Tema
Guatemala vota el 16 de junio para elegir presidente para el período 2020-2024 en una de las elecciones más inciertas, atípicas, enrarecidas y judicializadas de la historia nacional.
Resumen
Guatemala, después de 33 años de democracia ininterrumpida, celebra sus novenas elecciones presidenciales en medio de un proceso electoral anómalo en el que dos de las tres favoritas para ganar han visto como la Corte de Constitucionalidad rechazaba sus candidaturas y otro presidenciable acababa detenido en Miami por presuntos nexos con el cártel de Sinaloa. Estos hechos han capturado la atención durante la campaña y han desplazado a un segundo plano a ciertos problemas que más preocupan a la población: los altos niveles de inseguridad, los históricos déficit sociales y económicos y la elevada corrupción y presencia del crimen organizado.
Análisis
Guatemala cierra el 16 de junio los procesos de renovación presidencial en toda Centroamérica tras las elecciones de Nicaragua (2016), Honduras (2017), Costa Rica (2018), El Salvador y Panamá (2019). Unos 8 millones de guatemaltecos deben elegir entre 20 candidatos, la mayor cifra de aspirantes a la presidencia desde 1986, clara muestra de fragmentación política. Además de presidente y vicepresidente, habrá que elegir 160 diputados para el Congreso, 340 alcaldías y corporaciones municipales y 20 diputados para el Parlamento Centroamericano. La segunda vuelta presidencial será el 11 de agosto si ningún candidato alcanza el 50% de los votos.
Estas elecciones se han convertido en un buen retrato de la historia político-electoral de Guatemala desde hace más de tres décadas. El país carece de un sistema de partidos estable, sufre una elevada fragmentación partidista y desafección ciudadana, pese a lo cual ha logrado mantener la institucionalidad y las costumbres y rituales democráticos. A estas características estructurales se une en estos comicios una elevada polarización que ha fracturado el país. De un lado, se sitúan los sectores sociales y políticos que han apoyado la labor de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG)1 y la de su principal aliada, Thelma Aldana (fiscal general de la República de 2014 a 2018), en la lucha contra la corrupción, y, del otro, quienes se han mostrado muy críticos con la tarea desplegada por la CICIG, a la que acusan de invadir la soberanía del país y excederse en sus funciones.
La pugna gobierno-CICIG ha sido intensa en las dos últimas administraciones: las investigaciones de Aldana y la Comisión provocaron en 2015 la caída del presidente Otto Pérez Molina por su vinculación con el escándalo de “La Línea” (trama de corrupción que alcanzaba las más altas magistraturas y que encubría una red de fraude en las aduanas). Durante la actual administración el pulso ejecutivo-judicial ha continuado tras la aparición de informes de ambas instituciones en los que se lanzaba una sombra de duda sobre la figura del presidente y su entorno familiar más cercano (Samuel “Sammy” Morales, hermano mayor y consejero político, y José Manuel Morales, uno de sus cuatro hijos, fueron acusados de facilitar facturas falsas para defraudar unos 23.000 dólares).
Este choque de trenes institucional ha deteriorado la convivencia política y acentuado la división entre defensores de Morales y Aldana; entre la clase política tradicional –calificada como “pacto de corruptos” por sus adversarios– y la cruzada emprendida contra la corrupción y que han liderado el comisionado, el magistrado colombiano Iván Velázquez, y la fiscal general. Este papel terminó colocando a Aldana como adalid de la lucha contra la corrupción y, luego, como candidata presidencial, finalmente non nata.
Guatemala, una historia de sucesivas frustraciones
En perspectiva histórica, estas elecciones parecen destinadas a repetir el guion de anteriores comicios: la ciudadanía, decepcionada con el oficialismo, vota cada cuatro años por quien promete cambio y renovación profunda. Tras más de tres décadas de democracia, el resultado ha sido siempre una nueva experiencia decepcionante y alejada de las expectativas creadas, lo que retroalimenta un círculo vicioso.
Desde el regreso de la democracia en 1985-1986, Guatemala ha votado ocho veces sin ver interrumpida la continuidad institucional democrática (excepto por el frustrado autogolpe del presidente Jorge Serrano Elías en 1993). La restauración democrática a medidos de los 80 dio inicio, con el democratacristiano Vinicio Cerezo como presidente (1986-1991), a una transición que abarcó 10 años (de 1986 a 1996), cuando el sistema de libertades estaba tutorado por las aún influyentes Fuerzas Armadas. La gestión de Serrano Elías, de 1991 a 1993, desembocó en una crisis institucional debido a la pugna política entre el Congreso y la Presidencia que terminó con el breve y abortado intento de golpe de Estado presidencial, el “Serranazo”, inspirado en el de Alberto Fujimori en Perú. Esta subversión del orden constitucional fracasó gracias a una potente respuesta social y al escaso apoyo que encontró el jefe de Estado, sobre todo entre los militares, que volvieron a ser decisivos.
La gestión de Álvaro Arzú (1996-2000) –centroderecha– se caracterizó por su apuesta por la modernización a través de las privatizaciones (la más emblemática, la de Guatel, la empresa telefónica), la inversión en infraestructuras y, especialmente, la firma de la paz con la guerrilla de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) en 1996, que acabó con tres décadas de discontinuo conflicto interno. Desde el final de la administración Arzú el país vio llegar al Palacio Nacional a cinco presidentes de diferentes partidos que, uno tras otro, han ido defraudando las expectativas populares. El mal desempeño de Alfonso Portillo (2000-2004) hundió las posibilidades de su mentor, el general Efraín Ríos Montt, quien fue derrotado en los comicios de 2003. Los ejecutivos de Óscar Berger (2004-2008) y Álvaro Colom (2008-2012), acosados por el incremento de la inseguridad y una débil base política, trasladaron una imagen de crisis permanente e inestabilidad. La apelación de Pérez Molina a la “mano dura” en un país golpeado por el incremento de los homicidios y asaltos conquistó a amplios sectores sociales y le abrió el camino a la presidencia en 2011.
Pérez Molina se convirtió en el único presidente desde 1996 en no finalizar su mandato por la crisis político-institucional de 2015, la peor desde el autogolpe de Serrano Elías. El escándalo de “La Línea” provocó el colapso de su administración y profundizó la pérdida de legitimidad del sistema político y de partidos en el que se basa la democracia guatemalteca desde 1986. El escándalo se llevó por delante a la vicepresidenta Roxana Baldetti en mayo y a Pérez Molina en septiembre, a escasos días de las presidenciales de 2015, en medio de masivas movilizaciones que pedían transformaciones profundas.
Estos cambios trajeron un clima de esperanza sobre una posible transformación del modelo político, constitucional y de partidos que acabara con las malas prácticas, el clientelismo y la corrupción. Ese caldo de cultivo propició a mediados de 2015 el ascenso de un candidato sorpresa: un outsider –Jimmy Morales– quien encarnó el rechazo ciudadano a los partidos y a la clase política tradicional. En junio-julio, Morales (conocido sólo como actor de comedia televisiva) igualó en las encuestas a los favoritos –Sandra Torres y Manuel Baldizón– y en las elecciones de septiembre fue el más votado. Sin experiencia de gobierno, sin un partido fuerte y cohesionado y sin un programa de gestión más allá del lema electoral “ni corrupto ni ladrón”, Morales se impuso a Torres, ex primera dama de Colom, en la segunda vuelta, logrando llegar en menos de un año de ser una figura marginal y anecdótica en el panorama político a jefe de Estado.
La crisis de 2015 fue una especie de “revolución frustrada”, al no dar lugar a un sistema de partidos más fuerte e institucionalizado y acentuar sus principales rasgos: ausencia de fuerzas políticas nacionales estructuradas; agrupaciones carentes de principios ideológicos y programáticos definidos; y dependencia de liderazgos caudillistas. En esta campaña los partidos han vuelto a mostrar que siguen siendo instrumentos de figuras carismáticas que sólo funcionan como maquinarias electorales, con vida activa durante las campañas. Son formaciones poco estructuradas que no forman cuadros ni estructuras permanentes y carecen de vida partidaria. Todo configura un sistema muy volátil, que tiende a la fragmentación e incentiva el transfuguismo por la escasa adhesión de los diputados a sus partidos.
El incumplimiento de las expectativas creadas por los nuevos gobiernos (cada cuatro años cambia el presidente y no hay reelección) y la deficiente gestión de una administración penetrada por el clientelismo y la corrupción junto a la escasa producción legislativa del Congreso han terminado profundizando los sentimientos de decepción, desencanto y desafección ciudadana hacia los partidos, la clase política e incrementando el desprestigio del resto de instituciones, incluido el Poder Judicial.
Todo esto explica el escaso respaldo social de los partidos políticos y el poco apego a un Estado y unas instituciones democráticas ineficaces e ineficientes para proveer seguridad ciudadana, empleo, salud, educación de calidad y buenas infraestructuras y transporte. Los datos de la encuesta del Proyecto de Opinión Pública de América Latina (Lapop) de 2018 muestran que Guatemala es el país de toda América Latina con menor adhesión a la democracia. Menos del 50% de la población apoya la democracia, cifra que ha caído desde el 52,7% en 2004 al 48,4%. Incluso, el 24,4% de la población respaldaría un golpe del ejecutivo (que el presidente cierre el Congreso) si el país se enfrentara a dificultades. En 2014 el porcentaje de guatemaltecos que expresó apoyo a un golpe de este tipo era del 14% (véase la Figura 1). Además, es de los países latinoamericanos que menos confía en los partidos políticos como herramientas para canalizar las demandas socioeconómicas y políticas de la ciudadanía (véase la Figura 2).
Guatemala no ha podido institucionalizar un sistema de partidos estable pese a los más de 30 años transcurridos desde el final del régimen militar. Una muestra de esa volatilidad es que desde 1985 ocho partidos diferentes han ganado las elecciones presidenciales, pero ninguno ha podido repetir victoria. Tras cada derrota, todos (salvo la Unidad Nacional de la Esperanza –UNE–) han iniciado una progresiva decadencia que les ha llevado a la desaparición o a la periferia del sistema político, sin volver a convertirse en una pieza determinante en un marco estable.Figura 3-. Primeras fuerzas en las elecciones en Guatemala, 1986-2015
Año | Primer partido | Segundo partido | Tercer y cuarto partido |
---|---|---|---|
1986 | DC | UCN | PDCN MLN-PID |
1990 | MAS | UCN | DC PAN |
1995 | PAN | FRG | UCN-DC |
1999 | FRG | PAN | URNG PLP |
2003 | GANA (formado por una parte del PAN) | UNE | FRG PAN |
2007 | UNE | PP | GANA CASA |
2011 | PP | LIDER | CASA UCN |
2015 | FCN-Nación | UNE | LIDER VIVA |
Fuente: elaboración propia con datos del TSE.
Los partidos que dominaron el panorama político en los 80, Democracia Cristiana (DC) y Unión de Centro Nacional (UCN), hoy no tienen ningún peso político. La DC, el partido más fuerte en la década de 1980, desapareció tras alcanzar el 0,5% de los votos en 2007. El Frente Republicano Guatemalteco (FRG, en el gobierno entre 2000 y 2004) ha desaparecido y el Partido de Avanzada Nacional (PAN, en la presidencia entre 1996 y 2000) consiguió en 2015 solo un 3,10% del voto. Desde 2007 el sistema político estuvo dominado por el Partido Patriota de Pérez Molina –derecha– y por la UNE de Colom, ahora liderada por Torres –centroizquierda–. En 2011 emergió con opciones LIDER de Manuel Baldizón (derecha populista). Este escenario partidista desapareció en 2015 cuando el escándalo de “La Línea” acabó con el sistema de partidos surgido en la década anterior. Sólo la UNE parece haber sobrevivido a ese tsunami con vistas a los comicios de 2019.
El desencanto, la poca confianza y la infidelidad hacia los partidos ha sido constante y ha propiciado una creciente fragmentación: salvo excepciones (1999), los dos candidatos que han disputado la segunda vuelta han rondado el 25%-35% en la primera. Esta elevada fragmentación del voto culminó en 2015 cuando Morales no superó el 24% en primera vuelta y la segunda candidata más votada, Torres, no llegó al 20% (19,7%).
Desde 1986 existen dos leyes no escritas en las elecciones presidenciales guatemaltecas: (1) siempre hay segunda vuelta y nunca gana un candidato oficialista; y (2), aunque rota en 2015, el segundo candidato más votado en unas elecciones ganaba la presidencia en las siguientes. Esto último se cumplió con Portillo en 1995 (fue segundo ese año y ganó en 1999), Berger (segundo en 1999 y ganador en 2003), Colom (segundo en 2003 y ganador en 2007) y Pérez Molina (segundo en 2007 y vencedor en 2011).
Características de la campaña electoral de 2019
La campaña electoral de 2019 no ha sido ajena a estas herencias al ser la más atípica y judicializada de la historia y, como en 2015, no ha transcurrido bajo parámetros de normalidad. Se ha profundizado, además, la tradicional fragmentación del electorado ante la multiplicación de candidaturas y ha aumentado la desconexión entre votantes y partidos. En 2015 el “escándalo de La Línea” desnudó el nivel de corrupción y penetración del Estado por determinados grupos de interés e incentivó el deseo de encontrar un candidato ajeno a los partidos tradicionales, lo que favoreció el triunfo de Morales. La campaña de 2019 ha ido de sobresalto en sobresalto: arrancó con la detención en Miami de Mario Estrada, candidato del minoritario partido Unión del Cambio Nacional (UCN), por conspiración para importar cocaína a EEUU y establecer una alianza con el cártel de Sinaloa. Presuntamente, el crimen organizado financiaría su campaña y a cambio, si Estrada ganaba las elecciones, ayudaría al cártel permitiendo que utilizara los puertos y aeropuertos de Guatemala para exportar cocaína.
De mucha más trascendencia han sido las decisiones de la Corte de Constitucionalidad que han alterado el normal desarrollo de una campaña que ha tenido dos fases claramente diferenciadas. Mientras que las candidaturas de Aldana y Zury Ríos estuvieron vigentes (hasta mayo) las elecciones parecían destinadas a ser una pugna entre tres mujeres (Torres, la ex fiscal y la hija de Ríos Montt). Una encuesta del mes de abril publicada por el diario Prensa Libre lo confirmaba al colocar a Torres en primer lugar con el 20,7% de la intención de voto, seguida por Ríos (15,9%) y Aldana (9,5%). Del resto de candidatos con menos arrastre destacaba el ex director del Sistema Penitenciario y presidenciable en 2007, 2011 y 2015 Alejandro Giammattei, con el 7,4%, y otros cinco candidatos rondaban entre el 1,7% y el 3,8%.
Torres, ex primera dama y columna vertebral del gobierno Colom (2008-2012), como responsable de políticas sociales y “mano derecha” de su marido, ha mantenido su favoritismo en las encuestas para disputar la segunda vuelta (rondando el 20% de la intención de voto). Su reconocida capacidad organizativa y el respaldo de las redes clientelares tejidas durante su administración la colocaban en esa posición destacada pese al rechazo que concita, sobre todo entre los sectores medios y altos de las áreas urbanas, por su presunto “autoritarismo”, “populismo” y personalismo.
Torres genera un elevado “antivoto” (más del 30%) por actuaciones pasadas y presentes. Entre las pasadas, además de su papel protagónico durante el gobierno de la UNE, destaca su jugada política de 2011 cuando se divorció del entonces presidente Colom, para eludir la prohibición constitucional que impide ser candidato presidencial a un familiar del mandatario en ejercicio. Torres abonó, entonces, una imagen de líder sin escrúpulos que trataba de burlar la ley y a la que sólo le guiaba su ambición personal. En el presente otras acciones suyas han reafirmado el retrato que tiene una parte importante de la ciudadanía: por ejemplo, cuando apeló a la Ley Contra el Femicidio y Otras Formas de Violencia Contra la Mujer para tratar de detener las duras críticas de El Periódico contra su candidatura.
Para la cita del 16 de junio, Torres tiene a su favor que es la única respaldada por un partido (la UNE) con cierta implantación y estructura nacional –sobre todo rural y local– y con historia tras de sí: más de una década de existencia y experiencia de gobierno (entre 2008 y 2012) así como la participación de la propia Torres en las elecciones de hace cuatro años, donde perdió en el balotaje con Morales.
Frente a Torres se alzaba la figura ascendente de Aldana, vista por amplios sectores como encarnación de la lucha contra la corrupción. Su enfrentamiento con los “grupos de poder” y con el presidente Morales ampliaron su proyección social y, tras muchas dudas, decidió lanzarse apoyada en Semilla, una agrupación de reciente creación. Atrajo el respaldo de quienes llevaban desde 2015 reclamando cambios políticos e institucionales, pero su campaña se vio afectada por la decisión de un juez que emitió en marzo una orden de detención por presuntos delitos de carácter administrativo. Aldana estaba acusada de la contratación anómala del abogado Gustavo Bonilla para impartir jornadas de capacitación al personal de la Fiscalía. Aldana, temiendo ser encarcelada, no regresó a Guatemala y mantuvo un “autoexilio” en El Salvador que, de facto, la dejó fuera de la campaña. Finalmente, en mayo la Corte de Constitucionalidad rechazó su recurso para poder ser candidata y quedó fuera de las elecciones. Expulsar de la carrera electoral a Aldana fue un éxito para aquellos que temían ver afectados sus intereses si, en caso de ganar, la ex fiscal hubiera reactivado su cruzada anticorrupción. Esos sectores, calificados por Aldana de “pacto de corruptos”, supieron utilizar inteligentemente para sus propósitos la normativa existente con el fin de bloquear las aspiraciones políticas de la líder de Semilla.
Tan sólo días antes esa misma Corte había derribado la candidatura de Ríos, hija de Ríos Montt, quien encarnaba el histórico voto conservador y tradicional apoyado en apelaciones a la “mano dura” contra la inseguridad. El recuerdo y adhesión a su padre, con gran arrastre entre los votantes evangélicos y en algunas áreas indígenas del interior, era una de sus principales bazas pero también su talón de Aquiles: la Corte rechazó la candidatura de Ríos –líder del partido Valor– según el artículo 186 de la Constitución que prohíbe optar a la presidencia a los caudillos golpistas (Ríos Montt –muerto en 2018– lideró el golpe de Estado de 1982) y sus familiares. Curiosamente, Ríos Montt fue candidato en 2003 y su hija en 2015.
Mientras Torres lograba eludir la anulación de su candidatura lastrada por una presunta financiación irregular en 2015, sus dos principales rivales se vieron fuera de la carrera en la primera quincena de mayo. La campaña se convirtió en una batalla por la segunda vuelta y por canalizar el voto de rechazo que genera Torres, la única que parece tener asegurada su presencia en el balotaje. En pocos días y a tan sólo un mes de los comicios quedó huérfano el voto más conservador en lo valórico (Ríos, con un 15% de intención de voto) y el más modernizante que convocaba Aldana, quedando en liza el situado más en la izquierda (Torres).
Todo esto aumentó la incertidumbre sobre los resultados y abrió otras opciones para la segunda vuelta. Con Torres en cabeza, los pequeños partidos se lanzaron a captar bien el voto conservador de Ríos o el urbano y modernizante de Aldana. Se esperaba que bien surgiera al igual que 2015 un candidato sorpresa (como Morales) que desplazara al resto, bien que figuras como Giammattei (Vamos) o Roberto Arzú (Partido Avanzada Nacional-Podemos) atrajeran el voto conservador, huérfano de Ríos, y que candidatos como Manfredo Marroquín (Encuentro por Guatemala) hicieran lo mismo respecto al votante de Aldana.
Algunos de ellos arrastran problemas judiciales: Edwin Escobar (de Prosperidad Ciudadana) por carecer del finiquito y Torres por una solicitud de desafuero por supuesta financiación electoral ilícita en la campaña de 2015. Arzú, hijo del ex presidente y ex alcalde de la capital Álvaro Arzú, afronta un proceso civil en Miami por la deuda de más de 5 millones de dólares con J.J. Rendón. Edmond Mulet (Partido Humanista) arrastra su supuesta participación en adopciones ilegales en la década de 1980 y Giammattei (VAMOS) su participación en la operación Pavo Real, cuando se ejecutó extrajudicialmente a varios presos. A Fredy Cabrera (TODOS) lo vinculan a la elección de magistrados y a Thelma Cabrera (del Movimiento por la Liberación de los Pueblos) la relacionan al robo de energía del Comité de Desarrollo Campesino, una organización que reivindica el derecho a la tierra y la nacionalización de la energía.
La primera encuesta seria (de CID-Galup, del 30 de mayo) tras la salida de Ríos y Aldana mostraba a Torres líder pero estancada en el 21%, sin aprovechar las ausencias de las candidatas de Vamos y Semilla para captar parte de ese voto. Los más beneficiados, como se preveía, son Giammattei que subía del 8% al 12%, Arzú del 7% al 9% y Mulet del 4% al 7%. Había dos datos llamativos: la opción de no votar por ninguno (24%) superaba a la de cualquier candidato y el rechazo a Torres, siendo alto (33%), disminuyó seis puntos, desde el 39%. Un rechazo fundamentalmente capitalino pues en el área metropolitana, Giammattei tiene el doble de intención de voto (20%) que Torres (10%); sin embargo, la candidata de la UNE es muy fuerte en el ámbito rural (27% contra 8%).
Toda esta controversia jurídico-electoral ha restado tiempo para abordar las asignaturas pendientes, empezando por los avances y deficiencias de la nueva ley electoral bajo la cual se ha desarrollado la campaña. Un reformado código ha tratado de modernizar su desarrollo haciéndola más equitativa, reduciendo el techo de financiamiento privado y la duración del proceso. La norma ha posibilitado avances indiscutibles (se ha implementado el voto en el exterior, con el que los migrantes –sólo en EEUU– podrán elegir por primera vez presidente y vicepresidente) y se han tratado de desterrar influencias externas (de determinados conglomerados mediáticos) pasando de “un régimen de amplia apertura en materia de financiación a uno de mayor rigidez”. La ley, sin embargo, no ha logrado renovar los cuadros partidarios ni constituir partidos más fuertes institucionalmente y enraizados nacionalmente. Tampoco ha evitado la “judicialización de la política”, pues la legislación nacional permite la interposición continua de recursos durante todo el proceso electoral, lo cual altera el normal desarrollo de la campaña. Tampoco la nueva ley electoral ha abordado la paridad de hombres y mujeres de los listados, la no reelección o las listas abiertas.
La campaña, una vez superado el tema jurídico que afectó a Ríos y Aldana, ha girado sobre los problemas medulares, históricamente definidos como los que más preocupan a la población: lucha contra la corrupción, inseguridad y déficit social (pobreza y desigualdad) y económico. La corrupción, centro del debate electoral desde la crisis de 2015, aunque sus raíces sean muy antiguas, ha llevado a los candidatos a situarse a un lado u otro de la grieta política nacional, CICIG-SÍ vs CICIG-NO: la izquierda y el centroizquierda (Aldana y Marroquín) y algunos partidos de centro (Julio Héctor Rivera) como defensores de la labor de esta institución y la derecha (Ríos, Arzú, Giammatei y Luis Velázquez) como críticos y partidarios de poner punto y final a esta experiencia. En verdad la CICIG, como tal, tiene los días contados desde que Morales anunció que había entregado oficialmente al secretario general de la ONU, António Guterres, la notificación de la suspensión inmediata y definitiva del convenio, con lo que la CICIG acaba su presencia en septiembre de 2019.
Junto con la corrupción, la inseguridad ciudadana es el otro gran tema de campaña. Pese a la caída de los índices de inseguridad, el número de asaltos, robos, extorsiones y asesinatos hacen de Guatemala uno de los países más inseguros de la región, con una creciente penetración de los cárteles del narcotráfico que han logrado cierto control territorial en zonas como el Petén y capacidad de cooptar poderes locales y nacionales. Esta situación condujo al país, ya desde la década pasada, a inclinarse por una candidatura u otra tomando como eje la inseguridad. En 2007 respaldó la propuesta de “mano blanda” de Colom y en 2011 la “mano dura” de Pérez Molina. Sin embargo, en 2015 fue la corrupción la que acaparó la atención ciudadana. En esta campaña las ofertas han ido por caminos similares con candidatos que negaban, incluso, que los delincuentes tuvieran derechos humanos (Amílcar Rivera) o que prometían pena de muerte y trabajos forzados a los mareros (Ríos y Arzú).
De lo que menos se ha discutido es de las reformas estructurales necesarias para modernizar la economía –un 69% trabaja en la informalidad– y encarar los retos sociales. Guatemala tiene altos niveles de pobreza (un 59,3%), un millón de niños menores de cinco años sufre desnutrición crónica o retraso en el crecimiento y es uno de los países más desiguales. La economía tiene graves déficit en infraestructuras (con menos del 1% del PIB, la inversión pública en capital físico es una de las más bajas de América Latina) y se caracteriza por su ineficiencia para ofrecer seguridad y servicios públicos de excelencia: carece de suficiente financiación (la carga tributaria ronda el 13% del PIB) y se ve lastrado por la corrupción, el clientelismo y un cuerpo de funcionarios mal pagados y con baja formación.
Conclusiones
Tras lo ocurrido a tan sólo 30 días de las votaciones, todas las opciones permanecen abiertas, con al menos cuatro certezas que permanecen:
- Sandra Torres, de la UNE, será la candidata más votada en primera vuelta, aunque difícilmente supere el 25% de los votos.
- Habrá segunda vuelta siguiendo una tradición histórica guatemalteca: desde 1986 cada elección se ha resuelto en el balotaje. La elevada fragmentación conduce a ella entre dos candidatos que, como en 2015, sumarán apenas el 20% de los votos. En esa segunda vuelta, Torres tendrá ante sí el reto de romper su bajo techo electoral y el “antivoto” (muy elevado sobre todo en la capital) que lastra sus opciones.
- El partido del presidente (FCN-Nación) no tendrá un papel relevante. Esto tampoco es novedoso, ya que desde 1990 ningún oficialismo ha revalidado mandato ni regresado a la presidencia. Cada elección se transforma en un voto de castigo al oficialismo y 2019 no traerá ningún cambio significativo en este sentido.
- Se perfila una compleja gobernabilidad con un futuro Congreso muy dividido. La alta fragmentación (se presentan más de dos decenas de partidos, incluidos los que se han quedado sin candidatas presidenciales, Semilla y Vamos) nace también de la capacidad de arrastre de voto de los alcaldes –auténticos caudillos locales–, que encauzan en primera vuelta el voto hacia fuerzas con implantación regional más que nacional y que, en segunda, negocian su apoyo con los candidatos presidenciales.
Además de la fragmentación, el otro obstáculo para la gobernabilidad va a ser la fuerte polarización. Sea quien sea el triunfador, el próximo gobierno, sin mayoría legislativa, encontrará un país polarizado –en torno a la forma de combatir la corrupción–-, con la convivencia política muy dañada y reducida capacidad para alcanzar acuerdos y consensos. Todo esto incrementa las posibilidades de que se repita el ciclo político-electoral habitual: voto de castigo al oficialismo, elección de un opositor y finalmente una nueva administración que queda lejos de las expectativas iniciales. Los planes de gobierno fracasan por la ineficacia, la corrupción y la poca preparación de los funcionarios y de las instituciones. Sin aparato ni cuadros, el futuro de los partidos depende del éxito de las políticas públicas impulsadas por el gobierno en seguridad y economía. Al carecer el Ejecutivo de una administración pública eficaz, no politizada y con un personal civil profesionalizado para implementar las políticas públicas, su fracaso final se traduce en un divorcio con el electorado. Sin vínculos sólidos con un partido que carece de aparato para retener a sus votantes, éste deja de apoyarlo, lo que desemboca en la derrota en los comicios posteriores y su progresiva decadencia en medio de una gestión presidencial sin margen para impulsar cambios y transformaciones de calado.
Rogelio Núñez
Profesor colaborador del IELAT, Universidad de Alcalá de Henares | @RNCASTELLANO
Carlos Malamud
Investigador principal, Real Instituto Elcano | @CarlosMalamud
1 La CCIG fue creada en 2006 tras el acuerdo entre Naciones Unidas y el gobierno de Guatemala. Es “un órgano independiente de carácter internacional, cuya finalidad es apoyar al Ministerio Publico, la Policía Nacional Civil y otras instituciones del Estado tanto en la investigación de los delitos cometidos por integrantes de los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad, como en general en las acciones que tiendan al desmantelamiento de estos grupos. Ello, mediante el apoyo a la investigación y persecución penal de un número limitado de casos complejos, así como otras acciones dentro de su mandato, destinadas a fortalecer a las instituciones del sector Justicia para que puedan continuar enfrentando a estos grupos ilegales en el futuro”.