otra forma. El primero es que se mantiene un escenario político muy fragmentado. A los bloques tradicionales (derecha, religiosos, izquierda y árabes) se ha sumado un nuevo polo, autodenominado centrista, con Kadima como principal pilar y fuerza mayoritaria en la nueva Knesset (Parlamento). Los dos partidos dominantes clásicos han perdido fuerza; el Likud se ha visto mermado a un tercio, y la izquierda sionista (laborismo y Meretz) sigue su proceso de debilitamiento progresivo. Contra lo esperado por los promotores de Kadima, de nuevo ha sido necesaria una coalición amplia de gobierno.
Otro hecho singular es que, a pesar de la centralidad de la cuestión palestina y territorial, lo social ha pasado a primer plano; se ha puesto en evidencia una fuerte y amplia demanda de justicia social. Las reformas liberales iniciadas a mediados de los ochenta que desmontaron las estructuras de protección social, se han culminado en estos últimos tres años con un alto coste para importantes capas de la población. Se demandan más servicios, el aumento del salario mínimo, pensiones de jubilación dignas, programas contra la pobreza, etc. Y esto no sólo por los muy positivos indicadores macro-económicos alcanzados el último año, sino porque, por primera vez tras la retirada de Gaza, la opinión pública ha visualizado claramente el nexo entre empresa colonizadora y deuda social. Gaza ha mostrado que las inversiones en las colonias pueden evaporarse. Queda por ver ahora cómo se va a responder a estas demandas sociales con un coste evidente, aunque a todas luces menor que la retirada de Cisjordania.
En tercer lugar, ha quedado de nuevo patente la crisis del sistema político israelí. Nunca había sido tan significativa (en términos israelíes) la abstención, esta vez del 36%. También es significativa la amplitud del voto no político (a listas como el Partido de los Jubilados) y a las opciones no ideológicas. Esta muestra de malestar y de desconfianza en el sistema pone de relieve la actualidad del debate sobre la reforma del sistema político: el cambio del sistema electoral para limitar la fragmentación actual y el movimiento por una constitución de la que carece el Estado de Israel.
Y, finalmente, la incómoda cuestión de la minoría palestina con ciudadanía israelí. Esta dimensión del conflicto se impone de manera acuciante desde mediados de los noventa y especialmente con la crisis del proceso de paz. Las elecciones han confirmado la tendencia de etnicización del voto árabe (hoy 7 de cada 10 votos árabes se dirige a listas étnicas o no sionistas), pero también ha ilustrado una tensión en aumento entre la mayoría judía y la minoría árabe: incluir candidatos árabes en las listas de partidos judíos ha dejado de ser electoralmente rentable.
En la respuesta a estas cuestiones no dejará de influir la cuestión palestina y territorial. De hecho, fue a esta dimensión a la que se prestó más atención mediática durante la campaña y en los análisis sobre las implicaciones de los resultados. Éstos se presentaron como la confirmación de una especie de referéndum sobre la gran cuestión que supuestamente goza de un amplio consenso social: la separación y la partición del territorio, es decir la renuncia al proyecto del Gran Israel y la anexión de ciertas áreas, recurriendo al unilateralismo si fuera necesario.
Separación unilateral y anexión
La separación no es una idea nueva, los laboristas la asociaron a cualquier arreglo con los palestinos; subyacía su concepción del Proceso de paz. Se basada en una consideración demográfica: una previsible e incontenible mayoría árabe en los territorios al oeste del Jordán a medio plazo (2015-2020). Lo que planteaba varios escenarios: mantener a los palestinos de Cisjordania como no ciudadanos tenía un alto coste político y era insostenible por mucho más tiempo (la definición democrática de Israel era incompatible con prácticas propias del apartheid), expulsarlos tampoco era viable, integrarlos plenamente como ciudadanos tampoco (contradictorio con la naturaleza judía del Estado). Por lo tanto la solución era separarse, pero no con una retirada total a las líneas de 1967 que conllevaría un coste político inabordable, sino que, teniendo en cuenta la situación de extrema imbricación entre colonos y palestinos creada por la colonización, mediante una separación en los propios Territorios Ocupados: evacuando algunas colonias y manteniendo y consolidando otras. Esto suponía separarse de los palestinos reducidos a enclaves controlables. Esta concepción fue el fundamento del mantenimiento de la empresa colonial durante el proceso de paz, años en los que se duplicó el número de colonos. Esta opción era contestada por la derecha nacionalista, partidaria de acentuar la colonización y provocar el despoblamiento árabe por presión.
La idea de separación entronca con el ideario sionista: mantener la mayoría judía de la población (por lo tanto negar el derecho al retorno de los refugiados palestinos, y evitar una incorporación de la población árabe de las zonas ocupadas) y mantener el carácter judío del Estado (mantener una desigualdad de facto de árabes y judíos). La separación se impone entonces como condición misma para el mantenimiento de Israel en su actual definición. Por otro lado la idea de separación con retirada parcial busca limitar el coste político interno (los colonos suponen el 8% de la población judía israelí) y el coste material de una evacuación total.
El proyecto de separación se reforzó con un cambio operado por la opinión pública israelí a lo largo del proceso de paz y especialmente desde finales de la década de los noventa: la creciente aceptación de que, tarde o temprano, habría un Estado palestino. Esta novedad fue una más de las líneas rojas y tabúes respecto a los palestinos que se superaron en Israel en esos años; otros fueron la posibilidad de negociar con la OLP, de retirarse de algunos asentamientos o, más recientemente, tal como señalan recientes sondeos, de renunciar a mantener bajo control israelí la ciudad de Jerusalén “reunificada”.
Ariel Sharon, a pesar de proceder de la derecha nacionalista, hizo suyos estos planteamientos, y entre 2003 y 2005 llevó a cabo una serie de iniciativas unilaterales siguiendo esta lógica. Para Sharon, en los noventa quedó demostrado que tanto ocupar los territorios palestinos (opción Likud) como retirarse de ellos (opción laborista) no garantizaba la seguridad. Ésta sólo era posible mediante el control militar efectivo y el uso de la fuerza. Además, para él se confirmó el axioma de Ehud Barak, por el cual no hay interlocutores palestinos. Al no ser fiables, ni tener voluntad, ni aceptar las imposiciones, sólo queda el recurso del unilateralismo. Finalmente, si la creación de una entidad palestina es inevitable y no hay socio palestino, le corresponde a Israel delimitarla en el momento que considere oportuno y según sus propios intereses. En este escenario, el carisma de un general de mano dura pero pragmático permite pilotar esta operación. La retirada unilateral del sur de Líbano (2000) y de Gaza (2005) pueden servir como referente para gestionar una operación de mayores dimensiones en Cisjordania. La singularidad de Sharon fue que asumió la inviabilidad tanto del proyecto del Gran Israel como la del Nuevo Oriente Medio desde la negociación, y apostó por una retirada parcial, combinada con anexiones y con manteniendo del control. En suma, la propuesta de Barak en Camp David II (julio de 2000), y todo ello sin esperar el asentimiento palestino.
Antes de desaparecer de la escena política, Sharon no llegó a precisar abiertamente su proyecto de resolución definitiva del conflicto. Para algunos habría pensado en la vinculación de la entidad palestina a Jordania, para otros no habría renunciado nunca realmente a una futura despalestinización completa, por un medio u otro (por ejemplo la inviabilidad económica de los enclaves palestinos propiciaría una continua emigración). Sin embargo, sí quedaron definidos sus planteamientos tácticos, retomados por su sucesor Ehud Olmert (socio y pieza clave a la hora de formular varias de sus ideas) y por su partido, Kadima:
(1) Una nueva delimitación territorial mediante la conclusión del muro y una retirada militar parcial de Cisjordania (afectando al 70%-75% del territorio) antes de 2010. Según Olmert, el objetivo es “establecer las fronteras permanentes de Israel para asegurar una mayoría judía”. Frente a la versión defendida oficialmente por Israel en los años previos, la ministra de Asuntos Exteriores, Tzipi Livni, asume que “el muro está dibujando las fronteras deseadas por Israel”.
(2) La reubicación de los colonos (entre 60.000 y 90.000) de las zonas evacuadas y asentamientos aislados en el plazo de 12-18 meses. Se le denomina “reagrupamiento” de israelíes (hitkansut).
(3) La anexión a Israel de los grandes bloques de asentamientos (Ariel, Maale Adumim y Gush Etzion) que concentran el grueso de los colonos; el mantenimiento del control sobre Jerusalén y el valle del Jordán.
(4) El establecimiento de nuevas modalidades de control de Cisjordania, como las practicadas en Gaza: enclavamiento y aislamiento de los palestinos en cantones, capacidad de intervención militar desde el exterior, control militar de ciertas zonas evacuadas, etc.
Tras el accidentado fin del último Gobierno de Sharon, Kadima logró hacer de su propuesta el principal debate político y que las elecciones giraran en torno a él. Esto permitió poner en evidencia que casi todos los demás partidos sionistas compartían el principio de fondo, y sus diferencias fueran de detalle (extensión de la retirada y la anexión, modalidades de ejecución). A principios de marzo 2006, Olmert hizo de la aceptación de su “Plan de Convergencia” de Cisjordania (muro, retirada, reagrupamiento y anexión) la condición para integrar la futura coalición de gobierno.
El éxito de Kadima no fue tanto sus resultados electorales sino su capacidad de presentar los resultados globales como una confirmación, a modo de “referéndum a la separación”, de que existía una amplia unanimidad nacional o consenso a su propuesta territorial y que por lo tanto disponía de una legitimidad democrática para desarrollar su plan. Esto mismo será repetido en muchos análisis: los resultados electorales habrían sido la prueba de la aspiración de la población israelí a la normalización y un retroceso de discursos de línea dura.
La puesta en práctica del Plan de Convergencia
Llevar a cabo esta propuesta tiene implicaciones múltiples. La primera deriva de la naturaleza de la coalición de gobierno, de su coherencia y estabilidad. Es obvio que el comportamiento electoral respondió a motivaciones variadas y estos elementos que forman parte de las agendas de los partidos van a desempeñar un papel importante. Kadima no ha logrado establecerse como el centro amplio y sólido que pretendía ser, para evitar estar sujeto a las condiciones de sus socios. La estabilidad deseada deberá sustentarse en el dúo que forme con un Partido Laborista empeñado en una “recuperación de su identidad socialdemócrata”. El programa de gobierno de la coalición, mucho más que el reparto de las carteras, deberá responder a ese “pacto nacional” que contenga los dos ingredientes básicos: separación y justicia social. Laboristas (junto a jubilados y ortodoxos del Shas) pueden ver satisfechas parte de sus demandas de carácter social, especialmente ahora que la situación económica israelí se ha recuperado. A cambio, Kadima podría contar con un margen suficiente para su Plan de Convergencia.
El coste de la agenda social de los socios de gobierno es abordable en la situación actual. Los últimos informes del Banco de Israel y del Fondo Monetario Internacional señalan la recuperación del control de todas las variables macroeconómicas, y la disposición de un superávit que permite abordar tales demandas. Pero también es indisociable del coste, mucho mayor, del Plan de Convergencia. Por ello es previsible que se moderen algunas posiciones en cuanto a las relaciones con los palestinos a cambio de avances en cuestiones interiores. El Partido Laborista, siendo anexionista, también sostiene la conveniencia de las negociaciones. Sin embargo, en la situación actual de la organización cabe esperar que relegue esta posición a un segundo plano. Amir Peretz es un político muy pragmático; fue el único candidato judío que se reunió con Mahmud Abbas durante la campaña, pero como líder sindical siempre contempló las relaciones con los palestinos en función de su influencia en Israel y nunca fue un pacifista radical (véase, por ejemplo, el sonado incumplimiento de los acuerdos con su homólogo sindical palestino PGFTU).
Un interrogante clave es si la nueva coyuntura aboca a la continuación del unilateralismo o si propicia el restablecimiento del diálogo entre palestinos e israelíes. El argumento es que cuando no hay socio palestino y es imperativo romper el statu quo, el unilateralismo se convierte en la única opción posible. Israel es consciente de no tener nunca un interlocutor palestino dispuesto a negociar o aceptar todo lo que Israel desea, y se obstina en negar y no reconocer al otro (aislamiento de Arafat, marginación de Abbas, demonización de Hamás). Además, aprovecha una relación de fuerzas favorable; Israel es la fuerza ocupante y dispone de todas las palancas de poder que legalizó Oslo. Y, finalmente, cuenta con la anuencia tácita o la pasividad de la comunidad internacional.
Tras las elecciones, el primer ministro en funciones, Ehud Olmert, ha dejado abierta la posibilidad del diálogo, declarando su disposición a dar una oportunidad a la negociación con los palestinos, siempre que cese la violencia y Hamás cumpla las condiciones exigidas. En el plano simbólico, al igual que las “elecciones han mostrado la moderación del electorado y su disposición a hacer concesiones”, los israelíes quieren algún cambio en la parte palestina. Sin embargo, la continuación de sus prácticas (represión, acoso de la ANP, acoso a Hamás) hace muy difícil un diálogo, y más bien inducen a pensar que se trata solamente de un gesto.
La puesta en práctica del Plan de Convergencia conlleva la reubicación de colonos. En primer lugar, esta operación provocará presumiblemente resistencias, que serán de nuevo instrumentalizadas por algunas fuerzas políticas; especialmente en algunos casos, como en la ciudad vieja de Hebrón o en pequeños asentamientos de ultranacionalistas. En segundo lugar, aunque constituyan una parte pequeña, el 20%, del total (80.000-90.000 colonos sobre 420.000), el “reagrupamiento” tendrá un elevado coste. Si se aplicaran las mismas reparaciones y compensaciones que a los evacuados de Gaza, la factura sería enorme. Por otro lado, la inversión requerida para reintegrarlos (en materia de vivienda, más que de empleo) sería muy importante y podría ir en detrimento de la absorción de nuevos inmigrantes. Finalmente, al igual que en la retirada de Gaza, es previsible que se contemple y favorezca la reinstalación de los evacuados en las zonas árabes de Israel; lo que contribuiría a incrementar aún más las tensiones interétnicas.
A diferencia de las retiradas anteriores (Sinaí en 1982, sur de Líbano en 2000 y Gaza en 2005) que fueron completas y siguieron las fronteras internacionales reconocidas, en este caso se asocia la retirada al trazado de una frontera unilateral (el muro) y a la anexión de facto de ciertas áreas que Israel espera legalizar posteriormente. Varios miles de palestinos habitan localidades de pequeño tamaño situadas entre el muro y la Línea Verde; su destino no está definido; Israel se enfrenta a cuatro posibilidades: darles la ciudadanía israelí a pesar de habitar territorios ilegalmente ocupados (esta población podría negarse a ello, al igual que hicieron los sirios del Golán ocupado), dotarles de un permiso de residencia permanente como el que disponen los palestinos de Jerusalén Este, presionarles para que emigren o expulsarles.
Por mucho que se presente como una contribución a la fórmula de dos Estados, la retirada parcial no propone una fórmula de paz, ni da una solución al conflicto. Pretende neutralizarlo durante un tiempo, logrando cierta calma, al tiempo que salvaguarda los intereses de Israel en el proceso. En el fondo el Plan de Convergencia se plantea a modo de canje, propuesto formalmente a los palestinos pero en realidad dirigido a la comunidad internacional: retirada parcial de Cisjordania y evacuación de algunos colonos a cambio de la redefinición unilateral de la frontera y anexión de los principales bloques de asentamientos. Israel es plenamente consciente que la comunidad internacional se negará a legalizar estos hechos unilaterales, y la frontera y la anexión serán de facto. Pero esto permitirá congelar la situación por un período de tiempo, manteniendo una reducida presión sobre Israel, mientras se consolida aún más la colonización en las áreas anexadas.
Esto requiere indudablemente la definición de un nuevo modus vivendi con los palestinos. Un “Estado palestino limitado”, discontinuo y tutelado, dirigido por una Autoridad pragmática y dócil, son todos ellos elementos claves e imprescindibles para la estrategia israelí. Tarde o temprano, Israel deberá restablecer relaciones, aunque sean mínimas, con la ANP. Para ello se hace necesario impedir una ANP unida, que tenga capacidad de ofrecer un frente político de resistencia. Por ello, Israel busca hoy el aislamiento del nuevo ejecutivo palestino y su colapso, para debilitar y deslegitimar políticamente a Hamás y para que el presidente Abbas, al que presupone más dócil, retome las riendas. Y para ello recurre tanto a la utilización de sus propios medios (no diálogo, hostigamiento y presiones), como de manera indirecta, influyendo sobre la comunidad internacional (demonizando a Hamás, exigiendo el condicionamiento de la ayuda externa y paralizando el papel externo en la mediación).
El papel de la comunidad internacional y de los actores clave
La comunidad internacional debería tener un papel mucho mayor, si no protagónico, en el escenario que se perfila. Obviamente, no apoya formalmente ni puede dar su visto bueno a estas prácticas. Los planes israelíes de anexión unilateral chocan frontalmente con las iniciativas y propuestas formuladas desde 1991. Sin embargo, hasta ahora Israel ha aprovechado la división, la falta de iniciativa, las contradicciones y la consecuente pasividad, cuando no el asentimiento tácito, de algunos actores. Actitudes que se han convertido en complicidad silenciosa. Por ello, Israel confía en que el unilateralismo con retiradas efectivas, aunque no sean la solución al conflicto y sean objetadas, se vayan aceptando como medida realista y concreta de desescalada de la violencia y una posible estabilización. En ese sentido, Israel ha desempeñado un papel clave a la hora de orientar las posiciones de los actores externos y al insistir en la exigencia de condiciones al nuevo Gobierno palestino. Los hechos demuestran el éxito obtenido.
De los principales actores internacionales, EEUU y la Unión Europea, cabe esperar poco. Hasta ahora, EEUU ha combinado grandes dosis de asentimiento y presión homeopática: apoyó los planes territoriales de Sharon pero también presionó sobre Israel en diferentes momentos (en diciembre 2005 para la apertura del paso de Rafah, y también para que se permitiera el voto de los palestinos de Jerusalén). Hoy EEUU apoya la creación de un Estado palestino, pero también participa en la estrategia de presión sobre la ANP. El nuevo Gobierno israelí intentará obtener su visto bueno para el repliegue y la anexión, y es bastante probable que logre un apoyo matizado pero suficiente. Luego pretenderá presentarlo como un paso para la paz para obtener ayuda financiera.
Menos previsible aún es esperar algo nuevo de la Unión Europea. Aunque ha tenido siempre un acercamiento diferente al conflicto, se ha visto hasta ahora paralizada por su división interna, y sus contradicciones la han incapacitado para intervenir de manera decidida y autónoma. Incómoda con el unilateralismo de Israel, la UE se escuda en llamamientos a seguir los esfuerzos para la resolución pacífica y negociada del conflicto, a seguir con el Plan del Cuarteto, y da voluntariosamente un significado abusivo a cualquier indicio minúsculo que pueda considerarse algún avance. La posición que ha adoptado la UE respecto al nuevo ejecutivo palestino, además de ser insostenible en el tiempo, la coloca en una situación delicada: presiona y divide a los palestinos, socava su propia influencia e imagen, difumina su posición diferenciada y, sobre todo, beneficia a la estrategia israelí.
La UE debería ser más firme con Israel. La experiencia de la retirada israelí de Gaza (crisis económica, violencia) muestra lo que podría suponer en Cisjordania. La UE no debería contribuir a debilitar la ANP y, en cambio, debería apostar por sostener iniciativas dirigidas a unificar las posiciones palestinas, clave para resistir el unilateralismo israelí, y que sin duda redundarían en pragmatismo y moderación. Una propuesta concreta que espera un apoyo externo es la recientemente formulada por el encarcelado dirigente de Fatah, Marwan Barghouti, de cese el fuego unilateral palestino, para evitar el caos en la ANP y refundar un movimiento palestino unido.
Por otra parte, en tal contexto cuesta enormemente imaginar que se articule una nueva iniciativa diplomática internacional que sobre nuevas bases tome el relevo al fenecido Proceso de Oslo y a la obsoleta Hoja de Ruta. Por ejemplo, se debería haber aprovechado el establecimiento de los dos nuevos ejecutivos para exigir un compromiso equivalente a ambos. Sin embargo, sólo se han impuesto condiciones a Hamás, cuando estas mismas son incumplidas por Israel desde hace años. Hoy más que nunca una intervención externa debería tener por objetivo básico contener el unilateralismo ilegal y forzar el restablecimiento de un marco de diálogo, negociaciones y compromisos de acuerdo al Derecho internacional. Tampoco una recuperación de iniciativas como la de la Liga Árabe (con su propuesta presentada en Beirut en 2002, consistente en una normalización de relaciones entre los países árabes e Israel a cambio de una retirada de todos los territorios ocupados en 1967) concita suficientes consensos de los demás actores.
Un escenario de incertidumbre y grandes riesgos
Los resultados de las elecciones israelíes no indican un giro hacia posturas moderadas; al contrario, muestran que todos los partidos apostaron por la “paz con anexiones” y sin renuncias, la prolongación de la ocupación, la violación del Derecho internacional y la prolongación del conflicto. El giro centrista ha sido esgrimido para intentar legitimar democráticamente los principios de una solución territorial unilateralista que la mayor parte del espectro político israelí comparte, pero que es cuestionado por la opinión pública, aunque no de manera estructurada.
Lo que sí existe es un percepción cambiante entre la sociedad israelí sobre la resolución del conflicto; varias líneas rojas del consenso sionista clásico, supuestamente infranqueables, han sido superadas en los últimos años. Es probable que posturas todavía dominantes hoy, como el apoyo a la construcción del muro o a la indivisibilidad de Jerusalén, dejen de serlo en el futuro. La población está cansada del conflicto y da cada vez más prioridad a mejorar su nivel de vida y bienestar; la empresa colonial es una rémora para ello. La amplitud de estas posiciones es cada vez más patente en los sondeos. La mayoría de la población israelí quiere resolver el conflicto, prefiere una retirada negociada, está lista para hacer concesiones necesarias, y cree que el unilateralismo dificulta un acuerdo final. Esto no se traduce políticamente en las elecciones porque se vota también por un programa interno y, sobre todo, porque las fuerzas políticas van con retraso respecto a la población. En las últimas elecciones, ningún partido ofreció una opción de paz genuina a los palestinos; todos plantearon anexiones. Los partidos siguen presos del discurso nacionalista.
Conclusión: Israel ha tenido éxito al imponer un mensaje: “las elecciones en Palestina han ido contra las posibilidades de la paz, mientras que las elecciones en Israel han puesto en evidencia un giro moderado y la disposición a concesiones, y por lo tanto contribuyen a la paz”. Sin embargo, no es así. Los resultados electorales han sido presentados para dotar de legitimidad democrática un supuesto consenso que redefine una nueva fase de la ocupación de Cisjordania, consistente en una retirada parcial, la evacuación de una pequeña parte de los colonos, la fijación de fronteras de facto y la anexión de otras áreas.
El escenario actual es escasamente alentador tanto para el cese de la violencia como la vuelta a las negociaciones. Lo que es más probable es una congelación de la situación por un período más o menos largo y la definición de un nuevo modus vivendi en el marco de la ocupación, que quizá logre reducir la violencia, permita el autogobierno a los enclaves palestinos, prolongue el control externo por parte de Israel y posponga la resolución negociada del conflicto. Si, en cambio, Israel presiona excesivamente, elevaría el riesgo de implosión, de desaparición de la ANP y de un retorno a la situación previa a 1993. Un escenario que ni siquiera le interesa.
Isaías Barreñada
Politólogo e investigador asociado del Instituto Complutense de Estudios Internacionales, Universidad Complutense de Madrid